5

Joe era fundadora y directora general de Barefoot House, pero no quería parecer una autócrata, así que convocó una reunión de personal. Todo el mundo se reunió en su despacho, y les preguntó qué opinaban de que la editorial ampliara su actividad, se bifurcase para incluir en su catálogo otro tipo de novelas.

—¿Qué opináis? Hace siglos que Richard lo sugirió, pero últimamente he tenido muchas cosas en la cabeza, cosas personales.

—¿Por qué no publicamos novelas del Oeste? —Esto lo dijo Bobby, el chico de los recados, a quien Joe se sorprendió de ver allí, pues no había sido invitado. Pero tenía mucha personalidad y ninguna conciencia de cuál era su lugar en la jerarquía. Son mis favoritos.

Le sorprendió oír un rumor de asentimiento.

—Las novelas del Oeste son como los thrillers, siempre populares —murmuró alguien.

A Joe las novelas del Oeste le parecían pasadas de moda, pero se lo calló. Aquella reunión se estaba convirtiendo en una de esas veces en que se sentía inferior a su personal, que en su mayoría tenía más experiencia y conocimientos del mundo editorial que ella. Cruzó los brazos sobre el escritorio y trató de parecer segura y dominadora de la situación.

—Joe, ¿conoces a Dorothy Venables? —preguntó Lynne Goode, que se había incorporado a Barefoot House hacía casi un año.

—He oído hablar de ella, claro. —Dorothy Venables escribía sagas de mujeres que se vendían a paladas. Su nombre siempre estaba cerca de lo más alto en las listas de best sellers anuales.

—Iba a hablar contigo acerca de ello de todos modos. Tenía un contrato de tres libros con mi antigua empresa —explicó Lynne—. Yo era su editora. Solo lamenté marcharme de allí por separarme de Dottie. Seguimos en contacto. No le apetece firmar un nuevo contrato desde que la empresa fue adquirida por ese grupo editorial americano tan impersonal. Por eso me marché yo. Creo que puedo convencerla de que se venga con nosotros.

Hubo murmullos aún más altos procedentes del personal, esta vez de emoción.

—No puedo creer que tengas tanta influencia, Lynne —dijo Cathy Connors, celosa.

—Nadie puede influir en Dottie. Es más que capaz de pensar por sí misma —sonrió Lynne—. Le he hablado de Barefoot House. Es una feminista convencida, aunque nunca lo dirías por sus libros. Le gusta la idea de que le publique una mujer.

—Querrá un anticipo enorme... —dudó Joe.

—Probablemente, pero recuperarás cada penique, y más.

Joe tragó saliva, nerviosa. ¡Sagas de mujeres! ¡Dorothy Venables! ¿Estaba yendo demasiado lejos? ¿Sería capaz de salir adelante? Era consciente de que una docena de pares de ojos la miraban fijamente, y sintió un repentino escalofrío de emoción. ¡Dorothy Venables!

—Sondéala —le dijo a Lynne—. Si está dispuesta, yo estoy dispuesta, mientras no pretenda cobrar un anticipo que nos arruine. —Sonrió—. E incluso si lo hace.

Dorothy Venables llamó una hora más tarde. Hablaba deprisa y agresivamente con una voz áspera y ronca, con fuerte acento del Norte.

—He leído sobre usted y me gusta cómo suena —gruñó—. Yo también procedo de la clase obrera. En mi zona de Yorkshire bebíamos el té en tarros de mermelada.

Joe no podía ponerse a la altura de semejante nivel de pobreza. Prometió redactar un contrato. El anticipo acordado fue menor de lo que esperaba. Lynne dijo más adelante que era solo la mitad de lo que había percibido por su novela anterior.

—Se dio cuenta de que una cifra así causaría problemas. Es muy amable, bajo ese aspecto fanfarrón. Estoy segura de que las dos os haréis grandes amigas.

—¡Dorothy Venables! —gimió aquella noche.

—No he oído hablar nunca de ella— confesó Ben.

—Ha publicado por todo el mundo en cientos de idiomas diferentes. Es como contratar a la reina. Voy a ir a Londres la semana que viene para llevarla a comer. Lynne, una de mis editoras, vendrá conmigo. Son viejas amigas. He mandado a Bobby a comprar algunos de sus libros. Quiero leerlos antes de que nos conozcamos. Dios, Ben... A veces no puedo creerme que esto esté ocurriendo. —Seguía nerviosa y tensa. Estaba tumbada en el sofá rosa y crema, con las piernas colocadas sobre las rodillas de él, y le sonrió—. Me alegro de que estés aquí para poder hablar.

Él le puso la mano sobre la tripa.

—Encantado de servirla, señora.

Desde que Dinah se había ido, ella echaba de menos a alguien con quien hablar de lo que había ocurrido durante el día. Estar con Ben era muy relajante. Llevaban juntos tres meses, y era un compañero perfecto, totalmente fiable. Le habría confiado su vida. Si Ben decía que llamaría a las seis, o que llegaría a las siete, cumplía su promesa al milímetro. Le miraba los horarios de trenes, la recogía del tren, se aseguraba de que su coche estuviera a punto y con el depósito lleno de gasolina, estaba pendiente de cuándo había que renovar los seguros, encontraba cosas que ella había perdido. Hasta le llevaba el té a la cama cada mañana, y en general la cuidaba de un modo que nadie lo había hecho antes. Se sentía muy querida y valorada.

Prácticamente vivían juntos en Huskisson Street, aunque él no se había mudado del todo. Volvía a su piso de Princes Park para cambiarse de ropa, lavarla y mantener el lugar limpio y recogido. Quería mudarse con carácter permanente, pero Joe se lo había quitado de la cabeza. «Todavía no, dejémoslo por un tiempo», le dijo amablemente.

—Mmm. Qué agradable. —Suspiró soñadora cuando él empezó a frotarle el abdomen en círculos con la mano. Cerró los ojos, e inmediatamente empezó a preocuparse de estar utilizándolo. En el fondo de su mente tenía la sensación de que la relación no duraría, y por eso no había querido que se fuera a vivir con ella y dejara su casa. Él sabía que no lo quería, o al menos, no como él la quería a ella, pero aun así, no le parecía bien.

Dorothy Venables apareció con una cazadora de cuero y vaqueros muy gastados. Tenía algo más de cincuenta años y era delgada y esbelta, con ojos oscuros y ardientes y una cicatriz en la barbilla. Parecía una persona dura. Le colgaba un cigarrillo de los labios finos y sin pintar. Advertida por Lynne, Joe había reservado mesa en un restaurante que no tenía exigencias en el modo de vestir de los clientes.

Los libros fueron uno de los temas de los que no se habló durante la comida. Dottie —a Joe le dijeron que la llamara Dottie— fumaba entre plato y plato, ponía a caer de un burro al Gobierno, a la aristocracia, a la realeza, a la Bolsa, a los bancos, a las constructoras y a cualquier otro bastión del establishment que se le ocurriera, usando el tipo de lenguaje que nunca aparecía en sus novelas. Soltera, sus comentarios más mordaces se dirigían a los hombres, a la mayoría de los cuales odiaba sin reservas. A Joe le pareció increíble que historias tan tiernas hubieran podido ser creadas por una mente tan cínica. A pesar de todo, la realista Dottie Venables le gustó mucho. Lynne tenía razón. Joe supo que se convertirían en grandes amigas.

Joe y Lynne habían ido en tren, y volverían cada una por su cuenta. Lynne fue a ver a su madre en Brent y Joe al West End a hacer compras y luego a Holborn para quedar con Dinah después del trabajo.

Su hija salió del alto edificio de oficinas con un maletín, ansiosa y arrebolada.

—No me gusta salir tan pronto —dijo.

—¡Pronto! —Joe consultó el reloj—. Son las seis menos veinticinco. —Dinah le pareció bastante pálida y demasiado delgada.

—Sí, pero aquí todo el mundo trabaja a todas horas, mamá. Me parece que me hago notar mucho si me marcho la primera. Espero que nadie se diera cuenta, porque si no, tendré una marca negra en mi contra.

—La gente debe trabajar para vivir, Dinah, no vivir para trabajar. —Joe la tomó del brazo y la metió en el primer restaurante de aspecto razonable que encontraron—. Estoy segura de que no todo el mundo trabaja tanto como dices —comentó cuando se sentaron—. Si no, no tendrían vida familiar.

—Bueno, no, no todo el mundo —admitió Dinah—, pero yo soy la editora ayudante más joven y la única que no ha ido a la universidad. Tengo que esforzarme más que los demás si quiero llegar a alguna parte.

—¿Y a dónde quieres llegar exactamente, cariño?

—Ya te lo he dicho: a lo más alto —respondió Dinah con rapidez—. Algunos de los editores senior viajan por todo el mundo para conocer a escritores. Me gustaría trabajar en Estados Unidos algún día, convertirme en ejecutiva, editar una revista importante. Quiero avanzar, mamá.

—Bueno, mientras avanzas, me gustaría que comieras bien. Parece como si no hubieras comido como es debido desde hace siglos.

—Estoy demasiado ocupada para comer —murmuró Dinah.

—Supongo que estarás demasiado ocupada para venir a casa el día de tu cumpleaños. —Dinah cumpliría veintiuno al cabo de quince días. Hacía mucho que no iba a Liverpool—. Podemos dar una fiesta —añadió para convencerla.

—No sé si lo podré arreglar, mamá.

A Joe le habría gustado hablar más del tema, pero Dinah comió a toda prisa. Señaló el maletín y dijo que tenía un montón de trabajo que hacer en casa.

El viaje de vuelta pareció durar una eternidad, y no dejó de pensar preocupada en Dinah todo el tiempo. Había visto en su hija una dureza que no le gustaba, aunque debajo de ella había un aire de vulnerabilidad que conmovía profundamente a su madre. Y era admirable a su modo. Podría haber tenido un trabajo cómodo y seguro en Barefoot House, pero había preferido abrirse camino por su cuenta en el mundo editorial. Joe suspiró. Quizá fuera anticuada, pero pensaba que una mujer joven de veinte años debía salir y pasarlo bien, no trabajar hasta matarse en una oficina, saltándose las comidas.

Ben se había informado de la hora de llegada del tren y la estaba esperando en la estación de Lime Street.

—Tengo buenas noticias —dijo alegremente—. He recibido una carta de Cuba. Peter viene a casa por Navidad. No lo veo desde hace dos años.

Doce personas se sentaron a cenar aquella Navidad en la casa de Huskisson Street: Joe y Ben; una Dinah muy tensa; Peter Kavanagh, un joven espléndidamente bronceado, la viva imagen de Imelda; Francie O’Leary y sus dos hijos pequeños; Esther, la secretaria de Joe, aún sola; y Colette, la hija de Ben, con su marido, Jeremy y sus hijas gemelas, Amy y Zoe. Se quedaban en el piso de Ben.

—¡Maldición! —gritó Joe mientras luchaba con bandejas de verduras y un pavo gigantesco en la cocina llena de vahos de vapor—. No puedo creer que deseara tener una gran familia. Habría tenido que soportar esto todos los malditos años.

—¿Necesitas que te eche una mano? —Francie asomó la cabeza por la puerta.

—No, ese es el problema. No eres el primero que me ofrece su ayuda, pero no sé qué decirle a la gente que haga. Colette ha puesto la mesa, Ben está organizando las bebidas.

—¿Puedo pelar una patata o algo así? —preguntó, y se coló en la cocina.

—Lo hice anoche, idiota. ¿Ves por alguna parte la fuente blanca donde iba a poner las coles de Bruselas?

—¿Es esta?

—Creo que sí. Necesito una igual para las zanahorias.

—¿Qué le pasa a Dinah? Creo que esta puede ser la fuente de las zanahorias.

—Gracias, Francie. Está trabajando demasiado, eso es lo que le pasa. —De pronto se dio cuenta de lo raro que iba vestido Francie—. ¿Por qué has venido a la cena de Navidad a mi casa en camisón?

—Es la última moda, Joe. —Se dio una pequeña vuelta. La larga camisa blanca casi le llegaba a las rodillas de los pantalones de terciopelo negro—. Eh, sabía que Ben y tú os veíais, pero no me di cuenta de que estabais tan cerca el uno del otro. Os envidio. Si hubiera sabido que te iba a tirar los tejos, te habría pedido la mano en el funeral de Lily.

—Oh, Francie. Solo dices esas cosas para impresionar. Si no tienes cuidado, buscaré a otro que me imprima los libros.

—Te dejé ir una vez y estoy decidido a no dejar que ocurra por segunda vez.

Ella se rio burlona.

—Es un poco tarde. Además, señor O’Leary, fue al revés. Fui yo la que te dejé.

—Lo que sea. —Agitó la mano—. En serio, Joe, Ben es un tipo estupendo, pero espero que no vayas a casarte con él o a hacer alguna tontería por el estilo. Te matará de aburrimiento después de una temporada. Vamos, deja que te ayude con eso. —Juntos sacaron el pavo humeante del horno—. Yo te propongo algo distinto, pero eso tú ya lo sabes. Y se nos daba estupendamente bien lo de la cama.

—¡Chisst!

Se oyeron pasos fuera y apareció Ben.

—Pensé que podías necesitar ayuda. ¿Tardará mucho la cena? Ahí fuera hay un caos. Las gemelas están muertas de hambre, Simon y Alec se están peleando por una galleta, Esther está preocupada de que la cena dure tanto que se pierda el discurso de la reina y Peter y Dinah se están peleando como locos por culpa de Fidel Castro.

—Creo que me voy a tomar unas vacaciones —dijo Dinah de manera algo sorprendente durante el desayuno el día después de Navidad. Ben se había ido pronto a Princes Park para ver a Colette, y Peter, que se quedaba en la habitación de invitados de Joe, se había levantado a una hora intempestiva para ir a dar un paseo—. Tengo bastante dinero ahorrado. Nunca he estado en el extranjero. Nunca llegamos a ir a Los Ángeles, ¿verdad?

—No, cariño. —Joe suspiró—. Pero ¿y el trabajo? No puedes tomarte tiempo libre así como así sin decírselo a nadie.

—Oh, llamaré a mi jefe —dijo Dinah con despreocupación, lo cual era aún más sorprendente.

—¿Te gustaría que fuera contigo? —se ofreció Joe—. Cathy Connors y su marido fueron a las Seychelles en Navidad. Ella dijo que el clima era perfecto en esta época del año.

Dinah se ruborizó.

—Mamá, la verdad es que me voy a Cuba.

—¡A Cuba! —En el rostro de Joe se dibujó una sonrisa encantada—. ¿Con Peter Kavanagh?

—Sí, pero no hay nada de particular entre nosotros. Dice que es un sitio maravilloso y yo dije que no lo creía. Es una dictadura, por muy suave que sea. Me ha invitado a ir y comprobarlo por mí misma. Solo voy a ir quince días.

Joe no podía sentirse más contenta.

—Espero que lo pases de maravilla.

—Lo dudo —dijo Dinah lúgubremente—. Peter es de lo más irritante. Tiene unas opiniones muy peculiares. Lo único que hacemos es discutir.

Pasaron quince días y Dinah no volvió de Cuba. Escribió para decir que había llamado a la empresa en la que trabajaba para avisar que lo dejaba y que no tenía ni idea de cuándo volvería a casa. Había encontrado trabajo en un hospital y estaba aprendiendo español. Peter había resultado no estar tan mal después de todo y compartían un piso. Los americanos eran unos cabrones por el modo en que trataban a los cubanos. ¿Querría Joe hacerle el favor de ir a su piso de Londres a recoger sus cosas? Había dado al casero aviso con un mes de antelación. Los platos eran de ella, las cacerolas y sartenes del casero. En el horno había una preciosa fuente de horno que no quería perder.

—¿Por qué demonios se preocupa por una fuente de horno cuando está en Cuba? —quiso saber Joe—. Tu hijo tiene que responder a muchas preguntas, Ben Kavanagh.

—No te importa, ¿verdad? —preguntó Ben, nervioso.

—Claro que no. Es un chico estupendo. Aunque me gustaría que viviera un poco más cerca. —Joe sonrió melancólica.

—Y a mí. Me pregunto si nuestros hijos nos echarán de menos tanto como nosotros a ellos.

—Lo dudo.

En cuanto se supo que Dorothy Venables se había pasado a Barefoot House, la editorial se vio inundada de sagas de mujeres. Joe contrató a dos editores más y a un ayudante para Richard en promoción, y a otra secretaria. Para entonces, el espacio se había convertido en un problema. Había demasiados escritorios en muy pocas habitaciones. Ella podía permitirse ir a un espacioso edifico de oficinas en el centro, pero prefería el entorno más íntimo de Huskisson Street. Resolvió el problema abandonando su bonito salón y su elegante comedor para convertirlos en despachos y subiendo un piso. La buhardilla se vació sin piedad, se decoró y se convirtió en un dormitorio, y Joe durmió con Ben en una habitación idéntica a aquella en la que había vivido con su madre, cuatro puertas más allá y más de cuarenta años antes.

El año siguiente, Joe y Ben fueron al Odeón en Leicester Square a asistir al estreno de Los papeles de la señorita Middleton. Inglaterra estaba en guerra con Argentina por las Malvinas, pero aquella noche la guerra estaba muy lejos de la mente de los invitados elegantemente vestidos que recorrían la alfombra roja para entrar en el cine.

Ben estaba guapísimo con su traje alquilado para la ocasión.

—Distinguido —declaró Joe—. Me siento muy orgullosa de tenerte de acompañante. —Su vestido era una túnica de crêpe azul con manga larga. Estaba convencida de que tenía la parte de arriba de los brazos gorda. Esperaba que mereciera la pena la cantidad tan absurda de dinero que le había costado.

La velada le pareció muy pretenciosa, no le gustó aquel modo en que las personas se echaban unas sobre otras y se llamaban «querido». Con mala intención, deseó que estuviera allí Francie O’Leary en lugar de Ben, porque se habría burlado de todo el mundo y la habría hecho reír. Ben estaba demasiado impresionado por las caras conocidas, respetuoso cuando la gente hablaba con ellos. Había veces en que no le importaría cambiar a Ben por Francie. ¡Solo durante una semana o dos!

Al cabo de un mes cumpliría cincuenta años. ¡Cincuenta! Miró a Ben, horrorizada.

—¡No puedo creerlo! He estado viva medio siglo. No me ha parecido tan largo.

Él sugirió que dieran una gran fiesta, invitaran a su personal y a todos sus amigos, pero Joe vacilaba.

—No estoy segura de que quiera que el personal sepa que tengo cincuenta años.

—Da una cenita entonces. Encarga un catering. Invitaremos a Francie y a su última novia, a Marigold y a su marido y a esa curiosa amiga tuya, Dorothy. ¿Cuántos son?

Joe contó con los dedos.

—Siete con nosotros, pero Daisy y Manos van a venir dentro de poco a pasar unas semanas, y me gustaría invitar a Terence Dunnet, mi contable, y a su mujer Muriel. Apenas los veo últimamente.

—Eso hacen once. Doce sería un número perfecto. Necesitamos a otro hombre para emparejarlo con Dorothy.

—Preferiría una mujer.

Ben alzó las cejas, sorprendido.

—No sabía que sentía esa inclinación.

—No la siente. Prefiere la compañía de las mujeres, eso es todo. A los hombres solo se les permite cumplir con su obligación en la cama.

—¡Uf! —hizo una mueca—. Algunas cosas están más allá de la obligación. El caso, Joe, es que será una cena para doce. Yo lo pagaré, será la mitad de mi regalo.

—¿Cuál es la otra mitad? —preguntó ella, codiciosa.

Ben se inclinó y apagó el televisor, cosa que a ella le pareció algo irritante porque estaba esperando, con el volumen quitado, a que empezara EastEnders.

—Pensé que te gustaría un anillo. Un anillo de boda.

Si hubiera sido Francie, ella habría dicho:

—Vuelve a poner la maldita televisión y hablaremos de anillos de boda cuando acabe EastEnders.

Pero no se le podían decir cosas así a Ben. Incluso cuando eran niños, ella trataba de ser cuidadosa porque se le podía herir muy fácilmente. ¡Oh, Dios! Seguía enfadada porque a él se le había ocurrido pedir su mano cuando su programa favorito estaba a punto de empezar. Recordó que seguía esperando saber si aceptaba un anillo de boda.

—Preferiría que siguiéramos como estamos —dijo muy convencida.

—En otras palabras, ¿no quieres casarte conmigo? —Su voz era glacial.

—No he dicho eso.

—No estamos casados y quieres seguir como estamos. Ergo, no quieres casarte conmigo.

—¿Qué significa ergo? No dimos latín en la escuela St. Joseph.

—Significa «por lo tanto», y no seas sarcástica.

—Entonces no discutas conmigo en latín —replicó ella furiosa. Había deseado pasar una velada relajante viendo la televisión y no estaba de humor para peleas—. Las cosas están bien como están. ¿Por qué cambiarlas? ¿Por qué tentar la suerte?

—En lo que a mí respecta, las cosas nunca estarán bien hasta que seas mi mujer. —Cruzó los brazos, terco.

—Lo siento, Ben. —Había algo en su cara, el modo en que sus labios se tensaban en una línea enojada, que le hizo recordar la pelea que habían tenido en el pasado—. ¿Sabes a qué me recuerda esto? Aquella vez que yo quería ir a Haylands y tú decidiste plantarte por alguna razón que nunca entendí. Solo porque no estaba dispuesta a ceder en una cosa pequeña y poco importante, tú estuviste dispuesto a estropearlo todo. En cualquier momento me amenazarás con dejarme si no me caso contigo y volverás a estropearlo todo. —Él era una persona de trato muy fácil, pero parecía encontrar necesario ponerle de vez en cuando un aro para que saltara. Ella no había saltado la última vez y no tenía intención de hacerlo ahora.

—¡Cariño! —De pronto él estaba de rodillas delante de ella, con sus manos entre las suyas—. Quiero que seas mía. Me aterra que conozcas a otro cuando estés de viaje por el país. Quiero que tengas mi anillo en el dedo cuando lleves a extraños a comer. Quiero que seas la señora Kavanagh, no Coltrane. —Se le quebró la voz y sonó igual que el joven que había discutido con ella en el banco del Valle de las Hadas—. Te quiero, Joe. Te quiero muchísimo.

—Oh, Ben. —Puso la mejilla contra la de él. Era un hombre tan dulce, tan bueno, era tan cómodo vivir con él, un hombre realmente decente, que merecía cierta felicidad. Si se casaban, la vida cómoda continuaría, serena y satisfecha, como sin duda habría pasado si se hubiera casado con él al principio—. Bien — dijo con voz tenue—. Nos casaremos. —Al final había pasado por el aro.

El rostro de él se abrió en una sonrisa feliz.

—¿Cuándo? —preguntó—. Ya sé, hagámoslo en tu cumpleaños.

—No tan pronto —dijo ella rápidamente. Estaba a punto de decir: «Déjalo hasta el año que viene», pero recordó que era lo que había dicho una vez a Francie porque no se sentía segura. Dentro de unos meses —dijo—. Me gustaría tener tiempo para hacerme a la idea.

—Lo anunciaremos en la cena —propuso Ben jubiloso—. Te compraré entonces un anillo de compromiso en lugar de uno de boda.

Fue tres días antes del cumpleaños. Ben estaba en Londres en una conferencia y volvía al día siguiente. Los del catering iban a llegar a las seis ese día y ocuparían la cocina. La cena se serviría a las siete y media. Joe perdió mucho tiempo decidiendo qué centro floral prefería. Dorothy Venables iría desde Londres y se quedaría dos días. La persona obvia para ser el invitado número doce era Lynne Goode, otra amiga, aunque le había pedido que no dijera una palabra a Cathy Connors, que podía sentirse herida si la dejaban fuera.

Daisy y Manos ya estaban en Liverpool y deseando acudir a la cena. Francie aún no había decidido con qué mujer iría.

—Si no puedes ser mi pareja, Joe, no sé qué hacer.

Joe no le había hablado del compromiso, sabiendo que él se reiría como loco. En la cama aquella noche, suspiró pensativa y deseó que hubiera podido ir con Lily. Su amiga habría herido los sentimientos de todo el mundo, pero prefería que fuese Lily antes que ninguna otra.

Estaba profundamente dormida cuando sonó el teléfono, e inmediatamente sintió miedo. No eran aún las tres, y una llamada a horas tan intempestivas solo podían ser malas noticias. Descolgó rápidamente el auricular.

—¿Hola?

—Joe, soy Val Morrissey. Lo siento, me acabo de dar cuenta de que deben de ser altas horas de la madrugada ahí. Estoy un poco bebido, la verdad. Debería haberlo dejado hasta mañana.

—¡Val! —Joe estaba completamente despierta, sabiendo que solo podía haber una razón por la cual la llamase a aquella hora. Bajó las piernas al suelo y se sentó tensa al borde de la cama.

—Lo he encontrado, Joe. He encontrado a Jack Coltrane. Unos chicos y yo estábamos viendo un vídeo después de las horas de oficina. Ya te imaginarás qué clase de vídeo. Su nombre estaba en los títulos de crédito. Llamé a la compañía cinematográfica. Sigue trabajando para ellos, y me dieron el nombre de su hotel. El director me confirmó que era un residente permanente.

—¿Dónde está ese hotel? —Apenas podía hablar.

—En Miami. No sé qué hacer, Joe. No quiero ir allí y asustarlo.

—No hagas nada, Val. Yo iré. Iré mañana... Hoy. En cuanto haya un vuelo.

—No vayas sola, Joe. A Miami no. Mira, cuando llegues, inscríbete en el Hotel Intercontinental. Está en el centro de Miami, no muy lejos de donde vive Jack. Reservaré dos habitaciones. Dime tus horarios lo antes posible y nos encontraremos allí, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —asintió ella—. Hasta luego, Val. Y gracias.

Llamó a Información para pedir el número del aeropuerto de Manchester, a donde llamó para hacer una reserva. Tendría que hacer trasbordo en Orlando, Florida, le dijeron. Le temblaba la mano cuando escribió los horarios. Un taxi; tenía que pedir un taxi para las seis de la mañana para poder facturar a tiempo. En el listín telefónico de abajo estaba el número de una compañía fiable. Bajó en camisón, hizo la reserva, puso el hervidor al fuego, esperó que hirviera el agua ¡y recordó su cena de cumpleaños, recordó a Ben!

El agua hirvió. Joe se llevó el té al cuarto de estar, abrió el escritorio y escribió rápidamente cartas de disculpa a todos sus invitados. La cena tenía que cancelarse debido a «circunstancias imprevistas», escribió, y le preocupó que las palabras sonaran demasiado frías y formales. Puso las cartas en la bandeja de Esther en la recepción con una nota diciéndole que las mandara por correo urgente en el momento en que llegara a trabajar.

¡Ahora Ben! ¿Qué demonios iba a decirle? Aunque no encontrara a Jack, sabía que todo había acabado entre Ben y ella. Lo había olvidado demasiado deprisa cuando recibió la llamada de Val. ¿Qué se le dice a alguien cuyo corazón estás a punto de romper por segunda vez?

«Queridísimo Ben», escribió, y después hizo una pausa y mordió el bolígrafo. Pasaba el tiempo. Tenía que vestirse y meter alguna cosa en la maleta. Sus ojos se posaron sobre la cajita azul que estaba en un hueco en el escritorio. ¡El anillo de compromiso que Ben había comprado y que ella pensaba llevar por primera vez en la cena! Nunca había tenido uno antes. Abrió la caja y el solitario le guiñó un ojo. ¡Oh, Ben! Quería llorar por el niño que luchaba en el suelo con su hermano, rojo de vergüenza cuando le llevaba la cartera a casa de la escuela. Por el joven con el que se había sentado en restaurantes por todo Liverpool mientras discutían de política con Lily y Francie. Lo había echado mucho de menos cuando se fue a Haylands, pero se distrajo rápidamente con Griff.

A Joe no se le ocurría nada que poner en la carta que no sonara cruel. «Lo siento muchísimo —escribió—, pero tengo que ir a Miami a buscar a Jack Coltrane.» Tenía que hacerle entender que todo había acabado, por si estuviera allí cuando ella volviera, herido, decepcionado, pero aún con la esperanza de que hubiera un futuro para ambos. «Siempre te he querido, Ben, pero nunca lo suficiente», añadió. ¿Cómo terminar? Después de morderse el labio unos segundos, firmó simplemente la carta: «Joe».