Capítulo 3
CUANDO ISAAC se atrevió a abrir los ojos, la estancia seguía a oscuras. Llevaba tantas horas durmiendo que pudo sentir el grasiento chasquido de los párpados al despegarse. Le dolía terriblemente la cabeza, como si en el siguiente latido amenazara con romperse en mil pedazos. No obstante, la jaqueca no le había despertado, sino el olor. El olor que despedían los demás.
No sabía cuántos eran, cuántos habría encerrados allí con él, pero podía oír sus lamentos y el goteo persistente de la sangre cayendo sobre el suelo. Y, aunque apenas alcanzaba a ver lo que sucedía a su alrededor, estaba seguro de que él iba a ser el próximo.
Una vez que sus pupilas se acostumbraron a la penumbra, observó que un resquicio de luz se colaba en la habitación desde su espalda, una débil franja de claridad azul que cruzaba el cemento desnudo y se perdía en la oscuridad, al fondo. Con su ayuda, Isaac empezó a intuir las siluetas de los otros. Habría media docena, tal vez más, rodeándolo, colgados como él de los ganchos del techo. Pero no podía verlos a todos porque era incapaz de darse la vuelta.
Isaac reconoció a su derecha dos cuerpos que se agitaban entre pesadillas. Uno de ellos era el de la mujer a la que un rato antes, imposible saber cuándo —la última vez que había estado despierto, le habían cortado el antebrazo. Al ver el reguero de sangre que se deslizaba por su costado, Isaac quiso gritar, pero la voz se negó a salir de su garganta. ¿Dónde estaban sus pulmones? Apartó la vista y trató de alejarse de la inútil claridad que le mostraba el horror en el que había despertado. Solo consiguió apartar el rostro, el resto de su cuerpo no se movió siquiera.
¿Dónde estaba el resto de su cuerpo?
La cabeza seguía doliéndole como si un clavo retorcido le rasgara el cerebro, pero eso era todo. Su sentido común se empeñaba en buscar una explicación a la ausencia de otro dolor que no fuera aquel, avivando de manera desmedida su miedo. Isaac lo comprendió al intentar inútilmente mover las manos, al querer doblar una rodilla. Las lágrimas brotaron de sus ojos cuando al fin entendió que estaba muerto de cuello para abajo.
Minutos después escuchó un rumor de pasos entre la maraña de quejidos. Alguien se acercaba por un interminable pasillo hacia la habitación. Cada vez sonaban más fuerte, como una siniestra amenaza que repica entre las paredes en un ascenso visceral y desquiciante. Cuando parecían más cerca fueron interrumpidos por un áspero carraspeo al que siguió un desagradable chasquido como el que produce la lengua al intentar deshacerse de un chicle que se ha adherido al paladar: «¡Yetch!». Al oírlo, los que seguían conscientes empezaron a gritar, intentando en vano sacudir sus cuerpos inertes para zafarse de los ganchos.
El corazón de Isaac también latía desbocado, tronando contra los músculos muertos de su pecho. El hombre irrumpió en la penumbra y cruzó entre los cuerpos hasta perderse en la oscuridad absoluta del fondo de la habitación. Encendió un flexo al otro lado, una sucia y poco potente bombilla que crepitó con un chirrido antes de iluminarse del todo. Zumbaba como un avispero mientras apenas dejaba caer su luz anaranjada sobre un escritorio desordenado y un par de estanterías metálicas cargadas de libros y herramientas.
Para Isaac aquello no podía ser más que una pesadilla.
El hombre salió de la habitación, aunque regresó enseguida; y cuando pasó junto a él pudo ver que en una mano llevaba la mitad de un brazo humano. El vómito se agolpó en la garganta del chico que, horrorizado, se esforzó por tragar y restablecer el ritmo de su respiración. El tipo se acomodó entonces en el escritorio y pasó unos minutos revolviendo entre sus herramientas. Los condenados no dejaban de gritar. Isaac no podía quitárselos de la cabeza; empleaba toda su concentración en mantenerse sereno, en no pensar, en imaginar que no estaba allí y que nada de aquello estaba sucediendo, pero los chillidos atravesaban su armadura y desquiciaban sus nervios.
Rebuscaba en su mente recuerdos que le ayudaran a no dar forma a los sonidos que estaba escuchando. Metales, láminas de aluminio chocando entre sí. El silbido de las hojas de un libro yendo de un lado a otro. El hombre trabajaba en silencio, de espaldas a él. El tipo se inclinaba sobre su escritorio y hojeaba con atención un libro ajado apoyado en un atril junto al miembro inerte.
El chico apretó los párpados y tragó un nudo de saliva. Cerca de él la joven del brazo amputado gemía en silencio. Isaac no pudo evitar recordar sus gritos y el crujido astilloso de sus huesos al partirse cuando aquella bestia le extirpó la extremidad aún sin acabar de cortarla. La había operado deprisa y mal, casi a oscuras, como si no le importara el resultado, y se la había arrancado de cuajo cuando ya no tuvo más ganas de seguir cortando.
Los gritos crecían hasta hacerse ensordecedores, pero aquel hombre parecía ajeno a ellos, acostumbrado a oírlos de día y de noche, una vez que las drogas que inyectaba a sus presas dejaban de hacer efecto. Isaac se esforzaba por ignorarlos conteniendo la respiración y manteniendo a raya el pánico para que ningún gesto lo delatara e hiciera notar que no estaba dormido. Escuchaba con horror los murmullos que emitía su captor silabeando, masticando las palabras que leía en aquel volumen manchado de sangre.
La agónica espera despertaba en Isaac una morbosa inquietud, así que volvió a dejar que su párpado se levantara apenas un milímetro. La mortecina luz incidía de lado sobre el hombre. Vestía un mono de trabajo oscuro y sucio. Sacó de su bolsillo una manzana y la mordió con ansia, sujetándola con sus dedos roñosos mientras comparaba las ilustraciones del manual con el despojo amputado que descansaba sobre la mesa. Los extremos partidos del cúbito y el radio asomaban blancos como trozos de marfil entre la carne desgarrada.
Sin embargo, no era el antebrazo de la muchacha. Isaac pudo distinguir que este era mucho más velludo y fuerte; sin duda, el de un hombre.
El tipo colocó la extremidad amputada a un lado, tomó de uno de los estantes una grasienta caja de plástico y empezó a rebuscar en ella hasta que sacó una alargada y retorcida aguja de coser cuero y un carrete de hilo. Tras hojear nuevamente el manual, puso la manzana y la aguja sobre la mesa y se acercó con el antebrazo en la mano hacia su colección de cuerpos colgantes. Pasó junto a Isaac, aunque pronto lo dejó atrás con grandes zancadas, deteniéndose en la penumbra frente a la muchacha herida. Agarró su muñón y le colocó debajo el trozo amputado, girándolo hasta hacer que encajaran. Isaac no podía torcer tanto el cuello como para distinguir lo que hacía, pero le escuchaba murmurar, quejarse, escupir su repugnante y horrible tic. «¡Yetch!»
«No sirve», le escuchó decir. De pronto, el hombre regresó de la oscuridad y se dirigió a su escritorio farfullando una maldición, tiró el trozo de extremidad contra el rincón haciéndolo rebotar como un trozo de goma y después miró a Isaac. Lo miró fijamente, como si acabara de recordar que seguía ahí.
Sin mediar palabra, empezó a caminar hacia él.
El chico sintió de pronto una bofetada de horror sacudiéndole el rostro. El aire quedó atrapado en su garganta como una enorme pelota de lana reseca y rugosa. Intentó moverse, pero ninguno de sus miembros respondía. La respiración húmeda del anciano golpeó los párpados de Isaac. Olía a tabaco amargo. En ese momento decidió abrir los ojos: le descubrió examinando su brazo, girándolo a un lado y a otro.
Se mordió la lengua para no gritar.
Entonces el hombre asintió, se incorporó y, sonriendo, le miró a los ojos. Isaac pudo ver entonces su mueca desdentada. El anciano chasqueó la lengua y le tiró con fuerza del brazo para llevarlo hasta la mesa arrastrándolo por el carril del que pendían los anclajes. Isaac apretaba los ojos para no mirar, sentía la sal de las lágrimas mezclándose en su boca con el sabor amargo de la sangre. Por alguna razón aún se mordía la lengua: seguía empeñado en que no le oyera gritar. El viejo detuvo el cuerpo junto al flexo y pudo ver el resto del escritorio. Estaba repleto de trozos de hueso, pedazos de carne y tendones, como en un mercadillo macabro. El tipo soltó el brazo, que se balanceó a su costado como el péndulo de un antiguo reloj, retrocedió dos páginas del libro y se estiró para coger algo de la estantería. A continuación, se giró hacia Isaac con una mugrienta sierra de hierro en la mano y lo agarró por el codo.
Cuando el viejo volvió a chasquear la lengua, Isaac olvidó la suya y empezó a gritar.