Capítulo 51
ESTABAN en otra habitación más grande. En esta podía respirar, aunque el hedor le provocase continuas arcadas. Parpadeó para acostumbrarse a la luz. Se sentía endeble, floja, como una muñeca de trapo. La escasa claridad llegaba de una puerta al fondo y dibujaba apenas las siluetas de los cuerpos colgados del techo. Ella se encontraba bien, solo le dolía el golpe en la frente, aunque le incomodaba el temblor en su brazo derecho.
Una silueta se recortó junto a la puerta y Carla reconoció al conductor de autobús. Estaba subido en una silla, descolgando varios cuerpos de los ganchos. Por alguna razón ya no le servían. Después cruzó con pasos largos la estancia y encendió un flexo junto a la oreja de la mujer. La inspectora se encontró sentada en un taburete de espaldas a la pared. Susie estaba a su lado tan aturdida como ella.
El conductor rebuscó entre sus cosas y agarró una grapadora de tapizar. Se dirigió primero a la chica, le levantó la cabeza por los pelos y le grapó el flequillo contra el muro. Susie no hubiera podido apartarse de allí aunque no hubiera estado sedada. Después hizo lo mismo con Carla, la sujetó por la frente y la empujó hacia la pared. No pudo hacer nada para combatir su fuerza y el golpetazo contra el hormigón resquebrajó su cráneo como un martillo contra una pecera. Aplastó su melena contra la pared y se la grapó también para que no se moviera.
—Bien. —Damián se movía de un lado a otro con su taburete de ruedas—. Veamos.
El conductor se desplazó hacia la oscuridad y a los pocos segundos regresó empujando un objeto inmóvil con forma humana; debía de ser un maniquí, aunque Carla no lo pudiera distinguir bien por tener la luz apuntándole directamente a la cara. Entonces Damián giró el flexo y alumbró la figura. Era el busto de Ruth Márquez con un ojo abierto y el otro párpado mal cosido a su pómulo con una burda sutura. Carla y Susie empezaron a gritar.
—¡Silencio! —les espetó el chófer amenazándolas con unas roñosas tijeras. Las dos mujeres transformaron sus chillidos en un llanto mudo—. Esta me salió mal. ¡Yetch! Se lo saqué con las tijeras y se estropeó. Lo pinché, ¿saben? Y al pinchar un globo ocular, el cabrón se desinfla. ¡Yetch! Yo tampoco lo sabía.
El anciano regresó a su escritorio, dejó las tijeras y tomó un plato polvoriento. Sacó de uno de los cajones una cuchara de té y se dirigió a las mujeres.
—Con ustedes tendré más cuidado. ¡Yetch!