Capítulo 4
—MIERDA...
El maldito despertador le reventó los tímpanos justo antes de que lo lanzara contra la puerta del armario. No recordaba haberlo programado tan temprano. Se arrancó las sábanas como tiras de piel arrugada y se sentó en el borde de la cama apretándose la cabeza con las manos.
Una botella vacía de vodka rodó por la moqueta, empujada por un pie que tanteaba el suelo buscando las zapatillas. Matt la observó perderse debajo de la cama. Harto de buscar, decidió levantarse descalzo. Al apoyarse en el colchón para ponerse de pie, recordó la herida del antebrazo. La puta bala había salido, esa era la noticia buena; la mala era que le habían cosido el agujero con el culo y no había manera de que dejara de sangrar. Ahora la venda estaba sucia y pegada a la herida, formando un desagradable emplasto de sangre seca.
Cuando se levantó, toda la habitación empezó a darle vueltas al ritmo del inútil ventilador del techo. Tuvo que volver a sentarse. Hacía demasiado calor. Se frotó el cabello, corto y sucio como un cepillo viejo, y se tragó dos aspirinas del frasco que siempre tenía sobre la mesilla. Después se dirigió a la ventana y subió las persianas para que entrase un poco de aire. Estaba siendo el final de verano más caluroso de los últimos años.
—Mierda...
Abandonó la ventana y se dirigió al montón de ropa apilada a los pies del armario, revisó sus vaqueros y encontró la petaca. Tanto calor le había dado sed.
—Ah, no, eso se acabó. —Susie irrumpió en la habitación desbordando una alegría que a Matt le sentó como una patada en la boca. «Mi resaca...», pensó. Ni siquiera se molestó en cubrir su cuerpo desnudo ni en contestar a la mirada de reproche que le dedicó la chica cuando vio la colección de botellas vacías en el suelo—. Me prometiste que eso ya se había terminado...
Matt devolvió el tapón a la petaca y la tiró al suelo junto a la ropa. Susie se acercó a él ignorando su desnudez y le plantó un beso en la mejilla.
—Deberías afeitarte.
Susie era tan morena como lo había sido su madre; de hecho, ni siquiera parecía hija suya, pero ese era un tema zanjado. A todos los efectos, Susie era su pequeña. Había sacado, además, los ojos de su familia, por lo que no cabía duda.
Una negrita con los ojos grises era algo que no solía pasar desapercibido. Eso le sacaba de quicio. Aunque lo peor era que la niña estaba creciendo. Esa mañana llevaba un vestido claro que ceñía demasiado una figura que ya no era infantil, y aunque Matt hacía tiempo que sospechaba que salía con chicos y tonteaba con drogas, sabía también que hacía mucho que había perdido todo control sobre ella.
—¿Es que no sabes llamar a la puerta? —le recriminó. Su voz, mezclada con el alcohol, sonaba muy poco convincente.
—No tienes nada que no haya visto antes —canturreó ella.
—No me lo recuerdes —gruñó Matt—. Todavía soy tu padre.