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Se mudaron a menos de un kilómetro de distancia, a otro callejón sin salida de altas casas adosadas, pero fue como si se hubiesen trasladado al otro extremo del mundo. Los edificios, de ladrillo amarillo visto, eran nuevos, y el agente inmobiliario los describió como «viviendas de pisos», no adosadas. Había doce en total, seis a cada lado de la calle, construidas en el solar de una iglesia desacralizada cerca de Kings Road, en Chelsea. Casi todas estaban ocupadas por parejas jóvenes como los Coltrane.

Era una zona que a Joe le recordaba un poco a Nueva York. Le encantaban las tiendas con su excéntrica ropa, y los cafés y pubs donde a menudo veía de pasada rostros que había visto antes en películas o en la televisión.

El bajo era un garaje donde encerraban el Austin Healey azul descapotable. Había una pequeña habitación en la parte de atrás que Jack usaba como estudio. El salón comedor, en el primer piso, disponía de un ventanal que ocupaba una pared entera. Detrás, la cocina, que daba a un patio empedrado, disponía de nevera, una lavadora Hoover con centrifugadora y un rincón amueblado con asientos tapizados y una mesa donde comían si no tenían invitados. El piso superior constaba de tres dormitorios y un cuarto de baño.

En Bingham Mews todo el mundo era agradable. En verano se daban fiestas al aire libre, en las cuales el trasiego era incesante: la gente salía de las casas de todos y entraba en ellas en busca de aperitivos y bebidas; Jack era experto en preparar cócteles. A veces se reunían para tomar una copa los domingos por la tarde, y se invitaban unos a otros a cenar en pequeños grupos; en esas veladas se discutía en serio sobre la crisis de Suez, la segregación obligatoria en las escuelas de Estados Unidos y la revolución cubana, liderada por un barbudo llamado Fidel Castro.

A Joe no le importaba ser la única mujer de la calle que limpiaba ella misma su casa, pero le parecía de lo más extenuante cocinar para media docena de personas sumamente finas; toda su experiencia culinaria anterior se limitaba a los potajes y el pastel de carne elaborado con la carne picada más barata. Pero como no tenía la menor intención de dejar en mal lugar a las clases trabajadoras, compró un recetario titulado La buena ama de casa y aprendió a hacer pollo Marengo, blanquette de pavo, guiso de venado y toda clase de pasteles y merengues, amén de descubrir treinta maneras distintas de utilizar una naranja.

Elsie Forrest, que ahora era su niñera fija, solía ir a ayudarla. A menudo, otros residentes con niños se la pedían «prestada». La mujer se había trasladado a un piso mucho mejor en Fulham y consideraba a Jack enteramente responsable de su cambio de suerte.

—Si no hubiera confiado en mí con vuestra querida Laura, aún seguiría languideciendo en Cypress Terrace.

Joe había entablado amistad con Charlotte Ward-Pierce, una mujer demacrada de ojos grandes y enfermizos, madre de dos niños pequeños que vivía dos puertas más allá. Visitaba a Joe para tomar café los lunes por la mañana, y ella iba a su casa los viernes. El padre de Charlotte era lord teniente de algo y su marido, Neville, dirigía una sucursal de un banco árabe. Ambas mujeres agradecían la compañía mutua en las diversas obligaciones sociales que tenían que atender en Bingham Mews.

Joe esperó a que estuvieran colocadas todas las alfombras y cortinas y a que se hubiera comprado hasta el último mueble antes de invitar a Lily Kavanagh a pasar unos días con ellos. Estaban en diciembre de 1957, así que habían pasado tres años y medio desde que viese a su amiga por última vez. Aunque se carteaban con regularidad, le parecía como si hubiera transcurrido más de un siglo.

Lily habría deseado ir antes, y no podía entender por qué razón Joe no iba a Liverpool, por lo que al fin se sintió obligada a decirle la verdad:

—No te invito porque no quiero que veas el lugar tan horrible donde vivimos —explicó tratando de parecer bohemia—. Y en cuanto a ir yo, francamente, Lil, estoy demasiado agotada para viajar. Mantengo a un artista, ¿recuerdas? Trabajo a jornada completa.

Tuvo que seguir en la oficina otros seis meses antes de que el episodio piloto de Jack fuera aceptado para producción en la BBC y se le encargase la serie. Con una enorme sensación de alivio, Joe se despidió de la empresa Ashbury Buxton y de Peter Schofield, su jefe. Laura se acostumbró muy pronto a que la cuidara su madre, aunque conservaba una relación especialmente estrecha con Jack.

Era una alegría estar con su hija. Laura tenía un sentido del humor picarón y mantenía entretenida a su madre durante las largas horas que Jack estaba abajo en su estudio, en reuniones para hablar de los guiones o comiendo con Mattie Garr.

Después de vivir en una habitación casi dos años, la nueva casa parecía increíblemente amplia. Durante las primeras semanas, solía pasear por las habitaciones; salía y entraba, subía y bajaba escaleras, incapaz de creer que aquello fuera suyo.

Aunque todavía no eran ricos, no repararon en gastos a la hora de amueblar su nueva casa: un tresillo de cuero beis, una mesa de nogal y seis sillas a juego, dos de ellas con brazos, un dormitorio de arce... Casi todo procedía de Peter Jones, en Sloane Square, una de las tiendas más elegantes de Londres.

¿Qué diría mamá si pudiera verme ahora?, se preguntaba Joe mientras encargaba muebles que costaban cientos de libras. Pasar de ser pobre como las ratas a llevar una existencia bastante desahogada se le hacía impresionante. Iban a su casa operarios a medir las alfombras y las cortinas, y ella tenía muestras de telas y moquetas para escoger.

La habitación de Laura se pintó de rosa. Tenía una cama lacada en blanco, armario ropero y cómoda. Joe pegó calcomanías en las paredes y compró una lamparita en forma de castillo de hadas para que la luz hiciese compañía a la niña por las noches.

Derrochar dinero como si no hubiera un mañana era de lo más agradable, pero iba acompañado de la temible sensación de que cuanto más éxito tenía Jack, más se iban separando.

Jack Coltrane era ahora alguien en la BBC. Le habían encargado una segunda serie que estaría en pantalla la temporada siguiente y adquirieron Los discípulos (aunque Mattie Garr insistió en que se introdujeran numerosos cambios), y estaba proyectado estrenarla en Pascua. Se hablaba de una serie nueva y Jack dedicaba mucho tiempo a cambiar impresiones con Mattie antes de escribir el episodio piloto.

Nada podía hacer Joe. Hacían el amor casi tan a menudo como antes, y casi con la misma pasión. Pero tenía la íntima convicción de que algo iba mal. A veces sorprendía en él una expresión lejana, como si estuviera pensando: «¿Qué demonios hago aquí?». Ella también tuvo ese mismo pensamiento turbador en casa de Louisa la primera Navidad. Sospechaba que Jack habría preferido vivir en su antiguo apartamento frente a la tienda de comestibles, el cine y la heladería, seguir con el trabajo en el bar y dedicarse a escribir obras con mensaje que nadie quería ver. Tener una esposa y una hija lo habían llevado a un estilo de vida que el antiguo Jack hubiera despreciado.

El día que debía encontrarse con Lily en la estación de Euston, se puso de punta en blanco, con un abrigo de ante verde y zapatos de tacón a juego que había comprado en Kings Road. Debajo llevaba un jersey naranja con cuello polo y una falda de tweed algo acampanada con pintas anaranjadas entreveradas con el tono verde. Vistió a Laura con su abrigo blanco de piel con capucha y le adornó con unos lazos blancos la mata de cabello negro.

—Llevo el conejito azul —informó Laura cuando ya se iban. Era una afirmación, no una pregunta.

—Ten cuidado no vayas a perderlo. —Laura y el conejo azul eran inseparables. En otro tiempo, Joe había sentido lo mismo hacia Teddy.

—Vamos a buscar a tu tía Lily, cariño —le explicó Joe más tarde, cuando entraba en la estación el tren de Liverpool—. Es bajita y regordeta, con el pelo corto y rizado. ¡Oh, mira, ahí está! Se lo ha vuelto a dejar crecer. Y ahora lleva moño...

Lily caminaba hacia ellas con un abrigo negro ceñido y botas altas; sonriente, agitaba la mano. Al otro lado de la barrera, Joe movía frenéticamente la mano a su vez, y Laura hacía otro tanto con la pata del conejito azul. Era tan maravilloso ver un rostro familiar, que el largo período de tiempo disminuyó rápidamente y fue como si hubiera visto ayer mismo el rostro vivaz de su amiga. Para no ser menos, Laura rodeó el cuello de su nueva tía con un brazo cubierto de piel de abrigo blanco.

—Te queda bien el moño, Lil —reconoció Joe—. Estás muy guapa.

Lily hizo una inspiración larga y profunda y sonrió feliz.

—Oh, qué alegría verte, Joe. Estás elegantísima. Y tú... —Cosquilleó en la barbilla a Laura—. Eres preciosa, de verdad. ¿Quieres venir conmigo?

—«Preciosa» —repitió la niña mientras pasaba de unos brazos a otros—. Besa a conejito —ordenó, y Lily obedeció de buena gana.

Joe se colgó del brazo de su vieja amiga.

—No has cambiado nada...

—En cambio, tú has envejecido, Joe. Parece que tienes más de veintitrés años.

Era como en otros tiempos.

—He tenido una niña —señaló orgullosa—. Y además, las cosas no han sido precisamente fáciles durante los últimos años.

Llegaron a Bingham Mews. Lily nunca había visto antes casas tan originales.

—¡Es curioso lo de vivir encima del garaje! ¿Les faltaba espacio a los constructores? Apuesto a que son baratísimas.

Joe le aseguró que costaban tres veces lo que una casa en Liverpool, extremo que a Lily le pareció difícil de aceptar.

—Si no me crees, ahí enfrente vive una famosa modelo. Se llama Maya y sale en todas las revistas. La puerta de al lado es la de la casa de un actor. También hay aquí agentes de bolsa y banqueros. —Movió la cabeza—. ¡Y estamos nosotros!

Subieron al salón.

—¿Dónde está ese famoso marido tuyo? —preguntó Lily—. Me muero de ganas de conocerlo.

—En una comida que puede durar horas. Lo más seguro es que no vuelva a casa hasta las seis. —Como la comida solía ir acompañada de varias botellas de vino, era probable que Jack regresara algo animado.

Fue a hacer té y dejó a Laura con Lily, que estaba algo abrumada. De tal padre, tal hija, pensó Joe pesarosa, puesto que la pequeña, con sus amplias sonrisas y sus carantoñas, se llevaba de calle a todo el mundo.

—Pues no parezco tan vieja...

Observó su reflejo en el pequeño espejo que colgaba detrás de la puerta de la cocina. No había arrugas —y no es que esperase tenerlas a los veintitrés años—, pero tampoco parecía joven. Era debido a algo que había en la expresión de sus ojos azules, como si hubiese visto demasiadas cosas, sabido demasiadas cosas que habría preferido no saber. Quizá fue así desde el día en que cayó la bomba en el Prince Albert, y ella nunca lo había advertido hasta entonces.

¡Y era Lily la que tuvo que fijarse, claro!

—Cuéntame todas las noticias que hay —pidió al volver al salón con una bandeja y las cosas del té. Laura estaba adormilada en brazos de su amiga.

—Te he contado todas las novedades en mis cartas. Oh, excepto algo que oí ayer. —Sus ojos brillaron y el tono de voz subió hasta convertirse en un chirrido, señal segura de que estaba a punto de exponer algo de notable importancia—. ¡Tu tía Ivy se ha vuelto a casar! Con Alfred Lawrence, un policía altísimo, de casi dos metros de estatura.

Joe hizo una mueca.

—Espero que sea mejor que Vince Adams. —No quería hablar de la tía Ivy—. ¿Con quién se ha comprometido Robert? ¿Hay algún indicio de que Daisy vaya a casarse? ¿Sigue Imelda tan horrible? ¿Cómo está Ben? Debe de ser espantoso estar casado con alguien que no le gusta a nadie... —Se retrepó en el sillón de cuero y exclamó—: ¡Qué agradable es esto! No cotilleaba desde hace años.

—Imelda vuelve a estar embarazada, y está completamente chiflada —afirmó Lily categórica—. Deberías oír cómo pone de vuelta y media a Ben cuando vienen de visita. ¿Te dije que viven en Manchester? Ben encontró trabajo en un laboratorio de allí. Pobre chico, no consigue hacer nada a derechas. Mamá no se atreve a decir nada por si Imelda no quiere volver a casa, pero el que peor lo pasa es Ben. Al menos, cuando viene a comer los domingos puede tener un respiro. Se va a tomar una copa con papá. Por otra parte, todos estamos locos con Peter. Es un niño estupendo, solo unos meses menor que esta niñita. —Le apartó un rizo de los ojos a Laura—. Aunque no creas, Imelda no duda en meterse con él también.

Pobre Peter. Y pobre Ben, tan agradable, tan educado, tan inocente, siempre deseoso de hacer las cosas bien. No era justo que hubiese acabado con alguien como Imelda.

—Y respecto a Robert —siguió diciendo Lily—, Julia parece que no está mal, pero eso mismo parecía también Imelda. Mamá dice que dará su opinión dentro de cinco años. Y Daisy no da muestras de querer casarse. —Bajó la voz, como si la pudiera oír alguien—. Francamente, Joe, empiezo a preguntarme si no será lesbiana. Ella y esa tal Eunice parecen muy unidas. Siempre se van de vacaciones juntas, y ninguna de las dos tiene novio.

—Tiene solo veintisiete años —rio Joe—. Daisy es una mujer de carrera. Está destinada a ser bibliotecaria jefe en Liverpool. Tiene mucho tiempo aún para casarse.

Lily suspiró.

—Has sido tú la que ha preguntado. Por cierto, ¿te importaría hacerte cargo de Laura? Tengo que ir al lavabo.

Joe llevó a su hija arriba, al dormitorio rosa y blanco. Después bajó y al final de la escalera cruzó la puertecilla que conducía al garaje, cuya puerta subió a fin de que cuando Jack llegara pudiese entrar directamente. Cuando volvió, Lily salía del cuarto de baño, llena de admiración para variar.

—Nunca había visto un baño azul, es precioso.

—Me alegro de que tengamos algo que te guste...

La visitante se ruborizó.

—Todo es muy bonito —reconoció—. La casa es encantadora. —Suspiró mientras volvían al salón—. Tengo celos, eso es todo. Cuando te vi esperando tras la barrera con Laura, te habría matado de la envidia que me dabas. Ben quería casarse contigo, y luego hubo ese tipo al que conociste en Haylands, Griff. Ahora estás casada con alguien cuya foto ha salido en el Radio Times. Es guapísimo, Joe. Llevé la foto para enseñársela a las chicas en el trabajo. —Lily se encogió de hombros—. —Deseo tanto tener un marido e hijos que la mayor parte del tiempo no puedo pensar en nada más.

—¿No has encontrado a nadie que te guste?

—Oh, sí, montones —contestó Lily con prontitud—. El problema es que yo no les gusto a ellos. ¿Te acuerdas de Francie O’Leary? Me hubiera casado con él en el acto. —En sus ojos se reflejó el miedo—. Cumpliré veinticuatro en abril, Joe. Me preocupa quedarme solterona. —Trató de sonreír—. Sigo siendo virgen, ¿sabes?

Joe sirvió más té y confesó lentamente:

—Si supieras lo mucho que te he envidiado yo a ti a lo largo de los años... Habría dado lo que fuera por tener un padre y una madre, una familia. —Sonrió—. Hasta envidié tu abrigo la primera vez que nos vimos en la planta baja de Blacker, antes de la guerra. Era exactamente igual que el de tu madre, azul con cuello de piel. En cambio, no me gustó tanto tu gorrito.

—Supongo que la hierba siempre es más verde...

—Al otro lado de la valla, sí.

Un coche entró en el callejón y Joe reconoció el ronco rugido del Austin Healey. La puerta del garaje bajó y a los pocos minutos entró Jack en el salón.

—Eres más grueso de lo que pensaba —manifestó Lily con sinceridad cuando Joe los presentó—. Parecías mucho más delgado en la foto de Radio Times.

Joe se fijó en su marido. Su amiga tenía razón. Ella no se había dado cuenta, pero sus mejillas otrora chupadas aparecían ahora más llenas, y comenzaba a estar algo mofletudo. Daba la impresión de hombre bien alimentado, un punto próspero. Cuando se quitó la chaqueta de su caro traje, observó que los pantalones se le ceñían a la cintura. Tuvo un instante de miedo. Le resultó un extraño.

Él pareció más bien sorprendido.

—Me gustan las mujeres sinceras —había dicho en el momento de estrechar educadamente la mano de Lily, aunque Joe se dio cuenta de que estaba algo molesto. A nadie le gusta que le digan que está engordando, y menos aún si se trata de alguien al que acaban de conocer. Lily era incorregible.

La propia Joe se sintió molesta con su amiga, y luego con Jack, quien tras anunciar que tenía que trabajar, bajó a su estudio. Se molestó más todavía cuando Lily dijo:

—No es tan guapo como me había figurado. Está un poco piripi, ¿no, Joe? Le temblaban las manos...

Habría sido fácil tener una de sus famosas peleas, pero resistió la tentación. Ambas tenían más edad, y seguramente no superarían el enfrentamiento con tanta facilidad como cuando eran pequeñas.

Lily se quedó cinco días. Con Laura a cuestas, Joe la llevó a ver los lugares famosos, la mayoría de los cuales ni siquiera había tenido tiempo de ver ella misma: la Torre de Londres, las Casas del Parlamento, el museo de Madame Tussaud. Comieron en el Lyon’s Corner House, fueron a pasear por Hyde Park, Oxford Street, Regent Street y Piccadilly; todas las calles estaban ya decoradas para las fiestas navideñas.

Aprovecharon la oportunidad para comprarse regalos unos a otros y Joe buscó algo caro y exclusivo para la señora Kavanagh, lo más parecido a una madre que había tenido a lo largo de los años. Se decidió por un camafeo antiguo enmarcado en oro que costaba veinticinco libras.

—Es de segunda mano, pero claro, no es posible comprar una antigüedad nueva, ¿no?

Lily prometió que se lo entregaría a su madre la mañana del día de Navidad.

¿Qué le compraría a Jack? La Navidad pasada y la anterior, eran pobres. Se regalaron cosas como bombones y bufandas. Ella le tejió unos guantes, pero los dedos le quedaron desparejos, unos demasiado largos y otros demasiado cortos. Este año podría permitirse comprarle algo carísimo.

—¿Qué tal uno de esos? —Estaban en la sección de hombres de Selfridge’s, y Lily señaló un colgador de batas de pura seda de colores oscuros, marrón, azul marino y verde botella.

—Mmm. Lo tendré en cuenta.

El Jack Coltrane al que conoció hacía tres años en Greenwich Village no tenía pijama, y menos aún una bata, y se habría reído de buena gana al pensar en la seda. Le chocó que Lily considerase que una prenda tan costosa pudiera ser adecuada para el Jack actual.

Más tarde, mientras caminaban por la sección de arte en busca del ascensor, vio un cuadro de gran formato, enmarcado, de Nueva York. De cerca comprobó que se trataba de una fotografía tomada por la noche. El cielo estaba oscuro, al igual que los altos rascacielos; las aguas del río aparecían aceitosas. Pero las luces de todas las ventanas estaban encendidas y el efecto era impresionante. Al contemplar la composición, a Joe le parecía que todas las luces amarillas parpadeaban, como si ella estuviese allí.

Compró la obra inmediatamente y pidió que se la enviaran. A Jack le encantaría. Podía colgar la magnífica foto en su estudio.

Jack consiguió ser el hombre invisible durante la mayor parte de la estancia de Lily. En la intimidad de su dormitorio le confió que no la soportaba.

—A pesar de lo que afirmé, no me gusta la gente que dice lo que piensa, si es ofensivo.

Joe estaba sentada en la cama.

—En Liverpool, eso recibe la denominación de «no estar pulido». Era una de las frases favoritas de mi tía Ivy: «Ya me conoces, no estoy muy pulida». ¿Te molestó su comentario?

Jack hizo una mueca y se metió en la cama junto a ella.

—Sospechaba que estaba engordando, pero no tanto como para que te dieras cuenta. Desde que tu amiga no pulida lo comentó, he estado haciendo unos cuantos ejercicios físicos. Debo de estar en muy baja forma. Apenas llego a tocarme los dedos de los pies con las puntas de los de las manos.

—Son todas esas comidas, Jack, y el vino. Lily se dio cuenta de que venías bebido.

—¡Zorra! —barbotó su marido con rabia.

Al oírlo, Joe se preguntó por qué seguía comparando a un Jack con el otro, como si fueran dos personas totalmente diferentes. Aunque lo cierto era que el otro Jack se habría limitado a reírse, en tanto que este no se contenía a la hora de soltar imprecaciones.

Le habría gustado continuar la conversación. Después de haber convivido durante seis años de su vida con una alcohólica, que Jack bebiera le preocupaba. No le parecía bien que condujese después de tomarse unas copas. Pero él apagó la lamparita de noche, le deseó un seco buenas noches y se cubrió los hombros con el embozo. Yacía de espaldas a ella. Joe siguió sentada. No sabía por qué, pero tenía deseos de llorar.

El tren de Liverpool iba atestado. Lily corrió hacia delante, mientras miraba por las ventanillas en busca de un asiento. Joe la siguió con Laura, que iba de mala gana y arrastraba los pies porque no quería que la tía Lily se marchara y le parecía que si le hacía perder el tren, se quedaría para siempre.

Lily debió de encontrar un asiento. Subió su maleta al tren y cuando Joe llegó pudo ver por la ventanilla cómo un joven esbelto de rostro agradable la ayudaba a colocar la maleta en la red de arriba. Sonrió y puso un libro en el lugar donde ella iba a sentarse. Lily apareció en el pasillo y se asomó a la ventanilla.

—Parece guapo —comentó Joe—. Te está guardando el sitio.

—Es un saco de huesos —replicó Lily despreciativa—, y deberías ver su nuez. ¡Cómo sobresale! Espero que no me hable. Quiero leer mi libro.

Laura empezó a llorar.

—Quiero que tía Lily se quede —sollozaba.

Joe la alzó para que una también llorosa Lily la besara.

—¿Vendrás por Pascua como prometiste, Joe? Todo el mundo estará encantado de verte, sobre todo mamá.

—Lo prometo, de verdad.

Se oyó el silbato del jefe de estación. Unos segundos más tarde, el tren empezó a moverse y los sollozos de Laura redoblaron.

—Pasa una feliz Navidad —gritó Joe.

—Lo mismo te deseo, Joe. —Lily les mandó besos con ambas manos hasta que el tren desapareció.

El joven junto al cual se sentó Lily en el tren se llamaba Neil Baxter. Cuando Joe fue a Liverpool en Pascua, fue dama de honor en su boda.

—No lo amo —explicó Lily categóricamente el día antes de la boda—, pero él me quiere y a mí me gusta bastante, Joe. Está bien colocado en Correos, tenemos mucho de qué hablar y no discutimos nunca. Ah, y a los dos nos vuelve locos Elvis Presley. Queremos tener familia, dos hijos por lo menos, niño y niña. Los llamaremos Troy y Samantha, pero vamos a dejar lo de los críos hasta que mejoremos un poco en la cuestión de la vivienda. El sitio que pensamos comprar en Orrel Park pinta muy bien pero no tiene jardín. Y está un poco desastrado. Lo arreglaremos y después lo venderemos con beneficios dentro de un año más o menos. Yo seguiré trabajando, claro, así que tendremos dos sueldos.

Lo tienes todo planeado desde hace años, pensó Joe. Todo sonaba muy frío, nada romántico.

Pero para ser una mujer que pretendía no estar enamorada, Lily parecía radiante a la mañana siguiente, cuando avanzó por el pasillo de la iglesia de Cristo Rey con un vestido de estilo victoriano de brocado que le había confeccionado su madre. El velo a la altura de los hombros estaba sujeto, de un modo muy apropiado, con un ramo de lirios del valle, y en su ramo de novia, las delicadas flores se entremezclaban con las rosas blancas y los helechos.

Los ojos de Neil Baxter brillaron con ternura cuando vio a la novia acercarse del brazo de su padre. El señor Kavanagh parecía muy emocionado, aunque la noche antes exclamaba que estaba ansioso de poder librarse de su ruidosa y discutidora hija.

Joe fue la única dama de honor, ya que Lily quería evitarse el gasto de tener más. Llevaba un vestido amarillo liso y una pamela de paja negra con un círculo de flores amarillas en el ala, ambos de Harrods, zapatos y guantes negros, y sostenía un ramillete de rosas amarillas. La única joya que lucía era el colgante de ámbar que le había comprado Louisa Chalcott en Southport, alojado en su escote en «V».

Todos los Kavanagh asistieron a la boda de su hermana menor. Stanley y Freya habían volado desde Berlín con sus dos hijos. Stanley se estaba quedando calvo, advirtió Joe cuando fueron al exterior para hacerse las fotografías; Lily había traído a alguien de la oficina para que salieran baratas. La última vez que Joe había visto a Stanley fue después de la guerra, y suponía que era una tontería esperar que tuviese el mismo aspecto que trece años antes. Y Marigold tenía figura de matrona, embutida en el austero traje azul marino que esperaba que la hiciese más esbelta. Tenía solo treinta y un años, pero había sido madre de cuatro hijos desde que conoció a Joe cuando esta fue a vivir a Machin Street con la tía Ivy.

Robert seguía viviendo en Londres y trabajaba en la City; desde luego, resultaba imposible imaginarlo con doce años peleándose en el suelo del salón con su hermano menor. Su prometida, Julia, estaba muy elegante con su traje gris y un sombrero bombonera con velo rosa. Le impresionó saber que Jack era el autor de varias series de la BBC.

—Tenemos que quedar alguna vez en Londres para cenar —le había dicho antes. Jack recibió la sugerencia con una sonrisa encantadora que Joe sabía que era falsa. Su marido lo estaba pasando mal y sufría cada minuto.

Únicamente Daisy Kavanagh no había cambiado en absoluto. Con un precioso traje crema y morado y una recargada pamela, no parecía distinta de la chica del Valle de las Hadas que un lejano día le preguntó qué le pasaba. Quizá ser soltera no sea tan malo, pensó Joe. Sin marido del cual preocuparse, sin hijos, sin problemas económicos... Había en su rostro una expresión serena, satisfecha. Su amiga Eunice parecía también muy satisfecha.

Buscó con la mirada a Laura y a Jack. De Jack no había la menor señal, pero Laura estaba jugando con Heidi, la hija menor de Stanley y Freya, que no sabía una palabra de inglés, pese a lo cual parecían entenderse muy bien. Sus calcetines tres cuartos estaban muy sucios y Joe se preguntaba si podría volver a la casa a buscar un par limpio antes de ir a la fiesta cuando una voz le dijo al oído:

—Es preciosa.

Se dio la vuelta. Ben la estaba mirando. Señaló a Laura con la cabeza.

—Muy guapa. —Se le torcieron los labios en una astuta sonrisa—. Y tú también. —Le tomó las manos—. Estás deslumbrante, Joe.

—Tú tampoco estás mal —correspondió, con una risita. Él estaba fatal. Tenía la frente arrugada como la de un viejo y en los ojos una mirada trágica. Estaba encorvado, cuando antes solía mantenerse muy erguido, muy recto—. ¿Cómo van las cosas, Ben? —preguntó, lo que no dejaba de ser una tontería, porque estaba enterada de que las cosas iban muy mal. Había algo en Imelda que no funcionaba bien.

Él se encogió de hombros.

—Bueno, ya sabes..., bien, supongo. Me gusta mi trabajo. Manchester es un sitio muy agradable donde vivir. Imelda, bueno, Imelda... —La voz disminuyó de tono—. ¿Has visto a Peter? —Su cara se iluminó de repente—. Tiene más o menos la misma edad que tu hija. Andaba por aquí... —Se detuvo otra vez y ella sintió que sus manos se tensaban en las suyas—. Oh, Joe —prosiguió con una nota de angustia—, si no hubieras decidido marcharte a aquel maldito campamento...

Si tú no hubieras tratado de detenerme, estuvo tentada de decir. Pero eso solo haría las cosas más difíciles, y Ben ya era bastante desgraciado. Al parecer, él consideró el hecho de pedirle que se quedase como una prueba de su hombría. Y si se hubiera quedado, o si él la hubiera dejado irse de buena gana, ¿cómo habrían salido las cosas?

Ben le siguió sujetando las manos, con menos fuerza ahora, como dos viejos amigos que se encuentran.

—¿Dónde está ese famoso marido tuyo?

—Anda por ahí. —Le había costado muchísimo convencer a Jack de que fuera. Había luchado durante días—. «¿De qué sirve tener un marido si no te acompaña a las cosas importantes como la boda de tu mejor amiga?» —le preguntó enfadada.

—Sabes que no soporto a Lily —repuso Jack razonablemente. Lo siento por el pobre tipo al que ha conseguido arrastrar hasta el altar.

Al final, consintió ir, pero solo un día. Regresaría a Londres justo después de la fiesta. Joe se quedaría en casa de los Kavanagh hasta el miércoles.

—¡Ah, estás aquí! —Una Imelda muy embarazada salió de la iglesia, arrastrando a un niño pequeño de la mano. Su bonito rostro estaba deformado en una mueca de enojo y el labio inferior del niño temblaba, como si estuviera a punto de llorar—. Es tan hijo tuyo como mío —espetó con acritud a Ben, ignorando a Joe por completo—. Lo he pillado junto a las velas. Podía haber ardido. —Prácticamente arrojó al niño en dirección a su padre. Te toca durante un rato.

Ben soltó las manos de Joe y lo vio inclinarse junto a ella. Alzó en brazos a su hijo.

—¿Has sido un niño malo, Peter?

—Estaba siendo curioso, no malo —puntualizó Joe—. Ven y preséntaselo a Laura.

Después de ver a Ben, casi lamentó haber ido a la boda.

Jack debía de haber estado esperándolas. Cuando el taxi se detuvo, salió mientras Joe pagaba al taxista.

—¡Papá! —Laura se lanzó hacia él. Chilló encantada cuando Jack levantó su cuerpecillo por encima de su cabeza.

—¿Me has echado de menos?

—Oh, sí, papá —confirmó la niña.

Jack la agarró con un brazo y rodeó con el otro la cintura de Joe. La besó, en lo que no fue un simple beso de bienvenida. Había algo hambriento en él.

—Yo os he echado de menos a las dos. Todo estaba muy silencioso y solitario.

En el salón, los tres se dejaron caer en el sofá, que chirrió en son de protesta.

—¿Os divertisteis después de que me fuera? —quiso saber Jack.

—Lo pasamos bien. Llevé a Laura a New Brighton y a Southport. Hubo una fiesta la última noche para Stanley y Freya, que se marcharon al mismo tiempo que nosotras.

—Gané en un juego, papá. Me dieron como premio una caja de bombones.

—Porque hiciste trampa. Se trataba de las sillas musicales — explicó Joe—. No acababa de pillarle el tranquillo.

—¿Te comiste los bombones?

—No, papá. Se los comió todos el conejito azul.

Joe fue a poner el hervidor al fuego. Fue agradable ver a todo el mundo, pero triste al mismo tiempo, al ver cuánto habían envejecido. El pelo de la señora Kavanagh se había vuelto gris a lo largo de los tres últimos años, y llevaba unas gafas de cristales bastante gruesos. Pensó en Ben y en sus ojos tristes. No se había dado cuenta de lo mucho que echaba de menos Liverpool hasta que volvió a la ciudad. Allí era donde encajaba, donde se sentía a gusto, algo que nunca le ocurriría en Bingham Mews si se quedaba allí durante el resto de su existencia.

Volvió al salón.

—Creo que la boda salió muy bien, ¿no te parece? Lily parecía radiante, y se diría que Neil había ganado un millón de libras.

—¡Pobre chico! —Jack hizo una mueca—. ¿Han ido a algún lugar exótico de luna de miel?

—No. —Emitió una risita—. Estuvieron un fin de semana en Lake District y estaban de vuelta el lunes. Se van a pasar las dos próximas semanas arreglando la casa nueva.

Jack se estremeció.

—No parece lo que se dice muy romántico.

—No suena romántico, pero en cierto modo lo es. Ambos parecen muy felices, Jack, así que no importa dónde hayan estado mientras estuvieran juntos.

Ahora fue él quien soltó una breve risa.

—Casi pareces envidiosa...

Quizá lo estuviera, sí. Había algo en las caras de la pareja recién casada que la había llenado de una sensación de melancolía. Ella y Jack tenían la misma apariencia en la época en la que se conocieron.

Ya se disponían a acostarse cuando él pidió con voz gruñona:

—No te pongas el camisón. Quiero tocarte por todo el cuerpo.

Joe nunca había sido capaz de entender por qué las cosas se torcieron o cómo se torcieron, pero después de hacer el amor, todo parecía estar bien de nuevo. Jack la acarició con ternura al principio, después de modo cada vez más febril, le besó los pezones y acarició sus pechos hasta que ella sintió deseos de gritar.

—Te amo —le susurró una y otra vez—. Te amo. —Después se arrodilló en la cama, se introdujo en su cuerpo y este respondió, arqueándose rítmicamente contra el de su marido; luego, ascendieron cada vez más alto, hasta que todo estalló en un clímax apenas soportable.

Debemos pasar más tiempo separados, fue su último pensamiento antes de dormirse.

Tenía la convicción de que su matrimonio había rejuvenecido. Jack se mostraba atento con ella tal como no solía estarlo. No es que la hubiera descuidado, pero antes nunca le había comprado flores ni hecho regalos inesperados de joyas. Una noche llegó a casa con unos pendientes de ámbar en una caja de terciopelo.

—A juego con el colgante que llevas siempre.

—Oh, siempre había querido tener unos. —Le echó los brazos al cuello, encantada.

—Te los habría traído antes, de haberlo sabido.

El lunes se marchó pronto a una reunión sobre guiones. Una hora más tarde, Joe encontró la polvera en un lateral del sofá. Era de oro, con un dibujo de flores rojas de esmalte. La abrió; los polvos eran oscuros, apropiados para una morena. Se quedó helada. Se estremeció, cerró de golpe la polvera, la volvió a arrojar al sofá y se frotó las manos contra la falda, como si el objeto estuviera contaminado.

Charlotte Ward-Pierce iba a llegar en cualquier momento para tomar café. Joe descolgó el teléfono para decirle que no viniera, justo en el momento en que se oía un golpe en la puerta. Ya era tarde.

—Ha venido la tía Charlie —canturreó Laura desde la cocina, donde estaba haciendo un dibujo de la boda.

Al bajar corriendo las escaleras, Joe se dijo a sí misma que estaba siendo tonta, demasiado suspicaz. La polvera podía pertenecer a cualquiera de las residentes del callejón. Todas las mujeres que vivían allí se habían sentado en el sofá en algún momento durante los últimos meses. Pero sin duda habrían recordado dónde la habían utilizado por última vez. Las mujeres usaban las polveras todos los días. Se detuvo en la puerta con la mano en el pomo. Le subió la bilis a la garganta cuando recordó haber rebuscado en el lateral del sofá la invitación a la boda de Lily el día antes de su viaje a Liverpool.

Recordó haber sonreído, pensando para sus adentros que no la iban a dejar entrar si no la llevaba. La invitación iba dirigida a los «Señores Coltrane y Laura».

La lánguida cara de Charlotte mostraba una sonrisa triste cuando Joe abrió la puerta. Su pelo normalmente lacio estaba peinado en ricitos prendidos en lo alto de la cabeza con un pasador de bisutería. Parecía un detalle que no encajaba con los pantalones de pinzas y la camisa de algodón que llevaba.

—Vamos a un baile esta noche —explicó—. Espero que para entonces no se me haya desmoronado el tocado. Dejé para muy tarde pedir hora en el peluquero y esta tarde estaba lleno. Neville se ha enfadado conmigo, como de costumbre. —Neville Ward-Pierce era un hombre brusco e impaciente que no dudaba en ridiculizar a su mujer en público.

—¿Dónde están los niños? —Tristram y Petronella tenían vacaciones de su escuela preparatoria en South Kensington.

—Se los ha llevado Elsie. Los ha sacado de paseo.

Joe se apartó, al darse cuenta de que estaba cerrando el paso a Charlotte.

—Pasa.

Preparó café, le dio a Laura un vaso de leche, llenó un plato con galletas de chocolate y admiró el dibujo de la boda que había hecho la niña. A Lily no le habría gustado mucho saber que tenía un ojo más grande que el otro.

Charlotte estaba en el sofá y había dejado la polvera en la mesita baja.

—Supongo que no será tuya —dijo Joe sin darle importancia, a sabiendas de que no podía serlo, pues de lo contrario la habría encontrado cuando rebuscaba en el lateral la semana anterior.

—No, nunca la he visto antes. —Charlotte la abrió—. No es el color que yo uso, es demasiado oscuro.

—También lo es para mí.

Hubo un silencio. Joe no podía apartar los ojos de la polvera. No dejaba de decirse a sí misma que debía de haber una explicación sencilla para aquello, y deseaba poder encontrarla.

Charlotte dijo:

—Parece... ¿Cómo es eso que se dice a veces? Ah, sí, parece como si hubieras perdido una libra y hubieses encontrado seis peniques. ¿Pasa algo, Joe?

Nunca sería amiga de Charlotte en la medida en que lo era de Lily, pero ella era una mujer muy abierta y ya le había contado cosas acerca de su propia e infeliz vida. Joe señaló la polvera con la cabeza.

—La he encontrado en el lateral del sofá, pero sé que no estaba ahí antes de que me fuera de viaje.

—Puede ser de Elsie. —El rostro largo y demacrado de Charlotte se ruborizó. La taza y el platillo le temblaron en la mano y al momento los dejó sobre la mesa.

—¿Qué pasa, Charlotte? —preguntó ansiosa Joe—. No es de Elsie, ella no usa maquillaje. ¿Has recordado tal vez de quién es?

—No, no. —La mujer bajó la cabeza y se abrazó las rodillas, como si tratara de convertir su largo cuerpo en una bola—. No quería mencionarlo, Joe —añadió en voz baja—, pero el domingo por la mañana los niños me despertaron hacia las seis y media porque querían sus huevos de Pascua. Oí un ruido fuera. Cuando miré por la ventana, Jack estaba sacando el coche del garaje. Había una mujer en el asiento delantero.

Joe se acercó a la ventana y miró hacia fuera, como si en el fondo esperase a medias ver la misma escena. El corazón le latía en la garganta.

—¿Cómo era?

—Vieja —susurró Charlotte—. Al menos de cuarenta años, muy morena, con el pelo negro brillante. Llevaba toneladas de maquillaje. —Abrió la polvera, miró el contenido y volvió a dejarla.

¡Mattie Garr! Joe había visto a Mattie dos veces, y la descripción encajaba perfectamente.

—Quizá estuvieran hablando toda la noche —observó sin mucha convicción.

—Quizá. —Charlotte asintió con vigor, como si esperase que fuera así. Luego, en su cara se pintó cierto desánimo—. Volví a oír el mismo ruido el lunes por la mañana. Esta vez no miré, así que no podría jurar que era Jack. Pero recuerdo haber oído reír a una mujer.

—Apareció a última hora del sábado —explicó Jack muy tranquilo—. Yo acababa de llegar de Liverpool. Estuvimos debatiendo acerca de introducir cambios en el guión de la nueva serie. Las horas pasaron muy deprisa. Antes de que nos diéramos cuenta, era por la mañana. La llevé a casa. Eso fue todo.

—¿Dos noches seguidas? —Joe trataba de no parecer demasiado incrédula.

El rostro de él no cambió.

—Bueno, sí, en realidad fueron dos noches. Es fácil que todo se alargue cuando hay cosas importantes de las que hablar.

Ella había inspeccionado la cama de la habitación de invitados, esperando descubrir que Mattie había dormido allí, pero las sábanas estaban virginalmente lisas. Después cambió las sábanas de su habitación, por si hubieran hecho el amor allí. Si es que habían hecho el amor...

—¿Por qué apareció cuando Laura y yo no estábamos? Nunca lo había hecho antes.

—Vino precisamente porque no estabais —respondió él con paciencia—. Así podíamos hablar sin ser molestados.

—Ah, ¿así que Laura y yo estorbamos? —Joe apenas podía contener su furor—. Si todo fue tan inocente, ¿por qué no lo mencionaste? Según tus propias palabras, la casa estaba silenciosa, y te habías sentido solo.

—Porque no me parecía que mereciese la pena mencionarlo. Y la casa estuvo silenciosa la mayor parte del tiempo y me sentí solo.

Durante tres noches, Joe durmió en la habitación de invitados. La cuarta, Jack la despertó acariciándola suavemente bajo las sábanas.

—Nunca te sería infiel, corazón —dijo en voz baja—. Debería haberte dicho que había venido Mattie. Por cierto, es una de las mujeres menos atractivas que he conocido nunca. —Su mano se curvó sobre su cadera y rodeó su pecho. Le besó el cuello—. ¿Por qué iba a querer acostarme con otra cuando te tengo a ti? Vuelve a la cama, Joe, por favor.

Fue porque no podía seguir durmiendo siempre en la habitación de invitados, o su matrimonio pronto estaría más allá de cualquier posibilidad de arreglo. Quería creer a su marido más que nada en el mundo. La magia podía haber desaparecido, pero seguía tan locamente enamorada de Jack Coltrane como siempre.