Capítulo 1

JENNIFER Logan no se sentía especialmente contenta con la tarea que tenía que realizar ese día, pero no le quedaba más remedio que acudir al muelle de Canton para supervisar las operaciones. Tom Alley, uno de los capataces de la empresa, había llamado temprano para informar que se marchaba a Urgencias aquejado de un fuerte dolor en el pecho. Aunque había otro capataz, la sobrecarga de trabajo obligaba a suplir su puesto de manera inmediata para evitar cualquier amonestación por parte de la autoridad portuaria. Como no disponía de tiempo material para encontrar a un sustituto, se vio obligada a compaginarlo con su cargo de subdirectora hasta que Alley se incorporara a sus funciones, o bien se buscara a un suplente en el caso de que su ausencia se prolongara.

Se subió al coche poco después de haberlo estacionado en el aparcamiento de la empresa y puso rumbo hacia el muelle tomando la calle President, que a esas horas ya estaba invadida por el tráfico de la hora punta. Condujo con la mente anclada en lo desalentador que sería pasarse el día dando órdenes a los operarios. Ya había desempeñado antes ese trabajo durante varios años y, precisamente por eso, no le apetecía volver a realizarlo.

El bocinazo de un coche situado detrás de ella la arrancó de sus pensamientos, y su mirada topó con el disco verde del semáforo. Reanudó la marcha y, ya en Canton, encontró un hueco libre en el que aparcar en las inmediaciones del puerto, bajo la sombra de un frondoso conífero que había junto al astillero.

Se ajustó bien las gafas de sol y cogió el bolso antes de apearse del vehículo. Era temprano pero ya hacía calor. El sol de julio trepaba implacable por el este, en un cielo rabiosamente azul sin una sola nube en el horizonte. El día prometía ser tan caluroso como sus antecesores; menos mal que Inner Harbor, el muelle interior de Baltimore, gozaba de amplias zonas arboladas en las que ponerse a salvo cuando llegaran las horas más inclementes del día.

Mientras caminaba hacia su destino, pensó en que no llevaba la indumentaria adecuada para pasar el día en el muelle. Los hombres que trabajaban descargando la mercancía no se distinguían precisamente por la delicadeza de sus modales, y las pocas veces que había acudido por allí desde que colgó el uniforme de capataz, se la habían quedado mirando como si no hubieran visto a una mujer en su vida. De haberlo sabido con antelación, se habría puesto unos zapatos más cómodos que los que llevaba de tacón alto, y también habría escogido unos vaqueros en lugar del vestido floreado de tirantes.

Pero ya era demasiado tarde para cambiar de indumentaria.

El puerto era un hervidero de actividad. Había buques preparados para hacerse a la mar, pequeños barcos pesqueros que regresaban a la costa tras faenar durante las primeras horas de la madrugada, y un constante tránsito de lanchas motoras manejadas por los que tenían como afición navegar. Y justo a la izquierda, rodeado por una hilera de altas grúas, se hallaba el enorme carguero negro que acababa de atracar procedente de Europa. En su interior transportaba una amplia remesa de los muebles italianos que compraba un empresario del sector con actividad comercial en Little Italy.

Los trabajadores de la empresa estibadora ya ocupaban sus puestos de trabajo en las inmediaciones de la zona de descarga; aunque el ambiente estaba saturado con el ruido de las máquinas y de las propias voces de los hombres, sus tacones resonando sobre el asfalto captaron la atención de los oídos masculinos. Hubo murmullos generalizados. Algunos se dieron la vuelta descaradamente y otros fueron más discretos, pero su presencia allí no dejó indiferente a nadie.

Desde que dejara el puesto de capataz, Jennifer no había tenido un trato personal con los operarios, pero conocía a la mayoría de ellos, sobre todo a los más veteranos. Mientras buscaba a Paul Harrison por la zona de la bodega, se fijó en la nueva hornada que se había contratado hacía apenas dos semanas. La mayoría eran jóvenes y fuertes, ideales para llevar a cabo el trabajo de carga y descarga. Además, habían contratado a dos expresidiarios a quienes se les había concedido el cuarto grado. Desde hacía varios años, Naviera Logan colaboraba activamente con el estado de Maryland en un programa de reinserción laboral para presos que, o bien acababan de finalizar su condena o acababan de obtener la condicional.

Localizó al capataz general junto a una carretilla elevadora y se acercó con paso decidido. El hombre la saludó con un cordial «buenos días», al que ella correspondió de igual modo. Harrison llevaba casi tantos años trabajando para Naviera Logan como su propio padre.

Jennifer le explicó el contratiempo, así como que sería ella quien se encargaría de desempeñar las funciones de Alley hasta que este se reincorporara a su puesto. El hombre frunció el ceño al escuchar las noticias y las múltiples arrugas que surcaban su rostro moreno y huesudo se acentuaron. Habían trabajado codo con codo en el pasado, pero ahora él parecía estar pensando que tener a la subdirectora merodeando por allí iba a ser un auténtico incordio. No obstante, asintió y luego se dio la vuelta para comunicar a las cuadrillas de trabajadores los nuevos acontecimientos.

A continuación, Harrison le informó sobre el atraque del buque y después le indicó que acudiera a la zona de casetas para hacerse con la documentación de Alley, que estaba en una carpeta de color azul. Jennifer se dirigió hacia la construcción desmontable que albergaba la oficina y los vestuarios de los capataces, abrió la puerta de la primera y penetró en el interior. El pequeño habitáculo estaba atiborrado de objetos. A la izquierda había una mesa arrinconada contra la pared cuya superficie estaba oculta bajo un montón de carpetas, de manuales y de un ordenador portátil. De la pared del fondo colgaba un calendario con la fotografía de una rubia muy sexy, que mostraba los pechos desnudos al tiempo que lamía un cucurucho de helado de fresa y miraba a la cámara con expresión lasciva. Justo enfrente, había un pequeño mueble archivador y un ventilador. No había espacio para mucho más. El resto del mobiliario lo formaban un par de sillas, un tablero de corcho con papeles clavados con alfileres de colores y una percha de pie en un rincón. Jennifer buscó entre las carpetas amontonadas y encontró la perteneciente a Alley porque tenía su nombre escrito en la cubierta con rotulador negro. Dentro encontró la relación del personal asignado a su cargo, además de una copia de un plano general de descarga.

Salió de la oficina y entró en uno de los vestuarios para hacerse con un casco, que le quedaba un poco grande, y con los guantes más pequeños que encontró. Había ropa de trabajo, pero era de una talla enorme y habría parecido un payaso con ella puesta.

Se dirigió a la bodega. A su paso, los operarios le dedicaban miradas de soslayo y el ambiente se fue cargando de murmullos. Su vestido ajustado no ayudaba a transmitir respeto precisamente, así que iba a ser un día muy largo.

Comenzó realizando su labor en el interior. Primero agrupó a los operarios que estaban bajo el mando de Alley y les dio órdenes sobre cómo debían proceder con la operativa de descarga de contenedores, y luego se dedicó a vigilar de cerca todas las operaciones. No se separó de su móvil, que no dejó de sonar durante toda la mañana. Bastaba con que alguien se ausentara de su puesto durante unas horas para que se acumularan todas las urgencias.

Hacia el mediodía, cuando llegó la hora del descanso para el almuerzo, Jennifer tenía los pies tan destrozados que, de no ser porque era peligroso andar descalza por aquel lugar plagado de herramientas, se habría quitado los zapatos de tacón. Además, allí dentro hacía un calor sofocante y, aunque en el exterior las temperaturas habían ascendido durante la mañana, agradeció que al menos corriera el aire. Los hombres fueron saliendo en tropel mientras ella se quitaba los guantes y el casco para dejarlos en la caseta. A su espalda, escuchó la voz de Harrison llamándola por su nombre y, al girarse, cogió en el aire una botella de agua que le lanzó.

—¿Qué tal la mañana?

Jennifer bebió un trago de agua fresca antes de contestar.

—Como la seda —sonrió, al tiempo que se la devolvía. Después, se atusó el cabello para despegárselo del cráneo—. Hace unos veinte minutos he recibido una llamada para informarme sobre el estado de salud de Alley. Ha sufrido un infarto pero está fuera de peligro. Los médicos han dicho que le darán el alta médica en tres o cuatro días, pero que después tendrán que operarle para repararle una válvula del corazón.

—Me figuro que cogerá la baja durante una larga temporada —comentó con gesto agrio.

—Buscaremos a un sustituto hasta que se recupere. Mientras tanto, seguiré haciéndome cargo de su trabajo. —Harrison asintió sin entusiasmo. Cuando hizo ademán de alejarse, Jennifer le lanzó una pregunta—: A propósito, en la última reunión de empresa, mi padre comentó que se habían contratado a dos hombres que acababan de salir de la cárcel en libertad condicional. Fue él quien se ocupó de ese asunto y los contratos no pasaron por mis manos, así que no tengo ni idea de quiénes son. ¿Podrías informarme al respecto?

Harrison hizo un barrido por los alrededores hasta que localizó a Peterson y a Coleman en la lejanía. Ambos se estaban despojando de sus equipos de trabajo a unos metros de la proa del barco. Los señaló con un gesto de cabeza.

—Son aquellos dos de allí. El de la coleta rubia y el tipo alto y moreno. Están a mi cargo y son dos buenos trabajadores.

—Seguro que lo son. Muchas gracias.

Harrison asintió y se marchó, mientras la curiosidad mantuvo los ojos de Jennifer pegados a los dos hombres. Incluso a esa distancia, se apreciaba que el de la coleta rubia tenía el rostro huesudo y la mirada fría. Sus brazos delgados estaban cubiertos de tatuajes, sin que quedara ni un solo centímetro de piel visible sin tintar. Se movía con los hombros hundidos y la vista alerta, siempre pendiente de lo que ocurría a su alrededor. Al mínimo ruido, reaccionaba moviendo la cabeza de lado a lado y se ponía en tensión, como si algo amenazador se cerniera constantemente sobre él. El otro tenía un aspecto mucho más saludable y su lenguaje corporal era más tranquilo. Jennifer suponía que su metro noventa de estatura, así como los imponentes músculos que se percibían bajo la camiseta blanca, le ayudaban a sentirse mucho más seguro de sí mismo. Retiró la mirada en cuanto el tipo de los tatuajes la descubrió observándoles.

Un buen rato después, Jennifer arrojó los zapatos de tacón en el interior de su coche y se calzó las bailarinas que acababa de comprar en una zapatería de la calle Boston que no cerraba a mediodía. El alivio fue inmediato y ahora que los pies ya estaban satisfechos, se dispuso a aplacar el estómago. ¡Tenía un hambre voraz!

En el cruce con la avenida Montford, había una pequeña tienda de comestibles —en la que, entre otras cosas, vendían bocadillos calientes y porciones de pizza— que estaba abierta las veinticuatro horas del día. Encaminó sus pasos hacia allí, atravesó el aparcamiento solitario cuyo pavimento despedía torrentes de calor que se le enroscaron en las piernas, y se detuvo frente a la puerta, de la que colgaba el cartel de «cerrado». Lo miró con gesto interrogante mientras advertía que la persiana del establecimiento no estaba echada. Suponiendo que sería un error, colocó la mano sobre la manivela, tiró hacia abajo y la puerta se abrió.

Una vez dentro, la recibió la agradable temperatura del aire acondicionado y el sublime olor a comida. El estómago le dio un vuelco mientras se dirigía a la nevera, de la que sacó un par de botellas de agua mineral. Luego se aclaró la garganta y esperó a que la persona que estaba a cargo del establecimiento la hubiera oído entrar y acudiera a atenderla pero, tras un par de minutos de espera, dejó la bebida sobre el mostrador y alzó la voz.

—¿Hola? —Por toda respuesta, recibió el zumbido de la máquina refrigeradora—. ¿Hay alguien ahí?

Se fijó en la puerta que conducía a la trastienda, que estaba cubierta por una cortina de flecos. El zumbido de la nevera cesó y entonces escuchó una especie de quejidos difusos que reconoció como humanos. ¿Habrían entrado a robar? ¿Los ladrones habrían dejado malherido al empleado? A su alrededor todo estaba en orden, no se apreciaban indicios de violencia, por lo que la teoría del robo caía por su propio peso.

Sin embargo, como los ruidos no cesaban, pensó que alguien podría estar en peligro y por eso se dirigió hacia allí. Apartó los flecos a un lado y metió la cabeza. A la derecha se abría un pasillo de reducidas dimensiones con dos puertas, una de las cuales estaba entreabierta.

Fue a decir algo que revelara su presencia, pero cerró los labios porque al estar más cerca identificó aquellos sonidos como gemidos de gozo. Arqueó las cejas con sorpresa al tiempo que distinguía que los más enérgicos y sensuales procedían de una mujer, mientras que los otros, más contenidos y roncos, eran inequívocamente masculinos.

«¿Será posible?».

De repente, la voz deformada de la mujer le suplicó al hombre que «la follara más rápido», de tal modo que un potente y rápido golpeteo se dejó oír por todo el corredor. Jennifer retiró la cortina con mucho cuidado y entró, desoyendo la voz de la razón que le exigía a gritos que no fuera imprudente y retrocediera de manera inmediata.

«¿Pero qué diablos estás haciendo, Jennifer?».

Avanzó con sigilo hacia la puerta entornada, dejándose llevar por el seductor sonido del éxtasis. Al llegar al umbral, pegó la espalda a la pared, cogió una bocanada de aire y, muy lentamente, acercó la cara a la rendija de la puerta.

En el interior de lo que debía de ser el almacén —ya que estaba repleto de cajas y estanterías metálicas—, y bajo la incidencia de la luz pálida que se derramaba a través de la única ventana con cortina, les vio practicando sexo sobre un viejo sofá que había en un rincón. Tan pronto como sus ojos se toparon con la cruda visión de los cuerpos desnudos y sudorosos, quiso retroceder para largarse a toda prisa por donde había venido, pero algo mucho más fuerte que su voluntad la retuvo allí, obligándola a observar la escena sin pestañear.

Su mirada recorrió el perfil atlético del hombre, desde las poderosas piernas hasta los bíceps contraídos, pasando por la rotunda curva de los glúteos y los pectorales de acero. No podía verle los genitales porque, al tener las manos aferradas a las nalgas de una voluptuosa pelirroja —a la que penetraba con violentas embestidas desde atrás—, el antebrazo le entorpecía la visión.

Ella parecía estar a punto de experimentar un orgasmo porque tenía las facciones desfiguradas y jadeaba como si estuvieran acabando con su vida. Los grandes pechos se bamboleaban a un ritmo frenético sobre los cojines del sofá, a la vez que alzaba la cabeza para intercalar sus gemidos con palabras groseras a las que él respondía con otras mucho peores. Entonces balbució que iba a correrse, pero a él debió de interesarle retardar todo lo posible su orgasmo porque suavizó la fuerza desbocada de sus arremetidas e ignoró que ella le buscara desesperada con las nalgas.

—¿Pero qué haces? ¿Por qué diablos te detienes ahora? —jadeó, volviendo la cabeza hacia él—. Tengo que abrir la tienda, no puede estar tanto tiempo cerrada.

—La tendrás cerrada el tiempo que haga falta. Estoy disfrutando atravesándote el coño, pero ¿sabes cuánto ha pasado desde que no me hacen una mamada?

Se salió de ella, abandonó su posición y manejó el cuerpo de la pelirroja como si fuera una pluma, dejándola sentada sobre el sofá. Mientras Jennifer dirigía la mirada al soberbio pene que ahora se desplegaba sin censura ante sus ojos, el hombre la sujetó por la parte posterior de la cabeza y lo dirigió a los labios carnosos. La joven corrió a chupar el glande con glotonería, ronroneando como una gata en celo mientras pasaba la lengua repetidamente a lo largo y ancho del tronco.

Él echó la cabeza hacia atrás para soltar un gruñido tan sensual que a Jennifer se le aceleró el corazón. Temerosa de que pudieran escuchar sus latidos, apartó la cara de la rendija y apoyó la cabeza contra la pared, al tiempo que tragaba saliva para suavizar la garganta, que se le había quedado reseca.

«Lárgate de aquí», se repitió una vez más, consciente de que estaba haciendo algo que no debía; sin embargo, el sonido de las succiones y de los jadeos la tenía subyugada. De repente, la imagen de uno de los trabajadores al que Harrison había hecho alusión cuando le preguntó sobre los expresidiarios irrumpió en su mente con la misma rapidez con la que estableció la relación. El tipo alto y moreno era el mismo que ahora estaba allí dentro. Aunque hacía un rato lo había visto a una distancia de varios metros y ahora solo podía verlo de perfil, estaba segura de que era el mismo hombre.

Jennifer volvió a mirar para cerciorarse. Las ropas masculinas que había esparcidas por el suelo eran iguales a las que vestía el operario cuando se quitó el uniforme de trabajo: camiseta blanca de manga corta y unos vaqueros desgastados. Además, el corte irregular de los cabellos que le caían hasta la nuca era el mismo, al igual que la barba de varias semanas que le cubría las mejillas.

El trabajador sacó el pene de la boca de la joven, se agachó frente a ella y hundió la lengua en su sexo depilado tras abrirle las piernas. La pelirroja gritó de placer, arqueó la espalda sobre los cojines y deslizó los dedos entre los cabellos negros para mantener la cabeza pegada a ella. Entonces empezó a restregarse contra su boca sin ningún decoro.

Jennifer sintió que toda la sangre se le agolpaba en las mejillas y que un cosquilleo delatador se le instalaba en la entrepierna. Quiso retirarse, ¡tenía que hacerlo!, pero no fue capaz de apartar la mirada del fascinante trabajo oral. Los jadeos de la joven crecieron ensordecedores conforme lo hacía la intensidad con la que el tipo la lamía y la chupaba. Entonces se corrió entre estrepitosos jadeos, moviendo las caderas contra la boca que la devoraba y apretando las manos sobre su cabeza.

El tipo retiró la cara del sexo esgrimiendo una mueca satisfactoria y, a continuación, volvió a colocar a su disposición las piernas de su compañera para penetrarla salvajemente.

Aquello fue más de lo que su curiosidad pudo soportar.

Jennifer apoyó la espalda contra la pared, suspiró con suavidad y se lamió los labios. Jamás esperó encontrarse en esa situación, espiando a dos personas que mantenían relaciones sexuales a través de la rendija de una puerta como una vulgar fisgona. Y lo que era peor, su cuerpo había respondido humedeciendo copiosamente las bragas. Se sintió abochornada porque aquello que hacía estaba mal, muy mal.

«Así que lárgate de una puñetera vez.»

Echó a andar con mucho sigilo, al tiempo que el furioso golpeteo de las embestidas se elevaba y reverberaba en el pequeño corredor. Jadeos, murmullos de éxtasis y alguna que otra palabra malsonante le aporrearon los oídos hasta que llegó a la cortina de flecos. Entonces, todo explotó y la pelirroja se puso a gritar a pleno pulmón.

Por la tarde, cada vez que el trabajo se lo permitió, Jennifer lo buscó con la mirada por el muelle, cediendo nuevamente a la curiosidad. Todavía se sentía ofuscada por lo que había sucedido al mediodía. Sin embargo, al pertenecer a la cuadrilla de operarios que trabajaba bajo las órdenes de Harrison en la otra parte del buque, no tuvo ocasión de verlo de cerca. El interés que había despertado en ella llegó a ser molesto, pues no podía sacarse de la cabeza lo que había presenciado ni lo que había sentido mientras los observaba. Y es que, en cierto modo, envidiaba la manera desinhibida en que habían disfrutado del sexo.

Se pasó el resto de la jornada intentando recordar si alguna vez un hombre la había hecho gritar de ese modo.

Nunca. Ni en sus mejores fantasías.