Capítulo 9
EL salón del hotel Sheraton que habían alquilado para la celebración del trigésimo aniversario de la Naviera Logan resplandecía bajo la lámpara de araña. Los techos eran altos, los suelos de mármol blanco y las paredes estaban pintadas de un cálido color arena. Era tan grande que un tercio del mismo pudo acondicionarse para obsequiar a los invitados con un cóctel de bienvenida.
George Logan había tirado la casa por la ventana y no había escatimado en detalles. Quería el mejor salón y el mejor menú que pudieran ofrecerles, incluso había contratado a una banda de músicos de cuerda y viento para que amenizaran la velada. A cualquiera podría parecerle que había despilfarrado el dinero, pero los beneficios que la empresa generaba cada año eran tan elevados que para George Logan el dinero que había desembolsado suponía mera calderilla.
La lista de invitados estaba formada por trabajadores de la empresa, socios, amigos, conocidos y familiares, y ascendía a la nada despreciable cifra de ciento veinticinco asistentes. Aunque en las invitaciones se había especificado que no era necesario acudir de etiqueta, las mujeres habían sacado del armario sus mejores galas y casi todos los hombres vestían con chaqueta y corbata.
Su padre se veía muy elegante con el traje azul marino y la camisa blanca, y aunque estaba a punto de cumplir sesenta años, todavía conservaba parte de su atractivo. Tanto Ashley como ella habían heredado sus rasgos, así como el color del pelo y de los ojos, aunque de haberse parecido a Calista Logan, su madre, también habrían salido favorecidas. Ella estaba espléndida con un vestido negro y con el recogido que retiraba de su rostro su espeso cabello azabache.
Durante el cóctel, sus padres hicieron de perfectos anfitriones. Se dedicaron a saludar a todo el mundo personalmente mientras las conversaciones se multiplicaban, las copas de champán corrían de unas manos a otras y las bandejas de los camareros se iban vaciando. George y Calista se amoldaban el uno al otro como dos piezas de un rompecabezas. Treinta y seis años de matrimonio no habían desgastado su relación lo más mínimo, sino que la habían fortalecido. La suya había sido, y continuaba siéndolo, una bonita historia de amor.
Como el mundillo de los negocios navieros era ajeno a Ashley, Jennifer se ocupó de introducirla en la fiesta. Le fue presentando a algunos de los amigos más influyentes de George, sobre todo a aquellos que eran jóvenes, atractivos y solteros. Trató de que sus dobles intenciones no se notaran en exceso, pero cuando Ashley le lanzó una mirada furibunda como consecuencia de que uno de esos hombres se mostrara muy interesado en continuar charlando con ella, supo que la había desenmascarado.
Jennifer respondió a su mirada con una liviana sonrisa y se retiró para dejarles solos.
Ashley estaba guapísima con el vestido color lavanda que había escogido para la ocasión, y el tipo en cuya compañía la había dejado, aunque Jennifer no lo conociera en profundidad, era un hombre simpático, conversador y bien parecido.
Aprovechó que acababa de quedarse sola para hacer un nuevo recorrido con la mirada entre todos los asistentes. Pero no había ni rastro de Luc. Él había sido tajante en la respuesta a su invitación:
«Entonces me inventaré una excusa. No me gustan las fiestas ni las aglomeraciones, y tampoco tengo ropa adecuada. No insistas».
Pero la esperanza era lo último que se perdía.
Jennifer dio un sorbo demorado a su copa de champán y arqueó las cejas con sorpresa al descubrir que el compañero de Luc, Kenny Peterson, sí que se había presentado. Francamente, no esperaba verlo por allí, desentonando como un pingüino en medio del desierto. Vestía una chaqueta de piel de lagarto, pantalones blancos, mocasines blancos y unos gruesos collares de oro que colgaban de su cuello. Jennifer no quería dejarse llevar por los convencionalismos, pero Kenny tenía toda la pinta de pertenecer a esa clase de delincuentes que no se reinsertaban jamás. Sabía por Luc que no eran exactamente amigos, aunque parecía ser la persona más cercana a él en aquellos momentos de su vida. Quizás la que mejor lo conociera, a raíz de las experiencias tan similares a las que les había tocado enfrentarse.
Sintió la tentación de acercarse para preguntarle por Luc cuando lo vio atravesar la puerta del salón. Jennifer apretó el tallo de la copa para que no le temblara en la mano. Su cambio de opinión acababa de hacerla muy, pero que muy feliz.
Mientras rodeaba a las personas que se interponían entre los dos, quedó hechizada por su físico imponente. Sin lugar a dudas, era el hombre más atractivo de todos los presentes, y no necesitaba disfrazarse ni vestirse de etiqueta para estar impresionante. Su atuendo se ceñía a una sencilla chaqueta negra, una camisa oscura y unos vaqueros. Su magnetismo sexual no era algo que solo ella percibiera, con su irrupción en el salón había llamado la atención de muchas mujeres.
Sus miradas se encontraron en la distancia y permanecieron unidas mientras ella hacía el recorrido. Luc parecía estar diciéndole: «¿Cómo demonios has conseguido convencerme?». Esa mezcla de resignación y de complacencia por volver a verla la hizo sonreír.
Cuando estaba a punto de llegar a él, Nick Bishop y Christine Lawrence se interpusieron en su camino y frenaron sus pasos en seco. Jennifer solía coincidir con ellos con bastante asiduidad, sobre todo en cenas de negocios y en el club de golf, del que las tres familias eran socias. Su exnovio y su actual pareja, una guapa abogada que trabajaba en una de las firmas más importantes de Baltimore, habían anunciado su próximo enlace para el mes de septiembre y Jennifer se alegraba mucho por ellos. Aunque nada más romper su relación con Nick él le retiró la palabra, con el paso del tiempo consiguieron solucionar sus diferencias y mantener una relación cordial.
Tras los típicos saludos de cortesía, Nick sacó a colación la noticia de que había salvado la vida de un trabajador. Esa era la versión que se había extendido como la pólvora entre todo el mundo.
—Fuiste muy valiente —aseguró Christine.
—Estoy totalmente de acuerdo —la secundó Nick.
—Soy responsable de mis trabajadores, no hice nada que cualquiera no hubiera hecho en mi lugar. —Relativizó su hazaña moviendo una mano en el aire y cambió de tema—. ¿Ya sabéis dónde vais a celebrar vuestra boda?
—En el club de golf —respondió una sonriente Christine—. Nos han gustado mucho las bodas que algunos de nuestros amigos han organizado allí y, además, nos conocimos en el club. La semana que viene comenzaremos a repartir las invitaciones. —Sus ojos verdes hicieron contacto con los castaños de él y los dos quedaron suspendidos en una burbuja amorosa.
Jennifer quiso aprovechar ese momento de paréntesis para escabullirse, pero Nick hizo mención a un tema de negocios que involucraba a ambas familias. Mientras hablaba y su futura esposa lo miraba con atención, Jennifer no dejaba de estar pendiente de los movimientos de Luc, que se había puesto a hablar con Kenny y con Michael Harris, otro operario de la empresa.
Contuvo la respiración cuando vio que sus padres se le acercaban. Jennifer ya sabía que querían conocerlo para agradecerle que hubiera ayudado a su hija a rescatar a Jimmy Clark. Kenny y Michael se retiraron, y Luc respondió al saludo de sus progenitores estrechándoles la mano.
Estuvo más atenta al curso del encuentro entre los tres que a lo que le estaba diciendo Nick. Al cabo de unos pocos minutos, George le dio unos golpecitos en el hombro antes de alejarse con su esposa.
—Nick, hay alguien a quien tengo que saludar, si me permitís...
—Oh, lo siento, estamos monopolizando tu tiempo —sonrió—. Ya charlaremos después, estamos en la misma mesa.
Ella le devolvió la sonrisa y los rodeó, pero su padre alzó la copa en señal de que quería que se aproximara a él. Jennifer contuvo un resoplido.
—Joseph Stigers ha podido ajustar sus compromisos para acudir a la cena. Vendrá un poco más tarde, su avión debe de estar aterrizando en estos momentos —le informó, como si aquellas fueran las mejores noticias que pudiera darle.
—No sabía que Joseph tuviera la intención de venir.
—Como últimamente apenas has estado en el despacho se me habrá olvidado comentártelo. Nos telefoneamos hace un par de días y aproveché la ocasión para volver a lanzarle la propuesta de la posible fusión. Ya me imaginaba que no me respondería con una negativa categórica, como hizo la otra vez. Las cosas no le están yendo tan bien. —George bebió un sorbo de champán—. De llegar a realizarse, absorberíamos Soluciones Navieras y él pasaría a ocupar un puesto directivo importante en la nuestra. Esas serían las nuevas condiciones de la propuesta.
Aunque George dejó entrever su entusiasmo, para Jennifer no eran tan buenas noticias. Sus padres no estaban al tanto de que hacía seis meses, cuando se produjo ese primer contacto de negocios, ella se había relacionado con Joseph más allá de las cuatro paredes de un despacho. Como quería que siguiera oculto, no le quedó más remedio que fingir que aquello la alegraba.
—Me parece un hombre muy interesante, además de atractivo. Y tengo entendido que recientemente se ha divorciado de su esposa —completó la información Calista.
¿Se había divorciado? Vaya, eso sí que no se lo esperaba.
Jennifer se comportó como si no hubiera captado la indirecta que su madre acababa de lanzarle.
—Se sentará a la mesa con nosotros. Le he hablado del proyecto que te propones presentar a las autoridades portuarias, el de la ampliación de las infraestructuras del almacén, y se ha mostrado muy interesado en él. Se lo he pedido como un favor personal y ha aceptado echarte una mano con los aspectos más técnicos.
Aquello sí que la puso en estado de alerta.
—¿Es que no te gusta mi proyecto?
—Claro que sí, pero Joseph tiene más experiencia en estos temas y cualquier ayuda que pueda brindarnos será bien recibida.
—Pero yo no la necesito, ya tengo a Martin para los aspectos técnicos —replicó.
—Si Joseph termina accediendo a la fusión, estará bien que empiece a familiarizarse con nuestro trabajo —argumentó de manera sentenciosa.
A Jennifer no le quedó más remedio que morderse la lengua, no iba entrar a debatir cuestiones de esa índole con su padre. En los negocios, no había nadie más ambicioso e inflexible que él. Percibió que la sonrisa que Calista le dedicó a su esposo estaba cargada de complicidad, como si estuvieran tramando algo a sus espaldas. Estaba segura de que la prioridad de George en aquel asunto eran los negocios, pero se apostaba el cuello a que su madre había intervenido con otros fines.
«Tengo entendido que recientemente se ha divorciado de su esposa.»
La tensión le agarrotó los hombros. Su vida había dado un giro de ciento ochenta grados en los últimos días y ya no tenía ningún interés en volver a ver a Joseph.
—Cariño, ya veo que has dejado a tu hermana en muy buena compañía —comentó Calista.
Ashley seguía charlando con Richard Wayman y no parecía irle tan mal. Sonreía y participaba en la conversación.
Las palabras de su madre terminaron por confirmarle sus temores. Desde hacía unos meses, a raíz del trigésimo quinto cumpleaños de Ashley, Jennifer ya había notado que Calista solía sacar a colación el tema de lo mucho que le gustaría ser abuela. Empezaba a preocuparle que el reloj biológico de sus hijas siguiera su curso sin que ninguna de las dos presentara síntomas de buscar una pareja estable con la que tener hijos.
Aquello le hizo pensar en él.
—Creo que habéis conocido a Luc Coleman —soltó para cambiar de conversación.
—Sí. Le hemos agradecido su ayuda en el rescate de ese pobre hombre al que nunca debiste socorrer tú sola —dijo Calista.
Jennifer asintió, estaba claro que iba a escuchar ese reproche durante mucho tiempo.
Esperaba que alguno de los dos dijera algo más sobre Luc, pero un empleado del hotel se acercó a George para informarle de que ya estaba todo listo. A continuación, su padre se aclaró la voz para anunciar en voz alta a sus invitados que ya podían tomar asiento porque la cena estaba a punto de servirse. En la entrada al salón se había colocado un cartel ensartado en un soporte de metal donde se mostraba un esquema con las mesas numeradas y los nombres de los invitados que debían ocupar cada una de ellas, así que todo el mundo se dirigió a sus respectivos asientos.
A Jennifer no le quedó otro remedio que dejarse llevar por la situación, ya tendría ocasión de hablar con Luc después de los postres.
Compartía mesa con Ashley, sus padres y la familia Bishop, como en otras cenas de negocios a lo largo de los años. La silla que había a su derecha estaba reservada para Joseph Stigers, que irrumpió en el salón de un modo apresurado cuando los camareros comenzaban a servir los entremeses. George y Calista se levantaron de la mesa en primer lugar para recibirle y Jennifer aprovechó ese momento para beber un buen trago de vino blanco. Ashley, que se había enterado de que Joseph acudiría a la cena cuando preguntó quién ocuparía la silla vacía, fue la única que supo entender lo incómoda que a Jennifer le hacía sentir esa situación, pues solo ella estaba al tanto de la aventurilla que había tenido con el ingeniero naval.
Realizadas las presentaciones formales con la familia Bishop, a los cinco minutos de conversación le quedó muy claro que el interés que Joseph sentía por ella, tanto en lo profesional como en lo personal, continuaba intacto. Jennifer, por el contrario, había perdido el suyo. Los encantos naturales de Joseph residían en su sonrisa abierta, en la mirada directa de sus atractivos ojos verdes y en la habilidad de meterse a la gente en el bolsillo con su don de palabra, pero ninguno de ellos prendió en ella la antigua chispa.
Sus padres estaban encantados, los Bishop también se mostraron muy abiertos en la conversación, Ashley mantenía una postura neutral, y Jennifer apretaba los dientes cuando su padre hacía algún comentario intencionado:
«Hace unas semanas, Jennifer finalizó un curso de patrón para embarcaciones de recreo, aunque todavía no tiene un barco con el que salir a practicar.»
Esa había sido la indirecta que le lanzó a Joseph cuando el ingeniero hizo alusión al barco de vela que acababa de adquirir. Claramente, le estaba poniendo en bandeja que invitara a su hija a ir con él.
—Suelo salir a navegar los domingos por la tarde, bordeo la bahía, me meto en alta mar y doy media vuelta. Estaría encantado de que vinieras conmigo —le dijo, centrando su atención en ella.
—Claro, te avisaré cuando tenga una tarde libre.
—Los domingos por la tarde siempre estás libre —intervino George.
«Joder, papá, ¿por qué no te centras en tus negocios y dejas de meterte en mi vida privada?»
Estaba exasperada, le apetecía levantarse y salir fuera para tomar un poco el aire. Resultaba agotador simular que las conversaciones que nacían en la mesa eran de su interés cuando, en realidad, desconectaba la mente sin cesar. No podía dejar de mirar hacia la mesa de Luc para propiciar un nuevo cruce de miradas.
Él estaba sentado casi en el otro extremo del salón, en la misma mesa que su compañero Kenny y otros trabajadores de la empresa. La orientación de estas permitía que los dos pudieran verse con facilidad, sin que hubiera obstáculos que entorpecieran la visión. Cada vez que Luc elevaba la mirada de su plato para clavar los ojos en ella, Jennifer se sentía como si no hubiera nadie más en aquel salón excepto ellos dos. Sus ojos negros tenían un matiz insistente aquella noche, así como un brillo de deseo que le aceleró la sangre.
Comió un poco más de su delicioso pastel de cangrejo y bebió vino para refrescarse, aunque consiguió el efecto contrario.
Aprovechando que Stuart Bishop había tomado la palabra y todos lo escuchaban con interés, Ashley se acercó para hablarle cerca del oído.
—Supongo que Luc ha venido a la cena, porque no despegas la vista del fondo del salón.
—Sí, ha venido —susurró.
—¿Y no vas a decirme quién es?
—Está sentado junto al tipo de la coleta rubia. Es el moreno de los ojos oscuros.
—Me lo figuraba, solo quería cerciorarme. Si después de los postres necesitas ayuda para que distraiga a Joseph y así puedas ir en su busca..., puedes contar conmigo.
Era grato que aun sin ser Luc digno de su confianza, Ashley estuviera dispuesta a echarle un cable.
—Gracias —murmuró.
La cena continuó en la misma línea hasta después de los postres. Conforme los platos de un riquísimo chess pie se iban vaciando, los invitados fueron abandonando las mesas para acudir nuevamente al área de recepción, donde los camareros ya estaban preparados para regalarles el paladar con toda clase de cócteles y bebidas alcohólicas.
En su círculo nadie tenía prisa por levantarse, y como Joseph había focalizado casi toda su atención en ella, se le estaba haciendo complicado encontrar un punto muerto que le permitiera excusarse para abandonar la mesa.
—Dime, ¿qué tienes que hacer mañana? —le preguntó, girando un poco la silla hacia ella a la vez que adoptaba una postura cómoda sobre el respaldo—. Si vienes conmigo te dejaré guiar la embarcación hasta la bahía. Tal vez hasta alta mar.
—El domingo por la noche tomo un avión hacia Chicago.
—¿Viaje de negocios?
—Sí, estaré allí unos días, así que tengo que preparar la maleta y organizar un poco el trabajo. Tal vez en otra ocasión.
Joseph la miró con sus inteligentes ojos verdes captando sus reticencias.
—¿Tus padres te han dicho que me he divorciado? Pensé en ti mientras firmaba los papeles hace menos de una semana. Ahora soy un hombre libre.
Jennifer se aclaró la garganta mientras una sonrisa poco entusiasta revoloteaba en las comisuras de sus labios.
—Sí, me lo han dicho. Pero las cosas han cambiado bastante en las últimas semanas.
—¿Estás con alguien?
Ojalá pudiera decirle que sí.
Luc vació una nueva copa de vino para aguantar la velada. Sus compañeros hablaron todo el tiempo de deportes, de mujeres y de trabajo, pero a un hombre como él, que había estado alejado de cosas tan esenciales durante tantos años, se le hacía difícil mostrarse participativo en la conversación. Aun así, dio su opinión en lo que pudo. Sus compañeros lo respetaban y lo escuchaban pero mantenían con él las distancias. Todo el mundo sabía que «había matado a alguien» y eso no favorecía su integración en ningún grupo. Kenny lo tenía bastante peor que él pues, además de ser un exconvicto, su personalidad podía llegar a resultar tan repelente que originaba el rechazo en los demás.
Luc dejó de intervenir en la charla durante los postres, cuando Michael Harris hizo comentarios sobre «lo buena que estaba» Jennifer Logan.
—Es una putada que nos hayan colocado a un suplente, podría haberse quedado ella hasta que regresara Alley, ¿no os parece?
—Los pantalones le marcaban un culito de infarto. A mí no me hubiera importado aguantar su mala leche unas cuantas semanas más —aseguró Henry, soltando una gran risotada que se extendió por toda la mesa.
—¿Habéis visto a su exnovio? —preguntó Rick, uno de los empleados más antiguos de la empresa—. Ese cabrón sí que muestra buen gusto con las mujeres. La morenaza que se sienta a su lado tiene un buen polvo.
—He oído por ahí que se van a casar dentro de poco —agregó Michael.
Luc ya había llegado a la conclusión de que el tipo del traje gris claro que no se separaba de la morena del vestido rojo debía de ser Nick. Lo había observado un poco, y no alcanzaba a comprender qué habría visto Jennifer en un tío tan estirado. Llevaba el pelo engominado, se sentaba en la silla como si se hubiera tragado una estaca y tenía las manos tan blancas y las uñas tan perfectas que incluso a esa distancia se notaba que se hacía la manicura. Saltaba a la vista que era el típico hijo de padres ricos, al que todo se lo habían dado hecho en la vida.
—La hermana de la jefecilla también está bastante buena. ¿Creéis que tengo alguna posibilidad con ella? —sonrió Kenny, mostrando su dentadura cariada—. Cómo me gustaría hundir la lengua en ese coñito rubio hasta dejarla seca.
Se hizo un repentino silencio en la mesa, donde el deje lascivo de Kenny no despertó la simpatía de nadie. A él le dio igual, continuó murmurando groserías mientras hincaba la cuchara en el chess pie. Luc se lo quedó mirando, aconsejándole que mesurara el contenido de sus comentarios, pero Kenny le respondió con una provocadora sonrisa con la que parecía estar diciéndole: «¿Qué problema tienes? ¿Acaso tú no te has comido ya el de la jefecilla?».
Luc confiaba en que no fuera tan idiota de poner voz a sus pensamientos porque, como lo hiciera, esta vez sí que no frenaría el impulso de estamparle un puñetazo.
—¿Y quién es el tío que no se despega de la jefa? Se la está comiendo con la mirada —comentó Henry.
—No estoy seguro, pero creo que andan negociando algo con él. Me parece que es de la competencia —explicó Rick, al tiempo que se rascaba la barriga—. Hace seis meses se presentó en el muelle, ¿no lo recordáis? Estaba casado, pero se rumoreaba que se acostaba con Jennifer Logan.
—¿Creéis que el padre la utiliza como moneda de cambio para negociar con sus adversarios? —rio Michael por lo bajo.
Aquel estúpido comentario sí que despertó las risas de los demás, a excepción de Luc, que volvió a beber hasta que las carcajadas se apagaron. Le sorprendió no romper el cristal de la copa, de tan fuerte como la había apretado mientras escuchaba todas aquellas necedades. Cómo le habría gustado ponerlos a todos en su lugar. Por desgracia, no podía hacerlo sin ponerse él mismo en evidencia.
Alguien cambió de tercio y regresó al tema de lo bien que estaban jugando los Ravens de Baltimore durante la nueva temporada.
—Qué idiotas son estos tíos —murmuró Kenny por lo bajo—. No saben hablar de otra cosa que no sea de fútbol y de mujeres. Pringados. Se la suda que toda esta gentuza los esté exprimiendo como limones mientras se llenan los bolsillos a su costa.
—Realizan un trabajo digno, y al menos no tienen a un agente de la condicional pegado a sus culos, pendiente de cada movimiento que hacen las veinticuatro horas del día —refutó Luc, hastiado de tener que escuchar esa misma monserga una y otra vez—. También hay personas decentes entre todas esas a las que llamas gentuza.
Kenny soltó una carcajada ahogada y el chess pie estuvo a punto de salírsele de la boca. Luc retiró la mirada.
—¿Sabes una cosa, tío? —Volvió Kenny a la carga—. La inmensa mayoría, por no decir todos estos ricachones de mierda, se pegan unas fiestas de puta madre y se colocan hasta las cejas con la coca con la que yo traficaba.
—¿Adónde quieres llegar? No son estos richachones los que te han metido en la cárcel, sino la justicia.
—Me importa una mierda quién haya sido. Estoy asqueado de aguantar esta porquería. —Hincó la cuchara en el dulce y prosiguió con el repetitivo discurso que Luc había escuchado hasta la saciedad a lo largo de los años—. Una vez fui un tío grande, ¿sabes? La pasta me sobraba y tenía a mi alcance a todas las tías buenas que me salieran de los cojones. Quiero recuperar mi jodida vida.
—Te deseo suerte en el intento, pero no esperes que vaya a visitarte cuando vuelvas a dar con tus miserables huesos en la cárcel.
—¿Ni siquiera me mandarás una postal? —bromeó, con tono meloso.
Alguien en la mesa comentó algo que suscitó el interés de Kenny, y Luc prefirió aislarse del grupo mientras terminaba de saborear el postre. Su compañero era un completo imbécil. Esperaba que el miedo a regresar a la cárcel lo hiciera recapacitar sobre la idea de volver a caer en el tráfico de drogas, pero no las tenía todas consigo.
En algunos aspectos, a Luc le costaba no compartir los rígidos pensamientos de Kenny respecto a las clases sociales, ya que él había tenido la desgracia de conocer a un auténtico mafioso que había hecho uso del dinero y del poder para lograr sus propósitos y destrozar la vida de otras personas. Como la de Allison. No obstante, sabía que no todos los ricos eran iguales. Muchos eran respetables y buenas personas, como la familia Logan, por ejemplo.
Pero una cosa era que hubiera gente honesta dentro de ese nivel social, y otra muy diferente que Luc encajara en él.
Sintió con más fuerza que nunca que el mundo de Jennifer y el suyo estaban separados por un abismo que ningún puente podía cruzar.
Pensó en lo que Rick había dicho hacía unos minutos. Todo apuntaba a que el hombre que se sentaba al lado de Jennifer debía de ser el mismo al que ella hizo referencia hacía unos días, cuando él le preguntó sobre su última relación sexual.
«Fue con un conocido de mi padre. Él era un hombre casado.»
Luc no vio ninguna alianza matrimonial en las manos de aquel tipo, además había ido solo a la cena y miraba a Jennifer como si fuera la última botella de agua del desierto. No le sorprendía que lo tuviera hechizado, aquella noche su belleza se había multiplicado por mil para hacerla resplandecer con más brillo que la lámpara que había sobre sus cabezas. Robaba color al resto de mujeres que, a su lado, parecían grises y sombrías. Se había dejado el cabello suelto, una cascada de sedoso oro que descansaba sobre la piel blanca de sus hombros, apenas cubiertos por los finos tirantes de un vestido en tono champán que se amoldaba a su cuerpo como si fuera una segunda piel.
Desde que la había visto en el cóctel de bienvenida, la necesidad de volver a poseerla lo estaba martirizando. Apenas podía pensar en nada que no fuera separarle los muslos y hundir la lengua en su vagina para comprobar cómo sabía.
La miró y todas sus necesidades se triplicaron al toparse con el azul zafiro de sus ojos, esos que no habían dejado de observarlo durante toda la cena. Él tampoco había podido dejar de hacerlo.
Observó al tipo que se esmeraba en seducir a Jennifer y deseó que se saliera con la suya. Esperaba que al final de la noche terminara en su cama de sábanas de seda y le hiciera olvidar que alguna vez habían vuelto a verse. Ese deseo se llevó el sabor dulce del chess pie y le dejó en la boca un profundo amargor que lo impelió a ponerse en pie y recuperar su chaqueta del respaldo de la silla. Tomaría unas copas en cualquier garito y se arrancaría de la lengua el asqueroso sabor que se deslizaba hacia la garganta. Aún estaba a tiempo, y ella también lo estaba.
—¿Te largas? —preguntó Kenny.
—Sí, me apetece tomar el aire.
—Yo me quedo, ¡hay barra libre!
Luc le dio unos golpecitos en el hombro.
—Que la disfrutes.
Se despidió de sus compañeros de mesa y aprovechó que muchos invitados ya se habían levantado para acudir al área despejada de recepción, para así confundirse entre ellos y no llamar la atención con su marcha.