Capítulo 48

NO había tiempo para probar si la cabina funcionaba, ni tampoco para hacerse entender por la telefonista, aún estaba demasiado aturdido. Solo podía pensar en encontrar a Susie antes de que le hicieran daño, y no sabía cómo. Apenas su cuerpo le obedeció cuando le dio la orden de levantarse y empezar a caminar.

Las últimas lluvias habían arrastrado sedimentos de la desgastada ladera, que, junto con los restos de suciedad y escombros, se acumulaban en un ponzoñoso camino de tierra de firme inestable y resbaladizo. La estrecha carretera giraba a la izquierda y dejaba a un lado las luces de la ciudad. Solo la oscuridad de un profundo valle envolvía los pasos del policía. El irlandés arrastraba los pies hacia ninguna parte intentando que sus zapatos no se deslizaran sobre la gravilla. El antiguo sendero estaba en un estado deplorable. El firme se descascarillaba, agrietado como piel reseca. Una ráfaga de viento estremeció la ladera y un saliente se vino abajo volcando a pocos metros de Matt una cortina de tierra y piedras.

Empezó a encontrarse mejor y se animó a continuar acelerando el paso. Seguía bajando, giraba, descendía un poco más. Tras una curva a la derecha, las piernas de Matt perdieron el contacto con el asfalto y el policía salió despedido hacia la cuneta. De no haber existido aquellos enormes bloques de cemento que delimitaban el sendero, habría acabado despeñándose.

Esta vez tardó en recuperar el aliento. Se puso de pie y cruzó la carretera hasta apoyarse en la confortable seguridad de la ladera. Continuó el descenso sujetándose a la pared, deslizando sus dedos entre la tierra y el barro, arrastrando diminutas piedras con el hombro. La carretera se retorcía como una culebra hacia el fondo del valle y, tras dejar atrás dos grandes rocas, empezó a distinguir una construcción, una arcada que se dibujaba más adelante en la penumbra. Estaba llegando a algún sitio. Estaba llegando y pronto tendría agarrado de los huevos al cabrón que se había llevado a Susie y a Carla.

No sabía cuánto camino le quedaba aún por recorrer, así que se detuvo junto a los restos de la entrada a la base Manuel Lois y se lavó la cara con el agua de uno de los charcos. Las estructuras grises de cemento descolorido lo miraron desde la altura, recortadas contra el cielo ennegrecido, y le apremiaron a continuar. Matt se incorporó, reanudando la marcha.

La verja en el suelo chirrió bajo su peso como un somier oxidado. Poco después empezó a llover. Le costaba distinguir los límites del camino. No había la más mínima luz en todo aquel valle, si acaso arriba, en la cima, donde tres puntos anaranjados situaban las primeras viviendas del pueblo de Los Giles.

Dejándose caer llegó por fin al final del descenso. El tenebroso campamento lo recibía con las fauces abiertas, observándolo desde los edificios ocultos entre la maleza. La lluvia aún no había borrado del lodo las huellas de un vehículo pesado que se internaban entre las casetas. Matt las siguió. El viento mecía las ramas dispersando los destellos de claridad entre ellas y disfrazando los sonidos. El irlandés buscaba a Damián tras cada tabique, en cada ventana rota. Se llevó la mano a la cartuchera, pero estaba vacía. La oscuridad se le venía encima y echó a correr hasta detenerse contra una pared de hormigón en el límite de la base. Se dio la vuelta con los puños en guardia; sin embargo, detrás no tenía a nadie. Desde su derecha lo acechaban las bocas de tres espeluznantes túneles excavados en la montaña. Solo en una de ellas entraban las huellas de barro. El policía supo a quién pertenecían.

De uno de los montones de escombros que se acumulaban en la explanada, extrajo un tablón de madera. Ignoró el viento ululante que convertía el túnel en la cueva de un lobo hambriento y, cubriéndose la nariz con la manga, se introdujo en el conducto.

La línea que separaba la claridad de la entrada de la oscuridad total se le antojó un muro infranqueable. Más allá, los gemidos se entremezclaban conformando un horror intenso. Antes de abandonar la seguridad de la penumbra se sintió aterrado.

Aquel primer paso hacia la nada confirmó su determinación de encontrar a su hija.

El suelo existía en algún lugar de aquella negrura, a pesar de crujir bajo sus pies. El policía se deslizó con cuidado hacia su izquierda hasta que pudo sentir la pared del túnel y, blandiendo el tablón con la derecha, se obligó a seguir avanzando. Algunos obstáculos chocaron contra sus zapatos, rodando después con un siseo grumoso. A algunos los reconoció como cajas de cartón o bolsas de plástico, pero a otros prefirió no ponerles nombre. A menudo pisaba cuerpos diminutos que estallaban con un chirrido bajo sus suelas.

Lo peor era escuchar los quejidos.

Encontró un muro frontal y, minutos después, esta nueva pared también perdió el contacto con sus yemas. Sus dedos se aferraron a la esquina mientras decidía hacia dónde continuar. En un arrebato de fe se adelantó y fue a encontrar la pared contraria. Se pegó a ella como si fuera un salvavidas. Había llegado a un nuevo túnel que cruzaba el anterior hacia la izquierda y la derecha.

Lentamente se acuclilló y se atrevió a palpar el suelo. Se acumulaban sobre el cemento detritus y polvo aguado. Al final encontró una piedra. Se incorporó y la lanzó con todas sus fuerzas hacia delante. Muchos metros después escuchó el ruido del objeto al caer contra el piso. Se hizo con otra piedra y repitió la operación. La lanzó en la dirección opuesta y al poco sonó el golpe seco del guijarro chocando contra la pared. De manera que continuó, a ciegas, hacia el lado contrario. Minutos más tarde empezó a escuchar un rumor apagado, un ronroneo a lo lejos. Parecía el sonido vibrante de una máquina.

Avanzó a través de un conducto que parecía horadar la tierra. Empezaba a sentir una corriente intensa, lo que solo podía indicar la existencia de una entrada de aire. Tenía la sensación de estar descendiendo, no sabía si por culpa del miedo o porque realmente el pasadizo se estaba inclinando hacia abajo.

Más adelante el sonido era tan claro que no le cupo duda de que se trataba de un motor. Empezó a distinguir una especie de bruma, una claridad que caía de algún lugar en el techo. La brisa se hacía más intensa también allí. Continuó olvidando por un momento el temor a caerse. Había encontrado algo; por fin estaba más cerca del aquel cabrón.

De pronto, cuando avanzaba a tientas hacia la claridad se estampó de bruces contra un descomunal objeto metálico.

El policía cayó sobre la inmundicia fangosa del suelo; no obstante, estalló en una carcajada triunfal. Acababa de encontrar el autobús de Damián.