Capítulo 4

LA contundencia de sus palabras debería haber sido suficiente para que Jennifer diera media vuelta y se marchara por donde había venido, pero sus pies se negaban a despegarse del suelo. No quería creerle.

Interpuso el vaso de agua entre los dos y se lo llevó a los labios para refrescarse la garganta, que se le había quedado seca. Después se la aclaró y alzó la mirada hacia él, dejándole ver que no la había convencido.

La persistencia de Jennifer era como un arma de doble filo. Por un lado, le crispaba todas las puñeteras fibras nerviosas del cuerpo pero, por otro lado, era admirable que pusiera tanto empeño en defender sus ideas.

Luc se había acercado tanto que su perfume le llegó en suaves y cautivadoras oleadas. Si la memoria no le fallaba, seguía utilizando la misma fragancia. El aroma era tan personal y distintivo, con ese toque afrutado que le recordaba a las mañanas de verano mientras el tren cruzaba las tierras colindantes a la bahía Chesapeake, que algunos recuerdos asociados a él regresaron sin permiso a su memoria.

Durante un instante, vio su propia mano acariciando los cabellos rubios que le enmarcaban la cara, el día que cometieron el error de apearse en la estación equivocada. En el intervalo de unos segundos, rememoró cuánto amor y deseo habían reflejado sus ojos azules, el mismo que él sintió por ella. También visualizó el curso que habían trazado sus dedos sobre la piel sedosa de su escote, y cómo se habían internado bajo la tela del vestido blanco hasta llegar a rozar los pezones. Recordó a la perfección los besos desenfrenados, la lacerante excitación, el tacto de su pubis resbaladizo bajo las bragas, la dolorosa erección que no llegó a satisfacer... Lo recordó todo.

El fogonazo de los recuerdos le cegó y le electrificó, como si acabara de abrir los ojos al potente flash de una cámara fotográfica, como si acabara de tocar una alambrada cargada de electricidad.

Le dio la espalda para hacer desaparecer de su mente las insidiosas imágenes y se dirigió a la lámpara que había sobre la mesa auxiliar para encender la luz.

—¿Qué tal con Paul Harrison? Tiene fama de ser un capataz muy exigente y un poco déspota con los trabajadores. ¿Te trata bien?

Ya que no pensaba marcharse y sacarla por la fuerza no era una opción a tener en consideración, Luc necesitaba un trago que le ayudara a digerir la presencia de Jennifer, tanto en su casa como en su vida. Regresó a la cocina, sacó una lata de cerveza del frigorífico y tiró de la anilla.

—¿Déspota? Yo no lo definiría de esta manera exactamente. —Luc había convivido con el despotismo de los funcionarios de la prisión durante muchos años así que, en comparación, Harrison le parecía un manso corderito—. A los dos nos gusta el trabajo bien hecho. No hay ningún problema.

Alzó la lata para beber un trago, uno tan largo que poco le faltó para apurarla. Jennifer lo observó aguantando la respiración. Luc solo bebía, pero había algo tan sexual en él que en cualquier pequeño gesto o detalle encontraba una gran dosis de erotismo. El movimiento de su nuez la embelesó, pero una fuerza superior la obligó a descender la mirada por el magnífico torso oculto bajo la sencilla camiseta blanca. No se detuvo allí y continuó inspeccionando el terreno hasta llegar a la entrepierna de sus vaqueros desgastados. Recordó que se había masturbado pensando en él y en lo que ocultaba su bragueta, y un tórrido calor le arrasó las mejillas.

—Por el contrario, eso que comentas es lo que se dice de ti —apuntó Luc.

—¿De mí? —El asombro de su comentario la devolvió a la realidad, y Jennifer se señaló con el dedo mientras él asentía—. ¿Los operarios dicen que soy déspota y exigente?

—Solo los que te conocen, claro.

Jennifer hizo un mohín, mostrándose en desacuerdo.

—Eso no es cierto. Nadie que haya trabajado conmigo ha afirmado algo así jamás.

—Pues estás equivocada. Además, yo añadiría que eres terca como una jodida mula y que no respetas los condenados deseos de los demás. —Apuró la cerveza, arrugó el envase con una mano y lo lanzó al cubo de la basura. Después, se apoyó en la barra americana y cruzó los brazos—. ¿Hasta cuándo vas a quedarte en el muelle?

Luc dejó bien claro que deseaba que volviera a encerrarse entre las cómodas cuatro paredes de su despacho en Downtown.

—Recursos humanos todavía no ha encontrado un candidato válido, pero están en ello. —Acarició la pulida superficie de cristal del vaso y cambió el peso a la otra pierna—. La inhabilitación para desempeñar tu profesión... ¿es irreversible o podrás volver a ejercerla cuando cumplas tu condena? A lo mejor te parece una pregunta tonta pero no estoy muy puesta en algunas leyes del sistema penal.

—Nunca volveré a apagar fuegos, al menos esos a los que te refieres.

—A lo mejor existe algún método, he leído algo sobre certificados de rehabilitación. Podría informarme.

—No existe ningún método. Ya te he dicho que esta es mi vida ahora, así que no hagas nada y deja las cosas como están —le advirtió, haciendo uso de un tono mucho más severo.

—Solo intento ayudar.

—Nadie te ha pedido que lo hagas.

La luz ámbar de la lamparilla se derramaba sobre las piernas desnudas de Jennifer, volviendo su piel del color de la miel. Vestía una falda corta de color blanco, con un estampado en tonos azul oscuro que hacía juego con el top de tirantes que llevaba. Como había engordado unos pocos kilos, no solo sus caderas estaban más redondeadas, sino que los pechos también se apreciaban más llenos que cuando él tuvo el placer de acariciarlos. Jennifer Logan era un regalo para la vista, y ella debía de pensar lo mismo de él, a juzgar por cómo lo miraba.

Ya que ninguna de sus tácticas intimidatorias estaba dando resultado, decidió probar otra muy distinta que lo hizo sentir como un majadero mucho antes de ponerla en práctica. Pero no le quedaban más opciones con las que ahuyentarla.

Una cosa era que Jennifer le mirara con indudable deseo y otra diferente que se dejara llevar por él. En dos minutos estaría fuera de su casa.

—Acabo de caer en la cuenta de que sí hay algo que podrías hacer por mí.

El hecho de que el tono de Luc se volviera más íntimo e insinuante hizo que las alarmas de Jennifer se pusieran en funcionamiento.

—¿El qué?

—¿Sabes qué es lo que más se echa de menos cuando se está entre rejas?

—Supongo que la libertad, claro.

—El sexo —la contrarió. Luc se retiró de la barra americana y se acercó a ella con lentitud, sosteniéndole la mirada—. Diez años sin tocar a una mujer, sin olerla ni saborearla, sin poder entrar en ella es demasiado tiempo. Una puta tortura.

—Supongo que ese inconveniente ya lo habrás solventado —comentó con resolución, aunque por dentro se sentía como un flan de gelatina.

«¿Estaba insinuando que quería tener sexo con ella?»

—Todavía no. Aunque sabes perfectamente que estoy en ello —sonrió él.

Ella puso cara de chica inocente.

—Bueno, solo lo imagino.

—No lo imaginas, lo sabes —insistió.

A Jennifer se le disparó el corazón cuando Luc internó la mano en el bolsillo delantero de sus vaqueros y extrajo una pulsera que le mostró, extendiendo la palma de la mano frente a sus atónitos ojos.

—¿La reconoces?

Jennifer alzó la placa de oro blanco y leyó la inscripción que había por detrás. Allí rezaba su nombre y su apellido.

—Es... ¡Es mi pulsera! —exclamó con desconcierto—. Me la regalaron mis padres cuando me gradué y desde entonces la llevo puesta. El otro día la eché en falta y... ¿Dónde la has encontrado? ¿En el muelle? —Elevó la mirada hacia sus insondables ojos negros.

—En el interior de una tienda de comestibles que hay al cruzar la calle desde el muelle. Estaba en el suelo, frente a la puerta del almacén.

El estómago se le convirtió en un bloque de cemento y Jennifer rogó para que se abriera un socavón bajo sus pies y la tierra se la tragara antes de tener que admitir que había estado allí. Pero el suelo siguió firme, al contrario que su determinación, que empezó a resquebrajarse.

Cogió la pulsera de la palma de su mano y la guardó en un pequeño bolsillo de la falda.

—El cartel de la puerta exterior indicaba que la tienda estaba abierta y por eso entré —se defendió—. Estaba esperando a que la dependienta saliera a atenderme cuando oí... gemidos en el interior. Me pareció que alguien podía estar malherido, así que me acerqué al almacén.

—¿Confundiste nuestros jadeos con que alguien pudiera estar malherido? —Sonrió, aquello sí que tenía gracia—. Da igual, no tienes que darme explicaciones de ningún tipo. —Luc dio un paso que le acercó un poco más a ella—. Solo quiero saber lo que sentiste al vernos.

—¿Cómo dices? —Se quedó petrificada—. Me marché en cuanto descubrí que me había equivocado. No me dio tiempo a sentir nada salvo... vergüenza. Dejasteis todas las puertas abiertas, ¡cualquiera que hubiera entrado podría haberos visto!

—¿Por qué te haces la ofendida? Sé perfectamente que no echaste una simple miradita, te quedaste observándonos todo el tiempo a través de la rendija hasta que nos corrimos. Sentí tu presencia, aunque jamás habría imaginado que se trataba de ti. Después encontré la pulsera.

«Tocada y hundida.»

—No sabía que eras tú. No te reconocí.

—¿Eso habría cambiado algo? —Sus labios sensuales se mantuvieron pegados—. Me resultaría muy triste enterarme de que no tienes vida sexual, que no hay ningún hombre que te haga gritar de placer y que no te queda más remedio que conformarte con atisbar a hurtadillas cómo follan los demás.

Jennifer agrandó los ojos.

—¿Es necesario que seas tan grosero?

—No es peor ser grosero que ser una fisgona. —Como no se decidía a marcharse, Luc hizo uso de artillería más pesada. Le quitó el vaso de agua de la mano y la tomó de la muñeca. Percibió un ligero temblor en ella y también notó que las pulsaciones se le habían alterado. Sus ojos azules lo miraban, dejando entrever una mezcla letal entre temor y deseo que no hizo más que avivar su propio deseo de tocarla de un modo íntimo. «Ni se te ocurra»—. Yo podría ser ese hombre, aquí y ahora. Estoy seguro de que has mojado las bragas fantaseando con que eras tú la que estaba en el lugar de la chica de la tienda.

Jennifer no daba crédito a lo que escuchaba. Había que hacer malabarismos mentales para asimilar que el Luc soez e insolente que tenía delante era el mismo Luc cortés, educado y sensible del que una vez se enamoró.

Dando un tirón, retiró la mano que él tenía sujeta.

—Creo que... Será mejor que me marche —musitó, con las facciones crispadas.

Dio un paso atrás para huir de la asfixiante cercanía de su cuerpo y recuperó el bolso. Después se dirigió hacia la puerta.

Luc siguió sus movimientos sin abrir la boca. En cierta forma, y aunque no le enorgullecía su modo de proceder, asustarla para que replegara velas le produjo cierto alivio. Con algo de suerte, la habría ofendido lo suficiente para que nunca más volviera a incordiarlo.

Jennifer colocó la mano sobre el pomo de la puerta y lo apretó con la intención de hacerlo girar, pero le faltó decisión para abrirla. Se quedó allí quieta, con el cerebro inundado de emociones turbulentas, a la espera de reunir los arrestos suficientes para largarse de allí. Pero en lugar de acumular agallas para marcharse, las acumuló para lanzarle una pregunta directa.

Sin soltar el pomo, se dio la vuelta y lo miró.

—Si te metieron en la cárcel hace diez años, tuvo que suceder muy poco tiempo después de que nos viéramos por última vez. ¿Cuándo rompiste con Meredith?

Luc no cabía en sí del asombro. Aunque Jennifer no lo había expresado en voz alta, saltaba a la vista que había asimilado perfectamente el hecho de que se hubiera cargado a un tío. Es más, seguro que pensaba que sus motivos debían de haber estado justificados para perpetrar un acto así. La confianza que depositaba en él era abrumadora y se preocupaba más por saber cuándo había roto con su novia.

Harto de que sus esfuerzos por sacarla de allí no dieran ningún resultado, metió las manos en los bolsillos, endureció el semblante y le habló alto y claro.

—No fui a reunirme contigo en la estación de Langham, Jennifer. Aclaré mis ideas y me di cuenta de que a quien amaba era a Meredith. Cuando rompimos, fue por motivos que solo nos atañían a nosotros dos.

Jennifer lo observaba muy seria, haciéndose la dura para controlar el exceso de emociones que le ocasionaron sus palabras. Agachó la cabeza un momento y emitió un suspiro tembloroso mientras su mano continuaba apretando el tirador. Cuando la alzó, la tristeza que ensombrecía su mirada revelaba que ella sí había ido a Langham. Una información que Luc no habría querido conocer jamás.

—Ahora deberías marcharte —la invitó, con el tono algo más moderado.

—¿Y qué pasará si no lo hago? ¿Harás que cierre la boca y nos limitaremos a tener la misma clase de sexo que tuviste el otro día con esa... con esa mujer de la tienda?

—No te pareció tan sucio cuando te quedaste mirándonos todo el rato. Y sí, eso es lo único que sucederá si te quedas —le confirmó, asintiendo con la cabeza para subrayar sus palabras—. Te miro y solo veo a una rubia preciosa con un buen par de tetas y un culo estupendo. Ya no eres más especial que el resto; pero, por el respeto que una vez te tuve, te invito a que te largues si no quieres que tus dulces recuerdos queden empañados para siempre.

Jennifer apretó los dientes, sulfurada. No lo creía. ¡No podía hacerlo! Se negaba a considerar esa idea. Por el contrario, otra muy diferente se encendió como una bombillita en su cerebro para tratar de dar respuesta a su inaudito comportamiento. Soltó el tirador y clavó una mirada incisiva en él.

—No estás hablando en serio.

—¿Cuánto te apuestas? —Luc sacó las manos de los bolsillos y las colocó sobre las caderas.

—Solo intentas humillarme. Crees que hablándome como si fuera una más de las mujeres con las que debes de estar acostándote, saldré corriendo y me alejaré de ti. Pero sabes muy bien que si me quedo, por mucho que te lo propongas, no vas a ser capaz de darme el mismo trato.

A Luc se le formó una sonrisa fría, que lo hizo parecer inmune a sus razonamientos.

—No has venido hasta aquí vestida de ese modo para soltarme una monserga de psicología barata, ¿verdad? —Jennifer sintió una oleada de indignación mientras él proseguía hablando desde la hiriente ironía que brillaba en sus ojos negros—. Por mí puedes creer lo que te plazca, Jennifer, me da absolutamente igual, pero volveré a dejártelo bien claro, por si no has entendido cuáles son tus dos opciones: o te largas de una puñetera vez, o te desnudas y cierras el pico.

La teoría de Jennifer comenzó a tambalearse, pero se resistió a pemitir que sus burdas palabras la afectaran en su presencia. Tragó saliva y habló con firmeza.

—Si accediera a lo segundo, sé que después te odiarás a ti mismo.

Luc se rio de su argumento, como si acabaran de contarle el chiste más gracioso que hubiera escuchado nunca, mientras ella mantenía erguida la barbilla y se resistía a sus ofensas. Cuando la risa menguó, se miraron fijamente durante algunos segundos, en un pulso de poderes, hasta que ella se retiró de la batalla accionando el picaporte para marcharse de allí.

Las piernas le temblaban y el corazón le latía más deprisa mientras recorría el pasillo hacia la escalera.

A su espalda, escuchó que una puerta se abría y que unos pasos decididos se acercaban rápidamente a ella. Jennifer parpardeó para hacer desaparecer la incipiente humedad que le cubrió los ojos y cuadró los hombros.

—Te acompañaré hasta tu coche —le dijo Luc con el tono seco, al darle alcance.

—No es necesario que te molestes. He aparcado al otro lado de la calle.

—Lo haré de todos modos. Ya te he dicho que este vecindario no es seguro.

Curtis Hume blasfemó por lo bajo cuando tuvo más o menos claro que, al menos esa noche, no iba a haber sexo entre aquellos dos. Por los fragmentos de conversación que había podido escuchar, el bastardo de Coleman estaba deseando tirársela, y lo que estaba claro era que ella había acudido hasta allí con esa intención. Después había sucedido algo que la había hecho cambiar de opinión. Algo que Curtis no alcanzó a comprender porque ella hablaba demasiado bajo.

Entonces la rubia sexy se aproximó a la puerta y él dejó de tocarse la polla por encima de los pantalones para ponerse en movimiento. En lugar de regresar a su apartamento, abandonó el umbral de la puerta de su vecino rumbo a las escaleras.

Ya en la calle, buscó refugio entre las sombras del solitario parque que había frente al edificio y esperó mientras se fumaba un cigarrillo. Quería volver a verla, quería tener su recuerdo fresco para cuando volviera a cascársela esa noche.

Desde que la había acorralado en el pasillo, desde que había olido su aroma a hembra mezclado con el perfume caro y ella había reaccionado a su presencia con tanta repugnancia, no cesaba de fantasear con la idea de cómo sería forzarla, de qué sentiría al tenerla aplastada bajo su cuerpo, con las piernas atrapadas y las muñecas bien sujetas por encima de la cabeza mientras la empalaba una y otra vez. Curtis no podía parar de imaginar lo potentes que serían sus gritos y lo violentos que serían sus forcejeos.

Volvió a empalmarse de inmediato.

Lo más probable era que se tratara de una de esas ricachonas con fantasías raras en el sexo. Lo mismo le excitaba que se la tirara un tipo de mala reputación y luego se arrepentía de sus actos. Hasta que reaparecía el cosquilleo y regresaba a los bajos fondos para saciárselo.

Coleman y la joven salieron por la puerta del edificio, y Curtis dio una honda calada a su cigarrillo mientras les observaba cruzar la calle hacia un Ford Mustang de color azul que había estacionado a unos metros de distancia.

Ella lucía una expresión tan sombría como la noche que ya les envolvía.

Coleman esperó en la calzada a que ella se metiera en el coche. Una vez dentro, la rubia dijo algo que obtuvo una concisa respuesta por parte de él y, a continuación, se puso en marcha. Vio cómo se alejaba calle abajo mientras el círculo rojo de su cigarro atraía la atención de su vecino.

Las miradas se cruzaron durante algunos segundos por encima de los setos, la de Coleman belicosa y la suya jactanciosa, pero no hubo ningún cruce de palabras. Ahora no había razón alguna por la que pudiera acusarle de algo, así que el tipo regresó al edificio mientras Curtis observaba los pilotos traseros del coche. Sin apartar la vista de ellos, él también se puso en movimiento y caminó hacia su coche. Sería interesante descubrir dónde vivía. No tenía nada mejor que hacer a esas horas.

Aquella noche Jennifer apenas pudo dormir. Le costó un buen rato conciliar el sueño y, cuando por fin pudo hacerlo, se despertó con tanta frecuencia que a la mañana siguiente se sentía más cansada que cuando se había metido en la cama.

Su cabeza estaba tan colapsada de pensamientos y de recuerdos que ni siquiera se concentró en la lectura del periódico mientras se bebía el café de todas las mañanas en la cafetería que había debajo de su casa.

El estómago se le agitó cuando llegó al puerto y vio a los trabajadores tomar posiciones, mientras maniobraba para estacionar el coche. Descubrió la presencia de Luc al instante, que en esos momentos salía de una de las casetas de los operarios, vestido con el traje de faena.

«Te miro y solo veo a una rubia preciosa con un buen par de tetas y un culo estupendo. Ya no eres más especial que el resto.»

Aquellas duras palabras le habían aguijoneado el corazón, y cada vez que había abierto los ojos durante la noche, se le habían anegado de lágrimas. No obstante, seguía sin creérselo. Por muy traumática que hubiera sido su estancia en la cárcel, no era posible que Luc se hubiera olvidado por completo de lo que una vez sintieron el uno por el otro. No era creíble que intentara equipararla a mujeres anónimas con las que solo había tenido sexo.

Jennifer cruzó la zona portuaria hacia las casetas, a la vez que mantenía la vista fija en Luc que, junto al resto de compañeros de su cuadrilla, recibían instrucciones de Harrison. Sintió su mirada en la lejanía, pero él no se la mantuvo más que unos escasos segundos. Sin embargo, fueron suficientes para que Jennifer se percatara de que su presencia allí lo incomodaba.

Se puso el uniforme de capataz y se preparó para afrontar un nuevo día de trabajo en el muelle. Las múltiples tareas que había que desempeñar allí la distraían de otros asuntos, y cuando disponía de unos minutos libres se dedicaba a contestar las llamadas telefónicas que se le iban acumulando en el teléfono móvil. Durante las horas de trabajo, se afanaba en ser profesional y lo ponía todo de su parte en no buscar un contacto de miradas con Luc. Pero eso era imposible. Sentía su presencia incluso cuando él no estaba a la vista.

Pasadas las ocho de la tarde, acudió a la oficina para enviar unos cuantos correos electrónicos antes de marcharse a casa. Se quitó el casco y se revolvió el cabello con la mano, al tiempo que miraba a través de la pequeña ventana. Los operarios ya abandonaban el muelle tras el fin de la jornada laboral y Luc apareció en su campo de visión, ajeno a su escrutinio. Caminaba hacia la calle Boston en compañía de Peterson y de otros compañeros. Emocionalmente, incluso durante los años en los que no supo nada de su vida, había estado más cerca de él que de nadie a quien hubiera conocido jamás; ahora que solo les separaban unos metros, sentía una distancia abismal.

Mientras lo observaba alejarse, se vio asolada por un malestar general que la hizo suspirar entrecortadamente. Permaneció en esa posición durante varios minutos, hasta mucho después de que Luc hubiera desaparecido de su vista.

Cuando se recompuso, envió los correos electrónicos pendientes y luego hizo una llamada a Ashley. Solo habían pasado veinticuatro horas desde que le había pedido que intercediera para conseguir el expediente judicial de Luc, pero estaba impaciente por recibir noticias. Ashley le comentó que se lo había comunicado a su amiga Casey la noche anterior, y que esta le había dicho que los trámites tardarían unos días.

—¿Qué tal tu cita de anoche? —le preguntó, cuando agotaron la conversación sobre el expediente.

Jennifer daba por hecho que había sido un fracaso, puesto que no la había llamado para informarla al respecto.

—¿Alguna vez has salido con un tío que tenga tatuado en el pene el nombre de su actriz favorita? —le preguntó Ashley—. Me lo confesó mientras cenábamos.

Jennifer arrugó la nariz.