Capítulo 12
RODRIGO del Castillo estaba harto de aquella mierda de trabajo. Todas las semanas de los tres últimos meses le había tocado el turno de noche.
Llevaba trabajando para la misma empresa de seguridad desde que llegó de Ecuador, y casi siempre lo había hecho en aquel centro comercial. Por eso no le quedaba más remedio que seguir patrullando por los silenciosos pasillos del parking del Siete Palmas.
Esa noche era ya tan tarde que únicamente quedaban los tres o cuatro coches de los que habían ido a la última sesión de cine. Y tampoco había más vigilantes en el subterráneo, así que estaba solo. Solo y aburrido como una ostra. Además, le dolía la espalda. Su enorme corpachón ecuatoriano, de uno noventa y más de cien kilos, era demasiado para la ridícula motocicleta Honda con la que se veía obligado a recorrer los pasillos y que casi se le perdía entre los muslos. Debía encorvarse tanto para conducirla que ya tenía las cervicales destrozadas.
Se consoló pensando en que le quedaban solo unos pocos minutos para terminar su turno y largarse a casa. Una vez más tendría que salir corriendo; no sería la primera noche que por entretenerse al cerrar llegaba tarde a la parada y se le escapaba el autobús.
Así que apagó la radio e hizo la última ronda en el único piso que le quedaba. Los pasillos parecían gargantas oscuras abriéndose frente a él. Rodrigo miró su reloj. No solía inquietarle la soledad del aparcamiento de madrugada, pero tampoco podía negar que algunas noches hasta el más mínimo ruido conseguía ponerle los pelos de punta.
El silencio tras cortar el hilo musical sonó como un estallido. El centro comercial se apagaba.
Cuando el guardia comprobó que ya podía cerrar el parking y marcharse, se dirigió al cuarto de vigilancia. Aparcó la moto, que enmudeció por fin tras un ronroneo afónico, y entró rápidamente para firmar el parte, desconectar las luces y cambiarse de ropa. Atravesó los solitarios pasillos sin atreverse a levantar la mirada del suelo. Evitaba así que sus ojos se salieran del trazado de sus zapatos sobre el cemento, concentrado únicamente en escuchar el tañido hueco y apresurado de sus propias pisadas. «Has visto demasiadas películas, viejo», pensó.
Rodrigo cruzó la avenida en dirección a la parada. No había nadie más esperando. Se sentó en el banco y miró el indicador luminoso que señalaba el tiempo restante para la llegada de los distintos autobuses.
—Catorce minutos —dijo en voz alta para al menos escuchar una voz, aunque fuera la suya—. No me falles, cabronazo.
Rodrigo sabía de lo que hablaba. Ya le había pasado varias veces. Después de esperar durante más de una hora, la guagua no aparecía. Estaba lejos, era la parada más periférica del recorrido, pero los autobuses no podían dejar de pasar por allí porque no llevaran a nadie. ¿No era eso lo que se suponía? En un rápido repaso mental, Rodrigo contó al menos tres veces en las que la guagua le había dejado tirado. Esa noche hacía frío y le dolía la espalda, así que esperaba, por su propio bien, que no fuera la cuarta. Como tuviera que regresar otra vez caminando a casa, la denuncia iba a ser gorda.
Nueve minutos, seis, cuatro... Según el indicador, el autobús estaba al caer.
—Joder...
Se levantó y salió de la marquesina cuando el panel marcaba dos minutos y empezó a pasearse de un lado a otro. «Lo mato, lo mato», repetía, y redactaba mentalmente el texto de la denuncia. Poco después escuchó con alivio el rugido del motor de una guagua que se acercaba, aunque enseguida comprobó que no era la suya, sino otra que regresaba fuera de servicio a la estación central.
Iban a volver a saltarse su parada, no lo podía creer. El recorrido de esa línea consistía en subir desde Mesa y López a través de Las Torres, recogerle en Siete Palmas y continuar hacia la estación de San Telmo por La Paterna, donde vivía. Pero los conductores siempre hacían lo que les salía de los cojones.
—Esta vez pondré una reclamación, joder. Se van a enterar...
Antes de que terminara de divagar, el indicador luminoso ya se había apagado. El vigilante miró su reloj y comprobó que pasaban cuatro minutos de la hora en que debía haber llegado el autobús.
Por alguna razón, esa noche la guagua no subió tan arriba.