Capítulo 36

MATT, el Rojo cruzó el andén de la estación de autobuses cerca de la una de la madrugada y se sentó en un banco de metal para esperar pacientemente la doble cero. Como era una línea circular y durante su recorrido daba la vuelta a casi toda la ciudad, tardaba cerca de una hora en volver por la estación.

Cuando por fin apareció y abrió las puertas, el policía encontró al tal Pedro a los mandos del vehículo. Subió sin saludar y trató de pasar adentro sin llamar su atención, pero el tipo lo reconoció enseguida. Llevaba la camisa de trabajo desabotonada hasta el pecho, enseñando pelambrera y cadena de oro; sobre el volante tenía un rosario de plástico malva enganchado en el espejo retrovisor. Matt le sonrió con una mueca y se fue a sentar en una de las filas del fondo. Sacó el plano que le había dado Cabrero y se dispuso a disfrutar de un agradable paseo nocturno.

La guagua inició la marcha cuando el conductor entendió que ya había subido suficiente gente a bordo. Al salir de la estación, Matt empezó a dibujar sobre el plano el itinerario exacto que iban recorriendo y a marcar con una cruz la situación de las paradas. También anotaba el número de pasajeros que subían y bajaban en cada una de ellas. Cincuenta y siete minutos después, regresaba a la misma estación con hambre y un mapa lleno de números y puntos azules.

—¿Se ha divertido? —le preguntó Pedro mirándolo a través del retrovisor. Matt sonrió y guardó el plano.

—Me gusta pasear.

Cuando entró en casa, Susie ya no estaba. Se quitó la chaqueta y, dejándola caer sobre el sofá, fue a la cocina a por un plato de tortilla recalentado y un botellín de cerveza. Esa vez no había una nota en la nevera.

Su ropa estaba fría y húmeda por la lluvia, así que subió a la habitación, se desnudó y, tras ponerse el chándal viejo que llevaba meses sin lavar, regresó al salón para cenar viendo la tele. Como buen irlandés, era fan de los Celtics, pero estaban recibiendo una paliza. No es que le importara demasiado. La última media hora no había dejado de pensar en la actitud de su hija y en lo que Carla le había dicho sobre el modo en que la había educado.

Tal y como estaban las cosas, solo tenía dos opciones esa noche: emborracharse o seguir dándole vueltas a la cabeza. Por supuesto, descartó lo segundo.

Se dirigió a la cocina una vez más y regresó al salón con la penúltima cerveza. Una vez hubo apartado de la mesita los restos de la cena, abrió sobre el cristal el plano de la línea cero-cero. Cogió una libreta y un bolígrafo, bajó el volumen del televisor y con la espesa lucidez que le daba el alcohol empezó a analizar todo lo que había visto.

Después de salir de la estación, la doble cero había trazado una línea recta en dirección al norte, atravesando las calles Venegas y León y Castillo. En ese tramo, Matt había anotado una docena de pasajeros. Algunos empezaron a bajar cuando la guagua llegó a la avenida Marítima, junto a la playa, y todavía más después de girar hacia el oeste y entrar en Mesa y López. Cuando pararon delante del centro comercial llevaba casi veinte personas, pero la mayoría se fue quedando por las sucesivas paradas, sobre todo en la del cine —la última en la que Víctor había visto a Ruth con vida— y en las dos o tres siguientes, de manera que no quedaban demasiados pasajeros cuando llegaron al barrio de Guanarteme. Los pocos que subieron por allí se apearon después en el hospital.

—Aquí está la clave —murmuró Matt a un paso de dejarse vencer por el sopor.

El conductor le había explicado que la línea cero-cero se había inaugurado hacía relativamente poco, unos ocho años, para dar respuesta a las necesidades de la población que empezaba a habitar las recientes construcciones de esa zona de la ciudad. No obstante, al salir de la rotonda del hospital, el volumen de pasajeros de la doble cero solía ser mínimo. Apenas tres personas, además de Matt, seguían allí cuando rodearon las nuevas viviendas y subieron hacia el barrio de Las Torres por la antigua carretera, dejando atrás el lugar donde habían encontrado el coche de Isaac. Casi una hora después de haber salido el autobús llegó de vuelta a la estación, y junto al policía solo se había bajado otro pasajero, un chico rapado que escuchaba hip-hop con unos auriculares enormes. El paseo no le había servido para descubrir nada nuevo, excepto que la joven línea cero-cero tenía algo que ver en las desapariciones.

Sacó su viejo mapa de la ciudad y lo desplegó junto al nuevo. Abrió la última cerveza y se dispuso a comparar el recorrido de la doble cero con la situación de los puntos y las marcas de las desapariciones de los últimos nueve años. Todos coincidían en el tiempo con la antigüedad de esa línea. Intentó alcanzar el mando a distancia para subir el volumen de la tele y atender al final del partido mientras estudiaba ambos planos, pero a mitad de camino se le nubló la vista, un desagradable sabor a alcohol rancio le golpeó la garganta y cayó inconsciente sobre la moqueta.