Capítulo 7
LA ciudad era pequeña. Pequeña y condenadamente caliente. A bloody small town, como hubiera dicho su padre, un policía irlandés de pura cepa. Además, estaba llena de gente. Y aunque contaba con uno de los más eficientes departamentos de policía del país, pasaban cosas. Matt podía dar fe de ello.
La llamada del comisario para enviarlo a investigar un coche abandonado no le había hecho ni puta gracia. El vehículo estaba cerrado a cal y canto. Lo habían aparcado en la cuneta, al borde del barranco, en una de las carreteras menos frecuentadas de la ciudad que unía la zona alta en plena expansión con el sector marítimo del auditorio y los barrios de la playa. Se trataba de un turismo azul marino con dos ruedas reventadas. Un par de policías trajeados husmeaban en su interior a través de las ventanillas.
Matt aparcó su viejo coche al otro lado de la carretera y se bajó sin apagar el motor, no fuera que después no lograra ponerlo en marcha. Hacía tanto calor que el asfalto despedía un inquietante olor a plástico quemado.
El irlandés cruzó la calzada y saludó con la cabeza a los dos agentes. Él, que solo llevaba vaqueros y camisa, no entendía cómo aquel par de maderos podía respirar dentro de sus rígidos trajes sin vomitarse encima.
—¿Por qué me han llamado para esto? —protestó acercándose al más viejo.
—¿No buscabas un coche nuevo? —contestó uno entre risas.
Era Adolfo Ruiz, inspector de homicidios. Matt se preguntó qué se le había perdido al departamento de fiambres en aquella cuneta.
—No veo ningún cadáver —apuntó ignorando el comentario.
—Por eso te hemos llamado.
El segundo policía se apellidaba Ríos, aunque Matt ni siquiera recordaba su nombre. Era más alto y bastante más joven que Ruiz, y cuando terminó de examinar el vehículo se unió a ellos.
—Hola, Rojo —lo saludó estrechándole la mano. Un instante después, una Kangoo gris se detuvo detrás del coche de los policías y Ríos la señaló con la cabeza—. Aquí llega el cerrajero.
Un tipo sobrado de peso se bajó de la furgoneta y con aire cansino se dirigió a hacer su trabajo mientras Ruiz ofrecía a Matt un cigarrillo.
—No fumo —gruñó el irlandés.
Observaron en silencio los progresos del cerrajero y cuando a los pocos minutos consiguió abrir la puerta, Ríos se introdujo en el coche con unos guantes de látex y un paquete de bolsas de plástico.
—Bien, cuéntame algo —dijo Matt al inspector Ruiz mientras su compañero examinaba el interior del vehículo.
—De acuerdo. —Ruiz abrió con un gesto las tapas de su libreta, se mojó con la lengua la punta del dedo índice y pasó un par de páginas—. Volkswagen Polo del noventa y cinco, sin multas ni impuestos pendientes. No tiene marcas de haber sido forzado ni manchas de sangre. Pertenece a Isaac Jiménez, de veinticuatro años, estudiante de Medicina. La familia denunció su desaparición hace dos días, pero hasta hoy no habíamos encontrado su coche. Vinimos pensando que el cuerpo estaría dentro o, en todo caso, en los alrededores, pero no hemos dado con él.
—Ya, ahí es donde entro yo... El policía cerró su cuaderno.
—Es tu campo, ¿no?
—Supongo...
Matt chasqueó la lengua y rezongó por lo bajo. Estaba hecho polvo. Le dolía la cabeza y sentía un desagradable zumbido en los oídos que le rebotaba de una sien a otra. Intentó examinar el entorno, aunque al instante se dio por vencido.
—¿Una mala noche? —preguntó Ruiz.
—Vete a la mierda —replicó el irlandés, engullendo dos aspirinas—. Oye, dime dónde coño estamos.
El inspector sonrió.
—Esta es la antigua carretera que llevaba al norte, la llamaban la carretera de Chile. Antes había que cogerla inevitablemente para subir a Las Torres, al cementerio y hasta para ir a Arucas, pero desde que hicieron la circunvalación no la utiliza ni Dios.
—No es un sitio muy popular, ¿verdad?
—Pues no. Si acaso pasan por aquí los que quieren unas buenas vistas de la ciudad o las parejas que buscan... Bueno, ya me entiendes, quedarse a solas.
—Ya... Aparte de los que viven por aquí...
—Claro, esos también. De hecho nuestro amigo Isaac vivía en Siete Palmas. —Ruiz pasó otra hoja de su bloc comprobando los datos—. Esta carretera lleva hasta allí, aunque en algún momento se bajó del coche y no llegó a casa.
—Cuestión de neumáticos —apuntó Matt señalando el par de reventones que lucía el Volkswagen.
—Eso parece —añadió Ruiz—. El caso es que aquí le perdemos la pista. Matt y el inspector se acercaron al coche. Ríos estaba terminando el registro.
—Un paquete de chicles, otro de toallitas, un folleto del Carrefour y un euro setenta en monedas sueltas —detalló emergiendo del interior del vehículo.
—¿Nada más? —preguntó Ruiz.
—Bueno, los papeles del coche y algunos cedés.
—Qué tío más soso —apuntó Matt.
—Bueno, ahora es todo tuyo —contestó sonriendo el inspector.
—Ya veo...
—Sí, este tiene pinta de ser de los tuyos —concluyó el agente Ríos.
Los policías volvieron a cerrar el coche. Ríos estaba llamando al depósito para que fueran a buscar el Polo mientras Ruiz pasaba a limpio sus notas para entregárselas a Matt. Este miraba a su alrededor, ausente.
—Toma, Rojo —dijo el inspector, entregándole una delgada carpeta azul con el escudo de la Dirección General de la Policía serigrafiado en la cubierta—. Esto es para ti.
—¿Adónde lleva ese camino? —preguntó el irlandés mientras señalaba con el brazo una estrecha carretera mal asfaltada que unos metros más arriba se internaba en el barranco hasta perderse detrás de la montaña.
—¿No lo sabes? —comentó Ruiz frunciendo el ceño a la vez que miraba más allá de la escarpada ladera—. Al antiguo acuartelamiento Manuel Lois. —Matt le miró como si no entendiera—. Solía ocuparlo la Marina, pero ya hace tres o cuatro años que está cerrado.
—Ahora se usa para competiciones de botellón —añadió Ríos llegando junto a ellos—. A ver quién es capaz de dejar más basura.
—También para impresionar a las chicas —continuó el inspector—. Ya sabes cómo va, los chiquillos juegan a hacerse los valientes colándose de noche en los cuarteles y metiéndose por los túneles.
—¿Túneles? —preguntó Matt. Los policías se encogieron de hombros.
—Hay todo un mundo subterráneo ahí abajo.
Matt se quedó de pie hojeando las notas de Ruiz mientras los dos agentes subían a su coche y arrancaban el motor. El inspector iba al volante y giró para acercarse a él antes de irse.
—Buena suerte, Rojo, nos vamos. —El irlandés asintió sin levantar los ojos. Ruiz lo conocía bien. Lo observó durante unos segundos, preocupado—. Oye, Matt, ¿qué tal la niña?
El policía dejó de leer y miró al inspector por encima de las gafas de sol, sin evitar el esbozo de una sonrisa amarga.
—Bien, bien. Cada vez mejor —dijo.
—¿Seguro?
Matt resopló, no quería hablar de ello.
—Bueno, ya sabes, nos vamos adaptando...
—Chicos, ¿verdad?
Chicos, piercings, alcohol, drogas... Ruiz tenía dos hijas mayores que Susie, sabía bien cuáles eran las preocupaciones que podían acosar a Matt cada noche.
—Sí, algo así.
El viejo inspector sonrió mientras daba la vuelta con el coche.
—Es la peor edad —aseveró—. Tranquilo, lo estás haciendo bien.
Ruiz le guiñó un ojo antes de que su coche se perdiera carretera abajo hacia el barrio de Guanarteme.
—Vete al carajo —murmuró Matt.
El policía echó un último vistazo al interior del Polo y después se asomó al acantilado que gobernaba la playa y el nuevo auditorio. Subió a su tartana y arrancó con la intención de dirigirse al norte, subiendo hacia los barrios de Las Torres y Siete Palmas, donde vivía la familia del chico. Sin embargo, no había recorrido todavía quince metros cuando tomó una curva cerrada a la derecha y se encontró de frente con una parada de guaguas. Detuvo el coche. La carretera seguía ascendiendo, pero lo importante en aquella curva era, sin duda, la parada.
Matt se rascó la cabeza y tomó nota en una de las hojas de la carpeta de Ruiz.
En el coche de Isaac había dinero. Si tenía las dos ruedas pinchadas, ¿por qué no había vuelto a casa en autobús? Matt cruzó la calzada y paseó hacia abajo; una vez en la curva, pudo ver el Polo de Isaac esperando a que llegaran del depósito municipal. Si el chico tomaba esa carretera cada día, sabría de sobra de la existencia de una parada a pocos metros del accidente. Según el inspector, su familia no sabía nada de él desde hacía ya cuarenta y ocho horas. Si no le sacaron del coche a la fuerza, Matt estaba seguro de que habría cogido el autobús. Lo que estaba claro era que, si lo hizo, no fue para regresar a casa.