2

Joe no conoció al tío Vince hasta el sábado. Fue durante el desayuno. Cuando entró en el comedor, él tenía ante sí un plato con beicon y pan frito. Era una figura menuda y ligera que llevaba una camisa sin cuello y un chaleco de punto jacquard. Tía Ivy, de espaldas a Joe, estaba sirviendo té. Dirigió una mirada a su sobrina y no dijo nada.

—Hola, cariño. —La saludó el tío Vince, que se volvió, y le hizo cosquillas bajo la barbilla y sonrió—. Eres una niña muy guapa y muy alta para tener seis años.

—Cinco —rectificó tía Ivy.

—Ah, sí, cinco. —El tío Vincent le guiñó un ojo a espaldas de su mujer, y Joe se atrevió a devolverle una tímida sonrisa.

Como había dicho la señora Kavanagh, era un auténtico príncipe encantador, con el pelo liso y espeso de un bonito color dorado, ojos azules tan pálidos como un cielo brumoso al amanecer, y nariz muy recta. Si la barbilla hubiera sido más firme, habría sido perfecto, pero le caía bajo la boca, detalle que le confería un aire débil. Joe pensó que debía de ser débil por el modo en que la tía Ivy lo mangoneaba. Pero lo más gracioso era que estaba loca por él.

Se encontraba aún despierta la noche anterior a las diez y media cuando el tío Vince llegó a casa de su trabajo como inspector de control de calidad en la fábrica de la Royal Ordnance, en Fazakerley. Mientras cenaba, pudo oír cómo la tía Ivy le decía que se sentara derecho, que no apoyase los codos en la mesa y que comiera deprisa antes de que se enfriara la comida, pero dijo todo eso con una voz cariñosa e infantil, como si Vince fuera un niño de corta edad y no su marido.

«Mi Vince», lo llamaba Ivy cuando hablaba con los vecinos que habían acudido a ver a «la hija de Mabel» y comentaban con sorpresa lo alta que estaba para tener cinco años.

«Mi Vince tiene turno de tarde esta semana», decía tía Ivy con la misma voz infantil, y con una sonrisa igualmente infantil, o bien, «Mi Vince no soporta esa espantosa leche en polvo», o afirmaba «Mi Vince se habría alistado en el ejército como un tiro si no fuera porque padece del corazón».

Cuando Lily llamó a la puerta, Joe no llevaba mucho tiempo en casa. Acababa de volver de Penny Lane, donde la tía Ivy, con muy pocas ganas, le había comprado una falda plisada gris, dos blusas blancas, una chaqueta azul marino, zapatos, calcetines, ropa interior y un triste vestido marrón de manga larga que estaba baratísimo de precio, pero valdría para ir a la iglesia y para llevarlo por casa hasta que la señora Kavanagh apareciese con algo más bonito.

—Puedes tirar esos trapos cuando lleguemos a casa —indicó la tía Ivy, al tiempo que señalaba con la cabeza el vestido de cuadritos rojos—. Estaba convencida de que Mabel vestiría algo mejor a su hija. Yo me cercioraba de que fuera bien vestida cuando ella tenía tu edad.

Joe evocó el vestido de terciopelo azul del mercado de Paddy. A su mente acudió una imagen: mamá planchando el vestido. Parecía como si hubiera pasado una eternidad. «Ya está, todo listo», anunció. Más tarde, bailotearon por toda la habitación.

—Vamos. —Sus ensoñaciones se vieron bruscamente interrumpidas por un pellizco de la tía Ivy en el brazo—. Es hora de que volvamos. Mi Vince se debe de estar muriendo por tomarse una taza de té.

No llevaban en casa ni cinco minutos cuando llamó Lily.

—Mi madre ha pensado que a Joe le gustaría ver el Valle de las Hadas en Sefton Park —informó muy modosa a la tía Ivy.

Joe estaba arriba; en aquel momento se ponía el vestido marrón.

—Estoy segura de que le encantará, Lily —aceptó la tía Ivy con voz hipócrita.

Cuando bajó, la recién llegada estaba en el salón charlando de fútbol con el tío Vince. Este tenía una quiniela sobre las rodillas, la radio estaba encendida y él estaba esperando oír los resultados de los partidos.

—No ganará mucho —le advirtió Lily—. Aun en el caso de que tenga ocho aciertos, solo conseguirá unas mil quinientas libras. O al menos, eso dice mi padre. Desde que estalló la guerra, la gente ha dejado de hacer quinielas.

—A mí, mil quinientas libras me vendrían de maravilla, guapa —contestó el tío Vince.

La tía Ivy le revolvió el cabello rubio.

—Creí haberte dicho que te pusieras el cuello, Vince —le reconvino cariñosa—. Causa mal efecto verte sin él cuando viene gente a casa...

—Oh, lo siento, cariño. Me he olvidado. Ahora mismo lo hago.

—Mejor será...

—Ese vestido es horrible —comentó Lily en cuanto estuvieron en la calle—. Es lo que llevan en el taller. —Antes de que Joe pudiera pensar en una respuesta igual de desagradable, Lily la agarró del brazo y dijo—: Ya veo que has conocido a «mi Vince».

—Es muy bueno —dijo Joe a la defensiva. Estaba convencida de que Vince sería incluso más amigable si no fuera por su mujer.

—Oh, sí, «mi Vince» es un auténtico encanto-dijo Lily, con una risita—. Marigold está loca por él, pero mi padre dice que Ivy la mataría en el acto si se enterase. A él no le gusta ninguno de los dos.

—¿A quién no le gusta tu padre? ¿Marigold? —se asombró Joe.

—No, boba. No soporta a «mi Vince» ni a tu tía Ivy. Dice que ella está atontada, aunque no sé por qué, y que él es un chulo. No sé lo que eso significa. Mi padre cree que Vincent se casó con ella porque tenía una casa. Normalmente es el hombre el que pone la casa. Y según mi padre, tu tía no está mal de pasta. Dice que compró sus servicios. Cuando le pedí que me lo explicara, me dijo que me ocupase de mis asuntos. No estaba hablando conmigo, sino con mi madre. «Mira la ropa que le compra —dijo antes de que se diera cuenta de que yo estaba escuchando—, tiene cuatro trajes.» Mi pobre padre solo tiene dos, uno bueno y otro de diario. Mamá dice que está celoso porque ella no le sirve tal como hace Ivy con «mi Vince», y porque no es tan guapo como él.

Habían llegado a Sefton Park, y Lily le enseñó el Valle de las Hadas, un pequeño claro donde los árboles que crecían alrededor se estaban volviendo de color bronce, y unas cuantas hojas de textura de cuero ya habían caído sobre la hierba de tono verde esmeralda, salpicada de ranúnculos y margaritas. El sol brillaba a través del ramaje de los árboles, formando debajo dibujos amarillos. Una brisa ligera sacudió las ramas y los dibujos temblaron.

A Joe aquello le encantó. Eran las únicas personas que estaban allí, y el ambiente era mágico, como salido de un libro. Casi esperaba que un hada o un elfo salieran bailando hacia ella mientras caminaba por la orilla que descendía en leve talud hacia un arroyo, donde bandadas de peces dorados de diferentes tamaños nadaban perezosos en el agua plateada y ondulante. Pensó que ojalá pudiera quedarse allí para siempre, no volver a ver nunca a la tía Ivy y permanecer escondida, en aquel lugar umbrío y rocoso donde desaparecía el arroyo y los árboles se unían frondosos para formar un arco.

Nadando despreocupados, dos patos se acercaron hasta ella y graznaron enfadados. Joe retrocedió. Quizá no fuera tan buena idea vivir allí...

—No te harán daño— aseguró Lily.

Estaba de pie junto a ella. Debía de haber advertido que Joe estaba impresionada por el Valle de las Hadas. Tenía una expresión satisfecha, como si fuese la dueña del lugar, hubiera plantado los árboles ella misma y llevado hasta allí los peces, los patos y la rana que saltó de pronto desde el agua hasta la orilla.

—¿Habías visto árboles antes? —preguntó con aire de superioridad.

—Claro que sí —contestó Joe—. Mamá solía llevarme a Princes Park.

—¿Cómo era tu mamá?

—Guapa.

—Apuesto a que no era tan guapa como la mía.

Parecía una discusión inútil. Joe no se molestó en responder. Se quedó mirando la rana, que saltaba y se detenía, saltaba y se detenía, hasta que desapareció de su vista.

Hubo un silencio. Joe se había dado cuenta ya de que eso no era normal en compañía de Lily Kavanagh. Al fin, Lily preguntó con voz cautelosa:

—¿Te caigo bien?

—No estoy segura —contestó Joe con sinceridad.

—Me gustaría caerte bien.

—Bueno, ya veremos.

—Puedes venir a ver la peli con nosotros esta noche —ofreció Lily con voz seductora, como si eso pudiera convencer a Joe.

—¿La peli?

—Al cine, a ver una película. Mamá nos lleva a mí y a Ben a ver a Deanna Durbin en Princesita. ¿Has ido alguna vez al cine, Joe?

—No. Pero no creo que la tía Ivy me deje ir.

—Si se lo pido yo, te dejará. Hará lo que sea para estar a buenas con los Kavanagh. —Lily sacó pecho con presunción—. Somos la familia más importante de la calle. Mi padre es consejero de la corporación y presidente del partido conservador, y mi madre dirige el gremio de mujeres de la ciudad. Stanley y Marigold son campeones júnior de vals del noreste de Inglaterra.

Lily dudó y pareció menos segura de sí misma.

—O quizá sea del noroeste. Ahora ya no bailan tanto. Solían ir con un grupo de gente en un gran autocar a lugares como Manchester y Blackpool, pero ahora no hay gasolina, y claro... Puedes venir con nosotros al salón de baile Grafton la próxima vez que haya una exhibición. Stanley tiene un traje de gala, uno de verdad, y Marigold, siete vestidos de lentejuelas que le hizo mi madre. Deberías estar encantada de gustarme y de que quiera ser tu amiga.

—Oh, lo estoy —convino Joe sarcástica. En el fondo de sí misma estaba impresionada, sobre todo con el asunto del vals. El sarcasmo le resbaló a Lily, que recibió la respuesta con una sonrisa de complacencia.

—En cualquier caso —añadió—, a tu tía le parecerá bien que salgas esta noche. Los sábados, ella y «mi Vince» van al cine al centro. Ella lleva su abrigo de pieles y él se viste de punta en blanco. Mi padre dice que parece un maniquí de los escaparates de Burton.

En St. Joseph, las clases del trimestre de otoño se habían iniciado hacía tres días cuando Joe empezó el lunes. Se dio cuenta de que era más alta que las demás niñas de la clase 1, y también que la mayoría de los niños. Cuando la profesora, la señorita Simms, pasó lista, ella contestó con voz clara. Aunque no era propensa a destacar, se puso en evidencia al levantar la mano cuantas veces pudo cuando se hacía una pregunta en clase. En el recreo, la señorita Simms le pidió que se quedara.

—¿Puedes leerme esta página, Joe?

La página estaba compuesta por frases cortas, de palabras de tres o cuatro letras en su mayoría. Mi mamá me mima. El gato lame.

Joe leyó la página entera sin detenerse. La señorita Simms se quedó impresionada.

—¿Quién te enseñó a leer, querida?

—Mi madre —dijo Joe rápidamente. Después de todo, a la tía Ivy le parecía bien decir mentiras—. Me enseñó a sumar y todo eso. Sé sumar y restar. Y he aprendido algo del catecismo. Sé que el Papa es infalible, pero no sé lo que significa esa palabra. ¿Lo sabe usted, señorita?

La señorita Simms se rio.

—Significa que no puede equivocarse, y está muy bien que lo preguntes. Pero creo que yo me equivocaría si te dejara en esta clase. Será mejor que hable con el señor Leonard, el director.

El martes por la mañana la trasladaron a la clase 2, lo que ella quería. Resultó embarazoso cuando el señor Leonard la llevó a la nueva clase y Lily Kavanagh se puso en pie de un salto y gritó:

—¿Puede sentarse a mi lado, señor? Soy la única amiga que tiene en el mundo.

Joe se despertó a las once y media aquella noche. La tía Ivy le sacudía el brazo.

—Ha sonado la sirena. Vamos, señorita, espabila. Mi Vince está trabajando. Tiene turno de noche.

Joe salió tropezando de la cama, medio dormida.

—¿A dónde vamos?

—Al refugio, claro. Vamos, muévete.

El refugio antiaéreo era pequeño, con una estrecha litera a cada lado. Tía Ivy encendió un farol portátil y el refugio apestó inmediatamente a gasóleo quemado. La luz dejó ver una araña muerta que pendía de un solo hilo. Joe se tumbó en una litera y la araña muerta revivió, corrió hilo arriba y desapareció detrás de una de las vigas de madera del techo. No apartó la vista del lugar por donde había desaparecido, sabedora de que no podría pegar ojo mientras la araña estuviese allí. Las bombas no le preocupaban. No le importaba morir.

Se le ocurrió una idea. No le apetecía hablar con su tía salvo que fuera estrictamente necesario, pero en ese caso parecía serlo.

—¿Dónde dormiré si hay un bombardeo cuando el tío Vince esté en casa?

La tía Ivy se estaba ajustando una red gruesa, de color carne, sobre los rulos de metal. Se ató la red bajo la barbilla. La cabeza no encajaba con el resto del cuerpo, pues llevaba una elegante bata de satén negro y un camisón de encaje. Solo se ponía los rulos cuando Vince estaba en el trabajo. Otras veces se rizaba el pelo con pinzas de metal que calentaba al fuego. Ahuecó la almohada.

—Supongo que tendrás que tumbarte conmigo.

¡Eso nunca! ¡Ni en un millón de años!

Dos días más tarde, cuando sonó la sirena, Joe se aferró a la cabecera de su cama y se negó a levantarse.

—No estoy asustada, prefiero quedarme.

—¡Pero no puedes quedarte aquí! —aulló la tía Ivy—. Es peligroso. Puedes morir.

—No voy a ir —afirmó taxativamente Joe—. Tendrás que arrastrarme hasta allí.

Se podía oír el ronroneo de los aviones que se acercaban. Durante unos segundos tía Ivy paseó frenéticamente la vista de su sobrina a la puerta, antes de ceder.

—Si te empeñas, de acuerdo, señorita —aceptó con tono cortante, y cerró la puerta del dormitorio.

A medida que pasaban las semanas, los bombardeos empeoraron, pero cuanto peores eran, más cerca se sentía Joe de su madre. Casi podía sentir el cuerpo cálido de mamá en la cama con ella mientras las bombas silbaban al caer a tierra y deflagraban con estallidos ensordecedores. Toda la casa retemblaba.

Pasado un tiempo, decidió que al fin y al cabo no quería morirse. Nunca dejaría de echar de menos a su madre, pero aunque estuviera muerta, parecía posible ser feliz, al menos durante parte del tiempo.

—Lárgate, Ben —dijo Lily con crueldad cuando su hermano intentó sentarse con ellas en el comedor del colegio. Estaban acabando de comer.

—No le hables así —la regañó Joe, cuando Ben, triste, se alejó con la cabeza hundida entre los hombros. Con su rostro delgado, sus grandes ojos castaños y el pelo rubio y desgreñado, le recordaba a un cachorrillo indefenso. Le daba pena, y estaba harta del modo en que su hermana lo trataba. La mayoría de la gente se hartaba muy pronto de Lily y su actitud mandona. A Joe le parecía que en realidad ella era la única amiga que Lily tenía en el mundo, y no lo contrario.

—Es un plasta —se burló Lily mientras se acercaban al patio de recreo.

—No, no lo es. Cissie O’Neill dijo el otro día que es muy listo. Espera conseguir una beca cuando cumpla los diez años y pase a secundaria.

Lily entrecerró los ojos.

—¿Desde cuándo eres amiga de Cissie O’Neill?

—No lo soy, solo hablábamos. Aunque no me importaría ser amiga suya. Es muy simpática.

—Mmm... —Lily se quedó pensando muy seria en esto y debió de decidir que no era una conversación que quisiera mantener, porque por último dijo—: Solo los plastas consiguen becas.

—Solo los bobos no las consiguen —replicó Joe. Quizá la razón por la que no se enfadaba en serio con Lily era porque la trataba igual que Lily lo hacía con ella. No estaba dispuesta a que nadie le dijese lo que tenía o no tenía que hacer, y menos alguien que era más bajita que ella, y solamente un mes mayor, aunque Lily ignoraba ese dato.

Lily se ofendió al oír aquello, y se alejó con la naricilla al aire, pero volvió a su lado al no encontrar a nadie más con quien jugar. Agarró a Joe del brazo y se sonrieron cálidamente la una a la otra.

—Joe...

Joe se volvió al oír su nombre y vio a Ben Kavanagh que corría hacia ella con sus piernas largas y delgadas. Iba de camino a casa, sola para variar, porque Lily estaba acatarrada en cama y volviendo loca a su madre con sus continuas exigencias.

Ben se puso rojo como un tomate y balbuceó algo que ella al principio no entendió. El chico se pasó nervioso la lengua por los labios y repitió lo que había dicho:

—¿Puedo llevarte la cartera?

—Si quieres... —Se la dio y pensó que parecía una figura más bien estúpida con una cartera bajo cada brazo.

—¿Vas a venir a casa a cenar?

—Pues sí. —La pregunta era muy boba, pero supuso que él estaba incómodo. Cenaba con los Kavanagh a diario—. Pero tengo que ir antes a casa a buscar una libra de harina. —La semana pasada había sido margarina, y la anterior, una lata de cacao, porque tía Ivy insistía en proporcionar raciones a sus anfitriones para compensar lo que comía Joe.

Ben parecía incapaz de darle conversación. La nuez de su garganta subía y bajaba mientras trataba de aclarársela para hablar, pero no lograba articular palabra. Joe lo sentía muchísimo por él, e intentaba encontrar algo que decir, pero el extraño silencio de Ben parecía haberla afectado también a ella. Todo lo que se le ocurrió fue:

—Hace muy buen tiempo para ser diciembre. —Sí —murmuró Ben. Tras una pausa incómoda, agregó—: Dicen que hará bueno hasta después de Navidad. No como el año pasado. ¿Recuerdas el año pasado, Joe?

Ella asintió. El año pasado había nevado mucho y el mundo entero quedó envuelto en blanco. En la buhardilla se estaba especialmente caliente y a gusto. Se entristeció al recordarlo.

—Eres muy valiente —dijo Ben con franqueza.

—¿Valiente? —Joe se lo quedó mirando. Él seguía muy rojo.

Se volvió a aclarar la garganta antes de decir:

—Mamá nos ha contado lo de tus padres, lo de que ambos murieron. A menudo pareces triste, como ahora, pero nunca lloras.

—Oh. —Se sintió conmovida. El chico era mucho más sensible que su hermana. Dijo impulsivamente—: Bueno, sí que lloro, Ben. Lloro todas las noches, pero lo hago con la cabeza bajo las mantas para que no me oiga nadie.

La cara de Ben se contrajo, como si él mismo estuviera a punto de llorar.

—Eso es espantoso —murmuró.

Joe sonrió alegremente.

—Tengo que hacerme a la idea, ¿sabes? Prométeme que no le contarás a Lily lo de que lloro. Nunca lo entendería.

Ben pareció encantado de compartir un secreto con ella.

—No te preocupes. No diré una palabra.

Había veces en que Joe se sentía muy rara, como si fuera dos niñas totalmente diferentes en dos mundos totalmente diferentes. En un mundo, el exterior, vivía la Joe a quien le gustaba la escuela, la mejor amiga de Lily. En el otro, más oscuro, vivía con la tía Ivy una Joe silenciosa y triste que lloraba por su madre cada noche.

Nunca le había contado a nadie lo horribles que eran las cosas en casa de su tía porque no quería que le tuvieran lástima, sobre todo Lily.

Era imposible complacer a la tía Ivy. Si Joe dejaba algo en alguna parte, habría debido ponerlo en otro sitio, y se lo decía con una voz burlona y desagradable, como si fuera completamente idiota. Ser objeto de semejante desprecio la hacía sentirse infrahumana.

—Eres tan desastre como Mabel. Tu madre nunca sirvió para el trabajo de casa. Apuesto a que el agujero donde vivíais estaba asqueroso.

Al recordar lo impecable que mantenía mamá la buhardilla, Joe quería gritar que eso no era cierto, pero ya había dejado de discutir. No era por falta de valor, ni porque contestar empeorase las cosas, pero sus silencios hoscos, sus ojos taciturnos, enfurecían a su tía más que las palabras.

—¿Se te ha comido la lengua el gato? —chillaba entonces histérica, y la sacudía hasta que se sentía mareada.

Por cualquier razón nimia, la mandaban temprano a la cama, y a veces por ninguna razón en absoluto, cosa que no le importaba, porque era mejor que estar sentada en el salón con la tía Ivy y «mi Vince» y que se metieran con ella sin cesar.

No es que el tío Vincent dijera cosas desagradables. Cuando su mujer no miraba, le guiñaba un ojo a Joe y le sonreía ampliamente.

Y pronto Joe y el tío Vince compartirían otro secreto.

La semana de Navidad, los bombardeos sobre Liverpool fueron más intensos que nunca. Se prolongaban durante toda la noche, una noche tras otra, y duraban diez, once, doce horas.

El 24 de diciembre por la noche, Joe oyó cómo su ciudad estallaba en pedazos bajo las bombas de Hitler. Era como el infierno en la tierra, era imposible no estar asustada. Sonaban las sirenas de los coches de bomberos, crepitaban los incendios, se oía ruido de cristales rotos, la gente gritaba, la tierra temblaba. Se abrazó a la almohada e imaginó que era su madre.

Durante una pausa, apareció su tía y la llamó para que fuera al refugio, pero Joe se negó. Deseaba tener compañía, pero no la de su tía. Quería estar con Maude, o con Lily; cualquiera de los Kavanagh le habría valido. Y por encima de todo, quería estar con su madre. Pensó asustada que aquello no era justo. Cissie O’Neill se sentaba bajo las escaleras con su hermanito cuando había un bombardeo, y su mamá les leía cuentos hasta que se dormían. Los Kavanagh iban al sótano de Hugues, la panadería de la esquina, porque su refugio no tenía capacidad para ocho personas, y jugaban a veo veo y cosas similares. Otros niños iban a refugios públicos con cantimploras de té y sándwiches y cantaban «Bless ‘Em All» o «We’re Going to Hang Out the Washing on the Siegfried Line».

La sirena de fin de bombardeo sonó a las cinco y cuarto. Sus tíos entraron en casa, pusieron agua a hervir y se oyó el tintinear de platos. Al cabo de un rato subieron, y los oyó hablar. Finalmente, la cama crujió cuando se acostaron para dormir unas horas.

Pero Joe no podía dormir. Se quedó dando vueltas en la cama, preguntándose si otros niños y niñas habrían perdido a sus madres aquella noche. La guerra era horrible. No podía entenderla.

Un poco más tarde, la puerta de la calle se cerró. La tía Ivy se había ido a trabajar, pero regresaba pronto, a la hora de la comida. «Mi Vince» debía de estar aún en la cama. Joe casi deseaba que hubiera sido día de colegio, que Lily llegase en cualquier momento. Les gustaba llegar a la escuela antes que nadie y jugar un rato a la pelota en el patio vacío.

Saltó de la cama y descorrió las cortinas de oscurecimiento. En el cielo, claro y brillante, se veía una columna de humo. Las casas que estaban detrás se hallaban aún de pie, y una mujer que limpiaba una ventana de un piso alto la saludó con la mano. Joe le devolvió el saludo. Por muy intensos que fueran los bombardeos, la gente enseguida volvía a la normalidad. Se vistió y se lavó la cara en el baño. Tenía los párpados pegados y le temblaban las rodillas, como si fueran a ceder en cualquier momento. Esperaba que no fuera así, porque ella y Lily iban a ir a Penny Lane por la tarde —si es que Penny Lane existía aún— a comprarse regalos de Navidad la una a la otra.

Aparte del tic tac de los diversos relojes, la casa estaba en silencio. Joe hizo su cama, y le invadió una sensación de terrible soledad. Gimió, decidida a no llorar.

—¿Eres tú, Joe? ¿Estás bien, cariño? Vaya bombardeo el de anoche, eso fue bombardeo y medio...

¡El tío Vince!

—Estoy bien, gracias —gritó.

—¿Por qué no bajas a saludarme?

Joe dudó, y lentamente salió al descansillo. El tío Vince estaba sentado, envuelto en el edredón marrón. Llevaba un pijama de rayas azules y grises abrochado hasta el cuello y tenía revuelto el cabello rubio. En la mesilla de noche vio una bandeja con el servicio del té. Su tío sonrió y palmeó la cama junto a él.

—Ven, cariño. He oído ese gemido. Ven y cuéntaselo al tío Vince. ¿Qué pasa, nena?

Ella se sentó en la cama. El tío Vince le pasó un brazo por los hombros.

—Aún no habíamos tenido nunca un tête-à-tête a solas.

—¿Eso qué es?

—Una charla, una conversación. Cuando tú estás en casa, yo estoy fuera, o Ivy está aquí. —Joe supuso que su tía no habría aprobado la charla—. Quería preguntarte acerca de Mabel.

—¿Acerca de mi madre? —Joe se sorprendió.

—Me preguntaba qué fue de ella cuando se marchó, eso es todo. La echo mucho de menos. Mabel era como un rayo de sol. —Se movió en la cama y se rascó la nariz perfecta—. ¿Te habló alguna vez de mí? —preguntó, como sin darle importancia.

—A veces.

El brazo de su tío se tensó alrededor de sus hombros.

—Espero que solo dijera cosas buenas.

—No lo recuerdo. ¿Vivía aquí alguien llamado su señoría? No parecía gustarle mucho.

El tío Vince soltó una curiosa risita.

—Desde que yo vivo aquí, no, cariño. —La miró con sus amables ojos azules—. Supongo que aún echas de menos a Mabel, tu mamá.

—¡Oh, sí!

Quizá fuera el brazo sobre sus hombros, los amables ojos, la expresión melancólica y comprensiva de su rostro, como si supiera exactamente lo que sentía, lo que la hizo llorar. No con el llanto desesperado de la noche, cuando lloraba con la cabeza bajo las mantas, sino con lágrimas tristes y suaves, que tenían más que ver con el hecho de que no había dormido nada y del miedo que había pasado durante el bombardeo.

—Vamos, vamos, cariño.

El tío Vince le acarició la cara, la besó en la mejilla, y fue tan agradable pensar que alguien se preocupaba por ella de verdad, que Joe lloró durante siglos, hasta que se quedó dormida.

—Joe, cariño. —Se despertó y vio a Vince, ya vestido, junto a la cama—. Tu amiga Lily está aquí. —La levantó y la sentó sobre sus rodillas—. No hablemos con nadie de nuestro pequeño têteà-tête, ¿vale? Ivy..., bueno, Ivy es celosa, y se lo tomaría a mal. Lo mantendremos en secreto entre tú y yo, ¿vale?

Los bombardeos sobre Liverpool continuaron durante un año más. No cesaron hasta la Navidad siguiente, y entonces todo el mundo dio un suspiro colectivo de alivio.

Después de aquello, fue fácil creer que ya no había guerra. Joe y Lily iban con regularidad al cine, y Joe se enamoró de Humphrey Bogart, que era horriblemente feo, según opinó Lily con sorna. Ella prefería con mucho a Alan Ladd, que se parecía un poco a «mi Vince». Si la película era para menores, les permitían ir solas. Si no, las llevaban los señores Kavanagh, o bien Stanley y su novia, Beryl. En cuanto entraban, Stanley y Beryl se iban a la última fila, donde se besaban de manera exagerada e ignoraban la película por completo, cosa que a Joe y Lily les parecía una solemne tontería. ¿Por qué no hacían lo mismo fuera gratis?

Cuando, doce meses más tarde, Stanley recibió sus papeles de reclutamiento, aquello fue un shock para todos. Tenía casi dieciocho años.

Toda la familia Kavanagh, más Joe y Beryl, fueron al Pier Head a despedir al delgado joven que estaba a punto de embarcar para África del Norte; tenía un aspecto muy vulnerable con su uniforme caqui. Beryl se deshizo en lágrimas cuando sonó la sirena del buque, y pronto la siguieron todos los demás, incluida Joe. Era como perder a un hermano mayor. Se volvió sin pensar y escondió la cabeza en el hombro de Ben.

—No te preocupes, Joe. Me tienes a mí.

Ella alzó la mirada, sorprendida, y se acordó de Tommy, que en una ocasión le había dicho lo mismo. Ben estaba ruborizado, aunque la verdad era que rara vez hablaba sin enrojecer.

—A partir de ahora, yo te llevaré al cine.

Se ruborizó más aún, y pareció que iba a encogerse y morir de vergüenza.

—Tendrán que ser películas aptas para menores, o no nos dejarán entrar —indicó Joe con sentido práctico. Él solo tenía diez años.

Dos semanas más tarde fueron a ver a Will Hay en El fantasma de St. Michael. Joe había dado por supuesto que Lily querría ir con ellos, pero Ben dejó bien claro que su hermana no era bienvenida. Una Lily furiosa por los celos apenas dirigió la palabra a Joe durante una semana.

En el cine, se sentaron en la fila delantera, donde los asientos solo costaban tres peniques, y él le dio dos pastillas de chocolate con leche Cadbury envueltas en papel de plata; estaban calientes y ya derretidas. Joe sintió un escalofrío. Era su primera cita. Había superado a Lily, para variar.

Le quitó el papel de plata al chocolate.

—¿Quieres un poco? —preguntó, y se quedó algo desconcertada cuando Ben agarró la mitad.

Durante el descanso, él le dijo que cuando fuera mayor sería científico y descubriría algo de importancia vital que cambiaría el mundo, como la penicilina, de la cual ella nunca había oído hablar, o el radio, del que tampoco sabía nada en absoluto, o la electricidad, de la que por fortuna sí sabía algo.

La película era divertidísima, pero asustaba cuando aparecía el fantasma. Joe escondió la cabeza en el hombro de Ben durante las secuencias de más miedo. Lo oyó tragar nervioso, y ambos permanecieron agarrados de la mano el resto de la película y durante el camino de vuelta a casa de la tía Ivy.

—¿Repetimos el viernes? —preguntó Ben.

—No me importaría, gracias.

—Creo que debemos casarnos cuando seamos mayores. —Se quedó de pie ante ella, sin enrojecer en esta ocasión, nada nervioso, muy viril para los diez años de edad que tenía.

—Si quieres...

Ben asintió muy serio.

—Sí quiero, desde luego.