Capítulo 16
EL viernes a primera hora de la mañana, se armó cierto revuelo en el puerto cuando se extendió la noticia de que a Alex Ford, el vigilante de seguridad, lo habían agredido mientras desempeñaba su trabajo. Nadie sabía a ciencia cierta qué era lo que había ocurrido excepto el capataz Harrison, que se tomó la molestia de informar a los trabajadores para evitar que siguieran especulando sobre el tema.
Así, les dijo que el incidente había tenido lugar sobre las diez de la noche, cuando Ford hacía la ronda por la zona del almacén. Según el hombre, todo estaba tranquilo y no vio ni escuchó nada sospechoso que le llamara la atención. Por lo visto, el atacante se le echó encima, por la espalda, y ni siquiera tuvo la oportunidad de verle la cara porque lo tumbó de un solo golpe en la cabeza.
—Ford despertó sobre las dos de la mañana, se aseguró de que todo estaba en orden y llamó a su empresa para que enviaran a un sustituto. Por lo visto, tenía un dolor de cabeza de cojones y se marchó directamente al hospital. La empresa de vigilancia ha llamado esta mañana temprano a Naviera Logan para ponerla al corriente del altercado. —Harrison se ajustó los guantes mientras lanzaba una mirada diligente a su alrededor—. No hay daños materiales y tampoco falta nada, ha debido de tratarse de algún imbécil con ganas de divertirse, así que moved los culos y saquemos el trabajo adelante.
Mulray, que sustituía a Alley hasta que se recuperara de la enfermedad que lo mantenía de baja, dio nuevas órdenes de planificación a los operarios que trabajaban bajo su mando, y Luc abandonó la cubierta del buque en la que había trabajado los dos últimos días para regresar al muelle. Si no se producía ningún contratiempo, ese mismo día terminarían las labores de desestiba de los aerogeneradores y, a partir del lunes, se ocuparían de un nuevo buque que venía de China cargado de artículos electrónicos.
A media mañana, Luc estaba registrando la mercancía con el grabador de datos generales mientras el capataz Harrison daba vueltas sobre sí mismo con el móvil pegado a la oreja. Desde hacía un par de minutos hablaba por lo bajo, a unos ocho metros de distancia de donde él se encontraba. Luc no supo exactamente qué fue lo que más llamó su atención, si su cara de circunstancias o el tono excesivamente susurrante que empleó hacia la mitad de la conversación telefónica, como si le hubieran dicho algo que requiriera de la mayor discreción. El caso era que mientras registraba la información de las pegatinas identificativas no pudo evitar observarle por encima del hombro, aunque no consiguió escuchar ni una sola palabra.
Tal vez el tema de conversación giraba en torno al vigilante de seguridad, o a los supuestos despidos que se iban a realizar en breve. Se rumoreaba por ahí que algunos trabajadores no rendían lo suficiente y Dirección iba a tomar medidas al respecto. Con él jamás podrían emplear ese argumento para ponerlo de patitas en la calle; de todos modos, tenía la intención de que su agente de la condicional lo destinara a otro lugar de trabajo, aunque ya le había dicho que no había demasiadas empresas que firmaran acuerdos con las penitenciarías de Maryland. A él le gustaba estar allí, las labores que ejecutaba eran entretenidas, el tiempo pasaba con rapidez y existía un buen ambiente de trabajo, pero ni Jennifer se olvidaría de él ni él de ella mientras continuara empleado en Naviera Logan.
Aunque la realidad era que no quería olvidarla exactamente. No lo había hecho en diez años y no lo haría nunca. Lo que deseaba era recuperar su condenada coraza y su indiferencia hacia todo lo que lo rodeaba, y que ella rehiciera su vida al lado de alguien que supiera cómo amarla.
Rick y Henry aparecieron a su lado para proceder a retirar el contenedor ya vacío con la grúa que manipulaba Michael. Kenny hizo maniobras con la carretilla elevadora para extraer el último palé y Henry se subió al contenedor.
—¿Te has enterado? —le preguntó Rick, ajustándose los guantes.
—¿De qué?
Por regla general, sus compañeros solo comentaban chismorreos sin sentido que no le interesaban lo más mínimo, aunque con el tema del vigilante y de los despidos de por medio, ahora le prestó atención.
—De que Adam ha pillado a Michael ventilándose a su esposa. —Rick puso los brazos en jarras y observó el movimiento que trazaba el puente de la grúa por encima de sus cabezas—. Ya decía yo que los vi muy agarraditos en el baile de la noche del sábado. Tú ya te habías marchado.
—¿Y qué piensa hacer Adam? —preguntó, con evidente falta de interés.
—Pues creo que lo ha citado para darle una paliza en el descanso de la comida. ¿No ves que tiene la cara descompuesta? —Señaló a Michael con la cabeza—. Y no me extraña, Adam se machaca en el gimnasio, al contrario que este tío, que no se despega del sofá de su casa. Hay una apuesta abierta, así que si quieres participar...
—Paso —soltó declinando la oferta, ya había visto demasiadas peleas en la cárcel.
—Yo he apostado cincuenta a que Adam le parte la cabeza —comentó Kenny, nada más bajarse de la carretilla—. Al menos es lo que yo le haría a un tío si le pusiera las manos encima a mi mujer.
—¡Coleman!
La voz de Harrison se alzó por encima del ruido reinante en el muelle y todos volvieron la cabeza en su dirección. El capataz general alargaba el brazo con el móvil en la mano, señal de que alguien quería hablar con él. Ante la mirada interrogante de Rick y Kenny, Luc dejó el medidor de datos generales sobre la mercancía, se arrancó los guantes de las manos y se acercó a Harrison. ¿Quién estaría al otro lado de la línea? Al llegar a su altura agarró el teléfono que el otro le tendía.
—Es Ashley Logan, quiere hablar contigo —le dijo, con el ceño fruncido.
«¿Ashley Logan?».
Luc se lo pegó a la oreja y se retiró unos pasos del capataz.
—¿Sí?
—Luc, ¿sabes dónde está Jennifer? —inquirió la hermana con gran nerviosismo.
—¿Cómo? ¿Por qué me haces esa pregunta? ¿Acaso debería saberlo?
—No estaría hablando contigo si no lo considerara así. No sabemos nada de ella desde anoche, y Alex Ford nos ha dicho que os vio charlando a última hora de la tarde junto al astillero y que luego vio la luz de la oficina encendida.
—Yo no estuve con ella en la oficina, me marché del muelle antes de que anocheciera.
—Jennifer habló con mi padre después de las diez y le dijo que lo llamaría más tarde, pero no llegó a hacerlo. Como no contestaba al teléfono, fue directamente a su casa y tampoco estaba allí. ¡No ha ido en toda la noche! Y tampoco se ha presentado a trabajar esta mañana. ¿Qué es lo que ha pasado entre vosotros?
—Le dije... —El desconcierto que le produjo la información lo hizo vacilar—. Le dije que no volveríamos a vernos.
—Entiendo que le hayas podido romper el corazón, e incluso comprendería que hubiera decidido apagar el móvil para no tener que hablar con nadie, ¡pero no cuando anoche atacaron al vigilante mientras ella todavía estaba en el muelle!
Luc se dio la vuelta para huir de la mirada analítica de sus compañeros y se frotó la frente. No daba crédito a lo que estaba escuchando y la preocupación se le ciñó al pecho al establecer la relación. ¿La habría agredido el mismo tipo que golpeó a Ford? Y si había sido así, ¿dónde diablos estaba ella? Sintió como si un dedo invisible y frío como el hielo le recorriera la columna vertebral en un movimiento descendente. No obstante, tal y como había aprendido a hacer en su antigua profesión, intentó enfocar el tema con calma y se negó a considerar tan aterradora idea.
—Escucha, Ashley, todo el mundo por aquí comenta que, probablemente, el que golpeó anoche a Ford solo fuera un gamberro con ganas de divertirse, no creo que le hiciera nada a Jennifer. Supongo que ella... necesita pasar un tiempo a solas —comentó, con gran culpabilidad—. Pero estoy seguro de que os devolverá las llamadas cuanto antes, debe de saber lo preocupados que estáis por ella.
—Mi hermana jamás actuaría de este modo tan irresponsable por muy destrozada que estuviera. Habría acudido al trabajo esta mañana temprano o, como mínimo, habría telefoneado para explicar su ausencia —habló con tanto atropello que hubo de hacer una pausa para recuperar el aliento—. Yo no creo que tú tengas algo que ver en todo esto, en lo que le sucedió anoche a Ford, pero mi padre no lo tiene tan claro desde que me he visto obligada a contarle lo vuestro. Está bastante nervioso, todos lo estamos, pero yo soy algo más diplomática y por eso le he pedido que me deje hablar contigo. —Su desesperación aumentó, tal vez al ver rotas las esperanzas de que Luc le ofreciera una explicación que la tranquilizara—. Alguien le ha hecho algo, ¡su desaparición no se explica de otro modo!
El hecho de que George Logan tuviera dudas respecto a su posible implicación en la supuesta desaparición de su hija le sentó como si acabaran de asestarle un fuerte puñetazo en la boca del estómago. Resultaba injusto, pero así era como funcionaban las cosas cuando uno abandonaba los muros de la cárcel para intentar reintegrarse en la puñetera sociedad. No obstante, desconocer el paradero de Jennifer lo inquietaba mucho más que la opinión que cualquiera tuviera de él. Luc tampoco creía que ella hubiera desatendido sus obligaciones profesionales como consecuencia de que él hubiera dado por finalizada esa especie de relación que habían iniciado. Que alguien hubiera estado merodeando por el puerto y hubiera golpeado al vigilante cuando ella todavía estaba allí era demasiada casualidad.
Tenía las palmas de las manos tan sudadas que el teléfono le resbalaba entre los dedos. Lo sujetó con fuerza y apretó las mandíbulas para dominar la destemplanza que sentía.
—Jamás le haría daño a Jennifer y jamás permitiría que nadie se lo hiciera porque... ¡porque la quiero! —le espetó al teléfono con vehemencia, soltando las palabras sin pensar—. Ahora mismo estoy tan preocupado como podáis estarlo vosotros.
—¿Entonces qué es lo que ha sucedido? —gritó a través de la línea.
—¡¿Cómo diablos voy a saberlo?! —exclamó, con la calma ya perdida.
A su alrededor atrajo algunas miradas curiosas, así que volvió a hacer un intento por serenarse. No tenía ninguna respuesta que ofrecerle.
George Logan le arrebató el teléfono a Ashley y, con desesperación a duras penas contenida, le exigió que le diera una respuesta inmediatamente.
—Si sabes dónde está mi hija, más vale que me lo digas ahora mismo o tendrás que responder a muchas preguntas ante la policía.
Luc no se alteró al escuchar la palabra «policía», ni siquiera cuando vio un coche patrulla acercarse al puerto. Tan solo se preguntó cómo habían actuado tan rápido si todavía no habían transcurrido las veinticuatro horas reglamentarias, y entonces recordó que una vez Jennifer le dijo que el capitán de la policía del distrito central era amigo íntimo de su padre. Mientras el coche oficial estacionaba en las inmediaciones del puerto, le dijo a George Logan que respondería a todas las preguntas que le formularan porque no tenía nada que ocultar.
El sudor le perlaba la frente y le recorría la espalda cuando le devolvió a Harrison el teléfono móvil. Dos policías de paisano, un hombre y una mujer, se apearon del vehículo y, tras preguntar a Mulray, siguieron sus indicaciones y se aproximaron directamente a Luc. Él aguardó con la inevitable impotencia que le acarreaba ser el centro de todas las sospechas, dada su condicion de expresidiario en libertad condicional.
Sintió que las miradas de sus compañeros se posaban sobre él, y también sintió que la mayoría de ellas lo prejuzgaban incluso antes de saber qué era lo que realmente estaba sucediendo.
La policía, una mujer atractiva de unos treinta años que llevaba el cabello castaño recogido en una tensa coleta, le pidió que se identificara. Acto seguido, le leyó sus derechos constitucionales y le invitó a que les acompañara a comisaría para proceder a interrogarle. Luc preguntó el motivo de la detención y el policía respondió que era sospechoso de la agresión a Alex Ford y de la desaparación de Jennifer Logan.
Luc movió la cabeza con malsana resignación, y silenció como pudo las palabras que se le formaron en la garganta y que deseó arrojar a la cara de los agentes.
¡Jennifer podía estar en peligro mientras ellos perdían el tiempo deteniéndolo a él!
¿Qué era lo que tenían en su contra además de los malditos antecedentes penales?
No emplearon la fuerza en la detención, y Luc los siguió hacia el coche patrulla bajo la atenta mirada de todo el mundo. Sintió que el ligero viento traía a sus oídos los débiles murmullos e incluso los pensamientos de los presentes.
«Está claro que no te puedes fiar de un tipo que ha estado en la cárcel diez años por asesinato».
Hasta el cretino de Kenny, con cuya mirada especulativa se cruzó durante el trayecto, parecía estar pensando lo mismo.
El coche circuló hacia el departamento del distrito central en la calle Fayette y, una vez allí, lo condujeron hacia una de las salas libres en la que el propio capitán de la policía, Armand Murphy, cuyos glaciales ojos grises intimidaban incluso más que sus rasgos toscos y sus hombros anchos, se hizo cargo del interrogatorio. Luc no hizo uso de su derecho a permanecer en silencio y renunció a que le asistiera un abogado. No lo necesitaba.
El capitán Murphy fue implacable con él y empleó un tono acusatorio y hostil en todo momento. Desempeñaba muy bien su trabajo, era un experto en enredar a los interrogados haciendo preguntas capciosas y retorcidas con la idea de confundirlos y arrancarles así una confesión de culpabilidad. Luc se mantuvo firme y sereno en sus respuestas, lo que pareció cabrear un poco más al despiadado capitán.
—¿Dónde está Jennifer Logan? —preguntó por tercera vez en el transcurso de la tarde, cuando ya llevaba cinco largas horas retenido entre aquellas claustrobóficas paredes grises.
—Ojalá lo supiera.
—¡Lo sabe! Estuvo allí con ella, Alex Ford ha dicho que tuvieron una discusión acalorada, ¿qué es lo que se dijeron? Nos consta que han estado manteniendo una relación, ¿cortó la señorita Logan esa relación y usted decidió castigarla de algún modo?
—Fui yo quien la cortó.
—¡Miente! —Murphy estuvo a punto de dar un puñetazo sobre la mesa, furioso de obtener una y otra vez la misma contestación. Se secó el sudor de la frente y el que le resbalaba de las pronunciadas entradas con el dorso de la mano y volvió al ataque—. ¿Qué es lo que persigue? ¿Una venganza personal? ¿Dinero? ¡¿Qué?!
Luc guardó silencio y el capitán dio una vuelta en círculo mientras se rascaba la nuca. La agente que había acudido al muelle junto a su compañero para efectuar la detención entró en la sala de interrogatorios. Hacía un rato, cuando Luc explicó que tras hablar con Jennifer se marchó a un pub llamado Mahaffey en el que estuvo bebiendo hasta pasadas las once de la noche, el capitán dio instrucciones a los dos agentes para que fueran al susodicho bar y contrastaran la coartada.
Ahora, Murphy escudriñó a la policía con la mirada exigente y deseosa de que el sospechoso hubiera mentido en aquello.
—El señor Coleman estuvo en el pub Mahaffey desde las ocho de la tarde hasta las once y media de la noche, y no se movió de allí salvo para ir al baño —informó la policía—. La dueña del bar así lo ha corroborado y también varios testigos que confirman haber estado en el pub a las mismas horas que el sospechoso.
Aquellas no eran buenas noticias para Murphy, que había esperado que Coleman mintiera en lo referente a su coartada para llegar un poco más lejos en aquel asunto y darle el nombre de un culpable a George Logan. No obstante, al no tener ni una puñetera prueba que justificara continuar reteniendo a aquel cabrón, no le quedaba más remedio que ponerlo en libertad.
Luc abandonó el departamento del distrito central a las seis de la tarde, en compañía de la seria amenaza que le había hecho Murphy antes de levantarse de la silla.
«Te romperé las piernas como averigüe que le has hecho algo a Jennifer Logan».
Emprendió el camino hacia Canton a paso rápido, para librarse de la venenosa rabia que lo atenazaba. Sin embargo, pronto se olvidó de sus jodidas circunstancias personales para centrarse en ella. Los indicios eran alarmantes, pero ¿quién querría hacerle daño y por qué? Jennifer no tenía enemigos, era la mejor persona que había conocido en su vida aunque... su padre tal vez sí que los tuviera, como la gran mayoría de los hombres poderosos. Llegó hasta un puesto ambulante de perritos calientes y aunque el olor era tentador pasó de largo. No había comido nada en todo el día pero no tenía hambre. Sentía como si la preocupación le hubiera reducido el estómago a la mitad. De todos modos, no habría podido comprar uno porque se había dejado la cartera en la taquilla de los vestuarios y no llevaba ni un penique encima.
De repente, cuando llegó a las inmediaciones de Inner Harbor y vislumbró en la lejanía los grandes buques navieros, una idea un tanto descabellada empezó a filtrarse en su cerebro con la fuerza de un misil. El impacto lo hizo frenar en seco, porque esa idea disparatada se hizo tan consistente, tan esperanzadora y a la vez tan aterradora, que le robó la movilidad.
Apenas unos segundos después, reanudó la marcha a la carrera.
La culpa de lo que le había sucedido era suya, jamás debió permitir que Jennifer acudiera a los suburbios de Canton y, mucho menos, al deplorable edificio lleno de delincuentes no reformados donde él vivía. Iba a arrancarle las pelotas a aquel desgraciado como se hubiera atrevido a ponerle una mano encima, porque estaba seguro de que era él quien tenía las respuestas. ¿Quién si no? Se encaprichó de Jennifer la primera vez que la vio. Debería de haberse dado cuenta de que un depravado como aquel no iba a conformarse con unas miraditas. La idea de que la hubiera agredido sexualmente le revolvió las tripas mientras recorría a toda velocidad las concurridas calles de Canton.
Cuando llegó a los pies del edificio, sudaba copiosamente y la ira le devoraba las entrañas. Abrió la puerta de la entrada con tanta fuerza que rebotó contra la pared, haciendo que saltaran algunos trozos de ladrillo, y luego subió las escaleras de dos en dos. Había visto el coche de ese desgraciado en la calle, por lo tanto, a menos que se hubiera ido a comprar tabaco al estanco que había dos calles más abajo, debía de encontrarse en su apestosa casa.
Golpeó la puerta con el puño y bramó:
—¡Hume, abre la puerta ahora mismo!
Escuchó voces en el interior, una de ellas femenina, y luego se oyeron unos pasos descalzos acompañados de algunas blasfemias.
La puerta se abrió todo lo que la cadena de seguridad permitió, y el rostro surcado de cicatrices de su vecino apareció por la rendija.
—¿Qué cojones quieres, tío?
—¿Dónde está Jennifer?
Luc debía de inspirar mucho miedo porque Hume se retiró algunos centímetros.
—¿Qué pregunta es esa? ¿Yo qué sé dónde está? Se habrá cansado de follar con un pobre desgraciado como tú y se habrá ido en busca de algún ricachón.
Hume pensaba que estaba a salvo tras la cadena de seguridad, y por eso se permitió el lujo de jactarse de él en todas sus narices.
—Si me lo dices por las buenas te prometo que no te haré mucho daño, pero como me obligues a sacártelo a golpes, te vas a arrepentir de haberme mentido.
Su gélida amenaza, unida a las llamas fulminantes que despedían sus ojos, surtió efecto porque a Hume se le desencajó la cara.
—No tengo ni puta idea de lo que me hablas, tío, así que lárgate y déjame en paz.
Hizo ademán de cerrar la puerta pero Luc se lo impidió colando un pie en la abertura.
—Te lo preguntaré por última vez, ¿dónde está Jennifer? —Hume comenzó a hacer presión en un intento inútil de cerrar—. Su familia no sabe nada de ella desde ayer por la noche, y tú no le has quitado de encima tu asquerosa mirada cada vez que ha venido por aquí. Sé que estuviste merodeando por el corredor y haciéndote pajas delante de mi puerta, ¡degenerado hijo de perra!
—Vete a la mierda, ¡cabrón! Yo no sé nada.
Un golpe con el hombro fue suficiente para que la cadena de seguridad saltara de la madera y la puerta se abriera de par en par. Antes de agarrarlo por la camiseta y estampar su cuerpo enclenque contra la pared, le dio tiempo a observar que, sobre la cama que había al fondo, yacía una mujer desnuda y maniatada a los barrotes del cabezal. No parecía que estuviera en ese estado en contra de su voluntad porque empezó a gritarle que dejara a Curtis en paz.
—¿Dónde la tienes? ¿Qué le has hecho?
—¡Nada! No sé nada de ella, ¡joder!
Luc volvió a estrellarlo contra la pared y los dientes de Hume chocaron. Un cuadro cayó al suelo al tiempo que profería una exclamación de dolor.
—Vamos a dejarnos de tonterías, ¿entendido? Si me lo dices ahora mismo esto no va a tener mayores consecuencias; de lo contrario, voy a hacértelo pasar muy mal.
A su espalda, la mujer dijo algo que Luc ignoró por completo.
—La última vez que la vi fue el domingo pasado, cuando se marchó de tu casa sobre las cinco de la tarde —masculló, con una mueca de dolor por la presión que las manos de Luc ejercían sobre sus clavículas—. Yo estaba en la calle tapando con un bote de pintura las pintadas que esos cabrones le hicieron a mi coche. Y no sé nada más. ¡Se montó en el suyo y se largó!
—¡Mientes!
—No miento, tío. —Hume había perdido toda la chulería de golpe y ahora imploraba en tono plañidero para que creyera en él—. Una cosa es que deseara tirármela y otra muy distinta que pensara hacerlo. No quiero meterme en líos, ¡no quiero que vuelvan a enchironarme! Quizás..., quizás ese tío raro tenga algo que ver.
—¿De qué tío raro estás hablando? —preguntó sin soltarlo.
Hume tragó saliva, tenía las entradas que se le formaban en el pelo cubiertas de sudor.
—No lo sé. Lo he visto un par de veces rondando por los alrededores, y también por su casa en Downtown.
—¿Has ido hasta su casa?
—Sí, me apetecía... me apetecía saber dónde vivía pero ¡te juro por Dios que no pensaba hacerle nada!
—¡Sigue, cabrón! ¿De qué tío hablas?
—Uno que lleva tatuajes en los brazos.
¿Un tío con tatuajes?
Luc no tenía claro si estaba intentando desviar la atención sobre otra persona o si realmente le estaba contando algo importante que debía tener en cuenta. Para asegurarse de que le decía la verdad, le plantó el antebrazo sobre el pecho y ejerció tanta fuerza sobre sus huesos que Hume gimió de dolor.
—¿Cómo es ese tío? Descríbemelo —le exigió.
—Más o menos de mi complexión, con el pelo largo y rubio, recogido en una... coleta —dijo sin aire.
Luc sintió una especie de espasmo que le contrajo el estómago en cuanto estableció la relación.
«Ya se me ocurrirá algo mientras tú te mueres de asco en esta apestosa ciudad. A lo mejor planeo secuestrar a la subdirectora y pedir un rescate. ¿Crees que el padre estaría dispuesto a pagar cien de los grandes por recuperar a su hijita? ¿Tú qué piensas? Podríamos idear esto juntos».
¿Era posible? ¿Acaso el muy bastardo estaba hablando en serio cuando hizo aquel comentario tan disparatado?
—¿Qué más viste? —lo apremió.
—Nada más. Estaba en el parque de ahí enfrente la noche en que vino la rubia por primera vez, y miraba a tu ventana desde detrás de los arbustos, como si se escondiera de algo. Volví a verlo la tarde del domingo cerca de donde ella vive, estaba apoyado en una furgoneta que había estacionada en la calle, en la acera de enfrente a su edificio. Se estaba fumando un cigarro.
A Hume volvió a encajársele la cara cuando Luc lo soltó. Era un personaje rastrero y cobarde que seguramente merecía cada una de las cicatrices que lo desfiguraban, pero Luc lo creyó. Tras escucharle, todo adquirió un significado diferente.
—Si descubro que me mientes volveré a por ti —le advirtió de todos modos.
—No lo hago, tío. Te juro por mi vida que no sé nada de esa chica.
Conociendo el currículo de Hume, que solo se excitaba con el sexo no consentido, Luc le preguntó a la mujer que yacía en la cama si se encontraba bien y aquella le respondió que sí, que solo fingía resistirse para que Curtis tuviera una erección.
Luc estaba inmunizado contra toda clase de espectáculos grotescos, pero se le revolvió el estómago cuando la mujer —que tenía toda la pinta de ser una prostituta de los más bajos fondos— lo invitó a que se uniera a la fiesta, abriéndose obscenamente de piernas para mostrarle el sexo.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que el mundo en el que estaba condenado a vivir durante el resto de sus días lo asqueaba mucho más de lo que nunca se había parado a pensar. Y ya no fue capaz de negar lo que sentía por Jennifer, pues la quería del mismo modo desesperado en que la quiso una vez. Ese amor intensificó el miedo a perderla y, por lo tanto, la necesidad de encontrarla.
Kenny Peterson vivía unas cuantas manzanas más abajo, cerca de Brewers Hill. Ya pasaban unos minutos de las ocho, y aunque no creía que fuera a encontrarlo en casa porque no tenía por costumbre regresar a ella directo desde el trabajo, no tenía nada que perder por intentarlo. Ansiaba tanto encontrarlo que su mente agitada recreó el momento en el que le pondría las manos encima para obligarlo a que lo llevara junto a Jennifer. Era increíble que tuviera el descaro de presentarse a trabajar y actuar como si nada hubiera sucedido cuando tenía a la subdirectora de la empresa escondida en algún lugar. ¿Desde cuándo llevaba planeando secuestrarla? Debió tomarlo en serio cada vez que farfullaba que no pensaba conformarse con dedicar su vida a que se enriquecieran otros.
—Tú tampoco vas a enriquecerte, desgraciado. Voy a encargarme de que vuelvas a la cárcel.
No tenía pensado poner a la policía en conocimiento de sus averiguaciones ya que, después del curso que había tomado el interrogatorio, no creía que fueran a creerle. Además, el tiempo corría, Jennifer cada vez estaría más asustada y él no estaba dispuesto a malgastar ni un minuto más.
Se saltó un semáforo en rojo para peatones y los coches le lanzaron bocinazos al cruzar la última calle que lo separaba de la ruinosa vivienda. Pero, tal y como había supuesto, Kenny no estaba en su casa.
—Maldito hijo de puta.
La frustración lo golpeó fuerte, tan fuerte como él estuvo a punto de golpear la raída madera de la puerta.
¿Dónde demonios estaría? Quizás habría ido derecho al lugar donde la tenía retenida. ¿Pero dónde?
Ya no le quedaban más recursos y, por eso, se adueñó de él un terrible sentimiento de fracaso cuando volvió a la calle. Lo único que se le ocurría hacer era esperar allí hasta que Kenny apareciera. Tendría que hacerlo en algún momento de lo que quedaba de día o durante la noche. Observó los alrededores en busca de un lugar en el que refugiarse para hacer guardia, y entonces sus ojos toparon con una señal de tráfico que había a unos metros a su izquierda. En ella se indicaba que para llegar al distrito de Dundalk había que tomar la primera calle a la derecha.
Dundalk.
Esa palabra trajo recuerdos de antiguas conversaciones con Kenny, en las que él le hablaba de sus operaciones de contrabando de drogas. Dundalk se caracterizaba por ser el distrito de Baltimore con mayor actividad industrial, y Kenny le había comentado en alguna que otra ocasión que era en el interior de una fábrica abandonada donde llevaba a término sus trapicheos con las drogas.
¡Seguro que era allí donde había llevado a Jennifer!
Dundalk estaba a más de hora y media de camino a pie, y a eso había que añadirle el tiempo que una vez allí emplearía para encontrar la nave. No disponía de tanto, en una hora habría anochecido. Necesitaba un medio de transporte rápido pero descartó el público porque no conocía las líneas de autobuses ni llevaba dinero encima para llamar a un taxi. Su única opción era llegar a través de la bahía, en cuyo caso, en no más de diez minutos estaría en Dundalk. La dificultad radicaba en que necesitaba apropiarse de una embarcación a motor.
Cuando llegó al perímetro del muelle de Canton, se inclinó para recuperar el aliento. En el gimnasio de la cárcel había entrenado los músculos, pero ni siquiera en el patio había espacio suficiente para trabajar la resistencia física. Aunque se encontraba en mejor forma de lo que esperaba, el cansancio de las dos últimas horas empezó a pasarle factura. Observó con atención los alrededores del puerto desde el otro lado de la calle Boston. En aquella zona la actividad portuaria era menor y, por lo tanto, también era más fácil acceder a las embarcaciones de recreo.