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—¡Oh, qué bonitos chalés! —La voz de Lily temblaba de emoción—. ¿Podemos escoger el nuestro?
El conductor del vehículo abierto que las llevaba a ellas y a su equipaje las miró con frialdad.
—No, nena, no es aquí. Vosotras os alojáis en la zona de personal, detrás del teatro.
—¡Hay un teatro! —Lily le dio un codazo a Joe—. Me pregunto si habrá estrellas famosas.
Los chalés se habían construido adosados, trasera con trasera, con las partes delanteras enfrentadas y un ancho sendero de cemento en medio que atravesaba una tira de hierba. Macetas de madera, cada una con un arbusto verde idéntico, estaban pulcramente dispuestas, con una separación de unos tres metros y medio entre unas y otras. En total había cinco largas filas de chalés, que, como todos los edificios del campamento, acababan de ser pintados de color crema.
Ya habían pasado por delante de dos bares, el Coconut y el Palm Court, un puesto de pescado con patatas fritas llamado Charlie’s Place, la Arcadia, una sala de baile, un salón de juegos recreativos, una fila de tiendas, un pequeño parque de atracciones y una guardería infantil con columpios y toboganes en la parte exterior, aunque no había ningún niño a la vista. De hecho había pocos campistas, y de esos pocos, la mayoría eran sobre todo personas de edad avanzada. Había carteles indicadores de las pistas de tenis y el minigolf. Unos cientos de metros más allá brillaba el mar de Irlanda, oscuro como el peltre, con unas olas extrañamente rígidas, como pelo recién permanentado. El cielo tenía un color negruzco y se estaba oscureciendo aún más, y daba la sensación de que iba a llover. A pesar de la amplia oferta de entretenimiento, el campamento ofrecía un aspecto desolado y desértico.
—Me encanta el minigolf —comentó Lily.
El hombre dirigió el vehículo hacia un gran edificio de color crema con un letrero de neón apagado sobre la entrada en el cual se leía «Teatro Príncipe de Gales». Un segundo cartel anunciaba el espectáculo que se representaba aquella noche: Strip Jack Naked.
—Me pregunto quién será el autor —musitó Lily mientras el vehículo giraba bruscamente hacia la izquierda y ellas se agarraban con fuerza para evitar posibles contusiones.
—No sé, nena —dijo el conductor—, pero no es Shakespeare, eso desde luego. —Giró hacia la derecha y se detuvo—. Este es vuestro sitio.
Joe salió del vehículo y tiró de sus maletas.
—Ay, Dios...
—Maldita sea —rezongó Lily, que palideció—. ¿A esto se referían al decir «Alojamiento disponible si es necesario»? Sin duda, esto es un búnker de cemento de cuando la guerra.
Como no era visible, nadie se había preocupado de pintar las losas grises del largo edificio de una sola planta, mal ensambladas entre sí con pegotes de cemento. Las ventanas eran rendijas, seguramente para poder asomar el cañón de los fusiles, pero ahora, por fortuna, estaban acristaladas. Una mujer delgada con una bata blanca salió por una puerta con el letrero «Mujeres» y se dirigió hacia ellas. Las miró con severidad.
—¿Sois Kavanagh y Smith?
—Somos Lily Kavanagh y Joe Smith —dijo fríamente Joe. No estaba preparada para vivir en un búnker de cemento y ser tratada como una ciudadana de segunda. Alimentaba la vaga esperanza de que la mujer se ofendiese y las mandara de vuelta a Liverpool en ese mismo instante—. No sabía que nos habíamos incorporado al ejército.
—Bien dicho, Joe —la jaleó Lily en voz baja.
Para su sorpresa, la mujer se echó a reír.
—Soy la señora Baxter, la supervisora de las mujeres. Yo sí estuve en el ejército, así que supongo que eso de manejarme por los apellidos es una costumbre de la que me tengo que olvidar. Venid conmigo, señoritas Kavanagh y Smith, y os enseñaré dónde vais a vivir durante los cinco próximos meses. Espero que no supusierais que os ibais a alojar en el Ritz, porque en ese caso os vais a sentir amargamente decepcionadas.
—Ya lo estamos —afirmó Joe.
Agarró las maletas y siguió a la señora Baxter a lo largo de un pasillo pobremente iluminado con puertas numeradas a cada lado. La supervisora abrió la número cinco y las tres entraron en un cuartucho angosto en el que de alguna manera habían conseguido meter dos literas dobles y cuatro taquillas pintadas de verde. Atornillado a la pared se veía un espejo. Joe pensó inmediatamente en una celda carcelaria.
—Ya os dije que no esperarais alojaros en el Ritz —repitió la señora Baxter—. Vuestras dos compañeras de cuarto no llegarán hasta la semana que viene, cuando el campamento esté más lleno. No hay mucha gente aquí de momento, y ya os daréis cuenta de que los que hay son muy viejos. Muy, muy viejos — añadió con una sonrisa—. Esta es la peor época de la temporada baja, ¿sabéis? Así que si esperabais conseguir un chico para esta noche, mucho me temo que vais a llevaros otra desilusión.
—No hay lavabo —se quejó Lily—, ni retrete...
—Encontraréis montones de lavabos y retretes detrás de la puerta que pone «abluciones».
—¿Quiere decir que nos tenemos que lavar en público?
—Eso me temo, sí. ¿Tú eres Kavanagh o Smith?
—Soy la señorita Kavanagh.
—Bueno, señorita Kavanagh, supongo que esto en cierto modo es como el ejército, aunque aquí no hay arrestos. Pero se os ordenará que os marchéis inmediatamente si os encuentran con un hombre en vuestra habitación, o si faltáis con regularidad al trabajo, que empieza a las ocho. No me importa que tengáis resaca, mientras aparezcáis a la hora debida.
—¿Qué es resaca?
—Creo que te dejaré descubrirlo por tu cuenta, señorita Kavanagh. De todas las doncellas de chalé que he conocido, eres la primera que no lo sabe. Eso es algo bastante estimulante. — La señora Baxter se frotó las manos—. Bueno, chicas, tenéis el resto del día libre y podéis hacer lo que queráis. El personal cenará en el comedor después de los campistas, hacia las siete. Mañana, como es domingo, podéis quedaros durmiendo; los días laborables, el desayuno es a las siete. De todas maneras, mañana os espero en la lavandería a las doce para enseñárosla y explicaros lo que tenéis que hacer. Encontraréis batas en las taquillas. Llevad siempre encima la llave de vuestra taquilla, porque si no, os pueden birlar vuestras cosas. Ah, y me gustaría que me entregarais vuestras cartillas de racionamiento, por favor.
—¿Y la misa? —preguntó Lily.
—Encontraréis una lista de servicios religiosos en recepción. Creo que la misa católica es a las diez.
—Gracias —murmuró Joe, que hizo una mueca en cuanto la señora Baxter salió del cuarto—. Puede que rece para que me suelten. Nunca conseguiremos meter toda nuestra ropa en estas taquillas, Lil. Me he traído prácticamente todo lo que tengo...
Lily estaba subiendo la escalera de una de las literas.
—Me pido dormir arriba. —De repente, estalló en carcajadas. Oh, Joe, esto no tiene nada que ver con lo que me imaginaba. ¿En dónde nos hemos metido?
—No sé. Creo que prefería trabajar en la compañía de seguros. —¡Pensar que había dejado a Ben por aquello! Se golpeó la cabeza al arrojarse a la litera inferior—. ¡Ay! ¡Esto es peor que una cárcel! La verdad, Lily, me apetece echarme a llorar.
En la litera superior asomó la cabeza de su amiga, aunque del revés.
—No te preocupes, Joe. Nos lo pasaremos bien. Tengo esa sensación. Vamos a deshacer el equipaje y a dar una vuelta para explorar todo esto.
Lily dijo más tarde que aquel había sido el día más desgraciado de su vida. Para animarse un poco, compraron lápices de labios en una de las tiendas y decidieron ir al parque de atracciones; lo encontraron vacío. Por entonces estaba lloviendo fuerte, así que no podían jugar al tenis ni al minigolf. Los bares estaban prácticamente desiertos. A las siete aparecieron por el comedor, donde había varias mesas ocupadas por personal de la instalación, que sin duda se conocía entre sí. Algunos habían trabajado antes en el campamento y comentaban lo que había ocurrido el año anterior. Otros eran gente del lugar, que se iría a pernoctar en su casa.
—Servíos pescado y patatas fritas, guapas —gritó una mujer. Ellas obedecieron y llevaron la comida a una mesa vacía.
—Qué uniformes más raros llevan esos que hay dos mesas más allá —murmuró Lily—. Y hablan de lo más fino...
Joe ya había advertido la presencia de la media docena de atractivos jóvenes de uno y otro sexo vestidos con chaquetas de rayas negras y amarillas, ellos con pantalones amarillo brillante y las chicas con faldas plisadas también amarillas. El resto del personal resultaba muy tristón comparado con ellos, que parecían dotados de una envidiable seguridad en sí mismos; hablaban en voz alta y agitaban los brazos con énfasis. Cuando terminó la comida, el grupo abandonó el comedor entre aspavientos.
—Te veo luego, Jeremy. Que vaya bien la función.
—Hasta luego, Bárbara. Trata de no matar a nadie en el bingo.
—Odio el maldito bingo —bostezó la tal Bárbara.
—Querida Sadie, si no hubieras organizado un baile a la antigua usanza, te habrías muerto.
—Me gustaría llevar unos uniformes como esos —confesó Lily sin poderlo remediar—. Tienen más clase que una bata.
Por hacer algo, fueron al teatro donde, junto a unas veinte personas más, vieron Strip Jack Naked, una obra en la que media docena de actores, sin más prendas que la ropa interior, no hacían más que entrar y salir corriendo de dormitorios que no eran los suyos. Lily estaba molesta, pero no aceptó la sugerencia de Joe de marcharse en el entreacto.
—No, no, ya que estamos, vamos a quedarnos hasta el final —dijo secamente—. ¿Reconoces a los del reparto, Joe? Son los que hemos visto antes en el comedor. Me hubiera apuntado para ser actriz, de haberlo sabido.
Durante los días siguientes, el tiempo mejoró y ellas se fueron acostumbrando poco a poco al campamento y al búnker de cemento. A las ocho se presentaban en la lavandería y ayudaban a seleccionar la ropa sucia. Iban por los chalés y hacían las camas, limpiaban los lavabos, recogían la basura y barrían los suelos, e incluso descubrieron con horror que tenían que limpiar también los retretes comunales que había al final de cada bloque. Lily trabajaba con una mano y se tapaba la nariz con la otra, deseando no haber ido nunca a aquel lugar.
Al final de la semana, sin embargo, suspiraban porque llegasen julio y agosto cuando, según el personal que había estado allí antes, el ambiente se transformaba en algo parecido al de Las Vegas, y era humanamente imposible no pasárselo bomba. El campamento estaría entonces a rebosar, el salón de baile y los bares, repletos de gente, y se formarían largas colas para entrar en el minigolf y las pistas de tenis.
A los extrovertidos jóvenes de los uniformes negros y amarillos los llamaban Avispas. La mayoría de ellos se dedicaba al espectáculo, y eran quienes organizaban los bailes, los concursos de belleza y los juegos, o bien, se les podía ver por la noche en el escenario del Príncipe de Gales. Joe y Lily tenían que limpiar sus chalés; vivían por parejas en una fila aparte del campamento principal. A Lily le parecía degradante hacer la limpieza de las habitaciones de gente que era personal empleado como ellas.
—Sí, pero personal muy superior —le recordó Joe con una sonrisa irónica. Lily estaba muy celosa de los Avispas.
Sus compañeras de habitación resultaron ser dos hermanas de treinta y tantos años, de aspecto rudo, imponente, de rostros ásperos. Rene y Winnie tenían en el mercado de Berdmonsey un puesto de venta de ropa de segunda mano. Estaban casadas, pero sus maridos «se dieron el piro» hacía años y sus siete hijos se habían quedado con su abuela porque Rene y Winnie estaban «hartas de verlos, de verdad». Acudieron al campamento para tomarse un respiro, mientras otra de sus hermanas se ocupaba de su puesto en el mercado. Durante los meses siguientes pensaban «emborracharnos como cubas cada maldita noche y tirarnos a todo tío que nos mire dos veces».
A las chicas les pareció extraño aquello, viniendo de mujeres lo bastante mayores como para ser sus madres. Al principio, Rene y Winnie les parecieron algo amenazadoras, pero su exterior rudo escondía unos corazones de oro. Era muy reconfortante que te dijeran, con tono maternal: «Si alguna vez tienes algún problema con un tipo, nena, dínoslo a mí o a Winnie y lo dejaremos tieso».
Un montón de correo esperaba a Joe cuando se dirigió a la recepción el segundo martes de permanencia en Haylands.
—¿Es tu cumpleaños, querida? —le preguntó la mujer que atendía tras el mostrador.
—Sí. Cumplo diecisiete.
—Muchas felicidades —sonrió la mujer.
—Gracias.
Abrió los sobres allí mismo. Su jefe y dos de las chicas de la compañía de seguros se habían acordado de que era su cumpleaños. La tía Ivy acompañaba la felicitación con una bonita bufanda de crêpe. Había tarjetas de la mayoría de los Kavanagh, pero ninguna de la persona de la que más quería saber, Ben. Se marchó de la recepción sabiendo que no era razonable sentirse tan desilusionada. Desde que dejó Liverpool, echaba de menos a Ben mucho más de lo que creyera. Se había acostumbrado a que él estuviera siempre a su lado.
Se estaba alejando cuando la mujer le gritó:
—Eh, Joe..., porque tú eres Joe, ¿verdad? Mira, acabo de encontrar este paquetito en el suelo. Va dirigido a ti. Debía de estar entre los sobres y se me habrá caído. Lo siento, querida.
El paquete de papel marrón no tenía más de diez centímetros cuadrados. Dentro había una caja de terciopelo que contenía un pequeño dije de plata, apenas más grande que una moneda de seis peniques, con una rizada «J» grabada en él. «Para la chica de mis sueños», había escrito Ben con su admirable letra, y debajo, entre paréntesis: «Lo compré hace meses. Me parecía una pena desperdiciarlo».
Pasaron semanas y cada vez acudía más gente, desde muy jóvenes a muy viejos, al pequeño oasis de placer restringido y agitado que era Haylands. Los huéspedes solo tenían una idea en la cabeza: pasárselo lo mejor posible durante su estancia. Para los jóvenes y los solteros, eso significaba dejar de lado la moral convencional. Los hombres esperaban acostarse más de una vez con un miembro, o varios miembros, del sexo opuesto. Las chicas buscaban romance, pasión, encontrar al hombre de sus sueños. Se veían muchas despedidas lacrimógenas los sábados por la mañana. Si se escribieron algunas de las cartas prometidas, o se cumplieron los fervientes juramentos de volverse a ver, nadie lo supo.
Lily podría haber llegado hasta el final con media docena de tipos al día, pero no había conocido a uno solo que le gustara.
—Soy demasiado quisquillosa —se lamentaba—. Siempre tienen algo que no me gusta. Cuando no es su aspecto, es que son demasiado insistentes. Quiero que la primera vez sea superespecial, no una cosa torpe de diez minutos a cambio de unas cuantas copas. Disfruto con una buena sesión de besuqueo, pero a la mayoría de chicos eso no les parece suficiente.
Aun así, vivía con la esperanza de que algún día apareciera el chico ideal, y esperar no le impedía pasárselo de maravilla.
Joe se sentía como una bayeta mojada. Ya estaba cansada de bailes, de que le hicieran las mismas preguntas una y otra vez: «¿Cómo te llamas? ¿Qué haces aquí? ¿De dónde vienes? ¿Puedo acompañarte al chalé?». Y si dejaba que un chico la acompañase al búnker de cemento, se sentía como una traidora. Pasaban junto a filas de parejas abrazadas alineadas fuera del salón de baile, junto a los chalés, en todos los rincones oscuros. Pero huía después del primer beso, segura de que Ben estaba mirando con sus ojos tristes y heridos. Prefería volver sola a su cuarto. Lily solía llegar al cabo de una hora, y Rene y Winnie más tarde aún, y a veces ni siquiera volvían. Era el mes de julio, pero de momento no se había divertido mucho. Le gustaba jugar con Lily al tenis o al minigolf, pero siempre llegaban los inevitables chicos, con la pretensión de salir los cuatro juntos y quedar luego para la noche. Lo mismo ocurría en el parque de atracciones o en el teatro. No estaban a salvo de las atenciones masculinas ni siquiera en una tienda, y ella se sentía obligada a seguirles la corriente por Lily. Empezaba a preguntarse por qué habría ido allí. Por la aventura, recordó. Lily lo hizo por los chicos, de los que había a montones. En cambio, ella quiso correr aventuras, de las cuales, de momento, no había ni rastro.
Un día, Joe volvió al cuartucho después del trabajo y encontró sobre su cama un paquete del tamaño de una caja de zapatos pequeña.
—Lo he visto en recepción, así que se me ha ocurrido traerlo —le explicó Winnie, que, tumbada en su litera, bebía ginebra con naranjada.
—Gracias. Me pregunto de quién será. —No reconocía la escritura, pero llevaba su nombre y su dirección escritos en grandes y anónimas letras mayúsculas.
—Ábrelo, niña, y así nos enteramos.
Joe soltó el cordel, abrió la caja y se quedó mirando el contenido, perpleja. Lo fue sacando todo pieza a pieza y encontró una nota en el fondo. «Querida Joe, olvidaste llevártelas. Te quiero, Ivy».
No se le había ocurrido en absoluto llevarse la foto de mamá el día de su primera comunión. Menos aún pensó en llevarse el velo de mamá y el libro blanco de oraciones, que consideraba su posesión más preciada. En cambio, sí dejó en casa deliberadamente, por si se rompía o se perdía, el reloj que la tía Ivy le regaló a raíz de que finalizara los estudios, comenzase a trabajar y cumpliera los catorce años.
Winnie señaló la foto con la cabeza.
—¿Quién es, guapa? Déjame echar un vistazo.
—Es mi madre, mi mamá —informó Joe—. Murió hace mucho. No entiendo por qué mi tía me la ha mandado.
—Es guapa, igual que tú.
—Gracias.
El paquete hizo que Joe se sintiera incómoda. Le parecía muy raro que la tía Ivy hiciera una cosa así. No pasaba ni un día en que no pensara en su madre, pero al ver su foto, al tener en la mano las cosas que su madre tuvo un día, lo recordó todo de pronto, como si su madre hubiera muerto ayer mismo.
A la mañana siguiente, Lily recibió una carta de su madre, que leyó durante el desayuno.
—Marigold está de nuevo en el club —gorjeó, lo bastante alto para que la oyera todo el mundo—. Y Stanley se casa en Berlín con una tal Freya. —Alzó la voz hasta que se convirtió en un chillido—. ¡Y vamos a comprar nuestra propia casa! Es un semiadosado en Childwall con un gran jardín y garaje para el coche de mi padre. Daisy está en Machin Street con su amiga Eunice. Y mi hermano, Ben, se va a estudiar a la Universidad de Cambridge. Mira, Joe, mamá te ha enviado una nota. —Le tendió un sobre—. Ha puesto «Personal»; como si yo lo fuera a abrir... — refunfuñó con un tono ofendido.
La señora Kavanagh había escrito:
Mi querida Joe:
No sé si Ivy te ha dado la noticia. Me temo que no, y por eso te escribo esto, aunque detesto estropearte lo que espero sea una agradable estancia en el campamento. Me preocupa que te puedas enterar por otra persona, y he pensado que era necesario advertirte.
En cualquier caso, voy al grano. El asunto es, querida, que Vincent Adams está de vuelta en Machin Street. Hace meses me llegó el rumor de que habían visto a Ivy con él en el centro, pero no podía creer lo que veían mis ojos cuando desde nuestro salón los vi pasar, agarrados del brazo y más frescos que una lechuga. No me puedo imaginar lo que les habrá contado a los vecinos.
»Eso supone que tendrás que pensar en tu futuro, Joe, decidir si vas a volver a Machin Street en octubre, con todo lo que eso implica, o si buscarás un lugar donde vivir, un pisito o una habitación. O quizá un trabajo con alojamiento sería una buena idea; un hotel, por ejemplo, o algún internado. Puedes quedarte con nosotros en nuestra nueva casa hasta que te organices; Ben ya se habrá ido para entonces. Pero sigue destrozado por haber roto contigo, y sé que te echa muchísimo de menos. Esperamos que se sienta mejor en Navidad, y para entonces sería mejor que no te encontrara aquí. (¿Estás segura de que todo ha acabado entre vosotros? Eddie y yo seguimos teniendo esperanzas de que algún día seas nuestra nuera.)
Esto te causará una honda impresión, lo sé querida. Mis pensamientos estarán contigo durante estos próximos días.
Tu buena amiga, Mollie Kavanagh.
La tía Ivy sabía que alguien se lo diría. Le había enviado aquellas cosas, sus bienes más preciados, como una señal de que no quería que regresara. Y no pensaba hacerlo de ninguna manera si Vince estaba allí, salvo en una situación desesperada, en caso de que no tuviera ningún sitio adonde ir; solo entonces volvería al único lugar donde había alguien de su sangre.
Quizá todavía no era consciente de lo que pasaba, porque el único sentimiento que tenía era de lástima por su tía. Pobre Ivy... Pensar que amas tanto a alguien que disculpas cualquier cosa que haga, por muy malvada que sea... Coladita era la palabra que había usado mamá y que Lily buscó en el diccionario. Ivy estaba colada por Vince. Él debía de ser el amigo con el cual se había estado viendo últimamente. La opción de Haylands había aparecido en el momento más oportuno. No era de extrañar que estuviera deseando que Joe se marchara.
—¿Qué es eso tan secreto que quería decirte mamá? —inquirió Lily.
—Nada —contestó Joe bruscamente. Se metió la carta en el bolsillo de la bata y abandonó rápidamente el comedor antes de que su amiga pudiera seguirla. Quería estar sola para pensar.
Fuera, el campamento estaba prácticamente desierto. Unos cuantos campistas se habían levantado temprano para disfrutar de la encantadora mañana de julio. El aire fresco y salado resonaba con los graznidos de las gaviotas que sobrevolaban los restos de pescado y patatas de la noche anterior, restos que pronto se barrerían.
Se dirigió al parque de atracciones. Sin las luces brillantes y la música chillona, las atracciones parecían bastante deterioradas; pensó que les faltaba una mano de pintura. Se subió a un caballito y distinguió desde allí el mar de Irlanda, vívido, brillante, verde, con las olas rematadas por espuma cremosa.
Un día atravesaré el mar hasta América. En cierto modo, la carta de la señora Kavanagh suponía un billete hacia la libertad. No tenía responsabilidades, ni personas a su cargo. Podía ir a cualquier lugar del mundo.
—El mundo es mi ostra —dijo en voz alta.
Bajó del caballito y se acercó a la noria, un tanto pequeña para lo que suelen ser las norias. Se sentó en el asiento que estaba más abajo, presionó y empujó con el pie la plataforma para hacerlo oscilar y pensó de nuevo en la carta. ¿Qué iba a hacer? ¿Quería ser realmente independiente del todo a los diecisiete años?
En aquel momento, con una mañana tan espléndida, el sol cálido a su espalda y el mar que brillaba allí a lo lejos, el problema no parecía muy grave. Pero Joe sabía que conforme pasaran los días, a medida que se acercase octubre, el problema se agrandaría cada vez más.
Releyó la carta de la señora Kavanagh. No alcanzaría el dinero para afrontar un alquiler con el sueldo de una chica de diecisiete años, aunque le gustaría trabajar en un hotel. Claro que si vivía en el propio establecimiento, también se sentiría vulnerable. En caso de que las cosas fueran mal, perdería a la vez el trabajo y el alojamiento. Y lo mismo ocurriría si se iba a un internado, aparte de que todo el mundo se marcharía a casa durante las vacaciones excepto ella.
Una gaviota se había posado en el respaldo del asiento de delante y sus ojos brillantes y negros la observaban con curiosidad.
—¡No! —gritó de repente, y el ave salió volando. No, no quería vivir y trabajar en ninguno de esos lugares.
«Puedes quedarte con nosotros hasta que te organices», ofrecía la señora Kavanagh. Pero no podría seguir allí en Navidad, cuando Ben volviera a casa. No sería justo. «Eddie y yo seguimos teniendo esperanzas de que algún día seas nuestra nuera.»
Al leer de nuevo la carta, Joe vio una manera sencilla de solucionar su problema. Escribiría a Ben, le diría que lo echaba de menos tanto como él a ella, que sentía haberse marchado. Era cierto. Su recuerdo la había perseguido desde el momento en que llegó al campamento. El mero hecho de bailar con otro chico la hacía sentirse culpable porque no era él. Ya no había necesidad de esperar para casarse. Las circunstancias habían cambiado. Podían hacerlo el año siguiente, tan pronto como ella cumpliera dieciocho años, y vivir en Cambridge. Encontraría un trabajo y lo mantendría hasta que él pudiese trabajar.
Sonrió. ¿Cómo no lo habría pensado antes?
Joe se preguntaba por qué, a pesar de haberlo solucionado todo satisfactoriamente, se sentía más confusa que nunca.
Estaba limpiando los chalés donde se alojaban los Avispas. De momento, había conseguido eludir a Lily, quien se convertía en un ser insoportable si intuía que se le ocultaba algo. Joe no estaba de humor para las provocaciones de su amiga, seguidas de sus predecibles oooh y aaaah y gritos de incredulidad cuando supiera que Vince Adams estaba de regreso en Machin Street.
—¡Y después de todo lo que hizo! —diría Lily, que solo conocía una mínima parte de la verdad—. Oye, ¿qué hizo exactamente, Joe?
La mayor parte de los Avispas vivía en un terrible estado de desorden y suciedad. Solo unos pocos de ellos mantenían sus chalés limpios y la ropa colgada y en orden. Algunos incluso se hacían la cama. El trabajo de Joe no era recoger, así que ignoró el desorden, para limitarse a estirar las sábanas de las camas sin hacer ni caso de los montones de ropa. Barrió los suelos y sacó las alfombras a la puerta para sacudirlas. Trabajaba como una autómata, con la cabeza en otra cosa.
El siguiente chalé en el que entró, el de Bárbara y Sadie, era un pequeño hogar lejos de casa, escrupulosamente limpio. Había un osito de peluche sobre la almohada de Bárbara, carteles de películas en las paredes, y flores secas y algunas fotografías sobre la cómoda.
Joe se agachó para recoger la alfombra y sacudirla. Sus ojos quedaron al nivel de una de las fotografías. Nunca las había mirado antes, a diferencia de Lily, que lo fisgaba todo, y hasta leía cartas si las dejaban a la vista.
La foto estaba tomada en un jardín: una pareja de pie bajo los árboles; el hombre rodeaba los hombros de la mujer con el brazo; los dos eran de mediana edad, los dos sonreían. La observó más de cerca. La pareja parecía feliz. La mujer debía de ser la madre de Sadie, pues tenía sus mismos ojos oscuros y hermosos. Miró por detrás. «Bodas de Plata de mamá y papá», decía, escrito en tinta morada. Había otra foto, una boda normal, con unos veinte adultos y media docena de niños agrupados alrededor de los novios. Reconoció a Sadie como dama de honor y advirtió que la pareja de mediana edad figuraba entre el grupo. En la parte de atrás leyó: «Jenny y Peter, 1949».
—¡Aah! —suspiró Joe. Qué maravilla tener una familia a la que pertenecer, una madre y un padre, hermanos, hermanas, tíos, tías.
En el bolsillo sentía rígida la carta de la señora Kavanagh; le recordaba que, a partir de ese momento, estaba completamente sola. No tenía a nadie..., a menos que escribiera a Ben.
En el chalé siguiente, el de Jeremy y Griff, se veían los típicos montones de cachivaches. Las dos camas estaban cubiertas de ropa, y el suelo, lleno de botellas de cerveza vacías. Debían de haber dado una fiesta la noche anterior, pues Jeremy y Griff no podían haber bebido tanto entre los dos. Ver aquello la deprimió sin saber por qué. Le parecía que en cada chalé donde entraba se iba haciendo más y más consciente de su situación y el futuro le parecía más incierto, más negro. Salvo que escribiera a Ben, se volvió a recordar a sí misma, y se preguntó por qué no podía dejar de olvidar una salida tan evidente.
—Mamá. ¿Qué voy a hacer, mamá? —susurró—. Oh, ¿por qué tuviste que morirte? —Se sentó pesadamente en la cama y empezó a sollozar.
Se oyó un grito. Joe chilló a su vez y saltó de la cama. De debajo del montón de ropa surgió la cabeza de un joven.
—Te has sentado encima de mí —se quejó acusadoramente.
—Lo siento.
Temblando del susto, Joe se sentó en la otra cama, y enseguida se levantó de un salto, por si había también alguien en ella.
—No pasa nada, esa está vacía.
Se volvió a sentar.
—Me has asustado... —murmuró Joe.
—Ni la mitad de lo que tú me has asustado a mí, guapa. Creí que los rusos habían soltado la bomba atómica, o algo así.
Su interlocutor se enderezó. Se trataba de Griff Reynolds, un chico que servía para todo, tocaba el piano y el contrabajo, actuaba un poco, cantaba un poco y contaba unos chistes horribles. Era el más guapo de los Avispas, con un rostro como el de un dios griego, preciosos ojos azules rodeados de envidiables pestañas largas y pelo castaño rizado una pizca demasiado largo que le rodeaba unas orejas perfectas. Winnie decía que era un afeminado, un marica. Se veía por su modo de caminar y de hablar, con aquellos pasitos, el modo lánguido en que movía las manos, la voz aguda y femenina. Winnie tuvo entonces que explicar a las chicas lo que significaba ser marica. Luego, Lily estuvo insistiendo en el tema durante días.
Era la primera vez que Joe hablaba con un Avispa, aparte de los típicos «Hola» o «Buenos días». Normalmente iban muy a su aire.
Griff se arremangó el pijama y se miró las piernas perfectamente torneadas.
—Creo que me has roto una. O por lo menos un tobillo. —Llevaba una chaqueta de pijama blanca con lunares negros y un pantalón negro con lunares blancos—. Si tengo que salir al escenario esta noche con muletas, será culpa tuya, querida.
—Lo siento —repitió ella—. De todos modos, ¿no deberías estar trabajando? Son las once y media.
—No me encuentro bien, cielo —dijo Griff tristemente.
Joe miró las botellas.
—No me extraña.
Él advirtió su mirada.
—Era el cumpleaños de Jeremy, nena. Invitamos a unos amigos. —Rebuscó entre la ropa, encontró una almohada y se la colocó detrás de la espalda—. ¿Cómo te atreves a venir con lloros, murmurando que se ha muerto no sé quién, y después tener la cara dura de sentarte encima de mí?
—¿Estabas despierto? Deberías haber dicho algo.
—Estaba solo medio despierto, cariño. Y no esperaba ser usado como silla. ¿Por qué llorabas? ¿Quién se ha muerto?
A Joe le pareció que, tras aquellos comentarios jocosos iniciales, el Avispa parecía de verdad preocupado por su llanto.
—La persona murió hace mucho tiempo —explicó—. Era mi madre, y aún la echo de menos. Pienso en ella cada vez que me siento desgraciada, eso es todo.
—¿Y por qué una mujer tan adorable como tú debería sentirse desgraciada en un día tan espléndido como este? —Echó una mirada de reojo a la ventana, cuyas cortinas seguían echadas—. Bueno, supongo que será espléndido...
—Es un día precioso.
—¿Echas de menos tu casa, nena? ¿Es eso?
Joe sonrió.
—No tengo casa que echar de menos.
—Pobre huerfanita sin hogar... —gimoteó él—. Cuéntaselo todo al tito Griff, anda.
Ella se levantó.
—No puedo. Me buscaré un lío si no acabo a las doce. Ya voy un poco retrasada.
Griff saltó de la cama... demasiado deprisa. Se agarró la cabeza e hizo una mueca.
—Yo te ayudaré, cariño. ¿Dónde van las botellas?
—Al carrito de fuera. Gracias.
Entre los dos sacaron las botellas. Griff, quitó la ropa de encima de la cama, estiró las sábanas y después volvió a echar la ropa encima, mientras Joe hacía la otra cama. Él sacudió la alfombra mientras ella barría el suelo.
El Avispa soltó una risita.
—Podría volver el año que viene como camarera de chalé.
—Sería un desperdicio. He visto tus espectáculos. Eres muy bueno, sobre todo cuando cantas y a la vez tocas el piano.
—Qué amable eres. Sabes, te he visto por ahí pero no sé cómo te llamas. No puedo llamarte la pobre huerfanita, eso resulta muy poco serio.
—Joe.
—Soy Griff.
—Ya lo sabía.
Joe levantó la mirada hacia el joven. No era tan alto como Ben, mediría 1,80 más o menos, pero sí mucho más ancho. Tenía los hombros y los brazos muy musculados. Recordó haber oído comentar que se le daba muy bien el tenis. Por primera vez desde que había dejado Liverpool, sintió un atisbo de interés por el sexo opuesto, aunque si Winnie tenía razón, a Griff no le atraían las mujeres. Sin embargo, había algo en sus ojos que...
—¿Por qué no quedamos para tomar una copa después de A por sexo? —sugirió él.
—¿Qué?
—La obra, querida.
El corazón le latió una fracción más rápido.
—Me gustaría, gracias.
—Bajamos el telón hacia las diez y cinco y luego tengo que cambiarme y quitarme ese repugnante maquillaje, así que nos podemos ver hacia las diez y veinte en el Palm Court. ¿Te parece bien?
Asintió.
—Vale.
Durante el resto de la mañana, casi se olvidó de la carta de la señora Kavanagh, y en lugar de ello pensó en Griff.
Aquella noche se esforzó mucho por arreglarse. Se cepilló el pelo con vigor y se maquilló con especial cuidado. Tras analizar durante varios minutos el contenido de su repleta taquilla, optó por una falda de lino blanco con un pliegue invertido en la parte posterior, un jersey de seda de color limón de manga corta y cuello en V y unas sandalias blancas que resaltaban a la perfección sus piernas morenas.
—Qué guapa estás —comentó Rene—. Bonita y fresca como una piña. ¿Has quedado con alguien especial esta noche?
—La verdad es que no. —No podía contarle a nadie, y menos aún a Lily, lo de Griff. Se reirían de ella.
Las dos chicas suscitaron un revuelo a su entrada en el salón de baile. Lily, bajita y regordeta, con el pelo a lo Shirley Temple, tenía ahora las mejillas más sonrosadas que nunca por efecto del sol. Le brillaban los ojos castaños, como si estuviera decidida a que la velada que tenía por delante fuera muy divertida. Joe, más alta y más delgada, de ojos azul oscuro más tristes que los de su amiga, mostraba una expresión seria, casi fría. Era una belleza, o al menos eso le habían dicho muchas veces, y suponía que era verdad. Quienes conocieron a su madre decían que era clavada a Mabel, la persona más hermosa que Joe había visto en su vida.
Las invitaron a bailar inmediatamente, y la cosa siguió así durante las dos horas siguientes. Se alegró cuando vio que Lily intimaba con un chico muy agradable llamado Harry, pero por desgracia Harry tenía un amigo, Bill, y Joe se vio obligada a pretextar un dolor de cabeza y marcharse pronto, pues si no, habría tenido que cargar con Bill.
Eran solo las diez y diez. Dio un paseo por las pistas de tenis, entró en el Palm Court a las diez y cuarto, encontró una mesa vacía y se sentó a esperar a Griff.
Él llegó unos minutos más tarde con su compañero de habitación, Jeremy, que dirigía las canciones del coro con su bonita voz de barítono. Se quedaron de pie en la puerta, riendo y empujándose, como si compartieran una broma privada. Griff llevaba una camisa azul con cuello abierto y pantalones oscuros. Un cinturón le ceñía la estrecha cintura. Recorrió la sala con la mirada. Joe agitó la mano, y ambos se acercaron, Griff con su manera de andar cimbreante y graciosa. Ella advirtió que los campistas sonreían y se guiñaban el ojo unos a otros cuando él pasaba junto a sus mesas.
—Aquí estás, querida —la saludó Griff—. Joe, este es mi amigo Jeremy. Jeremy, Joe. ¿Qué estás bebiendo, tesoro? ¡Limonada! Anda, Jeremy, tráele a esta jovencita otra limonada, y una ginebra rosa para un servidor. —Se dejó caer en la silla de al lado y la miró de arriba abajo—. ¿Te sientes mejor, chica?
—Sí, gracias. ¿Qué tal el espectáculo?
—De ensueño, querida. Al público le ha encantado. —Le habló de su carrera hasta ese momento, «que no llenaría ni la parte de atrás de un sello. Todavía tengo que encontrar mi hueco». Había interpretado pequeños papeles en revistas del West End y tocado el piano unas cuantas veces en la radio—. Pero el maldito productor no quiso dejarme cantar...
Jeremy llegó con las bebidas. No había ni rastro de ginebra rosa. En lugar de ello, puso un bock de cerveza delante de su amigo.
A medida que avanzaba la noche, cada vez más Avispas se unieron a su mesa. Joe no abrió la boca durante la fascinante conversación que tuvo lugar. Ella no podía aportar nada de interés a gente que decía cosas como «Larry Olivier me besó de verdad en los labios. ¡La pobre Vivien se quedó lívida!».
—Tommy —o sea, Tommy Handley, querida— dijo: «Sé que algún día veremos tu nombre en letras de neón, Stella». Lástima que se muriese, era un buen hombre.
—¿Quién va a hacer una pantomima estas navidades?
Hubo un gruñido general seguido de un coro de «¡Yo, yo!».
Los compases del último vals flotaron por la sala: «When We Sound The Last All Clear». La orquesta interpretaba la misma melodía cada noche.
—Nosotros vamos a la playa, bonita —dijo Griff—. ¿Nos acompañas?
—Oh, sí. —No quería perderse nada.
—Santo cielo —gritó Griff cuando vio las docenas de parejas que se revolcaban en la arena—. Este lugar se parece cada vez más a Sodoma y Gomorra. Tú no mires, cariño. Eres demasiado joven. —Le pasó un brazo por el hombro y ella sintió un pequeño escalofrío tonto.
Luego, Jeremy dijo una cosa muy rara:
—Tranquilízate, amigo. No hace falta seguir actuando. Estamos entre amigos.
—¡Puaf! —exclamó Griff con una voz profunda y perfectamente normal— Un día de estos voy a olvidarme de quién soy en realidad. —Apretó el hombro de Joe—. Ese otro personaje no es más que una interpretación que hago para entretener a los campistas. Lo adivinaste, ¿verdad, Joe? Claro que sí, de lo contrario no habrías venido.
—Sí —asintió Joe. ¡Y quizá había sido así!
—Venimos aquí casi todas las noches. Es un lugar muy tranquilo, después de pasar un día frenético actuando de manera tan alocada.
—Es precioso —suspiró ella, que de repente se sentía extraordinariamente feliz.
El cielo de medianoche era perfecto; un azul oscuro luminoso, sin nubes, tachonado por millones de estrellas parpadeantes y unas cuantas manchas doradas. La luna en cuarto menguante era como un gajo de mandarina y el mar relucía como si estuviera iluminado por debajo. Joe se quitó las sandalias y sintió la arena cálida y polvorienta bajo los pies. Delante de ellos ardía alegre una hoguera y pudo oír música y el crepitar de las llamas.
La música procedía de una radio portátil. Media docena de Avispas estaban tumbadas alrededor del fuego y los recibieron con un murmullo sordo. Joe se quedó sin saber a dónde mirar cuando cuatro recién llegados, tres hombres y una mujer, se desvistieron y corrieron, ¡completamente desnudos!, a zambullirse en el agua. Ya en ella, comenzaron a salpicarse unos a otros.
Griff se sentó en la arena y tiró de ella, de modo que quedó sentada delante de él, que con sus brazos le rodeaba la cintura. Parecía de lo más natural inclinarse hacia atrás y relajarse contra el cuerpo del chico.
Poco se habló durante las horas siguientes mientras contemplaban las llamas, veían cómo la madera se convertía en brillantes cenizas rojas, y luego las cenizas rojas se desmenuzaban y se tornaban grises. Canturreaban de vez en cuando al ritmo de la música, y Joe se relajó allí tumbada entre los brazos de Griff. Hasta que alguien bostezó. Pronto todo el grupo estuvo bostezando y estirándose. Jeremy anunció:
—El último chapuzón.
Dicho lo cual, empezó a quitarse la ropa. De la radio llegaban los agradables compases de «Goodnight, Sweetheart».
—Bailemos —propuso Griff.
La levantó y deslizó los brazos por su cintura. Joe no podía hacer con los brazos sino rodearle el cuello, lo que hizo de buena gana. Él apretó la mejilla contra la suya mientras bailaban por la arena.
Ella cerró los ojos y cuando los abrió, vio que Jeremy estaba entrando en el agua tal como vino al mundo, de la mano de una chica tan desnuda como él. Empezaron a arrojar arena sobre el fuego, parte del cual aún brillaba rojizo. El cielo parecía aún más hermoso, como si hubieran aparecido más estrellas, y la luna estaba más grande y anaranjada.
Joe contuvo la respiración. Era una escena encantadora, y ella formaba parte del encanto. No todo el mundo consideraría una aventura aquellas últimas horas, pero a ella así se lo parecía.