Capítulo 6
LINDA tenía nueve años el día que murió. Pronto habría cumplido los dieciocho.
Damián, su padre, no podía quitarse esa idea de la cabeza. Recordaba vívidamente el instante en que el doctor había certificado su muerte, el momento en el que aquel guardia de seguridad le obligó a soltar la mano helada de su hija y salir de la habitación. No había sido capaz de luchar contra la enfermedad, la misma que se había llevado a su madre unos años antes. Sin embargo, ahora Damián ya había decidido que nada podría arrebatarle a su pequeña.
Los pensamientos horribles lo acosaban siempre en noches solitarias como aquella, escondidos entre el zumbido de las luces halógenas y el rumor del generador eléctrico, sobre todo cuando las piezas que guardaba en el taller dormían bajo los efectos del suero. Pasaba las horas tumbado en el catre de su cubículo mirando la oscuridad del pasillo, esperando a que Linda apareciera de repente y corriera a darle un beso.
Porque Linda estaba viva. Y pronto iba a ser su cumpleaños. Linda estaba en casa, esperándolo, esperando a que terminara su regalo. Un regalo que iba a ser perfecto.
A Linda le encantaban las muñecas. Las retocaba siempre junto a su padre para hacerlas más bonitas. Les ponían otra ropa, les cambiaban el pelo... Partes de una le podían quedar mejor a otra, igual que podían unirse para formar una muñeca mejor. Jamás desechaban ninguna, porque cuando alguna parecía estropeada, su hija lo buscaba en cualquier lugar y con aquella mirada tierna le pedía que se la arreglara. Entonces se encerraban juntos durante horas en el taller. Con la pequeña sentada en las rodillas de papá, cortaban, cosían, pegaban y pintaban hasta conseguir la más bonita de las muñecas, aun mejor que una nueva, y esa sonrisa en el rostro de su hija le hacía sentir grande, satisfecho, le ayudaba a olvidar las penurias y a creerse útil. Hacerla feliz era su dicha. Linda era todo lo que le quedaba después de la muerte de su esposa. No había dejado de regalarle muñecas durante todos esos años. Solo que ahora, con más medios, le podía conseguir muñecas mejores, más reales, muñecas que casi parecían vivas.
«Linda...», suspiró Damián a un paso del sueño. Hacer muñecas mantenía unida a la familia.
Por eso también era natural que en el cumpleaños de su mayoría de edad su regalo tuviera que ser el mejor de los que jamás le hubiera hecho, el más importante. Tenía preparada para ella una gran sorpresa, lo que siempre quiso: una enorme y preciosa casa de muñecas.
Había elaborado el diseño al milímetro y dedicado muchas horas a la preparación de cada detalle. Ahora que la fecha se acercaba, ya tenía preparadas la mayor parte de las muñecas. No resultaba fácil conseguir las piezas; de hecho, era bastante arriesgado y él lo sabía, no estaba loco, sin embargo, también era cierto que aún no tenía suficientes. Hacían falta más, muchas más.
Los gritos lo despertaron poco después del alba, señal de que el suero había dejado de hacer efecto. Se incorporó y encendió la luz de los pasillos; las lámparas halógenas empezaron a zumbar por los túneles como un enjambre de abejas desatado. Cuando llegó a la habitación, algunos ya se habían despertado, así que los sedó de nuevo y, tras cambiarse de ropa, se marchó a casa. Su jornada de trabajo empezaba en menos de dos horas.
Una vez en su piso, entró en el vestíbulo y dejó las llaves sobre la mesita. Echó un vistazo a la habitación de Linda, donde todo seguía tal y como lo había dejado, y preparó el desayuno. Después se duchó y se vistió con el uniforme de Guaguas Municipales. Cada mañana seguía la misma rutina.
A las ocho y media en punto estaba tocando en la puerta de su supervisor en la estación de San Telmo.
Se subió a su autobús y encendió el motor.