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—Yo escribía ese tipo de cosas —explicó Jack orgulloso—. Pero lo cambié por la televisión. —Estaba de pie a escasa distancia y Joe apenas podía oírlo por encima del clamor de otras voces y la música a excesivo volumen que emitía el tocadiscos de Maya. «No me abandones, amor mío», rogaba Tex Ritter.

Debía de haber al menos sesenta personas reunidas. Además de los residentes de Bingham Mews, Maya había invitado a gente del mundo de la moda a su fiesta de Fin de Año: editores de revistas, fotógrafos, modelos masculinos y femeninos...

—No se puede comparar esa serie que escribes, DiMarco del Met, con Mirando hacia atrás con ira —contestó mordaz un hombre de barba a quien Joe nunca había visto antes—. La obra de John Osborne constituyó un auténtico avance. Nunca hubo nada igual antes. Inició una nueva corriente.

—No me estaba comparando con Osborne.

La voz de Jack sonaba feroz, señal de que había bebido demasiado. Joe pensó cansada que en los últimos tiempos se pasaba más tiempo borracho que sobrio. Nunca perdía del todo los papeles, aunque aquella noche parecía ser una excepción; debía de haberse tomado al menos cinco whiskys largos. El hombre parecía haberlo irritado. Hacía gestos tan furiosos con su vaso que el líquido salpicó la manga de su chaqueta de pana marrón. Jack envidiaba a John Osborne, a Arnold Wesker y a todos los demás escritores teatrales cuyas obras habían supuesto un soplo de aire fresco en el ambiente estancado del teatro británico. Era ese el teatro que él había escrito, se lamentaba.

—Siempre dije que te habías adelantado a tu tiempo. —Había intentado consolarlo Joe, aunque veía pocas semejanzas entre los dramas de fregadero de cocina y las ampulosas y aburridas obras de Jack.

—¿Has visto mi obra Los discípulos en la televisión? —preguntó Jack mientras lanzaba una mirada beligerante al de la barba.

—No he oído hablar de ella. —El otro se alejó. Con paso algo vacilante, Jack se acercó a las bebidas y se sirvió otro whisky. Maya, con una peluca roja de rizos, una camisa de lamé dorado y pantalones ceñidos a juego, lo agarró del brazo y se lo llevó hasta un grupo en un rincón, donde la penetrante voz de Neville Ward-Pierce ahogaba a todas las que hablaban a su alrededor. Estaba lamentando la circunstancia de que Estados Unidos parecía estar a punto de elegir al senador de izquierdas Jack Kennedy como nuevo presidente del país.

—Creo que tu marido y el mío podrían llegar a las manos — le comentó Joe a Charlotte. Se habían refugiado en el incómodo sofá de plástico blanco y ocre que había debajo de la ventana. Jack piensa que el senador Kennedy es la Biblia en verso.

—A mí me gusta bastante.

—Y a mí. —Joe siguió con la mirada la figura ligeramente oriental de Maya—. Me gustaría probarme pelucas, ver qué aspecto tengo con un color diferente de pelo.

—A mí me gusta su traje, pero no el lamé dorado. Estaría mejor en crêpe negro. Pero Maya es modelo. Yo seguramente tendría un aspecto horrible.

—A ti te iría ese tipo de cosas —dijo Joe con sinceridad. Escondería sus rodillas huesudas y sus codos salientes—. Ahora dime, ¿parezco una fulana con esto? —inquirió. Llevaba un minivestido morado de Mary Quant y mostraba una generosa cantidad de pierna.

—No, estás preciosa —contestó Charlotte admirativamente—. Neville me dijo que si alguna vez me compraba un minivestido, se divorciaría de mí... Oye, ¿no crees que debemos mezclarnos con la gente? Al fin y al cabo, es una fiesta.

—Bah. Ve tú si quieres. Yo prefiero quedarme. —Quedarse donde pudiera echarle un ojo a su marido, eso quería.

El salón de Maya, como todos los demás de Bingham Mews, estaba escasamente amueblado en blanco y rojo con una alfombra negra, ya cubierta de migas. Joe consultó el reloj. Solo faltaba una hora para el comienzo de una nueva década.

Charlotte se marchó y su lugar en el sofá fue ocupado al momento por el hombre de barba que había estado hablando con Jack.

—Hola; soy Max Bloch, fotógrafo. ¿Quién eres y qué haces?

—Soy Joe Coltrane, esposa y madre de una niña.

—¿Cómo se llama?

—Laura. Cumplirá seis años en abril.

—¿Trabajas?

—¿Cuenta el trabajo doméstico? Si sí, entonces trabajo.

Él le dirigió una mirada apreciativa.

—¿Has pensado alguna vez en ser modelo? Tienes una estructura ósea muy buena. Apuesto a que eres muy fotogénica.

Joe protestó.

—Y también uso la talla 42... Soy demasiado grande para ser modelo. Mira a Maya. Es más alta que yo y tiene las caderas mucho más pequeñas.

Ambos se volvieron para contemplar a la estatuaria Maya, que danzaba con elegancia por la habitación.

—Parece un palo con peluca —dijo Max despectivo—. No estaba sugiriendo que te convirtieras en modelo de moda. Hay muchas clases de modelos, ¿sabes? Te daré mi tarjeta. Me dedico a eso, a preparar books para modelos y actores. Si te decides, dame un toque.

—Oh, así que solo lo dices por el trabajo... —Joe sonrió—. Apuesto a que le has dicho a todas las mujeres que hay en esta fiesta que serían excelentes modelos.

Él pareció herido.

—No he hecho nada semejante. Estoy muy orgulloso de lo que hago. Lo considero una forma de arte. Cuando estoy haciendo fotografías, me siento uno con el modelo. Espero que las cosas sigan así, si no, tendré la sensación de haber vendido mi alma al diablo. —Hizo un gesto—. Como ese tipo de ahí.

—¿Qué tipo?

—El que le está comiendo la oreja a la chica del vestido blanco. No recuerdo cómo se llama.

Joe miró al fondo de la habitación, donde Jack estaba hablando muy animado a una hermosa rubia con una minifalda blanca y unas piernas larguísimas, seguramente otra modelo.

—Escribe memeces para la televisión, pero pretende ser un magnífico dramaturgo —siguió diciendo disgustado Max Bloch. Es un vendido. Supongo que no se compromete. La gente como él me da náuseas.

—Quizá tenga una familia que mantener. —Joe sintió que se le subía la sangre a la cabeza—. Hace falta mucho valor para venderse si estás comprometido de veras con lo que haces. Si vives en una habitación miserable con un bebé, tu mujer trabaja para mantenerte y tú pones toda el alma en lo que escribes pero no llegas a ninguna parte, entonces yo no culparía a nadie por venderse. En cualquier caso, DiMarco del Met no es exactamente una memez. La serie está bastante bien considerada, no solo aquí, sino en todo el mundo. Numerosos países han comprado los derechos.

Max Bloch pareció incómodo.

—¿Lo conoces?

Joe le dedicó una sonrisa gélida.

—Es mi marido. Por cierto, se llama Jack Coltrane.

Él se levantó para traerle una copa, según dijo, y no le sorprendió que no volviera. Se volvió para mirar por la ventana, aún conmocionada. Estaba nevando con fuerza. En su casa, donde Elsie cuidaba a Laura, que había pedido quedarse levantada hasta las doce, aún había luz. Estarían viendo la televisión. Se pasaría dentro de un minuto a ver si estaban bien. No, lo dejaría hasta medianoche, hasta 1960, y luego les desearía feliz año nuevo y se cercioraría de que Laura se iba a la cama.

Se había sorprendido a sí misma por el modo en que habló a Max Bloch. ¿Por qué con anterioridad nunca consideró las cosas desde ese punto de vista? Se preguntaba si Jack lamentaría que se hubiesen conocido. Había dejado su piso, sus amigos y luego las obras teatrales que tanto significaban para él, por ella y por Laura. Y ella, Joe, había considerado como algo natural la vida desahogada y confortable que tanto le costó a Jack proporcionarles.

Decidió que al día siguiente tendrían una larga conversación. Lo convencería de que empezase a escribir teatro de nuevo, aunque fuese a tiempo parcial. A lo mejor, incluso podrían volver a Nueva York, donde había mucho más campo para los escritores de televisión. En Estados Unidos había docenas de canales.

La fiesta se descontrolaba un poco; las risas eran ya demasiado agudas y las voces, demasiado estridentes. Casi todo el mundo había bebido demasiado. Charlotte volvió y le dijo que un hombre estaba vomitando fuera. Había ido al baño y se encontró a una pareja «dándole» —según su propia expresión— en la bañera, por lo cual tuvo que irse a su casa para usar el inodoro.

—Y se oyen ruidos muy peculiares procedentes de los dormitorios. Espero que esto no se convierta en una de... de esas fiestas.

—Nos iremos a casa si es así. —En una fiesta reciente en Bingham Mews, el anfitrión sugirió que los presentes arrojaran las llaves a un cuenco.

—¿Para qué? —preguntó suspicaz Neville Ward-Pierce, preocupado por su Daimler gris plateado.

—Pasamos el cuenco —explicó el anfitrión con un guiño—. Cada uno saca unas llaves y se lleva a la mujer del tío de quien sean.

—De ninguna manera, amigo —bramó Neville indignado—. Venga, Charlotte —insistió—. Nos vamos.

—Ni se me ocurriría hacer una cosa semejante —masculló ofendida una mujer.

Jack Coltrane se limitó a reír.

—¿Estás lista, corazón? No creo que esto sea para nosotros.

Se quedaron cinco parejas, lo cual proporcionó a Joe y Charlotte tema de cotilleo durante semanas.

La chica del vestido blanco parecía aburrida. No dejaba de mirar a su alrededor, como si esperase que alguien la liberara de aquel borracho con la chaqueta marrón que tenía al lado. Joe se sintió triste al ver a la chica tan incómoda. No se daba cuenta de que estaba hablando con el gran Jack Coltrane, uno de los hombres más populares de Nueva York, ciudad en la cual no poca gente hubiera dado su brazo derecho por estar en el lugar de ella.

Maya se acercó flotante al tocadiscos y lo quitó. Conectó la televisión.

—Será medianoche dentro de un minuto —anunció. En la pantalla apareció un silencioso Big Ben, y al cabo de unos segundos el gran reloj empezó a sonar.

Neville Ward-Pierce se acercó y agarró a Charlotte de la mano. Otras parejas empezaron a buscarse rápidamente para estar listos en la primera campanada del Nuevo Año, un sonido que todos los años parecía tan significativo y lleno de esperanza.

Joe y Jack siempre recibían el Año Nuevo uno en brazos del otro. Quizá él no se hubiera dado cuenta de la hora. Joe sintió un nudo en el estómago al tratar de abrirse paso hacia su marido a través de la repleta habitación.

Lo llamó, pero él estaba demasiado pendiente de la rubia para oírla, aunque la habitación estaba ahora extrañamente silenciosa excepto por las campanadas del Big Ben, que dieron la medianoche antes de que consiguiera llegar hasta él. Hubo un griterío ensordecedor y voces que aullaban «¡Feliz Año Nuevo!». «¡Años sesenta, aquí estamos!», gritó un hombre.

—Feliz Año Nuevo —susurró Joe cuando el mismo hombre del grito la agarró y la besó.

Al menos alguien quería hacerlo, aunque no fuera su marido. Jack estaba besando a la rubia y había algo desesperado y patético en el gesto, cierto aire de humillación, como si estuviera tratando de recuperar su juventud o sus sueños perdidos en el abrazo desganado de una desconocida. La chica tenía los ojos abiertos. ¡Socorro!, gritaban.

Joe corrió escaleras abajo y salió a la nieve que caía en pesados copos húmedos, mientras los de la fiesta empezaban a cantar «Auld Lang Syne». Se detuvo con la llave en la mano en la puerta de su casa y miró a la iluminada ventana de la de Maya. ¿Se habría percatado Jack de su marcha? Una sensación de soledad que ya la había atenazado antes pero que pensó que nunca volvería a sentir, la envolvió como una capa. Se estremeció. Calzada con las sandalias de tiras finas, tenía los pies mojados y además, se había dejado olvidada la estola.

Elsie y Laura se habían quedado dormidas delante del televisor, en el cual se veían las multitudes que en Trafalgar Square daban la ruidosa bienvenida a 1960. Consiguió llevar a Laura a la cama, contenta de haber tenido la precaución de ponerle antes el pijama.

—Buenas noches, amor mío.

Colocó un visiblemente gastado conejito azul en la almohada y acarició la tersa frente de su hija. Las largas pestañas oscuras temblaron como respuesta, y la pequeña soltó un largo suspiro de satisfacción antes de darse la vuelta. Joe la arropó con el edredón y encendió la lamparita nocturna.

—¿Qué va a ser de ti y de mí? —murmuró al tiempo que se hundía en la silla blanca de mimbre donde se sentaba cuando le leía un cuento a Laura.

Aquello no podía seguir así, con Jack bebiendo tanto y ellos dos cada vez más alejados el uno del otro. Recordó que hacía un rato se había prometido hablar con él, animarlo a pasar más tiempo escribiendo teatro, sugerirle que volvieran a Nueva York, decirle que no fue consciente de los sacrificios que él había llevado a cabo. Después de aquella noche era más importante todavía que le dijera esas cosas.

Se levantó con un suspiro.

—Buenas noches, cariño —susurró, cerrando la puerta.

En el salón, Elsie Forrester se estaba despertando. Dio un salto cuando Joe entró en la habitación.

—No la oí entrar.

—Feliz Año Nuevo. —Joe besó la rosada y arrugada mejilla de la niñera.

—Igualmente, querida. —Miró la televisión. Las imágenes de los celebrantes de Trafalgar Square habían sido sustituidas por las de un pub en Escocia, donde un hombre con kilt cantaba «On the Bonnie Bonnie Banks of Loch Lomond»—. Me lo he perdido todo, ¿verdad? Oh, bueno, no importa. ¿Lo pasó bien en la fiesta? —preguntó alegremente—. ¿Dónde está Jack?

—Aún sigue allí. Yo volveré dentro de un momento. Váyase a la cama, Elsie —le indicó a la mujer, que iba a pasar la noche en el cuarto de invitados.

—No le diré que no... Me subiré al cuarto una taza de leche. ¿Le apetece algo?

—Una taza de té me vendría muy bien. Muchas gracias.

En cuanto Elsie salió del salón, marcó el número de Lily, pero no hubo respuesta. Seguramente estaría con Neil en casa de los Kavanagh, y prefería no llamar allí. Parecía que no tendría a nadie con quien hablar en Nochevieja. Lily rebosaba de emoción porque estaba embarazada de tres meses. Hasta las náuseas matinales le proporcionaban una especie de extraño placer. «Los veintisiete es la edad perfecta para tener un hijo. Vamos a intentar ir a por Samantha tres meses después de que haya nacido Troy.» En aquellos momentos, todo eran certezas por parte de Lily.

Elsie entró con el té.

—Tenga, querida. Me voy a la cama. Puede que mañana cuando se levante me haya ido, así que Feliz Año Nuevo otra vez.

—Buenas noches, Elsie.

Joe caminó hasta la ventana. Los sonidos de la fiesta llegaban muy amortiguados. Las cortinas blancas estaban corridas y cuerpos borrosos se movían despacio tras la tela fina y etérea. Debían de estar bailando. Se abrió la puerta delantera de la casa de Maya y salió una pareja. La mujer se cubrió la cabeza con el abrigo y corrieron por la nieve hasta el número once. Qué raro, pensó. Los Maddison solían ser siempre los últimos en abandonar una fiesta.

Transcurrido un rato se dijo que sería mejor que volviera allí, aunque solo fuese para traer a casa a Jack antes de que perdiera el conocimiento. Fue a por un abrigo, se lo echó por los hombros y salió a la nieve. Llamó a la puerta de Maya, esperando que alguien la oyera pese a las notas de «Some Enchanted Evening» y le abriese. Neville Ward-Pierce, que conducía a una Charlotte absolutamente avergonzada, le abrió la puerta casi al momento.

—No querrás entrar ahí dentro, Joe —advirtió apenas verla—. Ya han empezado a emparejarse, y es todo un espectáculo. No quiero ni decirte lo que están haciendo.

—¡Nunca había visto nada tan depravado desde que estuve en El Cairo durante la guerra! —vociferó Neville—. Es repulsivo.

—Pero Jack sigue ahí... —dijo Joe, dubitativa.

—Jack está en la cocina, vomitando hasta los hígados. —Neville frunció los labios en un rictus desaprobador—. Volverá a casa en cuanto se dé cuenta de lo que está pasando. —Cerró la puerta de golpe y agarró a su mujer del brazo—. Es la última fiesta a la que asistimos en Bingham Mews.

Sin saber muy bien por qué, Joe esperó hasta que hubieron entrado en su casa antes de volver a llamar al timbre, pero aunque lo pulsó durante horas, nadie acudió a abrir.

Eran pasadas las seis de la mañana cuando su marido volvió a casa. Joe, aún despierta, lo oyó tambalearse escaleras arriba. Entró en la habitación, se quitó la chaqueta y los pantalones y se derrumbó en la cama, a medio vestir. Ella se levantó y se puso la bata porque se le hacía insoportable la idea de estar tumbada a su lado.

Bajó y preparó un té. La calefacción central acababa de encenderse, así que la casa aún estaba fría. Se llevó el té al salón, pero descubrió que le resultaba imposible sentarse. Quizá fuera la falta de sueño lo que la hacía sentirse tan espesa y confusa, como si una banda apretada le ciñese la frente y le impidiera pensar, lo cual agradecía, porque no quería pensar en aquella noche. Se bebió el té mientras recorría la habitación de un lado a otro, y encontró cierto consuelo en el líquido ardiente que le bajaba por la garganta. Había platos sucios en la cocina; los lavó y secó, apenas consciente de lo que hacía; solo sabía que era necesario para ella hacer algo para mantenerse ocupada, para no pensar. A continuación sacó brillo a la mesa de nogal y a las sillas, incluidas las dos con brazos; frotó y frotó la madera satinada hasta que brilló como nunca.

Elsie bajó cuando procedía a vaciar el armario de debajo del fregadero.

—El papel está sucio —explicó Joe—. Pensaba poner uno nuevo.

—Sí, querida —asintió Elsie. Joe vio en sus ojos que la exniñera había adivinado que algo iba mal.

—Hay té hecho.

—¿Le sirvo una taza?

—Sí, por favor.

Se sentaron en los bancos tapizados y charlaron de temas superficiales. ¿Qué traerían los sesenta?, se preguntaba Elsie.

—Al menos no estamos en guerra —razonó agradecida—, no como en mil novecientos cuarenta. En mil novecientos cincuenta seguíamos con el racionamiento, y no había casas suficientes para la gente. ¿Recuerda a los que ocupaban viviendas? Creo que todos estamos mejor ahora y que las cosas solo pueden mejorar.

—Esperemos que sea así.

La mujer rechazó la oferta de Joe de llamar un taxi.

—Prefiero caminar. No está muy lejos. —Ya no nevaba, y la nieve caída no había cuajado.

Joe acabó de limpiar el armario. Hizo más té y le llevó una taza a Laura, que se sintió decepcionada cuando supo que no había nieve.

—Iba a jugar a tirarnos bolas de nieve con Tristram y Petronella.

—Feliz Año Nuevo, cariño. —Joe la besó en la frente—. Hemos entrado en una nueva década. Hoy es uno de enero de mil novecientos sesenta.

—Me estoy haciendo vieja —observó Laura lúgubre.

Su madre se rio.

—¿Le apetece a esta anciana acompañarme al cine por la tarde a ver Blancanieves y los siete enanitos?

—¿Cantarán «Silbando a trabajar»? —Laura olvidó su edad y saltó emocionada en la cama.

—Será exactamente igual que la vez anterior que la viste. Mamá vio la misma película cuando era pequeña. Fui con la tía Lily y su madre.

—¿La señora Kavanagh?

—Eso es, cariño. Puedes llevar el vestido nuevo de terciopelo azul. —Era casi idéntico al que su madre Mabel le había comprado a ella en el mercado de Paddy.

—¿Vendrá papá? La primera vez le gustó Blancanieves.

—Ya veremos. Papá está incubando un resfriado. Puede que prefiera pasar el día en la cama.

No había la menor señal de Jack cuando volvieron del cine. Laura corrió al dormitorio para hablarle de la película. Volvió a bajar, alicaída.

—Papá no está.

—Espera aquí, cariño. A lo mejor está en su estudio.

Jack seguía en batín, con los codos sobre el escritorio, y miraba la máquina de escribir, que no tenía papel. Alzó la cabeza cuando entró ella. Tenía los ojos hinchados, los párpados medio cerrados, necesitaba un afeitado urgente y le azuleaba la barbilla. Parecía hecho polvo. Sintió una punzada de nostalgia por el hombre que había sido.

—¿No nos has oído llegar? —preguntó con aspereza desde la puerta—. A tu hija le gustaría verte; a tu hija, a mí no.

—No hice nada anoche, ¿sabes? —Tenía la voz tan hecha polvo como su aspecto—. Me dormí en el sofá. Me despertaba de vez en cuando y me dormía otra vez. Estaban pasando cosas y creí que todo era un sueño.

—Si Neville Ward-Pierce tenía razón, debiste de tener unos sueños bastante curiosos. Creo que la palabra adecuada es pornográficos.

—Sabía que no me creerías. —Apoyó la cabeza en los puños.

Joe cerró la puerta por precaución, no fuera a oírlos Laura.

—Solo tengo tu palabra acerca de lo que ocurrió después de medianoche, Jack —prosiguió muy seca—, igual que con el episodio de Mattie Garr hace tres años. Pero tengo las pruebas que me aportaron mis propios ojos de lo que pasó antes. Estabas borracho como una cuba y tan pegado a aquella rubia que ni siquiera pudiste desearme feliz año nuevo. Sigues sin haberlo hecho. —Se le quebró la voz—. Me dolió, me dolió de verdad, Jack.

Él levantó la cabeza, la miró y dijo burlón:

—Feliz Año Nuevo, corazón.

—¿Es necesario decirlo así?

—¿De qué otra manera puede decirse en esta casa?

—¿Y es culpa tuya o mía?

Jack estiró las piernas bajo el escritorio, se puso las manos detrás de la nuca y sonrió.

—Mía, supongo.

Se moría de ganas de abofetearlo y borrarle la sonrisa de los labios, aunque sabía que no era más que un desafío. Sus ojos barrieron la habitación en busca de algo a lo que atacar en lugar de él, y se detuvieron en sus obras teatrales, cuidadosamente amontonadas en el estante superior de la librería. Se acercó y las arrojó al suelo de un manotazo. Luego se volvió hacia él. Tenía el rostro deformado por la ira.

—Sabes, tienes que hacerte mirar la cabeza. Hay miles de escritores que darían un ojo de la cara por estar en tu lugar, pero ¿tú? Oh, tú has escrito unas cuantas obras malas y eres tan infantil que has decidido arruinar tu vida, así como la mía y la de Laura, solo porque nadie las quiere. Madura, Jack, mira lo bueno que tienes. Eres un hombre muy afortunado.

La sonrisa de Jack se amplió más aún.

—¿Así que crees que mis obras son malas?

—Si te interesa saberlo, sí. —Joe cruzó los brazos y lo miró desafiante—. Son como sermones, y nada entretenidas.

—Oh, bueno, ahora que la prestigiosa crítica Josephine Coltrane ha bajado los pulgares, ya puedo quemarlas.

—No sería mala idea; lo que ocurre es que no tenemos chimenea.

Se quedaron mirándose desafiantes, uno a cada lado de la exigua habitación. Entonces Jack hizo girar la silla hasta que se quedó mirando hacia la puerta.

—¿Has querido hacer algo alguna vez? ¿Algo espléndido que diera que hablar a la gente y cambiase las cosas?

—No.

—¿Has querido algo alguna vez, Joe?

—Sí. —Ahora mismo deseaba que hubiera otra silla para poder sentarse—. Quería una familia, una madre y un padre, hermanos. Quería pertenecer a alguna parte. Siempre me he sentido terriblemente sola y sin raíces. Pero te conocí, nos casamos, tuvimos a Laura y la sensación de soledad desapareció. Anoche volvió otra vez.

Los labios de su marido se curvaron en una sonrisa reflexiva.

—Siempre deseé cambiar las cosas con mis obras. Me proporcionaban un objetivo, una razón para estar vivo. Eran parte de mí, casi como Laura.

—¿Han cambiado las cosas alguna vez las obras teatrales? ¿Lo hizo Shakespeare?

Nueva sonrisa de Jack.

—Te has vuelto muy realista de repente. ¿Estás decidida a destruir todos mis sueños hoy?

Joe hizo un gesto de impaciencia.

—Creo que es hora de que dejes de soñar, que desciendas a la tierra y te des cuenta de lo que tienes.

—Eso ya lo has dicho.

—Bueno, pues lo repito. —Hizo una inspiración profunda—. Las cosas no pueden seguir así. Casi nunca estás sobrio, apenas hablamos. Si no dejas de comportarte como un estúpido... —Hizo una pausa para buscar las palabras—, como una estúpida prima donna, te dejaré.

La silla volvió a girar. Los ojos que la miraron eran como agujeros negros en la cara abotagada de Jack.

—¿Y te llevarás a Laura?

—No creo apropiado dejarla con un borracho, ¿no?

Los ojos de su marido la asustaron y repelieron al mismo tiempo. Recordó haber planeado decir cosas bastante diferentes aquel día. No era demasiado tarde para decirlas, para sugerirle que volvieran a Nueva York. Dio un paso vacilante hacia él con ánimo tranquilizador, pero tropezó con una de las carpetas de cartón que había tirado del estante y se quedó inmóvil, impresionada por el disgusto y el rechazo que sintió al contemplar los originales tirados por el suelo. Qué cosas más estúpidas, pensó. Qué tontería amargarle la vida a todo el mundo por ellas. Era hora de que Jack madurase y viviera en el mundo real.

Laura entró corriendo en la habitación.

—¿Por qué tardáis tanto? En la televisión dan una del Gordo y el Flaco. —Se arrojó a los brazos de su padre—. Feliz Año Nuevo, papá.

Jack se negó a comer nada. También se negó a mirar a los ojos a su mujer.

—No quiero más que un café solo —dijo escueto a la pared.

—Quedan montones de pastel de Navidad, papá. Y una lata grande de galletas a la que solo le falta la mitad. ¿Quieres una de crema de jengibre, tu favorita?

—No, gracias, cariño. —Alargó las manos para tomar a su hija en brazos y la sujetó con fuerza—. Quiero a mi niñita. Recuerda eso siempre, ¿lo harás?

Laura pareció algo sorprendida.

—Ya lo sabía, papá —respondió muy solemne—. Yo también te quiero a ti.

Estaba muy oscuro. Laura se había ido a la cama y volvía a nevar cuando Jack anunció que iba a salir. Las horas transcurridas después de su pelea las habían pasado ignorándose. Joe ya se arrepentía de algunas de las cosas que había dicho. No debía haber criticado sus queridas obras teatrales...

—¿A dónde vas? —Sintió una punzada de preocupación.

—A dar una vuelta en coche para despejarme la cabeza. —Se llevó las manos a la frente—. No puedo pensar con claridad.

—No bebas más, Jack —le rogó—. No es seguro sentarse al volante si se ha estado bebiendo. Puedes tener un accidente.

—¿Te importaría? —preguntó sarcástico.

Ella dio una patada en el suelo.

—Por supuesto que me importaría. Me siento preocupada por ti todo el tiempo cuando estás conduciendo.

—Oh, bueno, algo es algo, supongo.

—Necesitas un abrigo. —Fue arriba en busca de uno, pero cuando bajó, Jack ya se había ido. Oyó cerrarse de golpe la puerta interior que conducía al garaje. Después le llegó el sonido de apertura de la puerta principal. Unos minutos más tarde, el coche retrocedía y Jack se alejaba. El sonido del motor pareció eternizarse en el silencio de la noche.

—¿Qué he hecho? —susurró Joe en la habitación vacía.

Jack estuvo casi dos días fuera, y nevó durante la mayor parte del tiempo. La primera noche, Joe durmió como un tronco, ya que la anterior no había pegado ojo. No le sorprendió no encontrarlo en la cama cuando se despertó, y tampoco se preocupó demasiado cuando al mirar en la habitación de invitados comprobó que estaba vacía. Probablemente estaría disfrutando de una larga rabieta. Lamentaba haberle dicho a Laura que papá volvería en cualquier momento cuando la niña le preguntó que dónde estaba, pues la pequeña se fue preocupando cada vez más a medida que pasaban las horas y él no volvía.

La primera tarde la llamaron los hijos de los Ward-Pierce y Laura los ayudó a hacer un muñeco de nieve. Los ojos eran dos piedras negras, y Charlotte hizo algo parecido a una pipa con cartón.

—¿Has sabido algo de papá? —preguntó la niña en cuanto entró en la casa.

—Todavía no, cariño —respondió Joe en un pretendido tono alegre.

El rostro de su hija se entristeció.

—Mamá, en el garaje todo está cubierto de nieve. —Frunció el ceño—. Está raro, como una cueva de Navidad, pero no hay Santa Claus.

—He dejado la puerta abierta para que papá pueda entrar directamente. —De hecho, había estado fuera de casa todo el día y se olvidó de que la puerta estaba abierta. Ya no merecía la pena cerrarla.

Cuando la oscuridad cayó y Jack llevaba fuera veinticuatro horas, fue Joe la que empezó a preocuparse. Laura estaba profundamente dormida en la cama doble abrazada al conejito azul. De haber sufrido Jack un accidente, sin duda la Policía se habría puesto en contacto con ella. Llevaba el carné de conducir en la cartera. Quizá se hubiera quedado en casa de un amigo, por más que no tuviese muchos amigos en aquellos días, o quizá Mattie Garr le hubiera ofrecido un lugar donde refugiarse de la ogresa de su mujer. En realidad esperaba que ese fuera el caso y que el Austin Healey no estuviera en una cuneta en pleno campo enterrado por la nieve, con un Jack muerto asido al volante. Si llamaba a la Policía, querrían saber a dónde había ido, y lo ignoraba por completo. Podía haber ido al norte, al sur, al este o al oeste. Podía estar a miles de kilómetros o a unos cientos de metros.

¿Por qué no llamaba por teléfono y le decía que estaba bien? Y si lo estaba, nunca le perdonaría el haberlas preocupado tanto a Laura y a ella. Había sobrepasado el punto sin retorno, pensó furiosa. En cuanto volviera, se marcharía. Sí, pero ¿a dónde?

A Liverpool, evidentemente. Añoraba el lugar donde había nacido. Jack nunca dejaría que su hija pasara necesidades, aunque su esposa le importara un comino. Les pasaría una pensión y ella alquilaría una casita y buscaría un trabajo a tiempo parcial. Jack podría ir de visita cuando quisiera. La vida iba a parecer muy rara sin él, pero Joe agradecería la paz que supondría. Estaba harta de preocuparse sin cesar, de sentirse culpable por haberle arruinado la vida. Ella era la única culpable de que se hubiese convertido en un escritor de éxito muy bien pagado... ¡cuando el pobre prefería escribir gratis unas obras malas!

Cuando despertó a la mañana siguiente, vio los ojos castaños de su hija en la almohada muy cerca de los de ella.

—Papá sigue sin volver. Acabo de ir a mirar. —Los ojos, normalmente tan brillantes y divertidos, estaban cuajados de lágrimas—. Va a volver, ¿verdad que sí, mamá?

Maldijo interiormente a Jack con todas las invectivas que se le ocurrieron por causar tanta pena a una niña de cinco años. Extendió las manos, abrazó la pequeña figura y se habría echado a llorar cuando sintió latir angustiado el corazón de Laura contra el suyo.

—Papá ha llamado —mintió—. Telefoneó anoche, mucho después de que te durmieras. El coche se estropeó a unos kilómetros de ninguna parte, en un lugar llamado Essex. Tuvo que andar mucho rato por la nieve para encontrar un taller, pero no tenían las piezas necesarias para arreglar la avería. Se ha alojado en un hotel hasta que lleguen. No sabe cuándo volverá, pero no hay por qué preocuparse.

Laura la miró muy seria.

—¿Estás segura, mamá?

—No voy a inventarme todo eso, ¿verdad, cariño?

—¿No lo estás diciendo solo para que me sienta mejor?

—Pregúntaselo tú misma a papá cuando llegue a casa.

Durante el resto del día, la cría la abrumó a preguntas. ¿Desde dónde había llamado papá exactamente? ¿Tenían un mapa para que Joe pudiera mostrarle el lugar en que se hallaba?

—El mapa de carreteras está en el coche, Laura. Creo que estaba cerca de Chelmsford —precisó, pues tenía la impresión de que Chelmsford se encontraba en Essex.

—¿Está en un hotel bonito?

—Es más un pub que un hotel. Dijo que era bonito y que está caldeado.

—¿Y le darán algo de comer?

—Claro que sí...

Se preguntó si su hija estaba tratando de pillarla, de descubrir su mentira, y deseó poder contarse una mentira a sí misma y dejar de lado de una vez la preocupación.

El día fue avanzando. Hizo la cena y se obligó a comer por Laura. Tomaron sopa y se terminaron el pastel de Navidad. Por entonces ya había anochecido de nuevo, la nieve caía sin cesar y la negrura del cielo ocultaba la línea de casas de enfrente. Las ventanas eran manchas brillantes en medio de una aparente nada. Joe no se habría sentido más sola y más aislada en su caro hogar si hubiese vivido en el Polo Norte, a cientos de kilómetros de los vecinos más cercanos.

Decidió que en cuanto la niña se fuese a la cama, telefonearía a Mattie Garr. Y no solo a ella sino también a todas las personas que tuvieran algo que ver con Jack, para preguntar si sabían dónde estaba. Si nadie lo sabía, llamaría a la Policía.

Laura, en camisón y bata, ya estaba lista para irse a la cama. Antes se tumbó en el sofá con la cabeza sobre las rodillas de Joe, chupándose el pulgar, hábito que había abandonado hacía años, y mirando con desgana la televisión. El camisón era de esponjoso algodón blanco con un dibujo de diminutos capullos de rosa. De manga larga, se adornaba con un volante fruncido en el cuello. Joe adquirió otro al mismo tiempo y los dos le habían costado un dineral. Con esa suma nos habríamos mantenido mamá y yo unos meses en Huskisson Street, recordó, y evocó los almacenes Peter Jones.

Tomó un mechón de negro cabello sedoso extendido como un abanico sobre la bata azul. Lo sentía como una cuerda en su mano. Laura soltó un pequeño suspiro de preocupación, como si estuviera medio dormida y pensara en su padre desaparecido. Era fantástico poder comprar lo que quisiera para su hija. A su madre le habría encantado poder hacer lo mismo con ella. Los últimos días había pensado mucho en su madre. Quizá fuera porque la casa rezumaba la misma sensación de temor que sintiera cuando miró al otro lado de la calle y vio las ruinas del Prince Albert. Entonces supo que había pasado algo terrible. Y supo también que su vida ya nunca volvería a ser la misma.

Y la vida tampoco volvería a ser la misma si Jack estaba muerto. Lo echaría de menos para siempre. En los dos días que faltaba, sus emociones cambiaban a cada momento: lo amaba, lo odiaba, se iba a marchar...; no, se quedaría. Solo porque nunca hubiera querido escribir, ni pintar, ni actuar, ni hacer nada creativo, pensó, ¿qué derecho tenía para juzgar a alguien que sí lo hacía? Era imposible que comprendiera cómo se sentía Jack respecto a sus obras teatrales. Cuando volviese, y tenía que volver, haría que todo fuera bien de nuevo. Lo haría de un modo u otro.

—Te quiero, cariño —susurró.

Laura se revolvió en sus rodillas.

—Ya lo sé, mamá.

Del exterior les llegó el ruido que tanto tiempo llevaban esperando, el ronco gemido del motor del Austin Healey que entraba en Bingham Mews, con el rumor de los neumáticos amortiguado por la nieve.

—¡Papá! —Laura alzó la cabeza y miró con ojos brillantes a su madre. —¡Papá!

—No tan deprisa, cariño —la contuvo Joe cuando su hija se levantó de un salto y salió a toda prisa de la habitación—. Espera a que el coche se detenga —añadió cuando oyó los ligeros pasos de Laura escaleras abajo.

Luego, la puertecita del garaje se abrió y el motor del auto rugió, como aliviado al final de un largo viaje y la visión del hogar. Se oyó un golpe extraño y después el motor se paró, a lo cual siguió un silencio que se prolongó demasiado, demasiado.

Joe bajó de puntillas, con las manos juntas sobre el pecho. «Por favor, Dios, no puedes hacerme esto —susurró—. Di algo, Laura. Por favor, Dios, haz que Laura diga algo.»

Primero vio a Jack. Estaba saliendo del vehículo, y su rostro era una máscara de puro horror.

—He patinado en la nieve —explicó con una voz que no le había oído nunca.

—¡Retrocede, retrocede! —chilló Joe cuando vio el cuerpo de su hija encajado entre la parte delantera del coche mal aparcado y la pared de cemento. Tenía la cabeza caída hacia delante y estaba apoyada de lado sobre el capó. Aún mantenía agarrado el conejito azul y sonreía porque papá había llegado a casa.

Todo había terminado. Todo acabó: la investigación, el funeral, su matrimonio. No podía volver a vivir con Jack. Había asesinado a su hija, aunque la investigación oficial definió lo sucedido como un error trágico con el que Jack tendría que vivir el resto de su vida. Solo Joe sabía que antes Laura nunca había corrido como lo hizo aquella noche al encuentro de su padre. Y su apresuramiento se debió a que Jack estuvo desaparecido durante dos días y a la niña le pudo el ansia de verlo, tocarlo, que su padre la besara y la mimara.

No se lo dijo a Jack porque lo amaba demasiado como para causarle más dolor. Ya había sufrido bastante. Quizá él la culpara por no haber cerrado la puerta del garaje, debido a lo cual la nieve entró en el interior e hizo que el Austin patinase. Él no dijo nada y ella tampoco. Apenas se hablaron en los días que siguieron a la muerte de su amada y única hija.

Joe se sentía como si su cuerpo fuera una herida abierta y sangrante que nunca sanaría. Le dolía todo y la cabeza amenazaba con estallarle de tanta pena insoportable. A veces consideraba imposible creer que aquello hubiera sucedido; no podía ser, no era real. Iba a la habitación de Laura y esperaba verla dormida en la reluciente cama blanca o colocando sus muñecas en fila para explicarles la lección. Pero el cuarto estaba vacío; entonces la verdad la asaltaba como un golpe físico y se doblaba, agarrándose la barriga, cuando comprendía que nunca volvería a verla.

Sobrellevaron su pena solos y por separado. Joe durmió en la habitación de invitados. Durante el día, Jack no se movía de su estudio, donde la máquina de escribir permanecía silenciosa. Encogió físicamente, tanto, que la ropa pronto colgó suelta en su cuerpo cada vez más delgado. No lo veía ni por un momento sin una copa en la mano, aunque siempre parecía estar sobrio. Nunca le preguntó, y él nunca se lo dijo, dónde había estado durante los dos días que estuvo desaparecido.

La casa de Bingham Mews se puso a la venta totalmente amueblada. Ya no podían seguir viviendo en ella, conservaba demasiados recuerdos. Jack pensaba volver a Nueva York y Joe a Liverpool. Ella se marcharía primero y él esperaría hasta que encontraran comprador. Ya había ido gente a verla y varias personas se habían mostrado interesadas.

—Sacaremos beneficios —aseguró el agente inmobiliario.

Al oír la aseveración, los labios de Jack temblaron en lo que pudiera considerarse una sonrisa.

—Ahora vale varios miles de libras más de lo que pagamos por ella —le expuso a Joe—. Cancelaré la hipoteca y te enviaré lo que quede.

—No quiero ni un penique —rechazó ella rápidamente. Le parecería dinero manchado con la sangre de su hija. Aquella noche rompió el talonario de cheques de su cuenta conjunta y tiró a la basura los trozos de papel. Tenía en el bolso el dinero suficiente para el viaje a Liverpool. Una vez allí, empezaría de nuevo otra vez.

—Como quieras —aceptó Jack con tristeza.

Elsie Forrester estaba destrozada. Había querido muchísimo a Laura.

—Me sentía como su abuela —sollozó—. Como si fuera algo mío.

—Ella también la quería. —Elsie tendría otros niños a los que querer, pero ella no, pensó Joe amargamente. Laura era su única hija. Nunca tendría otra.

Agradeció que Elsie estuviera dispuesta a sacar sus pertenencias de la casa.

—¿Qué hago con los platos, la cubertería, todos sus preciosos adornos y cuadros? —quiso saber Elsie.

—Me da igual lo que ocurra con ellos —dijo Joe, apática. Su maleta estaba ya hecha con algo de ropa y unas pocas fotografías.

Charlotte había sido una columna a la que agarrarse. Fue Charlotte la que telefoneó a la señora Kavanagh para darle la trágica noticia, porque Joe no hubiera podido hacerlo de ninguna manera.

«No puedo ni imaginar cómo te sientes, querida, queridísima Joe», había escrito la señora Kavanagh. «Tu amiga dice que vas a venir a Liverpool. Sabes que eres bienvenida en esta casa todo el tiempo que quieras.»

Era su último día en Bingham Mews. Se había vendido la casa. El contrato final se firmaría pronto. Se despidió de Charlotte y prometió escribir, aunque sabía que nunca lo haría. Hizo la misma promesa a Elsie, evitando la mirada preocupada de la mujer.

Jack estaba en su estudio cuando ella se fue a la cama. Al día siguiente se despedirían para siempre, y no estaba muy segura de poder soportarlo. Si se hubieran quedado en Nueva York... Los «y si» podían retroceder hasta el principio de los tiempos. Si no hubiera trabajado para Louisa, no habría ido a América para empezar. Si no hubiera querido despedirse de Tommy, mamá no habría estado en el Prince Albert cuando cayó la bomba.

—Consuélame —estaba diciendo Jack con voz sofocada que era casi un sollozo—. Consuélame, corazón. Di que me perdonas. Ya me odio a mí mismo lo suficiente sin tener que saber que tú también me odias. —Empezó a llorar—. Quiero morirme, Joe. Quiero morirme.

Al principio, Joe pensó que estaba soñando, que era parte de otra pesadilla, pero cuando abrió los ojos, Jack estaba de rodillas junto a la cama.

Sin dudarlo, le rodeó el cuello con los brazos y lo atrajo hacia sí.

—No te odio, Jack —susurró—. Sé que nunca habrías hecho daño a nuestra querida Laura.

—La adoraba —sollozó él.

—Lo sé, cariño. —Le palmeó la espalda, como si fuera un niño—. Los dos la adorábamos.

—Te quiero, corazón. —Ella nunca había oído tanta angustia antes en su voz—. ¿No podemos intentar superar esto juntos? Vuelve conmigo a Nueva York. Por favor, Joe.

—No. —Negó implacable con la cabeza. Era fácil conceder el perdón, pero nunca dejaría de culparlo por la muerte de Laura. Si él no hubiera sido tan infantil, tan imprudente como para desaparecer, Laura estaría ahora profundamente dormida en su habitación—. No creo que funcionara —fue todo lo que dijo. Entonces ella empezó a llorar también y le tocó a Jack consolarla, tomarla entre sus brazos, acariciarle la mejilla, besarle los párpados y decirle que era su dulce chica, su corazón, y que lo sentía, que lo sentía muchísimo por el modo en que se había comportado, porque la amaba más de lo que podían expresar las palabras.

—¿Recuerdas la noche que nos conocimos? —dijo con voz ronca.

—Nunca la olvidaré, Jack.

La besó, y ella sintió sus labios temblar contra los suyos. Increíblemente, su cuerpo empezó a responder. Pequeños dardos calientes de deseo le recorrieron las venas, y se apretó contra él, mientras todos los pensamientos huyeron de su cabeza y lo único que deseaba era que Jack la tomase, la tragara para poder no existir más.

Hubo algo crudo y desinhibido en el modo en que hicieron el amor, algo desesperado y trágico, como si fueran las dos únicas personas que quedaban en un mundo que estaba a punto de explotar en un último estallido poderoso.

Después se quedaron abrazados el uno al otro en silencio durante un largo rato. Entonces Jack le tomó la cara entre sus manos y le dio un último beso en los labios temblorosos.

—Adiós, corazón. No estaré por aquí cuando te vayas por la mañana.

—Adiós, Jack.

Joe se recostó sobre las almohadas y lo vio marchar. La puerta se cerró y ella se deslizó bajo las mantas, sollozando incontrolablemente. Pasó mucho tiempo antes de que cayera en un sueño inquieto, con sobresaltos. En cierto momento se despertó cuando golpeó la pared con el brazo, y una idea le pasó por la cabeza: Jack no había usado nada cuando hicieron el amor. Pero no era probable que concibiese, como aquella primera vez en su piso. Sentía el cuerpo estéril, tan falto de jugo y tan muerto como las plantas que había arrancado del jardín de Louisa.

Miró el reloj. Las seis y cuarto. Esa noche estaría en Liverpool. Para siempre.