Capítulo 3
SIGUIÓ el camino que se abría entre los montículos coronados de hierba con paso desganado, sintiéndose como un preso que recorre el corredor de la muerte. Daba igual que la tarde que ya languidecía envolviera el cementerio de Greenmount en colores cálidos y acogedores, el lugar le seguía pareciendo tan funesto como lo sería en una tarde fría y tormentosa. Y ese denso silencio, tan solo roto por el trinar de los pájaros que anidaban en las copas de los cipreses, le ponía los pelos de punta.
La tentación de regresar sobre sus pasos y dejar el triste reencuentro para otro día era demasiado fuerte, pero continuó caminando entre las tumbas solitarias porque nunca encontraría un momento mejor que ese.
Apretó el envoltorio de plástico que contenía el ramillete de rosas rojas que acababa de comprar y tomó un acceso perpendicular que conducía hacia la tumba de sus padres. Llevaban allí enterrados desde hacía más de quince años. Su padre, Christopher Coleman, falleció de un paro cardiaco fulminante y su madre le siguió algunos meses después. El médico de Glynnis, su madre, había asegurado que se estaba muriendo de tristeza, pues prácticamente dejó de comer e incluso de hablar. Se pasaba las horas muertas tumbada en el sofá, con un llanto tan desgarrador que, a veces, Luc cerraba los ojos y todavía podía escucharlo horadándole el alma.
O lo que fuera que ahora tuviera en lugar de alma.
Supuestamente, y aunque Luc no creía que eso fuera posible, como se descartó cualquier tipo de enfermedad física, no le quedó más remedio que aceptar que su madre había muerto de amor. Lo cierto era que jamás conoció a una pareja que se quisiera con tanta devoción como lo hicieron sus padres. Hubo una vez en la que Luc creyó encontrar eso mismo en Meredith, pero la irrupción de una joven de cabello rubio e inmensos ojos de color zafiro se encargó de mostrarle que el amor podía ser todavía más puro e intenso que el que él sintiera por la que fue su prometida. Y también más doloroso.
Tras una década sin saber nada de ella, en la que el duro sistema penal se había encargado de destrozar su capacidad de sentir nada que no fuera odio, pensó que verla de nuevo solo le transmitiría indiferencia. Es más, quería sentir indiferencia. Deseaba ser inmune al sonido de su voz, a su sonrisa de ángel y a la mirada serena de sus ojos azules que, a pesar de los años transcurridos, nunca había llegado a olvidar.
«Pues te ha salido el tiro por la culata, amigo.»
Llegó a la tumba de sus padres, extrajo un par de rosas del ramillete y las depositó al pie de la lápida. Ahora ya no parecía tan desangelada.
Sus padres se marcharon de manera prematura e injusta, aunque por una parte agradecía que hubiera sido así. De ese modo, se habían evitado tener que pasar por los terribles acontecimientos que destrozaron la vida de sus dos hijos muy pocos años después. Estaba seguro de que no lo habrían soportado.
A lo lejos, un coche fúnebre atravesaba las puertas del cementerio, seguido de un séquito de personas afligidas.
Le ponía enfermo ese lugar, casi tanto o más que la cárcel.
Luc se despidió de Christopher y de Glynnis murmurando un escueto «Os quiero», luego miró a su alrededor para orientarse y prosiguió el trayecto por el camino principal, siguiendo las instrucciones que le había dado el administrativo.
Ella no estaba lejos de allí, a tan solo un minuto andando del matrimonio Coleman, en la cima de uno de los muchos montículos que daban nombre al cementerio y a los pies de un árbol. Desde allí recibía el sol del atardecer. A ella le gustaba tanto el sol que siempre se quejaba de que los inviernos de Baltimore fueran tan lluviosos. Era como si las autoridades responsables hubieran acatado sus deseos colocando su tumba de cara al oeste, desde donde en ese instante la vista del crepúsculo era espectacular.
Luc se colocó frente a la lápida y se agachó. Con lentitud, paseó la mirada por la inscripción tallada en el mármol y sintió un enorme peso en el pecho al toparse con la fecha de su fallecimiento. Era tan joven y estaba tan llena de vida... Los recuerdos le bombardearon el cerebro con fuerza, primero los buenos y luego los otros, los que todavía aparecían en sus sueños para convertirlos en pesadillas.
—Por fin estoy aquí. No tuve valor de venir a tu funeral y después ya fue demasiado tarde porque los muros de la cárcel eran demasiado altos para poder saltarlos —comentó con amarga ironía—. Pero he pensado en ti cada día de mi vida.
A varios metros a su derecha, un hombre joven que estaba arrodillado frente a una tumba lloraba desconsoladamente la pérdida de algún ser querido. Con gran desaliento, Luc alargó el brazo para retirar del suelo algunas hojas que se habían desprendido de las ramas y fue dejando las rosas, una a una, al pie de la lápida. Las rosas rojas eran las favoritas de Allison. Mientras las colocaba, el intenso color de los pétalos trajo a su mente el tono un poco más oscuro de la sangre, la que salía de sus labios la noche que hallaron su cadáver.
Luc aspiró una profunda bocanada de aire y la dejó escapar lentamente con la idea de recomponerse. Ahora que estaba allí, los atroces fogonazos de aquella fatídica noche estaban más frescos que nunca en su memoria.
—Quiero que sepas que ya estoy en paz conmigo mismo. Sé que tú jamás habrías aprobado lo que hice pero te aseguro que no existía otra alternativa. No me arrepiento de nada. —El desesperado llanto del visitante le estaba carcomiendo por dentro, así que cambió el tono de su discurso—. Tengo un empleo en el muelle de Canton, ahora soy estibador, ¿qué te parece? No está tan mal, al menos las horas pasan rápidas. También tengo un piso de mierda que no te gustaría visitar, es pequeño y oscuro como una cloaca, pero no estoy obligado a compartirlo con nadie. Tampoco está mal para empezar.
Hizo una pausa, durante la cual, una corriente de aire arrancó susurros a las hojas del árbol que tenía delante. Luc no era creyente, pero le alivió aferrarse a la idea de que los ligeros murmullos fueran alguna clase de respuesta.
Permaneció allí agachado durante un buen rato, poniendo a Allison al corriente de su nueva vida mientras la luz languidecía y las sombras comenzaban a invadir los rincones que se formaban entre las tumbas.
Después de todo, y a pesar de sus reticencias, visitar la tumba de Allison fue un ejercicio que le liberó de algunas cargas que acarreaba a cuestas.
Jennifer aguardó en la coqueta sala de espera a que su hermana atendiera al último paciente y cerrara la consulta. Rodeada de todos aquellos cuadros bucólicos que representaban paisajes pastoriles, cualquiera imaginaría que la doctora Logan era una tierna mujercita que, cuando se quitaba la bata blanca, dedicaba su tiempo a cocinar para toda la familia o a ver culebrones en la televisión.
Y lo cierto era que hacía ambas cosas, sobre todo cocinar, tarea que compaginaba con otra mucho menos convencional. Ashley pintaba cuadros. Hasta ahí bien, mucha gente pintaba, lo que la diferenciaba de la mayoría de los artistas era que ella plasmaba sobre el lienzo escenas eróticas. Las paredes de su casa estaban decoradas con sus creaciones artísticas, que no tenían precisamente nada que ver con las que colgaban de las paredes de su consulta. Ashley denominaba a su arte «erotismo abstracto», aunque en sus cuadros había más erotismo que abstracción.
Cuando oyó que se abría la puerta de su despacho supuso que el último paciente ya se marchaba, así que salió de la salita de espera y miró hacia el corredor, donde su hermana despedía a una señora robusta que cargaba con una bolsa del supermercado, de la que sobresalían varias radiografías.
En cuanto sus ojos se encontraron, Ashley resopló y le hizo un movimiento con la mano para que la siguiera al interior de la consulta. Una vez allí, se despojó rápidamente de la bata blanca y del estetoscopio que colgaba de su cuello. A continuación, metió las manos en una bolsa de tela que había dejado sobre una estantería y sacó un vestido negro y unos zapatos de tacón.
—¿Adónde vas?
—A otra cita sorpresa a la que no me apetece acudir —contestó con desgana—. Pero no te preocupes, te escucho mientras me visto y me maquillo un poco, todavía tengo tiempo.
—¿Casey ha vuelto a meterte en otro lío?
Casey era la amiga íntima de Ashley y principal responsable de que su hermana tuviera citas a ciegas que casi siempre resultaban ser un desastre. Aunque lo que contaba era la intención.
—Un primo suyo que vive en Vancouver ha venido a Baltimore para visitar a la familia, y a ella se le ha ocurrido la genial idea de preparar un encuentro sin contar, cómo no, con mi opinión. Me lo ha vendido como el hombre perfecto, pero estoy segura de que será igual de aburrido que todos los demás —le explicó, al tiempo que lanzaba los zuecos lejos y se quitaba la blusa.
Cinco años atrás, Ashley recibió un golpe durísimo cuando su esposo, del que estaba profundamente enamorada, falleció en un accidente de tráfico. Desde entonces, no había hecho otra cosa más que trabajar y encerrarse en casa. Por fortuna, y aunque durante todo ese tiempo se había negado en redondo, Ashley ya no rechazaba las encerronas que le tendía Casey. Esa era una buena señal, significaba que estaba abandonando su ostracismo para volver a saborear la vida. De alguna manera, implicaba que volvía a estar receptiva al amor.
—¿Y bien? ¿Qué es eso tan importante que no podías contarme por teléfono?
—He visto a Luc.
—¿A qué Luc?
—A Luc Coleman.
Las manos de Ashley se detuvieron sobre la cremallera de sus pantalones de algodón para dedicarle toda la atención a su hermana.
—¿Cuándo? —Abrió mucho los ojos azules, tan parecidos a los de Jennifer.
—Ayer por la tarde. —Dejó el bolso sobre una de las sillas de la consulta—. ¿Conoces ese programa de reinserción laboral de presos con el que colabora papá? —Ashley asintió—. Pues Luc es uno de ellos.
—¿Luc ha estado en la cárcel?
—Sí, aunque nuestro encuentro se desarrolló de tal manera que no tuve valor para preguntarle el motivo —suspiró, agitando la cabeza—. Tampoco sé el tiempo que habrá estado en prisión, lo único que saqué en claro es que la experiencia le ha cambiado. No es el mismo Luc Coleman que conocí. Es como si..., como si lo hubieran destruido por dentro y ya no le importara nada.
—¿De qué hablasteis? —La intriga de Ashley hizo que se olvidara de que estaba cambiándose de ropa. Con el sujetador como única prenda que le cubría el torso y con la cremallera de los pantalones bajada, apoyó las palmas de las manos sobre la mesa y frunció las cejas—. ¿Cómo os encontrasteis?
Jennifer le narró el incidente del pinchazo y el contenido de la escueta conversación que mantuvo con él. Aunque desde pequeñas siempre se lo habían contado todo, y aunque nunca mentiría a su hermana, fue incapaz de confesarle el suceso que había tenido lugar en el interior de la trastienda, porque eso la habría obligado a revelar que había observado más de lo oportuno a través de la rendija de la puerta. No era necesario ponerla al corriente de esa información.
—Cuando terminó de cambiar la rueda le sugerí que tomáramos algo, pero él puso una excusa y se marchó. Dio a entender que no quiere saber nada de su pasado. También dijo que no se había acercado antes a saludarme porque no quería ponerme en un aprieto delante de todo el mundo.
Jennifer no escondió lo mucho que le entristecía la actitud de Luc. Llevaba todo el día pensando en ello. En el muelle, durante las horas de trabajo, lo buscó muchas veces con la mirada, pero él no hizo ningún intento de devolvérselas.
—¿Y tú qué le dijiste?
—Que no me habría puesto en ningún aprieto. ¿Qué si no? No me importa lo que haya hecho, se trata de Luc.
—Al que conociste hace diez años. La vida da muchas vueltas y la gente cambia, tú misma has dicho que no parecía el mismo. A lo mejor ha robado un banco, ha matado a alguien o es un pederasta al que la policía ha pillado con un montón de pornografía infantil en su ordenador. Vete a saber.
—Estoy segura de que no ha hecho nada de eso. Tiene que tratarse de otra cosa. Luc es una de las mejores personas a las que he conocido en toda mi vida.
Ashley no iba a enzarzarse en una discusión de esas características, así que siguió desvistiéndose. Aunque hacía años que no hablaban de él, razón por la cual dio por hecho que Jennifer le había olvidado, saltaba a la vista que no solo no lo había hecho, sino que lo defendía con uñas y dientes.
Mientras dejaba los pantalones a un lado y se colocaba el vestido por los pies, un súbito temor le recorrió la espina dorsal como un calambrazo. ¿Y si volvía a involucrarse con Luc? En su día la destrozó hacerlo, y ahora... Ahora esperaba que actuara desde la sensatez.
—Deberías hacer lo mismo que él y dejar el pasado tal y como está —opinó Ashley.
—¿Solo porque ha estado en la cárcel?
—No solo por eso —negó—. Él tuvo mucho poder sobre ti, te quedaste destrozada y no levantaste cabeza durante mucho tiempo. Por el modo en que ahora hablas de él, me da miedo pensar que todavía no lo hayas superado. No quiero que te impliques otra vez.
—No voy a implicarme con Luc de la manera a la que te refieres. Han pasado muchos años y mis sentimientos están superados —dijo sin pensar—. Tuvimos una relación muy estrecha y por eso mi interés es lógico y natural. Esperaba que me comprendieras.
Ashley arqueó las cejas con expresión escéptica.
—¿Una relación estrecha? Estuviste locamente enamorada de él.
No había nada que refutar a eso. Era cierto. Estuvo enamorada de él como jamás pensó que se podía amar a alguien.
Mientras su hermana se colocaba los tirantes del vestido, Jennifer rememoró el modo en que afectó a su familia su ruptura con Nick, al que querían como a un hijo. Se habían criado juntos, era el primogénito de los mejores amigos de sus padres y, prácticamente desde que ella nació, a su alrededor siempre se habló de que algún día se casarían y tendrían una vida en común. Cierto que en la adolescencia se enamoraron y tuvieron una relación muy bonita, pero a Jennifer nunca dejó de acompañarle la sensación de que tarde o temprano habrían tomado caminos diferentes, al margen de la aparición de Luc.
Él solo fue el detonante.
Ashley se puso los zapatos de tacón y luego sacó el estuche de maquillaje de la bolsa de tela.
—Tengo que pedirte un favor. Necesito que le digas a Casey que me consiga una copia del expediente de Luc.
Jennifer no podía esperar a que él accediera a contárselo pues, tal y como se habían desarrollado los acontecimientos, seguro que pasaba mucho tiempo hasta que se animara a hacerlo. Ella necesitaba saberlo cuanto antes, y como Casey era abogada penalista, podía conseguirlo con facilidad.
Ashley detuvo la barra de labios a medio camino entre el espejo y su boca, y Jennifer captó su renuencia.
—Jennifer...
—¿Lo harás?
A sabiendas de que si no la ayudaba conseguiría lo que deseaba por otros medios, Ashley asintió, aunque a regañadientes.
—Lo haré.
—Gracias. —Recuperó su bolso de la silla y se lo colocó en bandolera—. Me marcho, no quiero entretenerte más o llegarás tarde a la cita.
—Seguramente me harías un favor.
—¿Me llamarás esta noche para contarme qué tal ha ido todo?
—Te llamaré para darte las buenas noches. En cuanto a lo otro, ya puedo decirte que irá fatal. Me aburriré como una ostra y a los cinco minutos estaré deseando que el tiempo vuele para regresar al trabajo.
—Mujer, con esos ánimos...
Conforme ascendía por las tenebrosas escaleras que conducían a su apartamento, se dio cuenta de que había una nueva pintada en la pared. En esta ocasión, era una imagen grotesca de explícito contenido sexual, aunque casi todas lo eran. El tipo que la había pintado era, con toda probabilidad, el mismo que tenía arrinconada a una mujer rubia contra la puerta de su propia casa. La carencia de luz del corredor, como consecuencia de que algunas bombillas estaban fundidas y nadie las había reemplazado, no le dejó ver los rasgos de la joven, pero a él ya tenía el dudoso placer de conocerlo. Se llamaba Curtis Hume, y había estado encarcelado en la prisión del condado por agresión sexual a varias mujeres. Llevaba en libertad desde hacía poco tiempo tras cumplir una condena de seis años, pero a Luc no le parecía que la cárcel lo hubiera rehabilitado.
La rubia giró la cara al escuchar pasos desde la escalera, y entonces Luc descubrió que se trataba de Jennifer Logan. El majadero de Curtis, que la intimidaba con la proximidad de su cuerpo, dio un paso atrás nada más percatarse de que ya no estaban solos. A ella se le relajó la expresión crispada, y al tipo se le atemperó la sonrisa lujuriosa que partía en dos un rostro de pesadilla. Las cicatrices que le rasgaban la cara debían de habérselas hecho en la cárcel. Todo el mundo sabía lo que allí les sucedía a los agresores y violadores.
—¡Aléjate de ella! —le ordenó Luc.
—Relájate, tío, solo estábamos hablando —contestó, con tono burlón—. Me pregunto cómo un tipo de tu calaña tiene la suerte de poder follarse a una preciosidad como esta sin tener que forzarla. —A continuación, clavó la mirada en Jennifer—. Si te aburres con él, yo vivo cinco puertas más al fondo. Lo pasaríamos bien.
Luc se aproximó a grandes zancadas, haciendo que con su superioridad física a Curtis se le quitaran las ganas de continuar empleando un tono tan jocoso.
—¡He dicho que te largues!
El tipo levantó las manos en son de paz, mostrando un cigarrillo a medio consumir que sujetaba entre los dedos amarillentos. Le dio una calada sin apartar la mirada desafiante de Luc, pero después hundió los hombros y desapareció por el pasillo hacia su apartamento, envuelto en una nube de humo.
Luc miró a Jennifer, que en esos momentos se colocaba el pelo detrás de las orejas y suspiraba de alivio.
—¿Se puede saber qué cojones haces aquí?
—Que... quería hablar contigo, ayer no tuvimos ocasión y pensé que si venía a tu casa...
—Te dije que no teníamos nada de qué hablar —le recordó con aspereza.
—Pues yo tengo mi propia opinión al respecto.
Jennifer no esperaba que su visita fuera a disgustarle tanto. La observaba de una manera tan fulminante que habría acobardado a cualquiera que no superara su metro noventa de estatura, pero ella alzó un poco la barbilla y lo miró sin pestañear, para que entendiera que estaba muy segura de la decisión que había tomado.
Luc recordó con claridad una de las cualidades que mejor definían la personalidad de Jennifer Logan: era una mujer muy obstinada. Bastaba con que alguien le dijera lo que no debía hacer para que ella quisiera hacerlo. Por lo tanto, tenía dos opciones: o la dejaba pasar a su apartamento o la acompañaba hasta la puerta de la calle. Conociéndola, era capaz de esperarle allí abajo hasta que él volviera a salir.
Transigió mientras mascullaba una palabrota e introducía la llave en la cerradura. Era una buena oportunidad de dejarle las cosas mucho más claras que el día anterior. Luc no la quería merodeando a su alrededor.
—Bienvenida a mi humilde morada. —La invitó a pasar con tono desabrido, extendiendo el brazo para señalar el interior.
Jennifer accedió a una habitación oscura que olía a moho y a humedad, y se detuvo justo en el centro. Tras cerrar la puerta, Luc pasó por su lado para dirigirse a la única ventana que había enfrente. Curtis Hume regresó a su cabeza.
—¿Te ha hecho algo ese desgraciado? ¿Te ha tocado?
—No. Solo ha hablado.
Luc asintió al tiempo que tiraba del cordón para alzar una vieja persiana de varillas. La habitación se iluminó pálidamente con la luz vespertina. Jennifer miró a su alrededor mientras él trataba de alzar la encallada hoja inferior de la ventana para que entrara un poco de aire. Hacía calor allí dentro.
Se encontraba en un apartamento de unos cuarenta metros cuadrados. Había un viejo sofá de dos plazas tapizado en un deslustrado color marrón, un antiguo televisor a su izquierda y, justo detrás, una estantería con objetos de escaso valor. A la derecha estaba la diminuta cocina americana y, separada del resto de la casa por una mampara de tres hojas, podía ver los pies de una cama en la que parecía imposible que él cupiera.
Entre la cocina y el rincón donde se hallaba la cama había una puerta, que debía de conducir al baño.
El golpetazo final que le propinó a la hoja para que se desplazara atrajo la atención de Jennifer. Él se dio la vuelta en ese instante y se la quedó mirando, con las manos colocadas en las caderas y la línea de los labios formando una expresión severa.
—Supongo que te corroe la curiosidad por saber qué es lo que hice.
—No es el único motivo por el que...
—Maté a un hombre. Le metí dos balazos en el pecho y me cayeron quince años por homicidio en segundo grado. He cumplido diez años de condena y el resto lo pasaré en libertad condicional. —Luc experimentó un extraño placer al ponerla al corriente de sus actos delictivos—. Siento contaminar la imagen que tenías de mí, pero este que tienes delante es el hombre que soy ahora, y esta mierda que te rodea es la que me identifica.
—¿Por qué lo hiciste? —preguntó sin inmutarse.
—¿Que por qué lo maté? —Luc rio por lo bajo—. Porque era un miserable hijo de puta que merecía morir. Y si tuve el valor de apretar el gatillo dos veces fue porque, de alguna forma, yo también lo soy.
Por alguna razón que a Jennifer se le escapaba, Luc estaba poniendo demasiado empeño en hacerle entender que se había pasado al otro lado de la ley. Había relatado los hechos como si quisiera que lo despreciara, pero tendría que esforzarse mucho más para lograr que ella lo hiciera.
Jennifer enlazó los dedos que temblaban tras recibir la impactante información, pero habló con la voz serena.
—¿Qué es lo que ese hombre hizo para que decidieras matarlo?
—No pienso entrar en detalles. Lo quité de en medio y ahora estoy pagando por ello, eso es lo único que importa. —La luz se desvanecía lentamente a su alrededor y el cuerpo de Luc, recortado contra la ventana, se fue cubriendo de sombras que le oscurecieron la cara—. Debes marcharte. Anochece y este vecindario no es seguro. ¿Has visto a mi vecino? Pues esa clase de tíos abunda mucho por aquí.
«¡Diez años en prisión!», pensó ella.
Eso significaba que Luc cometió el delito poco tiempo después de su último encuentro. Podría existir una diferencia de pocos meses, de semanas, o incluso de días.
Sin atender a sus consejos, Jennifer se descolgó el bolso y lo dejó caer sobre el sofá. A continuación, miró hacia la cocina y la señaló con un gesto de cabeza.
—¿Serías tan amable de ofrecerme un vaso de agua?
—Estoy hablando en serio.
—Yo también.
Percibió que Luc hacía esfuerzos por armarse de paciencia pero, cuando echó a andar hacia la cocina, su cuerpo estaba cargado de energía contenida.
—¿Qué es lo que quieres, Jennifer? ¿Que nos sentemos a charlar para recordar viejos tiempos? No bromeaba cuando te dije que enterré mi pasado hace mucho.
Sacó una jarra de agua del frigorífico y llenó un vaso.
—Se trata de lo que no quiero. No estoy dispuesta a actuar como si no te conociera de nada. Que hayas estado en la cárcel no es un motivo válido para que no pueda dirigirte la palabra.
—Siempre fuiste igual de ingenua. —Movió la cabeza en sentido negativo mientras se acercaba para tenderle el vaso—. ¿Y si te dijera que no quiero saber nada de ti?
—Pues prueba a decírmelo —lo retó.
Luc se inclinó sobre ella de tal modo que casi le rozó la frente con la punta de la nariz. Su cercanía la puso tan tensa que Jennifer aferró el vaso de agua con los cinco dedos por miedo a que se le cayera al suelo. Sintió su calor corporal llameando contra su piel, su superioridad física, su olor a ropa limpia, su aliento a chicle de menta —que ya no llevaba en la boca— y su potente atractivo sexual, que la envolvía como haría una tela de araña con su presa. Él debió de notar que se había puesto nerviosa, que perdía confianza en sí misma, y por eso prolongó el silencio durante algunos segundos más, como si disfrutara intimidándola.
Justo cuando se atrevió a despegar los labios para decir algo con lo que recuperar la firmeza, él se los cerró con su voz ronca y determinante.
—No quiero saber nada de ti.