Capítulo 2
AL atardecer, se dejó caer extenuada sobre el asiento del coche. Sentía los pies destrozados por las horas que había pasado en pie con los tacones, antes de comprarse los zapatos planos. Encendió el motor y puso el aire acondicionado. Pensó en ir directamente a su despacho antes de marcharse a casa ya que, aunque había resuelto cuestiones importantes a través del teléfono, algunos temas eran más delicados que otros y requerían su presencia. Echó un vistazo al reloj de pulsera y decidió que se había hecho demasiado tarde. Hasta su padre se habría marchado ya.
Se incorporó al tráfico de la calle Boston y puso rumbo hacia el centro mientras pensaba cómo diablos iba a compatibilizar ambos trabajos hasta que recursos humanos encontrara un sustituto. La oferta de empleo ya se había colgado en una página web y se habían inscrito muchos interesados, por lo que las entrevistas comenzarían al día siguiente. Mientras tanto, no le quedaba otro remedio que levantarse más pronto de lo que tenía por costumbre para pasarse por la oficina antes de acudir al muelle.
Jennifer residía en un espacioso ático en el distrito de Downtown —el corazón financiero y comercial de Baltimore—, junto al complejo deportivo Camden Yards. Decidió comprar allí su primera vivienda, aunque el bullicio del barrio ya no le parecía tan fascinante como cuando era jovencita. En los últimos años le atraía mucho más la tranquilidad de los distritos vecinos. Sin embargo, mucho se temía que en ninguno de ellos encontraría el paraíso que era la terraza de su casa. Orientada hacia el puerto, desde la altura de la vigesimotercera planta tenía unas vistas espectaculares de toda la ciudad, desde las zonas más cercanas y turísticas de Inner Harbor hasta las más alejadas e industriales en Canton, Locust Point o Dundalk.
Bajo un cielo que explosionaba en los colores del atardecer, Jennifer se sentó en su silla de mimbre favorita y se dispuso a cenar los restos de pizza del día anterior acompañados de una copa de vino, mientras observaba la gran actividad que tenía lugar en toda el área del puerto. Siempre la había fascinado contemplar las idas y venidas de los barcos, tanto era así que, cuando tenía trece años, conoció a un chico en el paseo marítimo que la convenció para que se colaran en la bodega de uno de los buques con la intención de partir a alta mar. Menos mal que un operario los sorprendió escondidos detrás de unos contenedores de mercancías antes de zarpar.
Sonrió con aire evocador. Se llamaba Zack y se hicieron inseparables durante aquel verano, cuando ambos residían en Canton. Poco tiempo después, Jennifer y su familia se mudaron al centro y nunca más volvió a verlo ni a saber nada de él. Muchas veces se acordaba y se preguntaba qué habría sido de su vida.
Zack fue su primer amor. Él le dio su primer beso en las inmediaciones del centro de entrenamiento del Baltimore Blast, el equipo profesional de fútbol sala de la ciudad, una tarde de agosto, cuando paseaban cogidos de la mano por el parque Canton. Fue un beso tierno y muy sentido, inocente, aunque los que le siguieron ya no lo fueron tanto.
Sin embargo, el verdadero amor de su vida había sido Luc.
Y también el que más la había hecho sufrir.
Bebió un trago de vino para bajar el último bocado de pizza y para retirar esos pensamientos. En la lejanía, vio el buque en el que había trabajado durante todo el día y una cosa llevó a la otra. Su mente regresó a la puerta entornada del almacén de la trastienda, empeñada en recrear la escena hasta que volvía a sentir el placentero hormigueo recorriéndole la entrepierna. Se removió en la silla y sacudió la cabeza para hacer desaparecer las imágenes, ¡pero no había forma! Recordó el ímpetu con el que la boca masculina devoraba el sexo de la mujer, el modo feroz con que el pene le bombeaba las entrañas haciendo que ella empinara las nalgas exigiéndole más, mucho más... Jennifer se sintió arder, como si se hubiera encendido una mecha en su interior. Hacía tiempo que no tenía relaciones sexuales y tampoco las había echado de menos, pero ahora... era como si todo el deseo que dormitaba se le hubiera despertado de golpe.
Al cabo de un rato, llenó la bañera con agua templada y se fue desvistiendo frente al espejo de cuerpo entero. Mientras lo hacía, observó su desnudez con detalle, poniendo especial atención en las zonas más femeninas. Tenía treinta y tres años, y aunque no solía hacer deporte salvo cuando salía a caminar por el puerto, poseía un metabolismo que funcionaba de maravilla, ya que quemaba todas las grasas sin el menor esfuerzo, haciendo que siempre se mantuviera delgada.
El paso del tiempo todavía no había causado estragos en su silueta. Los senos y las nalgas estaban firmes, el vientre liso y los músculos de las piernas conservaban toda la elasticidad. Nunca fue la clase de mujer voluptuosa y de curvas pronunciadas como la chica de la tienda, pero los hombres con los que había estado la habían deseado.
—Aunque no de esa manera —susurró, al tiempo que se recogía el cabello con una goma en lo alto de la cabeza.
Se metió en la bañera con la copa de vino que no había terminado de beber y la dejó en una esquina. Apoyó la cabeza en un extremo y emitió un suspiro placentero al sumergir los brazos en el agua templada, que fue relajándole los doloridos pies hasta mitigar el dolor. Pero había una parte de su cuerpo que no conseguía calmarse. Al menos, no con un baño espumoso.
Jennifer llevó la mano hacia el punto de unión de los muslos y acarició el vello del pubis durante algunos segundos. Después, internó los dedos en la ansiosa hendidura y rozó los labios vaginales con caricias superficiales, hasta que el inocente jugueteo le pareció insuficiente. Entonces flexionó las piernas y las separó todo lo que el ancho de la bañera le permitió, para que los dedos pudieran acceder y maniobrar con mayor libertad.
Acarició el clítoris de camino a la vagina y luego introdujo el dedo índice con lentitud, repitiendo la operación varias veces hasta que la penetración le originó una punzada deliciosa que le recorrió el vientre. El calor interior creció a medida que los músculos se dilataban, lo que le permitió alojar también el dedo corazón.
Jennifer se removió bajo el agua buscando una nueva postura que le facilitara incrementar la rapidez de las caricias. Aunque se estaba esforzando denodadamente por dejar la mente en blanco, la imagen de aquel hombre de físico impresionante retornó a su cabeza con tanto detalle que ya no la pudo sacar de allí.
Caderas masculinas que impactaban salvajemente contra las nalgas de la joven, un pene grande y de aspecto granítico que se clavaba con crudeza en las ansiosas entrañas... Imitó el movimiento con los dedos, imaginando que era él quien la penetraba, que era su polla la que encajaba en su vagina, la que le estaba provocando esos gozosos calambrazos que le agitaron la respiración y le endurecieron los pezones.
Echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y abrió los labios para respirar por la boca. Le excitó tanto aferrarse a la fantasía de que estaba siendo follada por ese tipo que el placer comenzó a llegarle de manera apresurada. Jennifer abandonó el candente refugio de la vagina, apresó el clítoris bajo la yema de los dedos y lo estimuló con furiosos círculos al tiempo que imaginaba que eran unos dedos largos y fuertes los que los trazaban, hasta conducirla con asombrosa velocidad al orgasmo.
Jennifer gimió, se retorció bajo el agua y deslizó los talones sobre la pulida superficie, haciendo que el agua se agitara y rebasara el borde de la bañera hasta caer al suelo. Al alcanzar el pico más alto, se llevó la palma de la mano a los labios y los aplastó para acallar los estridentes jadeos, temerosa de que sus vecinos pudieran oírla. Después, poco a poco, su cuerpo convulso fue quedando laxo y las aguas revueltas se aquietaron.
Suspiró hondamente, con los ojos todavía cerrados y la mente aferrada al recuerdo del hombre que le había brindado aquel orgasmo tan brutal. ¡Se sentía en la gloria! Un poco más tarde, cuando los efectos del clímax se amortiguaron, abrió los ojos a la realidad y no puedo evitar sentirse ofuscada. Nunca había tenido fantasías eróticas con un sujeto como aquel. De acuerdo, el tío estaba buenísimo, pero a saber qué clase de delito habría cometido.
—Anoche la poli hizo una visita al edificio donde vivo.
—¿Llevas cuatro días en la calle y ya te has metido en problemas? —comentó Coleman con tono sarcástico.
—Fue por culpa del malnacido que vive justo enfrente. Una vecina avisó a la pasma porque, por lo visto, el tipo le estaba dando una paliza a su novia. A mí me despertaron los golpes y los gritos —explicó, mientras maniobraba con la carretilla elevadora y sacaba un nuevo palé del contenedor—. ¿A que no sabes a quién le hicieron una visita esos estúpidos? —Coleman asintió a su lado—. Establecieron la relación y pensaron que se trataba de mí, así que tiraron la puerta abajo y se presentaron en mi dormitorio. Antes de que se dieran cuenta de que habían metido la pata, les ofrecí una gloriosa visión de mi culo. —Soltó una ácida carcajada—. Si llegan a aparecer media hora antes, me habrían encontrado tirándome a Jessica.
—¿Quién es Jessica?
—La hermana de un conocido. Es prostituta y hace unas mamadas increíbles, aunque es un poco cara. No tengo la suerte que tú, que puedes permitirte a todas las tías que te salgan de los huevos sin pagar ni un jodido centavo. —Kenny apiló la nueva mercancía junto al resto y volvió a por otro palé—. Soy traficante de drogas, ¡no un puto maltratador de mujeres! —masculló con rabia, al tiempo que se alejaba.
Aquel era el injusto precio que todo el que había estado en la cárcel debía pagar a su salida. Daba igual cuál fuera el delito que hubieras cometido, cuando a tu alrededor tenía lugar algún hecho delictivo, fuera de la índole que fuera, todas las sospechas siempre recaían en el mismo.
Coleman observó la mugrienta coleta de Kenny y pensó que aquel tipejo se merecía que le ocurriera aquello. No sentía ninguna simpatía hacia los traficantes de drogas. Los violadores y los camellos le revolvían las tripas, pero aguantaba la compañía de aquel desgraciado porque, por triste que pareciera, era la única persona fuera de los muros de la cárcel con la que sentía un mínimo de afinidad.
Mientras su compañero entraba con la carretilla en el contenedor para extraer otro palé, él se ocupó de registrar y fotografiar la mercancía que Kenny iba depositando en el muelle con el grabador de datos generales.
—Por cierto —reanudó la conversación una vez salió al exterior—, ¿no crees que la jefecilla está bastante buena?
Coleman alzó la vista del aparato y la fijó en la distancia. La subdirectora acababa de salir de la oficina y se dirigía a un grupo de hombres que maniobraban con una de las grúas, mientras revisaba unos papeles que llevaba en las manos.
El primer día se había presentado en el muelle con un bonito vestido veraniego que fue el tema de conversación principal de todos sus compañeros durante los dos días posteriores. Ahora llevaba el uniforme de trabajo, pero ni el chaleco reflectante amarillo, ni los pantalones holgados, ni el casco que recogía y ocultaba su larga melena rubia disminuían su belleza.
Devolvió la atención al grabador, y lo manipuló para almacenar las últimas fotografías que había tomado.
—Lo está —contestó con parquedad.
—Vamos, no te hagas el tonto. —Kenny mostró una sonrisa sibilina que dejó al descubierto una dentadura que jamás había pasado por las manos de un dentista—. No soy el único que se ha dado cuenta de que te busca con la mirada y de que se le hace el chochito agua cada vez que te ve.
—Creo que la falta de sexo te ha derretido el poco cerebro que tenías.
Kenny soltó una carcajada.
—No me digas que no piensas hacer nada para tirártela. ¡Pero si lo está deseando! Solo le falta llevarlo escrito en la cara.
Coleman clavó la mirada en los glaciales ojos de su compañero, convencido de que estaba ante el ser más estúpido del planeta.
—¿Me tomas por un imbécil? Esa mujer es la subdirectora de la empresa y su padre, el jefazo. No pienso hacer nada que pueda poner en peligro mi puesto de trabajo.
—¿A esto lo llamas puesto de trabajo? —Chasqueó la lengua y movió la cabeza en sentido negativo.
—Por si no te has percatado, no estamos en posición de elegir uno mejor.
—Habla por ti, amigo. Yo no pienso pasarme el resto de mi vida trabajando para que otros se enriquezcan a mi costa. Esta basura no está hecha para mí.
—¿Ah, no? ¿Y qué piensas hacer para evitarlo? Porque a menos que seas tan idiota de volver a la mierda en la que estabas metido, no tienes muchas opciones.
—Esta nunca descansa —aseguró, dándose unos golpecitos en la cabeza con los dedos manchados de nicotina—. Así que ya se me ocurrirá algo mientras tú te mueres de asco en esta apestosa ciudad. A lo mejor planeo secuestrar a la subdirectora y pedir un rescate. ¿Crees que el padre estaría dispuesto a pagar cien de los grandes por recuperar a su hijita? ¿Tú qué piensas? Podríamos idear esto juntos.
Coleman movió la cabeza lentamente.
—Pienso que hablas demasiado. Deberías cerrar la bocaza y dejar de soltar gilipolleces antes de que el capataz nos llame la atención.
Volvió a concentrarse en su tarea para dar la conversación por concluida. No le apetecía seguir escuchando sus planes para hacer dinero fácil. Por supuesto, no le creía capaz de perpetrar algo tan descabellado como lo que acababa de sugerir, no lo consideraba tan inteligente. Sin embargo, estaba claro que tarde o temprano se metería en algún lío que le llevaría a volver a dar con sus afilados huesos en la cárcel.
Algunas horas después, cuando el sol ya había descendido y las oscuras aguas del puerto adquirieron el tono anaranjado del atardecer, Coleman se las apañó para dar esquinazo a Peterson y largarse solo del muelle. Tenía mejores cosas que hacer que tomarse unas cervezas en su compañía para recordar anécdotas sobre su estancia en la trena.
Mientras estuvo en prisión, las dos únicas cosas que deseaba hacer una vez quedara en libertad eran echar un polvo y acudir al cementerio de Greenmount. Aunque no necesariamente en ese orden. Si lo había invertido había sido por pura cobardía.
Había dedicado los últimos años de su vida a endurecerse, tanto por dentro como por fuera, hasta el punto de que a veces tenía la sensación de que se había pasado de rosca porque ahora era incapaz de sentir nada que no fuera un profundo asco hacia todo lo que lo rodeaba. Y era mucho mejor así. Si no sientes, no hay dolor. Por eso mismo, le inquietaba el hecho de enfrentarse a una situación que de antemano sabía que le afectaría. No iba a ser fácil plantarse ante su tumba.
Al tomar la calle Boston en dirección norte, la vio junto a su coche, cerca del astillero. Volvía a calzar zapatos de tacón, que combinaban con un vestido azul de tirantes que se le ajustaba a las caderas y dejaba al descubierto unas piernas muy bonitas. Podría haber retrocedido y dar un rodeo, ella no lo habría visto porque estaba de espaldas, con la puerta del maletero abierta y las manos metidas en él; no obstante, decidió continuar su camino porque no tenía ningún sentido rehuirla.
Tarde o temprano tendrían un encontronazo en el muelle, así que era mejor que se produjera en ese momento, lejos de la mirada de todo el mundo.
El lenguaje corporal de Jennifer era indeciso, no parecía estar muy segura de lo que se traía entre manos. Mientras se acercaba, la vio frotarse la frente con gesto desesperado antes de sacar del maletero la rueda de repuesto y la caja de herramientas, que dejó sobre el suelo. Se agachó junto al neumático izquierdo trasero, que estaba completamente desinflado, y observó las herramientas con el ceño fruncido a la vez que maldecía por lo bajo.
Coleman fue aflojando el ritmo de sus pasos hasta que se detuvo a su lado. Ella alzó la cabeza hacia el cielo y sus ojos se encontraron.
—¿Necesitas ayuda? —preguntó él, señalando la rueda pinchada con un gesto de cabeza.
Jennifer no reaccionó.
Los ojos se le agrandaron perceptiblemente y los labios se despegaron como si fuera a decir algo que no llegó a pronunciar. Sus pupilas lo escrutaban, haciendo que se le intensificara la mirada y que el azul de sus ojos se agitara como las aguas del mar. Entonces recuperó la compostura de golpe y se puso en pie casi de un salto, propinándole a la caja de herramientas una patada que hizo que volcara, arrojando su contenido sobre el asfalto.
—¿Luc? ¿Eres tú?
—El mismo —asintió.
Jennifer no salía de su asombro. De todas las sorpresas que podía depararle la vida, aquella era la más inesperada. Y la más grata, aunque estaba demasiado conmocionada para transmitir nada que no fuera desconcierto.
—Pero tú... ¡Estás trabajando en el muelle!
—Imaginé que de lejos no me reconocerías. Ha pasado mucho tiempo.
—Diez años. —Calculó rápido, como si pensara en ello todos los días—. No puedo creer que hayamos estado tan cerca y no te haya reconocido.
—Estoy algo cambiado —admitió—. Tú, por el contrario, sigues igual de guapa.
Cuando la conoció, Jennifer era una bonita joven de veintitrés años que escondía su delgadez bajo ropas holgadas que no la favorecían demasiado. Ella decía que comía con buen apetito, pero que la presión de compaginar las prácticas laborales que estaba realizando en Washington con sus estudios de máster en dirección de empresas en la Universidad de Baltimore no la dejaban engordar ni un solo gramo. Ahora tenía el rostro más lleno, los pechos más voluptuosos y las caderas más pronunciadas. Un maravilloso paisaje de curvas femeninas que destacaban bajo la tela de un vestido caro.
—¿Por qué... por qué no te has acercado a saludarme? Hace días que trabajas en el muelle, me ves a diario.
—Bueno, no quería ponerte en un aprieto delante de todo el mundo.
—¿Ponerme en un aprieto?
Él elevó ligeramente una ceja y ella comprendió que se refería a que había estado en prisión.
«Luc ha estado en la cárcel.»
Aquella era una realidad difícil de digerir. ¿Cuál habría sido el motivo y durante cuánto tiempo habría estado encerrado? Se había llevado una impresión tan grande al volver a verlo que ese asunto había pasado a un segundo plano.
Se quedó pensativa, a la vez que hacía espacio en su cerebro para encajar toda la información. No solo acababa de enterarse de ese suceso tan truculento, unido al hecho de que trabajaba como operario en su empresa; además, Luc era el hombre al que había espiado mientras mantenía relaciones sexuales con la dependienta de la tienda.
Sintió que el estómago se le encogía.
—No lo habrías hecho, no me habrías puesto en un aprieto —respondió al fin, con convicción.
Él la observó como si dudara de la veracidad de su afirmación, pero no dijo nada al respecto y dio un giro a la conversación.
—Me da la impresión de que es la primera vez que te propones cambiar la rueda de un coche.
—Es la primera vez que pincho.
—Te echaré una mano.
—Gracias. No sabía ni por dónde empezar.
Jennifer se hizo a un lado para que él pudiera agacharse frente a la rueda. Primero recuperó las herramientas que habían quedado esparcidas por el suelo para ir dejándolas en la caja, y luego colocó el gato debajo del coche. Le explicó la manera de hacerlo para que pudiera apañárselas ella sola si volvía a ocurrirle algo similar. Mientras accionaba la manivela para elevar el vehículo, Jennifer se pasó los dedos por la frente con ademán nervioso. Por alguna razón que se le escapaba, él se estaba comportando como si aquella inesperada situación fuera poco menos que un encuentro casual entre dos personas que se veían a diario, y que no tenían nada especial que contarse.
—La rueda tiene un buen pinchazo. Te aconsejo que la lleves a reparar cuanto antes porque la de repuesto es de galleta y no puedes circular mucho tiempo con ella —le explicó.
¿«Rueda de galleta»? ¿Que la llevara a reparar cuanto antes? Jennifer dejó de frotarse la frente y se agachó a su lado mientras él retiraba las protecciones de los tornillos. Hacía dos minutos el pinchazo era la mayor de sus preocupaciones, pero ahora solo era un incidente sin importancia comparado con la irrupción de Luc en su vida. Inspiró un par de veces antes de organizar sus pensamientos.
—Pensé que nunca más volvería a verte después de... —Tragó saliva, no era el momento ni el lugar para sacar a colación ese tema—. Me alegra mucho que ahora estés aquí.
—A mí también. —Le dedicó una mirada fugaz antes de devolver la atención a la tarea que le ocupaba. Hasta él se dio cuenta de que el tono impasible que empleó no se correspondía mucho con el contenido de sus palabras. No deseaba adentrarse en esos terrenos—. Se rumorea que tuviste que escalar todos los peldaños de la empresa hasta llegar donde estás. Recuerdo cuando decías que tu padre te haría sudar la gota gorda antes de asumir un puesto directivo y yo lo ponía en duda. Por lo visto no te equivocabas.
—En el fondo le agradezco que lo hiciera, así nadie puede acusarme de que no he llegado hasta aquí por méritos propios.
—¿Cómo fue?
—¿El qué? ¿Mi ascenso? —Luc asintió—. Bueno, tras terminar el máster y finalizar las prácticas, comencé por abajo. Fui capataz portuario durante los primeros años, luego pasé a desempeñar un montón de trabajos de oficina inferiores a mi categoría y hace unos meses me nombró subdirectora —resumió, pues no le apetecía malgastar el tiempo hablándole de su carrera profesional.
—Te felicito por ello. Trabajaste muy duro y te lo merecías.
Ella sonrió apenas.
Tras su último encuentro, diez años atrás, Jennifer había imaginado cientos de veces cómo sería si alguna vez el destino volvía a cruzar sus caminos, pero nunca llegaba a una conclusión clara. ¿Se comportarían como si nunca hubieran dejado de verse o, por el contrario, no tendrían nada que decirse? Ella estaba bloqueada y Luc parecía impasible.
Se aclaró la garganta mientras deslizaba la mirada por su atractivo perfil, sin encontrar excesivas semejanzas con el hombre que una vez conoció.
—¿Tú cómo estás?
—Bueno, he estado mejor, aunque también he estado peor. No puedo quejarme. ¿Me pasas la llave de cruceta? —Ella echó un vistazo a la caja de herramientas y vaciló—. Es la más alargada.
Jennifer se la tendió y Luc comenzó a aflojar los tornillos.
Se fijó en sus manos grandes y fuertes, en cuyo dedo anular ya no estaba el anillo de compromiso de antaño, ni ninguna alianza matrimonial. ¿Cuándo se habrían separado él y Meredith? ¿Habría sido antes de ingresar en prisión, cualquiera que hubiera sido esa la fecha, o durante su estancia en la misma? Había demasiadas preguntas que deseaba hacerle, pero todas eran tan espinosas y él se mostraba tan poco receptivo que no se atrevía a formular ninguna.
Jennifer volvió a aclararse la garganta y, de un modo sutil, trató de adentrarse en esos temas.
—¿Qué sucedió para que ahora... estés aquí, trabajando en Naviera Logan?
—Es una historia muy larga de la que rara vez me apetece hablar —respondió con sequedad, al tiempo que retiraba la rueda averiada y comenzaba a encajar la de repuesto—. Digamos que, a veces, la vida tiene sus propios planes.
Luc le dedicó una sonrisa forzada que no hizo más que acrecentar su desconcierto.
—Eso es cierto —admitió—. Y entre los planes que tenía reservados para mí, no entraba Nick. Nos separamos poco tiempo después de...
Decidió callar. No estaba preparada para que aquel acontecimiento que tanto la hirió y que solo superó con el paso del tiempo ahora volviera a afectarle en su presencia. Además, percibió que a Luc se le había agravado la expresión, dando a entender que no le apetecía lo más mínimo continuar por aquellos derroteros. Quizás más adelante, cuando las emociones no estuvieran tan alteradas.
Luc se sintió cómodo en el silencio posterior. Se había percatado de que sus dedos también estaban desnudos, de que ninguna alianza matrimonial los decoraba, pero eso fue todo lo que quiso saber al respecto.
Comenzó a colocar los embellecedores de los tornillos ante su atenta mirada, que se había abstraído en el movimiento de sus manos sobre la rueda. Él ya suponía que le haría preguntas, era lo más lógico, pero no iba a contestar a ninguna de ellas. Tampoco iba a preguntarle a ella sobre las cuestiones que quedaron flotando en el aire, aquellas que lo torturaron durante los primeros años en la cárcel.
Luc sentía que su pasado ya no le pertenecía y, por lo tanto, no quería saber nada de él.
Cuando Jennifer quiso darse cuenta, Luc ya accionaba el mango del gato para devolver el coche a su posición original.
—Ya está listo. —Se puso en pie y guardó la rueda pinchada en el maletero, junto a la caja de herramientas. Jennifer le indicó que cogiera un poco de papel industrial que guardaba allí dentro para que pudiera quitarse la suciedad de las manos—. Acude cuanto antes a un taller —le repitió.
—Lo haré. Gracias por todo.
Él asintió.
Comenzó a frotarse las manos con el trozo de papel que había arrancado de la bobina, haciendo que los músculos de los antebrazos y los bíceps se tensaran. Cuando lo conoció, Luc era un hombre extremadamente atractivo, aunque ya poco quedaba de aquel joven delgado, con el pelo corto y el afeitado apurado que la había encandilado tanto con su físico como con su personalidad. Ahora era mucho más corpulento y atlético. Jennifer había tenido ocasión de verlo desnudo y la boca todavía se le hacía agua. El cabello le había crecido hasta taparle las orejas y el cuello, y la barba de varios días que no se afeitaba por pura dejadez le endurecía los rasgos, ya de por sí muy marcados.
Su aspecto descuidado pero saludable enfatizaba su masculinidad, pero había algo que estropeaba el atrayente conjunto, y era la mirada deshumanizada de sus ojos negros. ¡Con lo llenos de vida que habían estado en el pasado! Jennifer quería saber con detalle qué era lo que los había vaciado.
Pero... ¿por qué, de repente, se sentía tan nerviosa?
—¿Te apetece que... tomemos un café?
—No puedo, tengo cosas que hacer.
—¿No pueden esperar un rato?
—Llevan esperando demasiado tiempo.
Luc cerró la puerta del maletero y después arrojó el papel sucio a una papelera que había a su alcance.
—¿Estarás libre mañana por la tarde? ¿A esta hora más o menos?
Jennifer no conocía las razones por las que su actitud con ella era tan fría y distante, como si fuera una extraña a la que veía por primera vez en su vida. Cierto que habían pasado diez largos años desde la última vez que supieron el uno del otro, durante los cuales él había vivido una experiencia que debía de haberlo marcado muchísimo, hasta el punto de modificar su carácter. No obstante, la relación que los unió fue tan especial e intensa que no estaba dispuesta a dejarlo marchar así como así.
Necesitaba saber tantas cosas...
Luc expulsó el aire con lentitud y se frotó la barbilla con el dorso de la mano antes de dejar las cosas claras entre los dos.
—Me ha alegrado volver a verte y saber que todo te van tan bien, pero lo que hubo entre tú y yo, nuestra amistad y todo lo demás, pertenece al pasado. No hay nada de él que me apetezca recuperar. Del Luc que tú conociste ya solo conservo el nombre.
Pensar en lo que una vez fue, así como en todo lo que tuvo y perdió, le causaba tanto tormento que llegó un momento, muchos años atrás, que se insensibilizó. Era la única forma de seguir adelante con el resto de su patética vida. Luc lamentaba tener que ser tan duro con ella, y que los aires sentenciosos con los que acababa de aclararle que no deseaba tener ningún tipo de relación en el presente la hubieran dejado sin palabras y sumida en un estado de profunda desilusión.
Luc rodeó su brazo y lo apretó ligeramente. Su piel era tan suave como recordaba.
—Cuídate —le dijo, con el tono algo más calmado.
Después, se marchó.