Capítulo 8

HACÍA mucho calor ese día. Damián estaba sentado en una terraza de la calle Triana. Tenía sobre la mesa su segundo café con leche y una libreta repleta de apuntes y garabatos a bolígrafo, uno de los mil cuadernos de notas donde constantemente rediseñaba su gran obra. Quedaban pocas semanas para el cumpleaños de Linda y no quería dejar nada al azar.

Damián sabía que ya no era un chaval, que cada vez le costaba más trabajo llevar las piezas al taller, vencer su resistencia, cargar con ellas y subirlas a los ganchos. Además, sabía también que su método de recolección no era precisamente el más discreto y, si bien había funcionado hasta entonces, era cuestión de tiempo que cometiera algún error y acabaran por descubrirle. El cansancio y la rutina le harían confiarse, se volvería descuidado, y no se podía arriesgar a que dieran con él y se lo llevaran. ¿Quién cuidaría de Linda entonces?

Por todo eso había marcado ese dieciocho aniversario en su calendario como el final de una etapa. Linda era mayor, se había convertido en una mujer y ya no tenía edad de jugar con muñecas.

«Quizá alguna de vez en cuando», pensó Damián sonriendo.

Esa mañana estaba enfrascado en diseñar la colocación de cuatro muñecas que estarían sentadas en torno a una mesa de té, como en la Inglaterra victoriana. Llevarían guantes de hilo y pamela, y sujetarían las tazas con el dedo meñique en alto. A Linda le iba a encantar.

Cuando levantó la mirada de su bloc, la camarera estaba de pie junto a su mesa e intentaba decirle algo.

—Perdona, hija —dijo cerrando rápidamente su cuaderno. Aquel regalo era solo para Linda.

La muchacha sonrió.

—Le preguntaba si quería tomar algo más.

Damián echó un vistazo a su taza de café. Justo entonces, la alarma de su reloj de pulsera le recordó el final de la hora de descanso.

—No te preocupes, preciosa —contestó ceceando. Su voz sonaba áspera, cansada, desagradablemente nasal y se atropellaba con algunas consonantes. Pronunciaba despacio, como si la falta de práctica le dificultara el habla—, tráeme solo la cuenta.

* * *

Damián regresó a la estación de guaguas intentando esconder una sonrisa. Se sentía con ganas de trabajar en el taller esa noche. Además, por alguna razón presentía que aquel iba a ser un día realmente provechoso.

Bajó las escaleras hacia el interior de la estación y atravesó la zona de los andenes hasta su vehículo. De camino se cruzó con dos de sus compañeros que charlaban junto a la máquina expendedora hojeando con interés el periódico. Aunque su incipiente sordera no le permitía escuchar lo que estaban diciendo, sí pudo ver las fotos y leer el titular del artículo que comentaban. Un joven había desaparecido. En una fotografía se veía un coche azul estacionado en la cuneta; en la otra, el rostro de un chico que le resultaba bastante familiar.

En la parada de su línea ya había gente esperando, aunque estaba seguro de que no llegaba tarde. En cuanto encendió el motor empezaron a subir los pasajeros. Dos ancianas con bolsas de la compra, un tipo de traje oscuro con maletín, un grupo de universitarios que regresaban a casa y, justo antes de salir, una pareja de chiquillos con gorra, pendientes en la ceja y ropa informal. No quería de esos en su regalo para Linda y los demás tampoco le servían, así que tendría que esperar. Sacó el autobús de la estación y empezó su recorrido, confiando en que a lo largo de la tarde tendría la oportunidad de recoger a alguien más interesante. Estaba convencido de que ese día llevaría al taller unas piezas estupendas.