Capítulo 40
HABÍA empezado a llover. Las gotas golpeaban débilmente los cristales y arrancaban una triste melodía de las hojas de las palmeras.
Matt y Carla estaban dentro de casa, arropados cada uno con una manta en la confortable calma del salón. Por suerte el enfado había remitido. Aun así, se sentaban en sillones separados. La segunda botella de cabernet estaba ya por la mitad y todavía no habían decidido nada acerca de la investigación, y es que probablemente ninguno de los dos habría acudido a esa cita de haber imaginado que su reunión informal para hablar de trabajo iba a empezar por una sucesión de recuerdos al calor del vino y de la música. Y ahora los dos se preguntaban lo mismo: ¿cuándo hemos aprendido a recordar lo bueno y a ignorar lo malo?
«Por qué no lo hicimos antes», pensaba Matt.
—Excelentes raviolis —comentó Carla con una sonrisa.
Estaba recostada de medio lado en el sillón, descalza y con el pelo recogido en un improvisado moño detrás de la cabeza. Hacía tiempo que Matt no la veía tan cómoda a su lado.
—El sobre precocinado es de una buena marca, como el microondas. Los dos rieron.
Años atrás, los reproches crecían como hongos en un plato de sopa rancia. Cualquier matiz, cualquier mal gesto podía ser el causante del apocalipsis por muy bien que estuviera marchando el día. Se habían convertido en maestros en detonar la bomba de hidrógeno.
Tal vez no habían sido lo suficientemente maduros, quizá venían demasiado dolidos de sus respectivos divorcios como para hacer más concesiones al otro. Pero las habían tenido, y bien gordas, en ese mismo salón en el que ahora charlaban como si todo aquello hubiera ocurrido en otra vida o, al menos, en una muy lejana.
—¿Qué nos pasó, Rojo? —preguntó ella. Llevaba demasiados años ignorando deliberadamente el tema.
Pero Matt no estaba tan seguro de querer pisar ese fangal. «Cómo saberlo...», pensó él.
—Un mal momento... —contestó meneando la cabeza.
No era tan difícil reconocer por qué. Dos caracteres completamente opuestos que no habían aprendido a hacerse complementarios. El exceso de celo en el trabajo y la arrogante proyección de la carrera de una contra la ebria dejadez y la falta de compromiso del otro. A partir de ahí, gritos e insultos unidos en una batalla que solo encontraba tregua entre las sábanas. Y cuando estas empezaron a mancharse también contribuyeron a avivar el incendio en todas las plantas. El castillo de naipes se vino abajo.
Carla se sirvió otra copa y regresó al sillón. Sus ojos claros parecían tristes.
—¿Crees que en otras condiciones habría funcionado? El irlandés no supo qué responder.
—Soy un tipo complicado...
Aquello sonaba a disculpa y a la pelirroja se le atragantó el vino. Antes de que Matt pudiera continuar, el tintineo de la puerta acudió para rescatarlo. Susie entró en el salón, incapaz de dar crédito a lo que veía.
—¡Carla! —exclamó.
—¡Mi niña!
Las dos se abrazaron en el recibidor ante la sonrisa estúpida del policía. Aunque le duró poco.
—Estás preciosa —le dijo Carla haciéndola girar para verla mejor.
—Lo que está es castigada —sentenció Matt.
Susie atravesó la habitación y dejó las llaves y su bolso encima de la mesita, se quitó la chaqueta empapada por la lluvia y la colgó en el perchero. Al hacerlo, dejó ver que no llevaba debajo más que una escueta camiseta, además de un tatuaje recién estrenado, a la derecha del ombligo. Era una media luna diminuta, pero sabía que a los ojos de su padre sería como si se hubiera dibujado el Taj Mahal.
—¿Castigada por qué? —chilló dándose la vuelta. Justo en ese momento recordó el tatuaje y trató de taparlo torpemente tirando de la camiseta hacia abajo. Cuando vio que la mirada de su padre se había clavado en él, su piel morena se quedó pálida como la cera.
—Entre otras cosas, por eso —contestó Matt—. Se acabó salir hasta tan tarde.
Carla vio venir la tormenta, mucho peor que la que tenía lugar afuera. Por muy bien que lo hubiera pasado con Matt, en ese instante habría preferido estar en cualquier otro lugar. Sabía perfectamente y por propia experiencia lo que venía ahora.
—No puedes prohibirme salir —gruñó Susie con tanto odio en su voz que daba miedo.
—¿Cómo que no? —contestó Matt con una tranquilidad pasmosa—. Dime, ¿adónde has ido así?
Carla se había fijado en la ropa de Susie en cuanto la vio entrar. Llevaba una falda muy corta y una camiseta con escote, pero no las encontró excesivas. La chica tenía una piel preciosa, aunque Carla estaba segura de que su padre prefería que no la enseñara.
—No voy mal, papá —repuso ella—. Y para que lo sepas, he ido al cine.
—Vas tú mucho al cine últimamente —contestó Matt girándose hacia el televisor. Con el mando a distancia apagó la música y se puso a hacer zapping de un canal a otro—. Anda, vete a tu cuarto. Ya hablaremos.
Susie estaba furiosa. Carla podía ver cómo temblaban las aletas de su nariz; no era difícil adivinar lo que le estaba pasando por la cabeza.
—Claro que me voy —dijo—, ¡pero de casa! No quiero volver a verte.
Antes de terminar la frase, ya estaba subiendo a toda prisa las escaleras. Matt se levantó y la llamó desde abajo, pero el portazo apagó su voz.
—Discúlpanos... —murmuró.
La inspectora sonrió, aunque en el fondo estaba aturdida. Aturdida por lo que acababa de presenciar, y más aún por la imagen del hombre que tenía ante sí, un tipo abatido y desorientado. Aquel no era el irlandés bruto que conocía, era otro, era el hombre real. Por primera vez creyó entender el volcán que ardía en el fondo de Matt, el Rojo; sin embargo, era un volcán que ella tampoco sabía contener.
—Será mejor que me vaya —dijo recuperando sus zapatos y buscando su cazadora. Matt la detuvo.
—No —le susurró al oído. Después de mil años su mano rozaba la cintura de la pelirroja, que no pudo evitar un estremecimiento. Cuando se dio la vuelta encontró por primera vez una lágrima en el borde más externo y también más rebelde del ojo del policía—. Quédate.
* * *
Por la mañana Susie bajó a prepararse el desayuno y, para su sorpresa, encontró a Carla sentada en la cocina, leyendo una de sus revistas de moda y vestida solo con una de las camisas de Matt. Al verla, no pudo evitar sentirse muy feliz.
—Vaya —dijo con una amplia y sincera sonrisa en los labios. La inspectora sintió el rubor asaltar sus mejillas.
—Vaya...
Las dos se fundieron en un abrazo mientras desde arriba empezaban a escuchar los gruñidos del ogro irlandés.
—Te echa de menos —dijo Susie bajando la voz. Carla soltó una carcajada.
—¿Cómo lo sabes? ¿Te ha dicho algo?
Susie torció el gesto.
—¿Él? —suspiró—. Qué va, es más soso que el pan sin queso.
Se acercó un poco más a ella, mirando de refilón la escalera por si bajaba su padre.
—Lo he visto en sus ojos —dijo—. Muchas veces.
Susie apuró su zumo de naranja y metió un par de piezas de fruta en la mochila.
—¿Te vas? —preguntó Carla.
—No va a ningún sitio —gruñó Matt desde la escalera. Bajaba todavía somnoliento, con medio cuerpo cubierto con una toalla y secándose la cabeza con otra. Las cicatrices oscurecían su torso tan claro.
—Claro que sí.
Los dos toques de claxon de rigor acababan de sonar afuera.
Susie se despidió de Carla con un beso en la mejilla y abandonó la casa sin dedicar siquiera una mirada a su padre. La puerta se cerró tras ella y segundos después desapareció en el coche afónico del tal Bernardo.
—Mierda —masculló Matt—. Seguro que a misa no va.
Carla terminaba su café y empezó a lavar la taza en el fregadero. Sonreía.
—Déjala —dijo—. Es domingo y es el primer día que hace sol en toda la semana.
—Sí, ya —gruñó él—. Gracias, pero no necesito que me digas cómo educar a mi hija. Ella lo miró de soslayo, no quería creer lo que acababa de oír.
—Oye, Rojo, solo pretendía...
—Vale —exclamó él—, ya sé lo que querías decir. Pero te digo que no hace falta. La inspectora se esforzó en morderse la lengua.
—Matt, escucha, no creo que...
—Deja el puto tema en paz, ¿de acuerdo? —replicó el policía, cansado y ojeroso como si sufriera otra terrible resaca.
Carla soltó la taza a medio fregar en la pila y se secó las manos con un trapo amarillo. Ya había pasado por ahí. Lo conocía. Lo conocía tan bien que sabía que no quería volver a recorrer el mismo camino. Arrojó el paño sobre la mesa y se dirigió al salón a por su ropa.
—Mira, Matt, me voy —le dijo—. No pienso aguantarte. Tienes de plazo para encontrar a Damián hasta que reciba la orden de detención por esconder el cadáver de su hija.
—No entiendo nada —se quejó el policía—. ¿No habíamos quedado en...?
—Ya no —replicó ella vistiéndose—. He decidido jugar mis cartas a mi manera y no arriesgarme. Mañana entregaré mi informe a Almeida y pediremos la orden de busca y captura. Si quieres, te permitiré asistir al interrogatorio.
Matt se giró hacia ella, pero no se levantó.
—¿De qué va esto? —chilló mientras la contemplaba terminar de calzarse, coger su bolso y abrir la puerta—. ¿Quién te has creído que eres para hablarme de ese modo?
—Soy tu superior, Matt —contestó ella tranquilamente—. Hasta mañana. Nos vemos en la comisaría.
La inspectora Carla Torres abandonó en el apartamento uno de sus terrores más personales. Uno que acababa de superar.