1
—Oye, Joe, me gustaría que tuvieras teléfono.
Lily entró resoplando en la casa con Gillan a cuestas. Sus planes habían vuelto a desbaratarse por segunda vez. Tardó tres años en reunir el coraje necesario para tener otro hijo y dio a luz a la bonita y rolliza Gillian en lugar del tan deseado Troy. Culpaba de ello a Neil.
—No tengo porque no me lo puedo permitir.
—Creí que ibas a buscar trabajo cuando Dinah fuera a la escuela —gruñó Lily enfadada.
—Danos un respiro, Lil. —Joe fue a poner el hervidor al fuego—. Solo lleva yendo al colegio una semana. Además, estoy a la espera de noticias de los contables de la esquina. Quieren una taquimecanógrafa a tiempo parcial, aunque son contables y yo soy un desastre con los números. De todos modos, ¿por qué demonio es tan importante de pronto que tenga teléfono? —gritó.
—Siempre lo ha sido. —Su amiga la miró irritada—. No sé cómo se puede vivir sin teléfono. Mira, por ejemplo, esta mañana. Tenía que llevar a Samantha a clase, y ha empezado a gritar como una loca. Odia la escuela, al contrario de Dinah. Supongo que se debe a que es más sensible. Luego he tenido que ir corriendo a casa de mamá a buscar la carta para traerla aquí, y ahora tendré que llevarte a mi casa para que hagas la llamada. Eres un auténtico fastidio, Joe. Me has trastocado toda la agenda. El martes es el día que limpio la nevera y paso la aspiradora por la planta de arriba.
—¿Qué carta? ¿Qué llamada? ¿De qué estás hablando?
Lily sacó un sobre del bolso.
—Una compañía de California ha escrito a mis padres para saber dónde estabas. Tu localización, como dicen ellos. Espera un segundo, te la leo:
«Queridos señor y señora Kavanagh —leyó Lily con entonación un tanto pomposa—, desearíamos conocer la localización de la señora Josephine Coltrane (de soltera Flynn) y según tengo entendido, ustedes podrían ayudarnos. Si es así, les agradecería cualquier información que puedan proporcionarnos a la mayor brevedad posible. Cabe incluso que la señora Coltrane esté en situación de responder ella misma. En el caso de una respuesta telefónica, por favor, indiquen que es a cobro revertido. En espera de tener noticias suyas, reciban un cordial saludo, Dick Schneider».
—Es de Crosby, Buckmaster & Littlebrown. Jesús, qué retahíla. Me pregunto si este Crosby tendrá alguna relación con Bing. La dirección es 17 South Park Boulevard, Los Ángeles, California, USA. Son abogados. Qué gracia, un abogado que se llama Dick. *[1]
En su lugar, yo firmaría las cartas como Richard, ¿no crees, Joe?
A Joe, la sangre se le fue enfriando cada vez más en las venas a medida que escuchaba la lectura de la carta. Rompió a llorar.
—¡Jack ha muerto!
—No seas tan morbosa, Joe —cortó Lily impaciente—. En cualquier caso, no entiendo por qué debería importarte algo que el tipo ese esté vivo o muerto. No lo has visto desde hace años, y además, si estuviera muerto, ¿quién iba a dar nuestra dirección a esa compañía? —El hervidor sonó y se levantó para ir a preparar el té—. Ven a casa, puedes llamar desde allí. Aunque asegúrate de que lo haces a cobro revertido.
—¿Pero de qué puede ir todo esto, Lil? —gritó Joe, frenética. Quizá se estuviera muriendo y quisiera verla por última vez. O quizá solo se preguntara cómo estaba, e incluso podía querer ir a visitarla. Pero de ser así, nada le impedía escribir él mismo a los Kavanagh.
Se tomaron el té a toda prisa, Lily tan ansiosa por saber por qué un despacho de abogados californianos deseaba ponerse en contacto con su amiga Joe como la propia Joe.
Se sentó en las escaleras del vestíbulo de la elegante nueva casa de los Baxter en Woolton Park, a menos de un kilómetro de distancia de la suya. Lily buscó en la guía el prefijo del operador internacional y le dijo qué números debía marcar.
—No olvides indicar que es a cobro revertido...
—Ya me lo has recordado media docena de veces. —Arqueó las cejas cuando su amiga hizo ademán de quedarse—. No me importaría tener cierta intimidad —señaló.
—Sé cuándo no me quieren. —Levantó a Gillian en brazos y se fue a la cocina. Con la carta de California sobre las rodillas, Joe marcó el número.
Diez minutos más tarde, Lily fue al vestíbulo y encontró a Joe exactamente en la misma postura al pie de las escaleras.
—No me he dado cuenta de que habías acabado. ¿Por qué no me has avisado? He hecho té. Pareces un poco mareada, Joe. ¿Qué ha pasado?
—Quiere el divorcio —susurró con tristeza—. Según dicen, Jack quiere el divorcio. Se va a casar con otra. Francamente, Lil, lo quiero tanto que no creo que pueda soportarlo.
Fueron a la cocina. Lily hizo cuanto pudo por mostrarse comprensiva, pero Jack le gustaba tan poco como ella a él, y por otra parte, no lograba entender cómo se podía querer aún a alguien a quien no se había visto desde hacía casi seis años.
—Pues así es —sollozó Joe—. No sé cómo ni por qué, pero así es.
—Eso significa que puedes volver a casarte —dijo Lily para consolarla.
—Oh, ¿de verdad? ¿Con quién? No solo no tengo la menor intención de volver a casarme, sino que no hay precisamente una multitud de posibles maridos llamando a mi puerta.
—Está... —El rostro de su amiga mostró una mueca de franco desagrado y prácticamente escupió las siguientes palabras—: Está Francie O’Leary. —Era un tema delicado que Joe y el primer hombre al que Lily había amado fuesen tan buenos amigos.
—No seas ridícula. —Joe consiguió esbozar una sonrisa—. No pienso en Francie de ese modo. Además, es un solterón empedernido.
—Me habría gustado que me dijera eso entonces, cuando empezamos a salir, antes de romperme el corazón.
Joe regresó a su casa, donde podía estar sola y pensar, aunque representaba una tortura imaginar a Jack en los brazos de otra mujer, casándose con otra mujer, sonriéndole, tocándola, diciéndole las cosas que le había dicho a ella.
Eres idiota, se dijo enfadada. Completamente idiota.
Hizo té —el día menos pensado se iba a convertir en un paquete de té— y lo llevó a la tumbona del jardín. Era un espléndido día cálido de septiembre, y esperaba que siguiera así el sábado, para el quinto cumpleaños de Dinah. Mejor pensar en la fiesta que en Jack.
El estrecho jardín de atrás estaba precioso. Lo había desbrozado y arrancado las malas hierbas, sembró luego semillas para que creciese un nuevo césped y plantó un seto de aligustre con esquejes que le proporcionó la vecina. Los rosales de las esquinas tenían el mismo origen y ese año estaban espléndidos, con grandes capullos rosados y amarillos. Dinah recogía los pétalos y los guardaba en un cuenco en su habitación. El jardín delantero se había convertido en una rocalla y los brezos se extendían sin ningún problema.
Se tomó un sorbo de té tratando de no pensar en Jack. Por dentro, la casa presentaba también mucho mejor aspecto. Seguían persistiendo el fregadero de cerámica y la bañera con patas en forma de garra, y aunque no había hecho mejoras en profundidad, el nuevo papel de las paredes tenía un delicado dibujo de flores y toda la carpintería era blanca. Había trabajado a fondo con las plantas de interior, y la tía Ivy le regaló una de las magníficas lámparas con pantalla de cristal de colores de Machin Street.
—Se conocen como lámparas Tiffany —le explicó—. Mi padre las trajo de América. Había tres. Una ya ha desaparecido; estará en la casa de empeños, supongo. Creo que te daré la otra antes de que desaparezca también. Las venden en George Henry Lee y cuestan una fortuna.
La vida era impredecible y cambiante. Aquellos días, la tía Ivy la visitaba con regularidad. Adoraba a Dinah, y esta, una niñita más bien extraña, la consideraba una de sus personas favoritas.
Se terminó de beber el té, suspiró y entró a lavar los platos. Cuando finalizó lo amontonó todo en el escurreplatos de madera, muy poco higiénico según Lily, que tenía acero inoxidable y no era capaz de entender por qué todo el mundo lanzaba exclamaciones de admiración ante la casa de Joe, tan pequeña y vieja, cuando la suya era mucho más bonita y moderna, muchísimo más espaciosa y estaba amueblada a la última. Tenía hasta un tresillo de la marca Ercol, comprado cuando ascendieron a Neil a vicedirector —¿o quizá era director?— de la oficina de Correos.
—Y tú tienes tantas visitas... —lloriqueó—. A casa, en cambio, apenas viene nadie, excepto mis padres.
Probablemente se debía a que Joe no pretendía que las visitas se quitaran los zapatos antes de permitirles caminar por las alfombras, ni fruncía el ceño si querían fumar, ni los miraba como si fuera un halcón si caía una gota de té sobre los muebles.
Los lunes por la noche acudían Daisy, Eunice y Francie y jugaban al póquer con medios peniques. Joe esperaba no estar dándole un mal ejemplo a su hija si la dejaba unirse a ellos un ratito antes de irse a la cama. Dinah aprendió con rapidez las reglas del juego y solía ganar. Algún día entre semana, por lo común los miércoles, Joe iba con Lily al cine o al teatro. Y lo mismo hacía con Francie. La tía Ivy estaba encantada de quedarse de niñera. Chrissie y Sid Spencer aparecían a menudo los domingos por la tarde a ver qué tal estaba; dos de sus hijos estaban ya casados y tenían tres nietos. La señora Kavanagh iba con frecuencia; su marido, algo menos ahora que sufría artritis y había tenido que vender la tienda.
Joe subió a hacer las camas. Seguía con el empeño de buscarse ocupaciones para no pensar en Jack. Tenía una bonita casa y un montón de amigos, cosa sorprendente ya que nunca se había considerado una persona sociable. Había tenido mucho tiento con el dinero de la tía Ivy y aún quedaba una buena cantidad por si tardaba en encontrar trabajo. Mientras ahuecaba la almohada de Dinah, se preguntaba por qué, a pesar de esa existencia sin duda agradable, incluso estupenda, se sentía solo medio viva.
El sábado por la mañana llovió, pero después el cielo se despejó y a las dos, la hora de la fiesta de Dinah, brillaba el sol.
—Espero que nadie me traiga muñecas. Odio las muñecas — había dicho antes la homenajeada mientras envolvían regalitos en hojas de periódico para jugar a las sorpresas.
—Ya lo sé, cielo. —El regalo de Joe había sido, a petición de la niña, un xilófono. En adelante, Dinah ya podía tocar Noche de paz.
—La tía Ivy me ha prometido una trompeta. Francie dijo que tenía una sorpresa muy bonita. Me la traerá esta noche. —Dinah frunció el ceño y añadió—: Samantha y Gillian me han comprado una muñeca. Samantha me lo dijo, aunque se supone que no debía hacerlo. Abre la boca y dice «mamá».
—No debes dejar que nadie se entere de que no te gusta, hija —le advirtió Joe—. Disimula, haz como que te encanta.
—Oh, desde luego que lo haré, mamá —aseguró formal Dinah. Eso se llama ser educada.
Dinah era una niña muy seria. Su conversación y sus razonamientos eran casi como los de un adulto. Por ejemplo, Joe nunca había hablado con Laura de temas como de dónde procedía la Tierra, de cómo crecían las flores, de qué estaban hechas las nubes y por qué la reina era reina. Pero al mismo tiempo era consciente de que entre ella y Dinah no existía la misma intimidad que tuvo con su otra hija. Dinah era demasiado independiente. Le gustaba su privacidad.
Cuando Joe se levantaba por la mañana, a menudo se la encontraba sentada en la cama mirando un libro de imágenes, o tumbada en el suelo, con su bonita cara pálida, un tanto tensa, medio escondida tras una cortina de cabello cremoso, enfrascada en resolver un puzzle o hablando consigo misma. Ni una sola vez se le ocurrió ir a saltar a la cama de mamá. Unas semanas antes, Joe había entrado en el baño cuando la niña acababa de usar el inodoro, y su carita de por sí tensa se puso más tensa aún, molesta.
—Deberías llamar antes, mamá.
A partir de aquel día, empezó a cerrar la puerta por dentro con el pestillo.
Quizá Joe se excedía en su afán por compensar los primeros meses, cuando reprochaba a Dinah haber ocupado el lugar de Laura. Ahora se le hacía difícil creer que hubiera podido ser tan estúpida y tan insensible como para reprochar algo a una recién nacida. Por aquellos días debía de estar desequilibrada, mal de la cabeza. Desde entonces trataba de compensarlo y mimaba demasiado a Dinah, la agobiaba. Le resultaba difícil dejar en paz a su hija, hasta el punto de que en ocasiones se preguntaba si no estaría poniéndola de los nervios...
Consultó el reloj.
—Es hora de que te pongas el vestido nuevo, cariño. Los invitados empezarán a llegar enseguida.
—¿Por qué no me hizo el vestido la señora Kavanagh como siempre?
—Ha tenido que dejar la costura. La pobre señora Kavanagh ya no ve tan bien como antes.
Era triste. Entre la artritis de uno y el glaucoma de la otra, la pareja a la que consideró como unos padres de sustitución durante la mayor parte de su vida se habían convertido de pronto en unas personas muy ancianas y frágiles.
Las primeras en llegar fueron Lily y las niñas. Neil, que iba de camino a ver un partido de fútbol, las dejó allí. Siguieron dos niñas de la clase de Dinah. Después aparecieron la tía Ivy con la trompeta prometida y la señora Kavanagh con un juego de costura. Todos pasaron al jardín, donde sacaron tumbonas para las señoras mayores. Lily se sentó en la hierba. Joe llevó los regalos al minúsculo comedor donde estaba puesta la mesa de la merienda; la muñeca, grande y bastante fea, chillaba «mamá» cada vez que la movían. No le apetecía demasiado organizar juegos para cinco niñas pequeñas con el propósito de llenar el tiempo hasta la hora de la merienda.
Era difícil tratar de que Gillian, tres años más pequeña que las demás, no quedara excluida, sobre todo con su madre vigilando ojo avizor. Y también impedir que Samantha hiciese trampas, algo que la atenta vigilancia de su madre nunca advertía. Joe esperaba que las niñas no se aburrieran tanto como ella. Se sintió un tanto aliviada cuando la tía Ivy gritó que llamaban a la puerta, circunstancia que vio como una excelente oportunidad para dejarse caer rendida sobre la hierba.
—Abro yo —se ofreció Lily, que volvió poco después acompañada por un hombre alto de cara triste. Lo seguían dos críos sumamente delgados, un niño de unos doce años y una niña algo menor—. Mirad quién ha venido —anunció Lily con una voz rara. Es Ben, con Peter y Colette. Estaban en casa y papá los ha enviado aquí.
—¿Ben? ¿Ha venido Ben? —La señora Kavanagh trató en vano de levantarse de la tumbona, y por alguna razón, Joe recordó a la mujer vivaz de abrigo azul a la que conoció en la planta baja de Blacker, adonde mamá y ella fueron a comprar una bandeja. Ben, hijo, hace siglos que no te veía.
Antes de que la mujer pudiera levantarse, Ben hizo algo de lo más sorprendente. Todos y cada uno de los músculos de su cara parecieron desplomarse y corrió a través de la hierba, se arrodilló ante la tumbona de su madre y sepultó la cara en su pecho. La señora Kavanagh acarició amorosamente el cabello rubio de su hijo menor. Lily parecía al borde del llanto. Los hijos de Ben asistían a la escena sin que sus rostros mostrasen el menor signo de emoción. Las cinco niñas se quedaron de pie en la hierba sin saber qué hacer, dándose cuenta de que pasaba algo raro. Impresionada por el patetismo de la situación, Joe tampoco sabía cómo actuar. ¿Debía llevarse a los pequeños dentro?
Fue la tía Ivy quien salvó la situación. Se puso de pie y dio unas palmadas.
—¿Y si damos todos un paseíto hasta la tienda de golosinas? —gritó—. Vosotros también, Peter y Colette. Tú, Colette, dale la mano a Gillian, que es muy pequeña. Y tú, Peter, echa un vistazo a las demás. Vamos, vamos... No tardaremos nada —concluyó alegremente.
Se marcharon todos. Ben seguía con la cabeza hundida en el pecho de su madre. Joe no sabía si estaba llorando. Pareció tardar siglos en incorporarse. Sus ojos de mirada vacía buscaron a Joe, y dijo con voz rota:
—Siento haber estropeado la fiesta.
—No, si... —empezó a decir ella.
Fue interrumpida por Lily:
—Esa maldita Imelda. ¿Qué ha hecho ahora?
—Calla, querida —le ordenó la señora Kavanagh.
—No me callo, mamá. Le está amargando la vida a Ben. ¿Has visto las caras de sus hijos? Parecen a punto de sufrir un colapso...
—Lily, hija, por favor, cállate.
—No, mamá, no. ¿Por qué no la dejas? —preguntó enfadada a su hermano—. ¿Por qué aguantas tanto?
Ben se sentó en la tumbona que había dejado libre tía Ivy.
—No puedo dejarla; está enferma.
—No, no lo está. Es mala —afirmó ella escuetamente—. Es mala persona, eso es.
—¡Lily!
—Calla, mamá, por favor. Cualquiera con una pizca de sentido común se habría largado hace años. Yo no me habría quedado a su lado ni un minuto siquiera.
Joe fue a poner el hervidor al fuego, pero, pese a la distancia, oía la dura discusión que tenía lugar en el jardín. Esperaba que los vecinos no estuvieran escuchando.
—No puedo marcharme y abandonar a los niños, Lil —estaba diciendo Ben—. Tampoco me los puedo llevar. Imelda es su madre. Lo creas o no, la quieren. Peter ya tiene edad como para adivinar que pasa algo. Antes se asustaba, pero ahora se pone protector cuando a ella le da uno de sus ataques de rabia.
—¡Rabia! ¡Ja! —rebatió despreciativa Lily—. ¿Cómo has logrado escaparte hoy? ¿Te ha extendido un pase o algo así? ¿A qué hora tienes que estar de vuelta?
—Anoche se tomó otra sobredosis —respondió Ben con voz de infinito cansancio—. Vuelve a estar hospitalizada. Sé que debería estar con ella, pero tenía que pensar en los niños. Dormirá todo el día y mañana la llevaré a casa.
—¡Oh, no, hijo! —La voz de la señora Kavanagh tembló como la de una anciana.
Lily se quedó impasible.
—Nunca toma la cantidad suficiente para acabar con su vida, ¿eh? La próxima vez que decida suicidarse, espero que me lo haga saber antes para que pueda animarla a tomarse una dosis fatal. ¡Menudo estorbo nos quitaríamos de encima!
—Ten un poco de caridad, Lil. Los médicos dicen que eso es un grito de socorro.
—Tengo mucha caridad, Ben —observó su hermana, virtuosa, pero en cuanto se habla de Imelda, la pierdo toda.
Se oyeron pasos a un lado de la casa. Apareció Francie O’Leary. Joe se lo llevó a la cocina.
—No interrumpas. Es una pelea familiar.
—¿Ese es Ben? —quiso confirmar Francie horrorizado—. Dios mío, aparenta ochenta años. Y solo tiene treinta y cuatro, como yo. Le escribí hace tiempo, pero no me contestó. ¿Qué ha ocurrido con la fiesta? ¿Dónde están los niños?
—Se han ido de tiendas con la tía Ivy. —Cerró la puerta para que la discusión no llegara hasta allí. Lily había empezado a gritar—. Como ves, hay un problema. En lo que a ti respecta, ¿qué estás haciendo aquí? No me parecía que una fiesta infantil fuese lo tuyo.
Francie se metió las manos en los bolsillos con expresión lúgubre.
—Lo mío es cualquier cosa últimamente, Joe. La casa parece una morgue desde que murió mi madre. Me siento muy solo. Estoy pensando en casarme. —Sonrió—. ¿A quién opinas que debería pedírselo?
Ella le devolvió la sonrisa, a sabiendas de que estaba bromeando y contenta de que estuviera allí para aligerar un poco el ambiente del día, que de repente se había enturbiado tanto.
—No sé, Francie. A cualquiera que no sea yo, porque te rechazaría.
—¡No se me ocurriría pedírtelo y estropear con ello una amistad perfecta! —replicó con acento sorprendido.
—Oye, pues no creas, serías un buen partido, sobre todo desde que el negocio de la imprenta ha despegado.
Ahora Francie tenía seis empleados en su empresa. Lo miró apreciativa. Continuaba siendo atractivo, fiel a su estilo, se mantenía esbelto y terso, y su ropa negra —chaqueta de cuero, polo, pantalones anchos y botas— le confería un atractivo aire siniestro. Desde que los Beatles invadieron Liverpool y luego el mundo entero, y el pelo largo se puso de moda, Francie se había dejado una garbosa cola de caballo.
—Eres la primera chica que me gustó. —Se burló de ella y le guiñó un ojo—. Quiero decir la primera que me gustó de verdad. Envidiaba mortalmente a Ben. —Se acercó a la ventana. Ben miraba la hierba con los brazos cruzados y el largo rostro inescrutable. La señora Kavanagh lloraba, Lily gritaba y agitaba los brazos—. Cómo cambian las cosas, ¿verdad? —dijo casi en un susurro—. Ahora en cambio me da muchísima lástima.
Al final, la fiesta resultó un éxito. La tía Ivy volvió tras haber comprado un regalo a cada uno de los niños.
—Hemos encontrado una juguetería —sonrió—. Pensé que eso los animaría—. Señaló con la cabeza a Peter y Colette. El niño examinaba con mucha atención un ajedrez de viaje y Colette tenía en brazos un esponjoso perro, más adecuado para una niña mucho menor que ella. Los dos parecían casi felices—. Antes de que digas nada acerca del dinero, te diré que Alf me lo habría birlado para sus carreras hípicas. Creo que está mejor gastado así.
Joe nunca había apreciado tanto a la tía Ivy como en aquellos momentos. Se sintió lo bastante conmovida como para darle un beso en su rostro amarillento.
—Gracias. No sé qué habría hecho hoy sin ti.
El drama del jardín parecía haber acabado, aunque Lily estuvo de mal genio durante el resto de la tarde. Joe sacó al jardín una de las sillas de arriba y el taburete del baño para acomodar a los últimos invitados, y los niños se sentaron a merendar. Ben hizo entrar a su madre para darle una taza de té que ella agradeció, y se quedó atónito al ver a su viejo amigo Francie pensativo en la cocina.
—Me alegro mucho de verte, hombre.
Se estrecharon las manos y se dieron puñetazos cariñosos en los brazos. Joe vio con emoción que las arrugas de tensión del rostro de Ben desaparecían. Parecía casi el Ben que había conocido en otros tiempos.
A las seis, las madres de las dos compañeras de colegio de Dinah fueron a buscarlas, y la tía Ivy pensó que sería mejor que volviese con Alf. Llegó Neil y Lily se ofreció a llevar a su madre a casa.
—Llévame tú, Ben —solicitó la señora Kavanagh—. Vas a volver a nuestra casa, ¿no, hijo?
—Había pensado que Ben y yo podíamos irnos a tomar una copa luego —terció Francie rápidamente.
—¿Te importaría quedarte con los niños, mamá?
—Claro que no, hijo. Ahora no los veo casi nunca. —La señora Kavanagh parecía agotada tras el disgusto del día. Palmeó el brazo de Ben—. Pasa un buen rato.
—Te llevaré a casa, mamá, y luego volveré. Me pregunto dónde dejé el coche —murmuró Ben, que parecía más bien agobiado.
—No te preocupes, yo puedo llevaros a todos. No hay más que un minuto hasta nuestra casa. Dejaré a Lily y a las niñas y luego llevaré a tu madre y a los niños a la vuestra. —La cara dispuesta y bonachona de Neil Baxter mostró su predisposición a ayudar—. ¿Estás lista, cariño?
Los ojos de Lily pasaron de Joe a Francie y luego a Ben, como si sintiera dejarlos atrás. Gillian le tiró de la falda.
—«Quero» ir a la cama, mami —gimoteó. Lily giró en redondo y salió de la habitación sin decir una palabra.
Dinah dio las gracias amablemente a sus invitados por los regalos y Joe fue a la puerta a despedirse de todos. De repente, su casa se había vaciado.
—¿Por qué no vuelves luego? —ofreció a Lily—. Como en los viejos tiempos, los cuatro juntos. A Neil no le importará, seguro.
—Soy una mujer casada —replicó Lily con sequedad—, no un ser libre, como tú.
—Gracias por recordármelo, Lil.
—No he querido decir eso. —Se ruborizó—. Es que tengo que bañar y acostar a las niñas, hacerle la cena a Neil, revisar los deberes, ver la tele, y siempre me preparo una taza de cacao antes de ir a la cama a las once. —Su voz sonaba sorprendentemente dura—. El sábado que viene será exactamente lo mismo, y el sábado siguiente y el otro, y así toda la vida. No sé por qué tenía tantas ganas de casarme, Joe. Es más aburrido que trabajar en una oficina. A veces desearía ser lesbiana como Daisy. Se divierte muchísimo más que yo.
Joe ocultó una sonrisa. Echó una mirada a Neil, que esperaba paciente a su mujer con Gillian en brazos.
—Tienes un marido que no lo hay igual en un millón, Lil. No te das cuenta de lo afortunada que eres.
—Yo no llamo ser afortunada a haber dado con un tipo más aburrido que las famosas ovejas. No debería haberme casado con él. No lo quiero y nunca lo querré. —Se alejó, pero al instante se dio la vuelta y volvió—. No me lo tengas en cuenta, Joe. Ver a Francie me ha hecho sentir así. Está tan guapo, tan excitante con ese traje... Neil no llevaría una cola de caballo ni aunque le pagasen, y antes se dejaría matar que ponerse una chaqueta de cuero. Aun así, vale más que diez como Francie O’Leary. —Sonrió—. Debo recordarme eso a mí misma cuando nos vayamos a la cama.
Ben y Francie decidieron empezar la noche con una cena china. Se fueron unas horas más tarde para ir en taxi al centro de la ciudad, suponiendo que luego ambos estarían demasiado borrachos como para conducir hasta sus casas. Dinah se fue a la cama con el regalo de Francie, un sello de goma y una almohadilla entintada que tanto le habían fascinado cuando Joe la llevó al pequeño taller de impresión unas semanas antes. La casa parecía ahora extrañamente silenciosa. Era agradable después del caos del día. La tía Ivy había lavado los platos y todo estaba limpio. Era hora de leer el contenido del grueso sobre que había recibido por la mañana de Crosby, Buckmaster & Littlebrown de California.
La carta de Dick Schneider estaba escrita en un tono amistoso. Su cliente se había alegrado de saber que ella estaba de acuerdo en divorciarse amistosamente. ¿Podría leer, si era tan amable, los papeles incluidos y firmar en los lugares marcados con una cruz? Si prefería asesorarse antes con sus abogados, se le pagarían todos los gastos. Fuera cual fuese su decisión, se le agradecería que tratara el caso con cierta urgencia.
Estaba claro que Jack tenía prisa por casarse con su nueva novia, pensó con amargura. Lily había intentado convencerla de que le pidiese una pensión, pero ella no quería ni un penique.
—Háblale de Dinah —le urgió su amiga—. Después de todo, es tan hija de él como tuya. Debería asumir cierta responsabilidad. —Luego añadió, aunque a regañadientes—: Tiene derecho a saberlo, Joe, sobre todo después de lo que pasó con Laura. Y Dinah también tiene derechos. Ya ha empezado a ir al colegio y en cualquier momento querrá saber por qué no tiene un padre como todos los demás niños. ¿Estás preparada para decirle que él no sabe que existe? Antes era distinto. No sabías dónde estaba, pero ahora lo sabes, o por lo menos lo sabe el abogado. Podrías enviarle una foto.
Dinah pensaba que su padre era Francie, porque siempre estaba por allí. No pareció importarle demasiado que no fuera así cuando le dijeron que no lo era, y el tema no volvió a surgir. Con todo, siquiera por una vez, Lily estaba hablando con sensatez. Algún día Dinah querría saber la verdad, y sería injusto, tanto para ella como para Jack, impedir que supieran el uno del otro.
Joe hizo una inspiración profunda, firmó los formularios en los lugares señalados con cruces y después escribió una breve carta a Jack informándole de que tenía una hija, Dinah, que había cumplido cinco años aquel mismo día. Incluyó una foto de su hija con traje de baño en la playa de Birkdale. La pequeña, que posaba rígida, con una pala en una mano y un cubo en la otra, había obsequiado a la cámara con una de sus escasas y dulces sonrisas. El cabello rubio le caía sobre los ojos. Parecía frágil, aunque su actitud denotaba cierta dureza, un aire de seguridad que la rolliza y divertida Laura no tuvo nunca. Metió la carta y la fotografía en un sobre en el que escribió «Jack Coltrane, estrictamente confidencial» y la incluyó con los papeles en el gran sobre franqueado que le había enviado Dick Schneider. Lo cerró y fijó la solapa con un fuerte puñetazo.
¡Ya está!, dijo en voz alta. Puede que hubiera más impresos que firmar, no lo sabía, pero dentro de unas semanas o de unos meses sería una mujer soltera, «en el mercado», como había dicho Lily.
Pero no quería serlo. Se sentó en el pequeño sofá y trató de no obsesionarse con los «y si...». Y si hubiera hecho esto, dicho aquello, ido allá... El problema era que la mayor parte de la gente necesitaba disponer de dos oportunidades en la vida para poder hacer las cosas bien la segunda vez.
Pero era ya demasiado tarde para tener una segunda oportunidad con Jack. Se incorporó con decisión y subió a ver a Dinah, que estaba profundamente dormida y con el sello había impreso varias veces la fecha en la frente de su muñeca nueva. De nuevo abajo, vio una obra de teatro en la tele y se preguntó si Ben y Francie volverían a su casa o irían a recoger los coches por la mañana.
A las once y media, en vista de que no habían aparecido, se fue a la cama. Acababa de leer la primera página de un thriller de Ed McBain cuando oyó que llamaban a la puerta. Rezongando, se puso la bata y bajó a abrir.
Ben estaba fuera. Le sonreía tontamente, con aspecto juvenil, muy infantil y notablemente borracho.
—He venido a buscar a mis hijos.
—Están en casa de tu madre. Oh, Ben, será mejor que entres.
La frase llegó demasiado tarde, cuando Ben prácticamente se había caído ya dentro de la casa.
—Francie me dijo que estaban aquí. ¿O era mi coche lo que estaba y no los niños?
—El coche..., tu coche es lo que está por aquí. —Lo ayudó a ponerse de pie—. Haré un café bien cargado para que se te pase.
Fue a la cocina para hacer el café. De haber tenido teléfono, habría llamado a un taxi. Cuando Ben se hubiese tomado el café, ella se vestiría y saldría para llamar al servicio de taxi desde la cabina de la calle.
Estaba poniendo agua en el hervidor cuando Ben entró en la cocina. Para su asombro, la asió por la cintura y dijo con voz ronca:
—No quiero café, te quiero a ti. Por eso he vuelto. No a buscar a los niños ni el coche, sino a ti.
Por un instante de locura, sintió una punzada de deseo. Llevaba demasiado tiempo sin hacer el amor, y la presión de sus manos en la curva de sus caderas le recordó lo que se estaba perdiendo. Pero enseguida recuperó el sentido común y se apartó.
—No seas tonto, Ben —dijo lacónica.
Él volvió a tirar de ella hacia sí, le abarcó los pechos con ambas manos y gimió:
—Te quiero, Joe. —Escondió la cabeza en su cuello—. No soy tonto, te quiero, te quiero, te quiero.
—Estás borracho, Ben. Mañana te sentirás avergonzadísimo de esto. —Trató de apartarse de nuevo, pero las manos del hombre apretaron sus pechos aún con más fuerza. Estaba atrapada. Le golpeó la barriga con el codo, pero no le sirvió de nada.
—Nunca he querido a nadie más que a ti —estaba diciendo, casi sollozando contra su cuello—. Eras mi chica, mi chica especial. Íbamos a casarnos. ¿Qué ocurrió, Joe? ¿Por qué no lo hicimos? —La hizo girarse de modo que quedaron frente a frente, y entonces ella contempló, impresionada, su cara deshecha, los ojos que desvariaban—. ¿Qué ocurrió, Joe, qué ocurrió?
La vida, quiso responderle. La vida, eso ocurrió. Decisiones equivocadas y decisiones correctas. Dijiste no cuando querías decir sí o al revés. Otro podría haberse casado con Imelda, otra mujer podría haberse casado con Jack Coltrane. Laura podría no haber nacido, Laura podría no estar muerta...
Ben la estaba besando, besándola con rudeza, con hambre, y trataba de abrirle la boca con la lengua. Joe se resistió y sintió sus dientes golpear contra los de él. Aquel no era el Ben que ella conocía. Este no le gustaba nada. Sus manos tiraban del cinturón de su bata, lo soltaron y le acarició el cuerpo, haciéndole daño, a través de la fina tela de su camisón, mientras le decía sin cesar lo mucho que la amaba, que la echaba de menos, que la deseaba, que ocupaba sus pensamientos cada minuto del día. Era la única mujer para él, siempre lo fue y siempre lo sería, y era tan hermosa, tan bella...
Ahora le estaba tocando entre las piernas y lo sintió estremecerse con fuerza contra ella. Pensó en gritar. Las paredes de la casa eran finas como el papel. Alguien la oiría, la rescataría. Llamarían a la Policía. Pero no deseaba hacerle eso a aquel hombre trágico y desgraciado. A Ben. Tampoco quería asustar a Dinah.
Dejó de luchar y se relajó. Agarró suavemente la cara de Ben entre sus manos y preguntó con voz ronca:
—¿Vas a violarme, Ben?
Él se quedó inmóvil. Permaneció completamente quieto un largo rato. Después apartó las manos y retrocedió.
—Dios mío, Joe. Lo siento mucho —se lamentó, sin mirarla a los ojos.
Ella agarró el hervidor.
—Ve a sentarte. Prepararé un café para los dos.
El hervidor tembló sobre la antigua cocina de gas, y el ruido le impidió oír cómo se abría la puerta principal. Cuando llegó al salón con las dos tazas de café, Ben se había ido.
Llegó temprano a la mañana siguiente para disculparse, sumamente avergonzado e incómodo. Ella tenía la impresión de que iría. Dinah se había ido a misa con la tía Ivy. Joe, cuya cabeza aún le daba vueltas por todo lo sucedido el día anterior, les dijo que ella iría más tarde.
—Anoche me fui a casa andando y se me pasó la borrachera —dijo Ben en el umbral—. Esta vez he venido de verdad a recoger mi coche... si consigo acordarme de dónde lo dejé.
—Entra en casa —ofreció con una media sonrisa; él lanzó un suspiro de alivio.
—Pensé que lo había estropeado todo para siempre. No sé qué me ha ocurrido esta noche, Joe. Nunca me había comportado así antes. Bueno, la verdad es que tampoco había estado nunca tan borracho.
—Dejémoslo en que fue solo una aberración momentánea. — Fueron al salón y él echó un vistazo admirado por la pequeña habitación.
—Me gusta esto. Es muy tranquilo y confortable, como una casa de cuento de hadas. —Arqueó un poco los labios—. Una casa de cuento de hadas para la reina de las hadas. ¿Recuerdas a la reina de las hadas de El mago de Oz, Joe? La vimos juntos. Dijiste que te gustaría tener un vestido como el suyo.
—Era una bruja buena, no un hada.
—¿De veras? —Al oírla pareció extrañamente preocupado—. Creí que podía recordar con absoluta claridad todo lo que hicimos entonces.
—He visto la película dos veces más, primero con Laura y después con Dinah.
Él sonrió aliviado.
—Recordar el tiempo que pasamos juntos me permite seguir adelante. Algunas mañanas me despierto e intento imaginar que la que está en la cama conmigo eres tú, que al final nos casamos. Vuelvo a casa del trabajo y fantaseo pensando cómo sería si tú abrieras la puerta.
—Ben —le advirtió muy seria—, no te habría dejado entrar si hubiera sabido que la conversación iba a ir por estos derroteros.
—Lo siento, Joe. —La miró con curiosidad—. Bueno, ninguno de los dos hemos hecho las cosas muy bien que digamos. Tú estás separada, y mi matrimonio dista mucho de ser lo que podría llamarse feliz. ¿No te arrepientes alguna vez de que no nos casáramos?
Negó firmemente con la cabeza.
—No, Ben. —Llegó a pensarlo alguna vez, pero nunca lo había lamentado.
—Me lo preguntaba.
Se oyó a la tía Ivy y a Dinah que volvían. Ben se levantó para marcharse.
—¿Puedo visitarte de vez en cuando? Solo para hablar...
—Preferiría que no lo hicieses, Ben. —Aceptar su petición podía tomárselo como un signo de que lo alentaba.
—Oh, bueno. —Le estrechó la mano formalmente—. Ya te veré alguna vez, Joe.