Capítulo 19

EL olor fue lo que despertó a Silvia. Abrió los ojos y encontró a Ruth justo delante de ella, colgada de un garfio, desnuda, despellejada. Le habían arrancado los pechos y amputado la mitad de una pierna. La sangre goteaba en el suelo desde la rodilla. Silvia se vomitó encima, incapaz de girar el cuello para apuntar a otro lado. Ella también estaba suspendida de un gancho. Empezó a chillar: no podía moverse.

Toda la habitación estaba en penumbra y la poca luz llegaba desde la puerta abierta que daba al pasillo. Los gritos se habían atenuado. Los colgados parecían dormir o, por lo menos, dormitar entre pesadillas.

—Silvia...

Una voz muy débil la llamó desde algún lugar a su izquierda. Pertenecía a un chico, un chico que una vez había sido Ben. Cuando Silvia logró vislumbrarlo forzando su cuello todo cuanto pudo, se dio cuenta de que le faltaban la dentadura, los brazos y las dos orejas, sangraba como un cordero degollado y apenas podía mantener los ojos abiertos.

—Dios mío, Ben... —murmuró la chica—. Te estás desangrando.

—¿Estoy muerto? —balbuceó él.

Silvia apenas pudo contener las lágrimas, a medio camino entre la lástima y la rabia más profunda.

—No... Aún no —sollozó.

—Ah...

La cabeza de Ben miraba a los lados mientras lo que quedaba de su cuerpo se licuaba sobre un charco de vísceras. Estaba tan al borde de la muerte que probablemente no sentía dolor. Ya no era Ben, ya no era nada.

—Silvia... —casi sonrió—. Estás aquí.

La muchacha se obligó a que Ben no la viera llorar. No quería sentirse débil, no quería que el hijo de puta que los había llevado hasta allí supiera que lo era. Tenía a Ruth delante, muerta, y al mirar a su izquierda decidió que si ella estuviera en el lugar de Ben, también habría preferido estarlo. No obstante, y aunque no podía asegurarlo, tenía la impresión de seguir todavía entera, de que aquel tipo no le había quitado nada. Si eso era así, tal vez tuviera una oportunidad.

Minutos después escuchó los pasos rotundos del viejo acercándose por el pasillo. Su corazón se aceleró durante el tiempo que este tardó en llegar a la habitación y encender el flexo. Al ver iluminados ante sí los despojos de Ruth, Silvia supo que iba a morir.

Ben empezó a gritar.

—¡Qué pasa aquí! ¡Yetch! —chilló Damián acercándose al chico con una jeringuilla. Le inyectó en el cuello una sustancia transparente y al momento Ben recuperó la calma—. Mucho mejor.

El anciano devolvió la jeringa usada a un cajón del escritorio y empezó a pasear nervioso entre los ganchos de sus presas. «Algo le preocupa», se dijo Silvia, esperanzada al ver su frustración. En ese momento Damián se detuvo justo delante de ella, le dio un fuerte bofetón —otro diente roto a manos de un hombre, el segundo en pocas horas— y la amenazó apuntándole al rostro con un cuchillo enorme.

—¡No me dijiste lo de las marcas! —ceceó fuera de sí. Introdujo el filo del machete por debajo de la camisa de Silvia y empezó a cortar la tela hacia arriba, dejando al descubierto sus pechos amoratados por los golpes—. ¡Tus tetas no me sirven!

Damián continuó paseando enfurecido alrededor de la muchacha, blandiendo su cuchillo con un enfado descomunal.

—He tenido que coger las de ella —murmuró señalando el cuerpo mutilado de Ruth—, ¡pero no es lo mismo!

—Le hiciste eso viva, hijo de puta...

—¡Yetch! —Oyó cómo el monstruo chasqueaba la lengua contra los dientes. Silvia fue consciente entonces de que ese estremecedor sonido la iba a acompañar hasta la tumba—. Si no las corto estando viva, la piel se queda dura y luego no se puede coser.

«Y qué vas a hacer ahora, psicópata —pensó Silvia—. Por el amor de Dios, déjame ir...»

El viejo seguía divagando, murmurando maldiciones incomprensibles mientras deambulaba de un lado a otro de la habitación. Se paró delante de Ruth y le quitó las gafas.

—Sus tetas eran una mierda —dijo—, pero no me negarás que tiene unos ojos preciosos. Damián llevó la punta del cuchillo hacia la cara de la chica y, clavándolo por un lateral de la cuenca derecha, empezó a arrancarle el globo ocular.

—Unos ojos muy especiales...

Silvia apretó los párpados presa del terror, pero no pudo evitar escuchar el chasquido repugnante cuando le cortó el filamento nervioso.

—Me encantan los ojos —dijo—. Son mi debilidad.

Los colocó en la palma de su mano y jugueteó unos segundos con ellos. Se los mostró entonces a Silvia.

—Te da asco, ¿eh? —Los observó un instante, cada uno miraba a un punto cardinal diferente—. Sí, a mí también.

Sin decir nada más se marchó a su escritorio, se sentó en un taburete y dejó los ojos de Ruth dentro de una taza. Después empezó a hojear una libreta llena de tachones mientras tomaba notas en una hoja suelta.

—¿Y yo qué? —le chilló Silvia—. ¿No te sirvo? ¡Suéltame si no me necesitas!

Damián se giró y observó a la muchacha. En especial se fijó en su piel y en la sangre que la cubría. La brecha en la sien se la había hecho él con la palanca, pero del resto de heridas no era responsable. Además de los cortes y las cicatrices, tenía golpes recientes por todo el cuerpo. Era una pieza defectuosa, su piel estaba estropeada.

—¡Déjame ir si no te valgo!

«Creía que sí. Desde que te subiste a la guagua», pensó Damián.

—Lástima.

—¡Suéltame!

Silvia vio al viejo levantarse del taburete y dirigirse hacia ella con el cuchillo en la mano.

La hoja del machete atravesó su cuello con un movimiento tan veloz que apenas pudo sentirla.