Capítulo 6

JENNIFER condujo de regreso a casa de manera instintiva porque su mente estaba en otra parte, muy lejos de la calle Boston, ajena a los semáforos, a las señales de tráfico y al resto de vehículos que circulaban a su alrededor.

El sentimiento que mejor definía su estado de ánimo era la desolación. ¿Y si era cierto? ¿Y si por mucho que se empeñara en sacarlo a la superficie, el Luc al que ella conoció se había desvanecido para siempre? Al principio se negaba a creerlo, pero ya no estaba tan segura de que las experiencias que había vivido y que se negaba a compartir no le hubieran transformado en otro hombre. Un hombre sin alma, incapaz de sentir algo que no fuera hambre, frío, sed o placer carnal, que únicamente se movía para aplacar los instintos. Ella solo había sido un cuerpo con el que satisfacerse, no había existido ni el más mínimo gesto afectuoso por su parte.

La cárcel debía de haber destruido su capacidad para establecer vínculos emocionales. Eso explicaría que ni siquiera hubiera querido besarla. Besar era un acto mucho más íntimo que el sexo.

Las luces de las farolas y de los semáforos se emborronaron conforme ahondaba en su revoltijo de emociones. Quiso detener sus efectos pero no pudo, y las lágrimas anegaron sus ojos hasta que todo se diluyó, formándose una masa amorfa de luces y sombras.

Jennifer parpadeó para recuperar la visión y señalizó una repentina maniobra para girar a la izquierda y abandonar la calle que la llevaba a casa. A continuación, tomó una calle perpendicular que conducía al muelle de Fells Point y avanzó hasta toparse con el perímetro que delimitaba el paseo. Tras aparcar en las inmediaciones de un parque, cogió el bolso y echó a andar hacia el puerto mientras se secaba las lágrimas con los dedos.

El suave oleaje mecía un conjunto de botes amarrados y chapoteaba contra la madera de sus cubiertas. El sonido tranquilizador la invitó a acercarse a la solitaria orilla, junto a la que se detuvo para observar los reflejos plateados que la luna menguante arrancaba a las oscuras aguas de la bahía. El aroma a sal penetró en sus fosas nasales y Jennifer lo inspiró hasta que los pulmones se hinchieron, pero el nudo que tenía en la garganta no se le aflojó.

Inspeccionó los sombríos alrededores y encontró un banco cercano en el que poder sentarse. La brisa nocturna se encargó de enfriarle la piel, que todavía ardía, y de atemperar su agitación interior mientras se acomodaba y contemplaba con pesar la cadencia sinuosa de las embarcaciones.

Luc había sido un amante generoso que le había brindado dos fabulosos orgasmos. No obstante, Jennifer los habría cambiado por una mirada sincera, por cualquier gesto o detalle que le hubiera acercado a ella de un modo emocional y no solo físico.

Como sucedió durante sus encuentros diarios en el tren que les llevaba a Washington, diez años atrás...

Como cada mañana, ella había atravesado las instalaciones de la estación Camden hacia los andenes, en particular hacia el tren que salía a las siete en punto hacia Washington D. C. Con el billete en la mano para localizar el vagón y el asiento, se había ajustado las correas de la cartera al hombro y se la había pegado al costado mientras guardaba cola para subir al tren. En cuanto tomó asiento junto a la ventanilla, sacó un cuaderno y un libro de la cartera y se dispuso a estudiar un poco de español durante la hora que duraba el trayecto.

A su alrededor, los pasajeros iban depositando las maletas en los respectivos compartimentos y se iban sentando, impregnando el vagón con el matutino aroma a café que desprendían los envases de plástico.

Estaba concentrada en anotar una serie de palabras en el cuaderno, cuando la voz de un hombre requirió su atención.

—Perdona, creo que este es mi asiento.

Ella había dejado la cartera y la chaqueta de lana en el contiguo, pues rara vez los vagones iban llenos a esa hora tan temprana.

—Lo siento, no me había dado cuenta.

Colocó la chaqueta sobre el reposabrazos y la cartera en el suelo, junto a los pies, y luego regresó a su tarea mientras el atractivo joven se acomodaba a su lado. Él tuvo que echar un poco el asiento hacia atrás para no incrustar sus largas piernas en el de delante. Después, sacó un libro de una mochila y empezó a leer en cuanto el tren se puso en movimiento.

Durante los quince primeros minutos cada uno se había ocupado de sus asuntos, hasta que ella comenzó a exasperarse por la infinidad de conjugaciones verbales que había. Sin poder evitarlo, se le escapó alguna que otra maldición por lo bajo.

—¿Problemas con el español? —preguntó el pasajero de al lado.

Se sintió avergonzada. Con sus crispados murmullos, seguro que no le dejaba concentrarse en la lectura. Jennifer alzó la cara de su libreta y lo miró, topándose con unos profundos ojos negros que tenían una mirada muy magnética. Sin embargo, que la oscuridad de sus iris pareciera inescrutable, dando la sensación de que en su interior encerraba millones de inconfesables secretos, no la incomodó al margen de lo atractivo que era sexualmente. Todo lo contrario, le transmitió confianza.

—Sí —sonrió, dando unos golpecitos con el bolígrafo sobre el papel—. En español, los tiempos verbales tienen una terminación diferente para cada persona. ¿No es para volverse loco? Es imposible memorizar todo esto. Lo intenté en secundaria, cuando lo escogí como asignatura optativa, pero se me dan tan mal los idiomas que aprobé por los pelos.

—Cuando era pequeño encontré una fórmula para hacerlo, como cuando aprendes las tablas de multiplicar. A mí me funcionó bastante bien.

—¿Sabes español?

—Mi abuela materna era española. Obligó a mi madre a tomar clases privadas cuando era una niña, y luego ella hizo lo mismo conmigo. No quería que renunciáramos a nuestras raíces. —Luc observó que en los ojos azules había prendido un brillo de esperanza. Estaba claro que deseaba que compartiera con ella esa fórmula que le había ido tan bien—. ¿Me permites? —Señaló el cuaderno con la cabeza.

—¡Claro!

Ella se lo tendió junto con el bolígrafo y pasaron los siguientes cuarenta y cinco minutos enfrascados en los verbos, las conjugaciones, los tiempos y las personas. Luc hizo un esquema para revelarle el método que él había utilizado para memorizar con rapidez el proceso que a ella se le estaba atragantando. Cuando por fin lo hubo captado, se sentía tan agradecida que estuvo a punto de acercarse para darle un beso en la mejilla.

Una azafata anunció por el intercomunicador que estaban llegando a la estación Union de Washington. Ella comenzó a guardar su material de estudio en el interior de la cartera al tiempo que él hacía lo propio con el libro, al que apenas había prestado atención.

—Siento no haberte dejado leer —se disculpó.

—¿Esta novela? No te preocupes, es un rollazo —sonrió, echando el cierre a la mochila—. Me ha venido bien practicar el idioma, hace siglos que no lo hablo. A propósito, me llamo Luc.

Antes de que el tren se detuviera, ella le había tendido la mano para estrechar la de él, sin esperar que el breve contacto fuera a erizarle el vello de la nuca.

—Yo soy Jennifer.

—Encantado, Jennifer.

—Igualmente, Luc. Y gracias por tu ayuda.

—De nada. Ha sido entretenido.

Él salió primero al pasillo central, donde otros pasajeros ya se habían puesto en pie. Aunque todo parecía indicar que a partir de ahí cada uno seguiría su camino, al bajar del tren Luc la esperó en el andén y luego hicieron el trayecto juntos hacia la boca del metro.

—¿Eres de aquí o de Baltimore? —le había preguntado él.

—De Baltimore, pero vengo a Washington todos los días entre semana. —Luc alzó una ceja oscura y ella entró en detalles—. Me gradué hace unos meses y ahora estoy haciendo las prácticas en una empresa de aquí.

—¿Por qué tan lejos de casa?

—La empresa es de un amigo de mi padre. Tiene un departamento de inmigración en el que muchos hispanos se presentan para encontrar trabajo, así que pensé que sería la ocasión perfecta para desempolvar mi español que, como habrás comprobado, está completamente oxidado. —Pasaron junto a las solemnes columnas de escayola del vestíbulo principal, cuyas arcadas estaban vigiladas por las figuras de legionarios romanos—. ¿Y tú? ¿Eres de Washington o también estás aquí por motivos laborales?

—Por motivos laborales. Cuando estuve listo para presentarme a las pruebas, me enteré de que en Washington buscaban personal, así que las realicé aquí y me contrataron.

—Deja que lo adivine. —Ella se lo quedó mirando con los ojos entornados mientras trataba de relacionar su aspecto físico, delgado pero atlético, alto pero ágil, con el desempeño de una profesión concreta—. Debes de ser policía, bombero, militar o algo por el estilo. No te veo sentado todo el día detrás de un ordenador, te pega más una profesión de riesgo.

—Eres muy sagaz —asintió, con un atisbo de sorpresa—. Soy bombero.

—¿Ves? Lo sabía. —Esbozó una sonrisa espléndida que arrojó luz a sus preciosos ojos azules—. ¿Y también viajas desde Baltimore a diario?

—Siempre que los turnos me lo permiten, especialmente cuando trabajo de día. A Meredith le daría un infarto si no lo hiciera.

Ella intuyó que la mujer a la que acababa de nombrar debía de ser su novia pero, como era una persona muy discreta, no le preguntó al respecto.

Una vez hubieron llegado a la boca del metro que Luc debía coger en dirección a Shady Grove, ella le dijo que haría el resto del camino andando, pues la empresa del amigo de su padre estaba al cruzar la calle.

Se habían despedido allí pero, ya en el primer encuentro, el tiempo que pasó al lado de Luc dejó un extraño poso en su interior que impidió que se tomara el suceso como una mera anécdota. A la mañana siguiente, cuando volvió a subirse al tren de la estación Camden de Baltimore y buscó su asiento en el vagón, su mirada inquieta hizo un barrido hasta que lo encontró sentado en la penúltima fila.

Él la vio de inmediato y ella correspondió a su saludo desde la distancia, esbozando una sonrisa contenida. Luc le indicó que se acercara con un gesto de la mano y ella acudió a su lado, olvidándose de su asiento.

El día anterior, Luc ya le había parecido un chico muy atractivo, pero ahora que volvía a tenerlo enfrente comprobó que no lo había idealizado. Tenía el cabello negro, muy corto, la mandíbula cuadrada, los ojos grandes y oscuros y los labios carnosos. Además de un cuerpo impresionante, tanto por su estatura como por su constitución. Ella ya se había percatado de cómo lo miraban las otras mujeres.

—Buenos días —lo saludó con simpatía.

—Buenos días. —Él se mostró complacido por haber vuelto a coincidir con ella—. ¿Preparada para una nueva sesión de español? —inquirió, señalando la cartera que colgaba de su hombro.

—Sí, aprovecho cualquier momento libre para sumergirme en el fascinante mundo de los verbos españoles —comentó con ironía.

—¿Por qué no te sientas conmigo y practicamos?

Con su invitación, ella había sentido una especie de pellizco en el corazón. El hecho de volver a verlo y compartir viaje con él la alegraba en exceso, y quizás por esa razón debió interponer ciertas distancias, pero no fue capaz de hacerlo.

—¿Y si alguien reclama este asiento?

—Le pediremos amablemente que ocupe el tuyo.

Y así, con el contacto diario de sus mutuos viajes a Washington, mientras el tren se desplazaba a toda velocidad a través de las verdes llanuras colindantes a la bahía Chesapeake, habían ido estableciendo una relación amistosa. En un principio, estuvo basada en las lecciones de español que Luc le daba con tanta paciencia y dedicación pero poco a poco, con el paso de los días, dejaron de ser el pretexto que utilizaban para buscar la compañía del otro. Cuando el asiento de al lado estaba ocupado por otra persona, le pedían con cortesía que se cambiara de sitio. Si alguien ponía objeciones, entonces buscaban dos plazas libres que estuvieran juntas.

Charlaban animadamente durante todo el trayecto. A ella le encantaba hablar con Luc sobre cualquier cosa que se le viniera a la cabeza, y a él le sucedía lo mismo. Daba igual el tema en el que se enfrascaran; por insustancial que fuera, siempre terminaba convirtiéndose en algo interesante, hasta el punto de que ella comenzó a odiar que el tren llegara a su destino.

Cuando el tiempo que pasaban juntos comenzó a ser insuficiente, Luc propuso que tomaran un café en cualquiera de las múltiples cafeterías de la estación Union. Como a ambos les sobraban unos minutos hasta que comenzara su jornada laboral, se acostumbraron a desayunar antes de acudir a sus respectivas obligaciones.

Compartir desayuno ayudó a que se creara una atmósfera mucho más íntima y relajada, y así fueron descubriendo que tenían formas parecidas de pensar sobre las cuestiones importantes de la vida, y también muchas aficiones en común, como el cine, la literatura o la música. Y lo que era más importante: tenían un sentido del humor similar, pues les hacían reír las mismas cosas. La compatibilidad que existía entre los dos era tan alta que ella comenzó a compararlo con Nick, pues nunca había sentido con su novio de toda la vida una compenetración tan sólida y a todos los niveles.

Ella le había hablado de su relación con Nick y Luc le había hablado de Meredith, su novia desde hacía un par de años.

Por el tono que empleaba cada vez que la mencionaba, se notaba que Luc estaba completamente enamorado de ella y que habían hecho planes de futuro, al igual que ella los había hecho con Nick; aunque a veces, sobre todo cuando ya había transcurrido algo más de un mes de sus primeros encuentros en el tren, sus mutuas afirmaciones al respecto comenzaron a parecer artificiales, como si necesitaran decirlo en voz alta para darle credibilidad.

Ella supo que algo en su interior no funcionaba debidamente cuando una mañana no lo encontró en el vagón. Por la cabeza se le pasaron un montón de disparates que le hicieron sentirse ansiosa, ya que él en ningún momento la avisó de que aquel día no viajaría a Washington.

¿Habría sufrido algún percance?

¿Estaría bien?

¿Volvería a verlo?

Esas y otras muchas preguntas habían revoloteado en su cabeza a lo largo de aquel día. No tenía su número de teléfono porque no los habían intercambiado, así que estuvo con el alma en vilo hasta que volvió a verlo a la mañana siguiente. Una alegría desproporcionada se le expandió en el pecho a medida que cruzaba el vagón para ir a su encuentro. Él evidenció signos parecidos, aunque los dos se mostraron comedidos en lo que fuera aquello que les estaba sucediendo.

Luc le había explicado que le surgió un imprevisto en el trabajo que no solucionaron hasta última hora de la tarde, así que no le quedó más remedio que buscar un hotel y quedarse en Washington a pasar la noche.

—Pensé que te había sucedido algo.

Tras sentarse a su lado, ella se atrevió a mirarlo directamente a los ojos para revelarle sus inquietudes, y Luc absorbió su mirada al tiempo que las comisuras de sus labios se curvaban con sutileza.

—¿Estabas preocupada por mí?

—Claro. Los bomberos siempre os veis envueltos en situaciones de mucho riesgo y corréis un montón de peligros. Más todavía en una ciudad como Washington.

—¿Y qué hubieras hecho si hoy tampoco me hubieras encontrado? —la tanteó.

—Pues... es probable que me hubiera plantado en el parque de bomberos.

—Hay varios.

—Pues habría ido a todos —dijo, muy dispuesta.

Luc soltó una carcajada espontánea, y a ella se le formó una sonrisa boba en la cara mientras lo miraba.

—¿De qué te ríes? ¿Acaso tú no habrías hecho lo mismo por mí?

—¿Cruzar la calle que separa la estación del edificio en el que trabajas, subir a tu oficina y preguntar si alguien sabe algo de ti porque hace dos días que no te he visto? —Su aire escéptico desdibujó la candorosa sonrisa femenina—. ¿Tú qué crees?

Ella se encogió de hombros.

—No estoy segura. El único peligro que corro en mi trabajo es hacer un mal cálculo y clavarme una grapa en la yema del dedo.

Luc colocó el brazo sobre el reposabrazos, donde ella tenía apoyado el suyo, y acarició suavemente los dedos femeninos con el dorso de los suyos, al tiempo que le decía con la voz más íntima:

—Por supuesto que habría preguntado por ti.

Durante algunos interminables segundos, ambos quedaron enganchados a la cautivadora sinceridad que desprendían los ojos del otro, como si el tiempo se hubiera detenido y solo existieran ellos dos y el nuevo mundo de emociones que cada vez era más costoso mantener encarcelado.

Cuando el tren traqueteó anunciando que se ponía en marcha, se rompió la burbuja en la que se hallaban suspendidos. Comprendieron que quizás se habían extralimitado en sus comentarios, exponiéndose en exceso.

Un poco turbada, se aclaró la garganta al tiempo que inclinaba la barbilla y se removía en el asiento. Luc dejó de rozarle los dedos pero ella notó que continuó mirándola sin despegar los labios, ocasionando que los latidos del corazón se le aligeraran.

—¿Le damos un repaso a lo que has aprendido estos días?

Luc rompió el embarazoso silencio con el tono más desenfadado, y la sensación de aparente tranquilidad regresó.

Después de aquel día, todo se fue complicando un poco más.

Ella no estaba preparada para echarle insoportablemente de menos durante las semanas en las que él cambiaba de turno y, por lo tanto, de horario de viajes. Mientras se prolongaba su ausencia, se sentía como si nada de lo que sucedía a su alrededor tuviera el mínimo interés para ella. No encontraba motivación en casi nada de lo que hacía, así que contaba los días que faltaban hasta que volvieran a encontrarse.

A pesar de su juventud, se consideraba una chica con las ideas muy claras, con un gran sentido de la responsabilidad y mucho más madura y centrada que las jóvenes de su edad. Por eso, sus sentimientos hacia Luc la tenían completamente desconcertada. ¿Qué significaba él para ella? ¿Se trataba de un capricho pasajero que finalizaría en cuanto dejara de ser una novedad o, por el contrario, era algo auténtico y real?

Casi dos meses después de conocerlo, ella sintió que se había enamorado de él.

¿Pero cómo podía haber ocurrido algo así? ¿Cómo podía enamorarse de un hombre cuando se suponía que quería a otro? ¿Cómo era posible que también los sentimientos de Luc parecieran recíprocos cuando había hablado abiertamente de lo mucho que quería a Meredith?

Y mientras presenciaba impasible que no solo era ella la que se dejaba arrastrar por la corriente, sino que también Luc se dejaba llevar en la misma dirección, los sentimientos de culpabilidad y de traición comenzaron a atormentarlos. No obstante, no fueron tan fuertes como para detener el terremoto que amenazaba con destruir los cimientos de sus respectivas relaciones.

Hasta que...

El sonido de un motor se aproximó y la lancha no tardó en pasar ante sus ojos, arrancándola de los recuerdos. Había permanecido todo el tiempo con la mirada abstraída en algún punto del conglomerado de botes que había en el embarcadero, pero cuando se fijó en la nueva embarcación no vio más que una mancha borrosa.

Jennifer se llevó la yema de los dedos a las mejillas, descubriendo que estaban encharcadas. Se las secó y se enjugó los ojos, pero la tristeza que sentía en aquellos momentos era tan honda que volvieron a cubrírsele de lágrimas.

Durante el segundo mes de conocerlo, todas las dudas respecto a sus sentimientos se habían resuelto. Luc nunca fue un capricho ni una emoción pasajera, se enamoró de él como nunca en su vida había amado a un hombre. Él también la había amado a ella.

Ahora que había vuelto a verlo, su corazón no estaba dispuesto a entender que Luc se había convertido en una persona que ya apenas reconocía.

La lancha se deslizaba rauda hacia la bahía y el sonido del motor se fue apagando paulatinamente, a medida que se alejaba de la costa.

Jennifer terminó de secarse las lágrimas y se colocó el cabello detrás de las orejas. Se estaba haciendo tarde y debía regresar a casa. Cuando iba a levantarse del banco, percibió el rumor de las hojas de los arbustos del parque que se agitaban detrás de su espalda. Se dio la vuelta y observó sus formas oscuras con los ojos entornados para enfocar la visión. Todo estaba en calma, la brisa se había aquietado y no tenía la suficiente fuerza como para adentrarse en la vegetación. Además, había sonado como si alguien o algo anduviera por allí. Asió el bolso con la mano sin despegar la mirada del parque y se levantó.

Al tomar la calle perpendicular hacia su coche se produjo un ruido parecido al crujido de una rama seca. Miró hacia atrás por encima del hombro, pero en el interior del parque la luz mortecina de las farolas no conseguía despejar de las tinieblas los rincones más apartados.

Tuvo la sensación de que había alguien allí, escondido entre las sombras, y aunque no era una mujer asustadiza, ese pensamiento la intranquilizó. A medida que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, distinguió el contorno de una silueta humana junto a los arbustos del perímetro del paseo marítimo. Aunque podía tratarse de cualquier persona que había salido a dar un paseo nocturno por el puerto, su instinto detectó algo amenazante y por eso apresuró sus pasos hacia el coche.

Había estado a punto de hacerlo. ¡Joder, había faltado muy poco para salir de su escondrijo y presentarse ante la rubia sexy y refinada! Desde que la había visto por primera vez, su imagen acudía una y otra vez a su cabeza de manera compulsiva, haciendo que desarrollara una ciega obsesión por follársela. Siempre la imaginaba desnuda, con el pelo desparramado sobre su sucio colchón y los senos bamboleándose alocados ante sus ojos, forcejeando inútilmente debajo de su cuerpo mientras él la acometía de manera salvaje. Y luego llegaba ese momento en el que su rostro crispado se relajaba y... Entonces dejaba de resistirse y la muy zorra disfrutaba. Sí, disfrutaba de su polla, y de que alguien como él pudiera darle mucho más placer que cualquiera de los ricachones que se la tiraban. Incluso más que ese asesino de mierda que tenía por vecino.

Ya sabía dónde vivía y dónde trabajaba, y también sabía que Coleman lo hacía en el mismo lugar, en el muelle de Canton. Curtis no había podido evitar seguirla en algunas ocasiones para espiarla, incluso se la ponía dura el uniforme de trabajo que vestía. Lo que no entendía era por qué cojones se había detenido hacía un rato en el puerto de Fells Point y se había puesto a llorar. Él no había estado en el interior de esa caseta que parecía una rudimentaria oficina, pero metería la mano en el fuego por afirmar que esos dos habían esperado a que todo el mundo abandonara el muelle para montárselo allí dentro.

Sí, seguro que se lo habían pasado muy bien, ¡los muy bastardos! Había visto a Coleman subirse la bragueta de los pantalones con disimulo nada más abandonar la caseta. Y a los cinco minutos había salido ella, despeinada y sonrojada. Incluso a la distancia a la que él se hallaba, escondido tras el tronco de un árbol de los que acordonaban la calle Boston, se podía apreciar que la rubia había quedado satisfecha.

Por eso no entendía las lágrimas. A lo mejor es que le había sabido a poco y necesitaba más, mucho más. Con esa idea, Curtis había estado a punto de dejarse ver para abalanzarse sobre ella, arrastrarla tras los arbustos y terminar lo que Coleman había empezado.

Pero no lo había hecho. Menos mal que el sentido común había sido más fuerte que la obsesión y lo había librado de cometer una insensatez de semejante magnitud. ¿Es que era estúpido? ¿Acaso quería regresar a la cárcel? Por supuesto que no, prefería cortarse los huevos y desangrarse a regresar allí. No obstante, no estaba seguro de si sería capaz de controlarse en el futuro. Su delicioso olor a hembra era demasiado penetrante.

Para ser alguien a quien se suponía que ya nada lo afectaba, los puñeteros remordimientos no le estaban dejando conciliar el sueño. Apoyó la muñeca sobre la frente y abrió los ojos a la tenue claridad de su casa. Dormía con la luz encendida, como en la cárcel, donde los fluorescentes permanecían encendidos durante las veinticuatro horas del día. Si apagaba la luz, lo asaltaban las más espeluznantes pesadillas.

Con la vista clavada en el techo pensó en ella, en su rostro angelical, en su nobleza y en lo dispuesta que estaba a permanecer a su lado para ayudarle en lo que pudiera, por muy empeñado que él estuviera en que se apartara de su camino.

No esperaba tanto compromiso y entrega por su parte. Lo que en el pasado tuvieron en común fue único y especial, pero ¡habían transcurrido más de diez años! Por eso, encontrarse con que los antiguos sentimientos continuaban allí, aflorando sin censura en su amorosa manera de mirarle, lo había desequilibrado más de lo que estaba dispuesto a admitir. Después de tantos años acostumbrado a convivir entre el odio, la rabia, el asco y la inmundicia, que alguien lo quisiera le provocaba un profundo rechazo.

Luc saltó de la cama y se dirigió desnudo hacia la ventana para subir la hoja inferior un poco más. No entraba nada de aire y el viejo termostato que había colgado de la pared marcaba treinta y dos grados centígrados.

Enchufó un ventilador a la corriente eléctrica y lo orientó hacia la cama. Después volvió a tumbarse.

No debió tocarla, pero cuando lo hizo sintió que no podía detenerse. Ahora se arrepentía. Hacía años, cuando por las noches se tumbaba en la cama al lado de Meredith e imaginaba cómo sería hacer el amor con Jennifer, desde luego jamás pensó que sucedería de esa forma. La había tratado como si fuera una cualquiera, de idéntico modo a como se follaba a las mujeres anónimas con las que se relacionaba desde que había salido de la cárcel. Aunque existía una salvedad, y era que había disfrutado del sexo con ella poseído por una emoción que no había experimentado con el resto. Que no había experimentado en su vida.

Había corrido el riesgo al colocarla contra las cuerdas y ahora no podía sacársela de la maldita cabeza.

Evocó el aroma que desprendía su cabello, así como el tacto sedoso de su piel. Ahondó en el recuerdo de sus manos ahuecando los senos, y el modo en que su vagina estrecha y acogedora le apretaba la polla para hacerlo estallar. Recordó el modo ansioso en que ella le buscaba con las caderas. Los gozosos gemidos todavía reverberaban en sus oídos, al igual que la voz sensual pidiéndole más.

Se estaba empalmando pensando en ella, y en lo mucho que le apetecía volver a tenerla desnuda entre sus brazos.

—Joder... —murmuró.

Asió el pene con la mano con la intención de masturbarse, pero desistió porque ya había tenido bastante de eso durante sus años en la cárcel.

Eran las dos de la madrugada cuando Luc saltó de la cama para colocarse los vaqueros y la camiseta. Después salió a la calle para dar un paseo por el vecindario.

Necesitaba sacarse a Jennifer Logan de la cabeza.