Capítulo 15
COMO cada año, Ashley Logan se ocupó de realizar los reconocimientos médicos de los trabajadores de Naviera Logan. Los efectuaba en su consulta durante una semana, dividiendo al personal en grupos de tres personas a los que iba citando a diversas horas a lo largo del día.
A Luc lo habían citado el miércoles por la tarde junto a Kenny y Michael, así que cuando se hizo la hora, abandonaron sus puestos de trabajo y fueron hasta el centro en el coche del último.
Se acomodaron en la sala de espera de la consulta mientras la enfermera de Ashley Logan, una pelirroja pizpireta en la que Kenny clavó sus ojos nada más les abrió la puerta, los iba llamando para efectuar las oportunas pruebas médicas. Michael fue el primero en reunirse con la doctora.
—Siempre me han gustado los coños pelirrojos —susurró Kenny a su lado, mientras tamborileaba los dedos amarillentos sobre los brazos del sofá de cuero.
—No quiero saberlo —masculló Luc.
—¿Crees que la doctorcita nos pedirá que nos bajemos los pantalones? A mí no me importaría que nos hiciera un reconocimiento pélvico —soltó entre risas.
Luc cogió una revista de Fórmula 1 que había sobre una mesa, la abrió por la primera página y se puso a leer el contenido, con la esperanza de que Kenny se callara la boca y lo dejara tranquilo. En esta ocasión, surtió efecto.
Al cabo de unos minutos, Michael regresó a la sala de espera apretándose un trozo de algodón contra el brazo, y la pelirroja pidió a Luc que la siguiera.
De antemano, sabía que encontrarse cara a cara con la hermana de Jennifer no iba a resultarle una situación cómoda. Como así fue. Ashley lo recibió con mucha amabilidad, le dijo que dejara el tarro con la orina encima de la mesa y le comentó cuáles eran las pruebas en las que consistía el chequeo, pero había una tensión reprimida en su sonrisa.
Luc se sentó en un sillón giratorio y se levantó la camiseta por indicación de la doctora para que pudiera auscultarle. Después le tomó la tensión arterial, que comentó que estaba perfecta y, a continuación, la enfermera procedió a rodearle el brazo derecho por encima del codo con una goma de látex para sacarle sangre.
—Sandra, ¿podrías dejarnos un momento a solas? Yo me ocuparé de la extracción.
La enfermera abandonó la consulta y Ashley se aclaró la garganta mientras preparaba el instrumental.
—He hablado hace un rato con Jennifer y me ha pedido que te transmita un mensaje.
Luc la miró a los ojos azules, tan similares a los de su hermana. Ambas se parecían muchísimo, aunque Ashley tenía los rasgos más afilados, haciendo que su rostro careciera de ese matiz de inocencia que dulcificaba las facciones de Jennifer.
—Dice que te quiere y que fue muy feliz a tu lado el sábado por la noche. —Estaba claro que no disfrutaba transmitiéndole esa información—. Está deseando que llegue mañana.
Luc asintió pero no dijo nada. La tensión parecía solidificarse en el espacio que había entre los dos. La doctora clavó la aguja en su vena.
—Me preocupa mucho mi hermana.
—A mí también.
Ashley lo miró brevemente, Luc supuso que lo hizo para cerciorarse de que le decía la verdad.
—Ella me lo ha contado casi todo y sé que no eres un mal tipo; de lo contrario, no estaría tan enamorada de ti. —Pretendía dejarle claro desde el principio que no tenía nada en su contra—. Jennifer lo pasó muy mal cuando tú no apareciste aquel día en la estación. Se encerró en casa y, en cuanto mis padres se marchaban a trabajar, se metía en la cama y no salía de ella hasta que regresaban. Delante de ellos intentaba comportarse como si no le sucediera nada, ya que nunca quiso contarles lo vuestro. —Extrajo el tubito lleno de sangre e introdujo otro—. Han pasado tantos años de aquello que pensé que Jennifer ya lo habría superado. No ha hablado mucho de ti durante todo este tiempo, pero el hecho de que no fuera capaz de tener una relación seria con un hombre debería haber sido suficiente señal para comprender que todavía te tenía en su corazón. En cuanto apareciste... —suspiró—. No quiero que vuelva a sufrir. Por eso, te ruego que tengas las ideas claras.
Desde la tarde del domingo, en la que huyó de su propia casa como un cobarde y estuvo paseando por la ciudad hasta cerciorarse de que Jennifer ya estaría en el avión rumbo a Chicago, Luc se había hecho nuevos propósitos que pensaba llevar a cabo. Escuchar ahora a Ashley Logan ayudó a que esos propósitos ganaran consistencia.
La doctora terminó de extraerle sangre, le tendió un trozo de algodón impregnado en alcohol y procedió a tomar unas anotaciones en las etiquetas de los tubos con un rotulador negro.
—Jennifer es la persona más especial que he conocido jamás y antes me cortaría una mano que hacerle daño intencionadamente —le dijo con honestidad, al tiempo que se apretaba el algodón contra el brazo—. Sé lo que tengo que hacer. Nunca he estado tan seguro de algo en toda mi vida.
Ashley dejó un instante lo que estaba haciendo para mirarlo con una candidez similar a la que solía ver en los ojos de Jennifer. Luego asintió sin agregar nada más.
Cuando Jennifer aparcó el coche frente al astillero de la calle Boston, la silueta de los edificios del barrio se recortaba contra el cielo ocre del atardecer. Hacía menos de una hora que su avión había aterrizado en el aeropuerto internacional de Baltimore, pero ni siquiera se había entretenido en ir a casa para dejar las maletas. Había conducido directamente hacia el muelle de Canton, con los nervios afilados y con una nube de mariposas aleteando en su estómago.
En el transcurso de los últimos días, sobre todo cuando regresaba al hotel después de las largas y tediosas reuniones, había estado a punto de llamar a la oficina del puerto para que Harrison le pusiera a Luc al teléfono. Se sentía devorada por la necesidad de escuchar su voz. Ansiaba saber que, a pesar de su huida del domingo por la tarde, Luc la seguía esperando para continuar su relación desde el punto en el que la habían dejado. Sin embargo, nunca llegó a marcar ese número de teléfono porque siempre terminaba convenciéndose de que Luc necesitaba espacio para asimilar los cambios que se estaban produciendo en su vida.
Le sudaban las palmas de las manos cuando agarró su bolso del asiento del acompañante y abrió la puerta para apearse del coche. Ya en el exterior, le llegó el murmullo de animosas voces masculinas procedentes del puerto. Jennifer rodeó el edificio del astillero y se detuvo en las inmediaciones al ver que los trabajadores abandonaban las casetas de los vestuarios para marcharse a casa. Debido al denso tráfico de la hora punta, había tardado más tiempo de lo común en hacer el recorrido entre el aeropuerto y Canton, por lo que era posible que Luc ya se hubiera ido.
Se ajustó las gafas de sol sobre el puente de la nariz e inspeccionó cada rincón hasta que lo vio salir de la bodega del buque, en dirección a las casetas. Solo el hecho de guardar la profesionalidad frente a los operarios la detuvo de ir a su encuentro en lugar de quedarse allí plantada, esperando a que se cambiara de ropa y se acercara al astillero.
Como cada jueves por la tarde, Michael, Henry y Rick tenían previsto tomarse unas cuantas cervezas en un bar cercano. Siempre hablaban de sus planes en privado, Luc sabía que era para evitar que Kenny o él mismo decidieran acompañarles. Sin embargo, esa tarde, mientras se dirigían a las casetas, Michael le dijo por lo bajo que si quería ir con ellos. Luc siempre había sido un tipo muy sociable, se integraba con facilidad en cualquier ambiente ya fuera laboral o no, pero la cárcel lo había convertido en un auténtico ermitaño. Por esa razón, se sorprendió a sí mismo cuando estuvo a punto de decirle que sí, antes de descubrir a Jennifer a lo lejos.
Sabía que ella regresaba ese día, y que si no iba a buscarlo a su casa esa misma noche, lo haría al día siguiente. Estaba preparado para verla, pero su presencia lo impactó igualmente.
—Hoy no puedo, tengo que... atender un asunto importante. Quizás la semana que viene —le respondió con el tono bajo, para que Kenny no pudiera escucharles.
—Si cambias de idea ya sabes dónde encontrarnos.
Luc asintió.
Fue hacia su taquilla, abrió con llave y sacó su ropa de calle para cambiarse. Desde hacía días, la tensión le constreñía los nervios cada vez que pensaba en ella, y reapareció ahora que había llegado el momento de enfrentarse a la situación. El sobre que contenía la carta estaba donde lo había dejado, en el fondo de la taquilla. Lo había puesto allí el lunes por la mañana con la intención de entregárselo tan pronto como reapareciera. Lo tomó de allí, lo sostuvo entre las manos y observó la cubierta amarillenta de manera reflexiva, mientras sus compañeros iban despejando las instalaciones. Tras largos años de anestesia, las palabras escritas en ese papel volvieron a emocionarle al leerlas el lunes tanto como si las hubiera redactado el día de antes.
Jennifer llevaba puesto un vestido azul y estaba envuelta en el resplandor dorado del ocaso. Cargaba el peso de su cuerpo en una pierna pero cambió de postura varias veces antes de que Luc llegara a su encuentro. Se la veía inquieta, aunque le regaló una sonrisa preciosa y una mirada henchida de emociones tan pronto como se retiró las gafas de sol de los ojos para colocárselas en lo alto de la cabeza.
Tras un saludo escueto, Jennifer se puso de puntillas y le dio un beso demorado en la comisura de los labios. Luc contuvo la respiración.
—¿Qué tal va todo por aquí? —preguntó entonces.
—Bien. Hoy hemos terminado de desestibar un buque que venía cargado de grano.
—Lo sé, se respira en el ambiente —sonrió.
—El pienso apesta —asintió—. Yo apesto.
A Jennifer no le importaba, ella quería comérselo de arriba abajo como si fuera un helado dulce y cremoso. Se sonrojó un poco mientras lo miraba con detenimiento, dispuesta a romper la capa de hielo que se había creado entre los dos tras su escapada del domingo y los días que habían pasado sin verse.
Sin embargo, cuanto más lo observaba, más se le acentuaba la sensación de que el hielo aumentaba de grosor. Luc estaba distante. Ya no la miraba desde el sentimiento que dejó entrever durante las últimas horas que estuvieron juntos, y que había avivado todas sus esperanzas con respecto a un futuro en común.
—¿Tomamos algo? Podemos ir a Inner Harbor, conozco un sitio con terraza panorámica donde preparan unos cócteles riquísimos. Tengo el coche ahí aparcado.
Luc lamentó que esa sonrisa tan brillante se le fuera apagando conforme él iba exteriorizando sus reticencias. Le estaba costando encontrar las palabras que decirle porque no quería despojarla de su felicidad, aunque sabía que para evitar un mal mayor, era necesario actuar sin dar excesivos rodeos. No podía prolongar aquello.
Miró a un lado y a otro, todo el mundo se había marchado ya. Las instalaciones portuarias de Naviera Logan estaban desiertas a excepción del vigilante nocturno, que acababa de llegar. No había nadie más en los alrededores salvo los peatones que paseaban por la calle a unos metros de distancia. Luc aspiró hondo, expelió el aire hasta vaciar los pulmones y la miró de frente, esperando que no lo odiara por lo que estaba a punto de decirle.
—No voy a seguir viéndote.
El impacto fue instantáneo. La expresión se le desencajó y su piel bronceada perdió todo el color de golpe.
—Creía que ya habíamos superado ese escollo.
—Solo le pusimos un parche, Jennifer. Pero ningún parche, ni siquiera el más resistente, puede remendar lo arruinado que estoy por dentro. Por mucho que me empeñase, nunca más volvería a ser el hombre que conociste. Desapareció para siempre.
—¿Por qué volvemos a lo mismo?
—Porque es una cuestión que no hemos resuelto.
Jennifer negó con terquedad.
—Te quiero a ti, a quien eres ahora. ¿Qué es lo que tengo que hacer o decir para que te des cuenta? —replicó con vigor.
Una mujer de mediana edad que esperaba a que el semáforo se pusiera en verde se los quedó mirando al alzar ella la voz. Luc la tomó por encima del codo y la arrimó a la pared del astillero para tener algo más de intimidad. Sus ojos claros se volvieron dorados al quedar expuestos a la luz del atardecer, después adquirieron un azul turbulento cuando Luc hizo sombra sobre ellos.
—No se trata de ti, Jennifer. ¡Se trata de mí! Tú te lo mereces todo y yo no puedo ofrecerte nada.
—¿Que no puedes ofrecerme nada? La noche del sábado fue la más feliz de toda mi vida.
—Hablas de una noche, de una sola noche. A la larga sería un auténtico desastre porque tú tienes un futuro prometedor por delante, y yo terminaría convirtiéndome en un lastre para ti. Te haría mucho más daño entonces del que pueda ocasionarte si nos despedimos ahora.
Jennifer parpadeó incrédula, negándose a considerar lo que le estaba diciendo.
—No hables de despedidas, Luc. No pienso volver a pasar por eso solo porque tú creas que no tienes derecho a ser feliz. ¡Así que deja de decidir por mí!
—Intento hacer lo mejor para los dos, ¿por qué te niegas a aceptarlo? No puedo amarte porque no soy capaz de quererme a mí mismo, y tampoco puedo implicarme en una relación sentimental cuando no controlo mi maldito presente y mucho menos mi futuro —replicó, desde la indudable impotencia que eso le generaba.
—Tú no estás arruinado por dentro. Solo eres un hombre que ha sufrido mucho y que necesita tiempo para curarse las heridas —le rebatió.
—Ya no hay heridas que curar, Jennifer. Solo un enorme vacío que no puede llenarse con nada.
Sus palabras eran como puñales que se le clavaban directamente en el corazón. Ella estaba segura de que ese vacío del que hablaba no podía ser tan inmenso como la desolación que comenzó a adueñarse de su cuerpo. Desde que habían vuelto a encontrarse, Luc siempre se había opuesto a que estuvieran juntos, pero Jennifer se las había ingeniado para tender un puente entre los dos. Ahora no encontraba la manera de llegar a él y la frustración comenzó a tornarse en agudo dolor.
—No me apartes de ti, Luc —le imploró.
Ansiaba tanto abrazarle y curarle con su amor que alzó la mano para acariciarle la barba poco crecida que le ensombrecía las mejillas. Notó que la mandíbula se tensaba bajo el tacto de sus dedos, al tiempo que un hondo pesar se le adhería al atractivo semblante cuando apartó la cara, rechazando la caricia como si le quemara la piel.
Luc desvió la mirada de sus atribulados ojos azules hacia las ramas más bajas de un conífero cercano para recuperar el equilibrio que le permitiera continuar con aquello. Dos gorriones jugaban a perseguirse entre las hojas, hasta que uno de ellos alzó el vuelo y se alejó rápido de su compañero. Jennifer se ahogaba en el silencio cuando Luc volvió a centrar su atención en ella.
Del bolsillo trasero de sus vaqueros sacó un sobre doblado por la mitad y se lo entregó.
—Esto es para ti.
—¿Qué es? —Lo tomó entre los dedos.
—Es una carta que escribí poco tiempo después de entrar en prisión. Está así de arrugada porque durante los primeros meses siempre la llevaba encima, por si encontraba el valor de enviártela. Está claro que eso no sucedió, las semanas fueron pasando y no me pareció justo remover más el dolor. Creo que ha llegado el momento de que la leas.
Jennifer levantó la mirada de la cubierta y lo observó consternada.
—¿Es un regalo de despedida? —inquirió con amarga ironía.
—Quiero que cuando te acuerdes de mí, la imagen que acuda a tu cabeza no sea la del tío que tienes delante, sino la del tipo al que enamoraste mientras viajábamos en tren.
—Me he acordado de él durante diez largos años, pero ahora te tengo enfrente y tú eres todo cuanto quiero.
Luc apretó los dientes. ¡Joder, qué difícil se lo estaba poniendo!
—Léela.
—¿Qué es lo que dice que no pueda escucharlo de tus labios?
Luc se pasó una mano por el pelo revuelto y la dejó anclada sobre la nuca. La presión que ejercían sobre él sus preguntas era como recibir una bofetada tras otra, y el hecho de sacar aquello a la luz lo mortificaba tanto que se quedó momentáneamente bloqueado, con la rabia inundándole la sangre.
Jennifer observó que las líneas gestuales se le endurecieron tanto que parecieron esculpidas en piedra.
—Dímelo, Luc —le pidió otra vez, aunque con el tono más templado—. Como no lo hagas te aseguro que la romperé en mil pedazos.
—Maldita sea —masculló, antes de volver la mirada oscura hacia ella y clavarla en el centro de su alma—. Te he mentido todo este tiempo y te he hecho creer cosas que no son ciertas ¡porque no quiero recordar que aquel día me hubiera reunido contigo de haber podido! —La pasión con la que dijo aquello hizo que se le hinchara una vena en la sien. Luc se irguió en toda su estatura e inspiró profundamente para recuperar el dominio de sus emociones mientras ella lo miraba a través de los ojos humedecidos y llenos de amor—. Rompí con Meredith al cabo de un mes ya que me había enamorado perdidamente de ti. El único consuelo que encontré fue escribir en esas condenadas hojas lo mucho que te amaba. ¿Y sabes una cosa? —Ella negó con el rostro compungido—. Aunque tú no hubieras estado esperándome en la estación, yo habría ido a buscarte. Y ten por seguro que te habría convencido de que dejaras a ese tío estirado para que te vinieras conmigo. —El esfuerzo de hablar desde el corazón, ese auténtico desconocido que desde hacía siglos solo se limitaba a latir, lo dejó agotado.
A Jennifer le resbalaron las lágrimas por las mejillas. ¡Qué injusto había sido el destino! Y qué lejos había estado ella de acercarse a los verdaderos motivos por los que Luc no apareció ese día, mientras ella recorría la estación de Langham de un lado a otro esperando a que se apeara de alguno de los trenes que procedían de Baltimore o de Washington.
—Todavía estamos a tiempo. ¡Tenemos toda la vida por delante!
Él negó con obstinación.
—No, no estoy dispuesto a pasar por lo mismo. No quiero tenerte y volver a perderte en cuanto te des cuenta de que no puedo aportarte nada más que sexo, porque incluso eso terminaría aburriéndote. Sé muy bien lo que digo, Jennifer, soy yo quien convive consigo mismo las veinticuatro horas del día. —Luc le exigió con una mirada desesperada que aceptara sus razonamientos, pero ella no dejaba de negar—. Le he pedido a mi agente de la condicional que me busque otro empleo. Eso facilitará las cosas.
A través de las lágrimas que desenfocaban su visión, Jennifer comprendió que ningún esfuerzo por persuadirlo iba a obtener resultados; pero también vio que Luc actuaba desde la generosidad más que desde la cobardía, y que lo único que le importaba desde que habían vuelto a encontrarse era salvarla de él mismo.
El corazón volvió a rompérsele, pero apretó los dientes y aguantó la compostura para evitar que también se le rompiera el resto del cuerpo.
—No pienso despedirme de ti —le dijo con la voz frágil, al tiempo que se secaba las lágrimas de las mejillas—. No puedo hacerlo.
Luc cerró un momento los ojos, deseando que al abrirlos ella no estuviera delante y que todo hubiera sido fruto de un mal sueño. Pero al hacerlo y toparse con el tremendo esfuerzo que ella hacía por no echarse a llorar con desconsuelo en su presencia, detestó sentirse como un hombre piscológicamente defectuoso, incapaz de hacer desaparecer esas lágrimas que él mismo había provocado con tan poco esfuerzo.
Antes de marcharse, Luc necesitó sentirla por última vez, así que se aproximó lo suficiente para depositar un beso sobre su frente.
—Nunca olvides que te quise más que a nadie.
Dio un par de pasos hacia atrás y la miró como si acaso no tuviera ya su hermoso rostro grabado a fuego en su cerebro. Después dio media vuelta y se fue, sin más, dejándole la vida vacía y gris. Negándose a sí mismo cualquier oportunidad, por ínfima que fuera, de que la suya dejara de serlo.
Fue directo hacia el pub Mahaffey. Tenía previsto beber en soledad una copa tras otra hasta que todo volviera a importarle una mierda. El sufrimiento sería pasajero, al igual que la sensación de que algo se le desgarraba por dentro al ser consciente de que aquella sería la última vez que iba a verla.
Ella se quedó con la espalda apoyada en la pared y la mirada perdida en el vacío. El peso de su desdicha comenzó a aplastarle los hombros conforme su mente colapsada iba asimilando la amarga realidad. La necesidad de estar a solas la impelió a ponerse en marcha. Ansiaba llegar a casa para encerrarse en el dormitorio, pero no estaba segura de poder controlar durante el trayecto el estallido de dolor que le estaba inflamando el pecho.
Se dirigió apresuradamente hacia la oficina del muelle, abrió la puerta con la llave que todavía conservaba y se encerró con su sufrimiento.
Nada más dejarse caer sobre la silla, apoyó los codos en la mesa, enterró la cara entre las palmas de las manos y lloró hasta que el día se convirtió en noche y la luz dejó de entrar a través de la pequeña ventana.
No se sentía especialmente mejor después de desahogarse aunque, al menos, el llanto la dejó extenuada al llevarse consigo la ansiedad que le retorcía la garganta y le comprimía el pecho.
Jennifer se secó las mejillas con el dorso de la mano y encendió la luz del flexo. La luz mortecina se derramó encima del sobre amarillento que seguía estando en la mesa, donde lo había dejado nada más entrar en la oficina. Lo cogió y sacó del interior los folios plegados con la idea de leer la carta que habría querido recibir muchos años atrás.
Pasó los siguientes diez minutos enfrascada en la emotiva a la vez que tormentosa lectura. Él narraba con palabras tristes y sombrías cómo se sintió el día del encuentro, cuando lo único que pudo hacer fue sentarse en el patio de la prisión y observar el cielo, con la esperanza de que ella también estuviera observándolo desde donde quiera que estuviera, para sentirla un poco más cerca de él.
[...] No tengo manera de saber si habrás cogido ese tren hacia Langham o no, pero se me rompe el alma al pensar que puedas estar allí sola y decepcionada mientras esperas a que yo aparezca.
Pero también dejaba bien claro, empleando un lenguaje rotundo, lo que ya le había confesado hacía un rato junto al astillero. Él habría ido a buscarla aunque ella hubiera decidido continuar su vida al lado del que por entonces era su novio.
«Porque eres el amor de mi vida.»
Por otro lado, Luc no quiso confesarle en ningún momento que estaba preso en la cárcel de Baltimore, precisamente para evitar que pudiera presentarse allí para visitarle. Le dijo que causas de fuerza mayor le habían impedido reunirse con ella, y que esas mismas causas lo mantendrían alejado de Maryland durante muchos años.
Al final, volvía a repetirle que la amaba y que siempre la llevaría en el corazón.
Jennifer creía que era imposible derramar más lágrimas, pero hubo de enjugarse los ojos por enésima vez cuando terminó de leer. Plegó los folios y guardó el sobre en su bolso, después se levantó de la silla, apagó la luz y se digirió a la puerta, pensando en la botella de brandy que tenía en casa y que todavía no había estrenado. Necesitaba una copa que la relajara y le templara los nervios, porque en ese estado en el que se encontraba, con el corazón hecho trizas y la mente colapsada de amargura, no podía pensar con claridad.
Aunque, ¿acaso había algo que pensar?, se dijo al encontrarse con el aire nocturno, el olor a salitre y el cielo estrellado de finales de julio. Él había limitado sus movimientos hasta reducirlos a uno solo. Tal y como estaban las cosas, lo único que podía hacer era aceptarlo.
Se le quebró la respiración mientras cerraba la puerta con llave, y el móvil también quebró el infinito silencio del muelle al sonar estridente en el interior de su bolso.
Era su padre. George la había telefoneado cuando estaba en el aeropuerto de Chicago a punto de embarcar para que lo pusiera al corriente de cómo habían ido las reuniones de ese día. Como entonces no pudo atenderlo, Jennifer le dijo que la llamara más tarde, aunque ahora no le apetecía hablar. No estaba preparada para aguantar la compostura ante su padre, ni siquiera por teléfono. Se mordió los labios mientras contemplaba la pantallita del móvil y decidió contestarle. Le dijo que estaba conduciendo, pero que lo llamaría cuando llegara a casa, se diera una ducha y cenara. George debió de notar algo extraño en su modo de expresarse porque le preguntó si se encontraba bien, a lo que ella le contestó que estaba perfectamente.
Se dispuso a marcharse del muelle. Mientras bordeaba la zona de casetas y dejaba el puerto a la espalda, escuchó un sonido detrás de ella, como si alguien se le acercara por detrás. Se dio la vuelta y descubrió que a unos metros al fondo, donde apenas alcanzaba la luz de las farolas, un hombre se aproximaba a ella. Pensó que se trataba de Alex Ford, el vigilante de seguridad, pues ninguna otra persona debería estar allí a esas horas, aunque la silueta era más delgada y desgarbada que la del musculoso empleado nocturno. El hombre aceleró el avance hasta que se hizo visible.
Jennifer arqueó las cejas al reconocerlo, pero no tuvo tiempo de reaccionar. Ni siquiera de chillar. El tipo se abalanzó con rapidez sobre su cuerpo y la hizo callar de inmediato, asestándole un fuerte golpe en la cabeza con algún objeto pesado.
Las rodillas se le doblaron y todo se cubrió de tinieblas.
La oscuridad se cernía sobre ella cuando entreabrió los ojos. ¿Dónde se encontraba? ¿Qué era aquel lugar? Desde luego no era su casa. A través de la confusión, consiguió descifrar que estaba sentada, con la espalda apoyada contra algo duro que se le clavaba entre los omóplatos y con las piernas extendidas sobre una superficie fría y lisa. Un dolor sordo e intermitente le amartillaba las sienes y la parte posterior de la cabeza, donde recordaba haber recibido un golpe que le había arrebatado la conciencia.
¡La habían agredido!
Quiso mover las manos pero no pudo. ¿Qué pasaba? Lo intentó por segunda vez hasta que se dio cuenta de que tenía las muñecas unidas por algo, y que sus brazos rodeaban esa especie de columna que tenía incrustada en la espalda. Tampoco podía mover las piernas, sus tobillos también estaban apresados por el mismo material que le sujetaba las manos.
En su desesperación trató de chillar, pero sus labios estaban sellados a algo pegajoso que le producía amargor en la lengua. Alguien le había colocado un trozo de cinta aislante en la boca.
Parpadeó en busca del punto de luz que despejaba las sombras muy por encima de su cabeza, y se topó con unos altos ventanales a su izquierda. Gracias a la claridad diurna que entraba a través de ellos, y aunque los cristales estaban sucios y polvorientos, Jennifer pudo ver la estructura de un techo laminado. Parecía encontrarse en el interior de una nave industrial.
Los recuerdos se fueron filtrando en su mente para revelarle una realidad aterradora. Se hallaba en el muelle de Canton, y acababa de salir de la oficina para marcharse a casa cuando un hombre la atacó. El vello se le erizó al recordar su identidad. ¿Qué demonios querría de ella? ¿Por qué la habría secuestrado? Porque aquello tenía toda la pinta de ser un secuestro. Gimoteó angustiada. No quería ni imaginarse lo que un tipo de aquella calaña se proponía hacer con ella.
Entonces reparó en un detalle que le encogió el estómago como si fuera un acordeón. Antes de agredirla en el muelle, ¡el muy hijo de puta la había estado acechando durante diferentes días, así como en distintas horas y lugares! La noche que estuvo en el puerto de Canton recordando su primer encuentro con Luc tuvo la sensación de que en el parque Pier había alguien vigilándola. Había tenido el mismo presentimiento la noche del domingo, cuando regresaba a casa después de comprar las medias. Sí, seguro que se había tratado de él.
Forcejeó en un intento desesperado por soltarse pero fue inútil. La cinta aislante se adhería fuertemente a sus muñecas, y lo único que consiguió fue quedarse sin fuerzas y que el dolor de cabeza se le intensificara.
Intentó tranquilizarse para poder pensar. ¿Cuánto tiempo habría transcurrido desde el secuestro? Podrían haber pasado un par de horas o incluso un día entero, no existía manera de saberlo aunque tenía la sensación de que había permanecido inconsciente durante una eternidad. Además, se sentía demasiado aturdida, como si le hubieran administrado somníferos o alguna clase de tranquilizante.
Su familia pronto la echaría de menos. Había quedado con su padre en que lo llamaría el jueves por la noche, después de la hora de cenar, pero como no llegó a realizar esa llamada, George habría insistido e incluso se habría personado en su casa al no responder al teléfono. Lo más probable era que hubieran denunciado a la policía su desaparición y ya estarían buscándola.
Jennifer se aferró a ese pensamiento para controlar el pánico creciente.