Prólogo
CUANDO llegó a la entrada del desvencijado edificio del distrito de Canton, dejó caer la mochila en el suelo, metió las manos en los bolsillos de los deslustrados vaqueros e inspiró el aire salado que soplaba proveniente del puerto. Aunque el trayecto desde la penitenciaría de Maryland no era muy largo, apenas un par de horas andando, sentía las piernas un poco doloridas. Y es que en la cárcel no había mucho espacio para dar grandes caminatas. No obstante, en lugar de subir a la «ratonera» que le había buscado su agente de la condicional para descansar, se quedó allí de pie durante un rato, acostumbrándose a su nueva situación de ciudadano libre.
Todavía no había visto su nueva vivienda, aunque por el barrio decadente en el que estaba ubicada, así como por la deteriorada fachada del edificio, saltaba a la vista que no llegaba a la categoría de digna. Pero cualquier cosa sería infinitamente mejor que la celda en la que había pasado los diez últimos años de su vida.
Una vez más, alzó los ojos al cielo metalizado que precedía al anochecer y clavó la mirada en él. Llevaba toda la tarde haciéndolo, desde que había abandonado los sólidos muros del centro penitenciario, pero no conseguía desprenderse de esa desagradable sensación de inestabilidad que lo atenazaba al verse rodeado de tanto espacio abierto. Era inquietante saber que podía ir donde le diera la gana, siempre y cuando no traspasara los límites de la ciudad. De manera instintiva, buscó el paquete de tabaco en el bolsillo trasero de los pantalones, pero tan pronto como se dio cuenta de lo que estaba haciendo, lo volvió a dejar donde estaba.
Se había hecho la promesa de que dejaría de fumar el día que saliera de la cárcel, pero tan solo hacía unas horas de eso y ya estaba desesperado por llevarse un cigarrillo a los labios. Por la mañana iría a una farmacia y compraría chicles de nicotina.
El aroma a salitre se intensificó al recibir un golpe de viento en la cara. Inhaló profundamente para arrancarse de la nariz el hedor a cárcel, aunque lo tenía tan arraigado en el alma que no estaba seguro de conseguir sacárselo de allí en lo que le quedaba de vida. El edificio estaba muy cerca del puerto y el penetrante olor le hizo recordar que, dentro de un par de días, habría un trabajo esperándole en el muelle de Canton. Además del apartamento, su agente de la condicional le había conseguido un empleo como operario en una empresa estibadora, en la que su labor consistiría en la carga y descarga de los contenedores que portaban los buques. Trabajaría ocho horas diarias a pleno sol durante cinco días a la semana por un sueldo de setecientos dólares al mes; pero, dada su situación personal, las condiciones le parecían aceptables.
Otros presos no tenían la misma suerte.
Recordó el momento en que su agente había mencionado el nombre de la empresa para la que prestaría sus servicios: Naviera Logan Inc. Se quedó tan sorprendido que le pidió que se lo repitiera por si no lo había entendido bien la primera vez, pero lo había escuchado perfectamente. Entonces, en su mente había aparecido el hermoso rostro de una joven rubia de ojos azules que ahora sería toda una mujer.
Conocía gente a la que hacía tantos años que no veía que los rasgos se habían ido difuminando en su memoria hasta convertirse en caras borrosas, pero no ocurría lo mismo con ella. A Jennifer Logan la recordaba al detalle. Y desde que estaba en posesión de esa información, no sabía explicar con exactitud lo que le hacía sentir la posibilidad de volver a verla. Lo que estaba claro era que algo indescifrable se le había removido por dentro.
Una mujer atractiva que vestía unos minúsculos pantalones cortos y un top de tirantes pasó caminando por la acera de enfrente. Sus ojos claros, que embellecían un rostro ovalado enmarcado por una larga melena oscura, se le quedaron mirando con aire coqueto. Al pasar de largo, el movimiento sensual de las bonitas nalgas recondujo todos sus pensamientos, así como todas sus necesidades más acuciantes, a una sola: diez años sin tener sexo era demasiado tiempo.
Ahora que aquel castigo inhumano había terminado, era como si esa necesidad se multiplicara por mil, haciendo que todos sus instintos le exigieran ponerle remedio cuanto antes. Volvió a colgarse la mochila al hombro y entró en el edificio, donde una escalera muy poco iluminada encajonada entre una barandilla oxidada y una pared repleta de pintadas abría el camino hacia su nuevo hogar.
Evidentemente, ya no quedaba mucho de aquel joven emprendedor de veintiséis años que ingresó en prisión una década atrás. Habían cambiado tantas cosas que no era capaz de identificarse con el hombre que una vez fue; pero en lo referente a las mujeres, esperaba seguir desenvolviéndose con la misma soltura con la que se las había camelado en el pasado. Aunque tampoco era que en aquel entonces hubiera tenido que hacer grandes esfuerzos para llevárselas a la cama: siempre bastó con invitarlas a una cerveza y darles un poco de conversación.
Esperaba que el bar Orpheus continuara abierto.