Capítulo 38
AQUELLAS putas tijeras ya no cortaban ni mierda seca, de manera que al dar tirones para resquebrajar la piel había estropeado algunas de sus mejores piezas.
Acababa de coser un par de brazos al tronco amoratado de una de las muñecas más viejas porque los que tenía habían empezado a agrietarse debido a la descomposición y a la acumulación de gases. Ya estaba harto. Si no le dedicaba la atención suficiente, la mitad de su trabajo se vendría abajo en cuestión de días. Había empezado a recolectar piezas y a elaborar las muñecas demasiado pronto, y no solían durar en buen estado.
Esa era la razón principal de mantener abierto el taller.
Por lo menos ahora podía ver el final del camino. El cumpleaños de Linda estaba a la vuelta de la esquina y, si conseguía reparar las muñecas más dañadas, podría conservarlas hasta que la trajera a verlas.
Sin embargo, esa noche estaba furioso porque se sentía incapaz de culminar con éxito su trabajo. Después de terminar de zurcir los brazos nuevos y de llevar la muñeca al lugar que le correspondía en la casa, se dio cuenta de que a otra del fondo le acababan de reventar los dedos de una mano. Demasiado tiempo apuntando hacia abajo, resistiendo el peso de la sangre seca, había desgarrado la piel de las yemas. Damián, desesperado, arrancó la muñeca de su soporte y se la llevó al taller, donde la colocó en el caballete que solía utilizar para repararlas. Al oírlo entrar en la habitación, algunas de las piezas se despertaron y empezaron a llorar como si alguien pudiera oírlos. Estúpidos.
—¡A callar! ¡Basta! —chilló amenazándolos con una de sus sierras—, o empezaré a trocearos a todos, hijos de puta.
Enfocando la sucia luz del flexo hacia la muñeca rota, empezó a descoser la mano. Un olor nauseabundo brotó de la comisura cuando la separó del muñón. Estaba tan estropeada que directamente la tiró a la basura. La otra no iba a tardar demasiado en reventar. Tenía los dedos hinchados y morados como un globo de cuero verde, así que le arrancó las dos.
La verdad es que era una de sus muñecas más viejas, una de las primeras que había terminado, con el cuerpo de una mujer estupenda y la cabeza de una chica china. «Qué ojos tan bonitos», pensó. Sin embargo, las manos y los pies siempre eran lo más difícil de encontrar para fabricar una gran muñeca, y a esta se los había cambiado ya dos veces.
—Necesito unas manos. ¡Yetch! —murmuró girándose hacia la colección de piezas colgadas de los ganchos—. ¿Quién me las presta?
Las pocas que quedaban con vida se estremecieron en sus soportes. La mayor parte ya no podía ni hablar, apenas balbuceaban al borde de la muerte. Empezó a pasear entre las piezas sacudiendo los garfios y examinándolas con la escasa luz. Las iba apartando con una mueca de asco. Entonces agarró el brazo de una chica, una muy flaca cuyos dedos eran largos y delgados como velas de cera.
—Tú me servirás —gruñó Damián arrastrándola por el riel hasta el escritorio.
Bajo la luz, la chica tenía un aspecto terrible. Debido a la pérdida de sangre, su piel estaba floja y pálida, amarillenta, y sus ojos apenas colgaban por encima de unas grandes bolsas ojerosas. Una vez había sido elegante y esbelta y, aunque no era demasiado guapa, tenía una bonita dentadura. Por eso Damián solo le había cortado las piernas y arrancado los dientes. Ahora la joven momia intentaba hablar, pero su boca mutilada se había convertido en una costra purulenta.
—Tranquila —murmuró el chófer—, después de esto no te necesitaré más.
Se sentó en su taburete y le sujetó el brazo derecho con una mano mientras con la otra buscaba su viejo serrucho. Ante la mirada horrorizada de la chiquilla, empezó a cortar.
—No te dolerá —el chófer sonrió—. Ya casi estás muerta.
Pero sí le dolió. El chirrido de la hoja oxidada royendo el hueso se mezcló con los gritos de la chica, enmudecidos por la sangre seca que le sellaba los labios. Aquel monstruo parecía disfrutar mientras la mutilaba.
—Si te hubiera matado antes —le susurró concentrado—, habría echado a perder tu piel. Luego me costaría más coserla. —Damián señaló con un dedo ensangrentado el libro que descansaba encima del escritorio—. Lo pone aquí.
De un tirón, separó la mano de la chica de lo que le quedaba de antebrazo. El conductor la dejó sobre la mesa y repitió la operación con la otra. Cuando escuchó el segundo crujido, la chica supo que iba a morir, que en realidad ya había muerto. Volvió a llorar, y un lánguido aullido recorrió el túnel. Entonces Damián se enfureció, la levantó en vilo y la estrelló una y otra vez contra la pared hasta asegurarse de que había acabado con ella.
Las demás piezas no dejaban de chillar.
—¡Silencio! ¡Cállense! ¿Quieren que los queme a todos? —rugió dejando caer al suelo el cuerpo inerte de la chica. El griterío cesó al instante—. Ya basta —ordenó—. Estoy cansado.
Apartó de un puntapié el cadáver de la muchacha y regresó a su asiento, haciéndolo rodar hasta situarse delante del caballete. Allí le esperaba todavía su muñeca manca. Cogió la aguja retorcida y un carrete de hilo grueso y resistente y trató de relajarse cosiéndole con cuidado las manos que acababa de conseguir. Limpió los restos de sangre de la costura con un trapo y se la llevó de vuelta a su sitio, junto al resto de muñecas terminadas.
—Así está bien —dijo colocándola con mimo—. No volverás a romperte.
Cuando terminó, apagó las luces y volvió a su habitación. Se tumbó en el catre, con el sonido incesante del generador y los gritos lastimeros de las piezas de fondo. Eran como aguijones arponeándole dentro de su cabeza. Estaba harto de todo eso.
Damián no podía dormir. Llevaba horas dando vueltas en la cama. Ya lo había estado meditando desde mucho antes sin llegar a ninguna conclusión y sabía que no iba a poder descansar hasta que lo solucionara. Lo que le sucedía no era más que un furibundo y agónico ataque de perfeccionismo. Necesitaba más piezas, piezas nuevas, no había más que hablar. Pero para saber qué hacer con ellas, primero tenía que conseguir idear su obra suprema. Tras decidir que ese mismo lunes le pediría a Luciano volver al trabajo, encendió la luz y se sentó en la cama con su cuaderno y un bolígrafo.
Juró que hasta que no se le ocurriera algo verdaderamente grandioso no volvería a levantarse.