Capítulo 16
BEN CASTRO ya no se movía. Su noche había terminado mal, igual que había empezado, y todo lo que veía eran jirones de luna tiñéndose de rojo. Las dos chicas intentaban frenar la hemorragia; una de ellas se había roto un pedazo de la camisa para apretárselo contra la herida abierta. Minutos después cayó inconsciente. Delante de ellos empezaba a dibujarse, apenas perceptible en la oscuridad, la silueta de un viejo arco de piedra. Se trataba de una especie de portal de cemento, adosado a una caseta en ruinas que poco a poco fue tomando forma frente a los faros de la guagua.
—Es la vieja base abandonada —murmuró Ruth.
—¿El qué? —preguntó Silvia.
—La base, la base militar, he venido varias veces.
—¿Y qué hay ahí?
—Nada...
El enorme vehículo atravesó sin problemas aquella estrecha y decrépita entrada arrancando lascas de piedra de la pared del barranco al evitar una verja derruida y oxidada que yacía tirada en el suelo. Damián apagó los faros y aceleró para introducirse entre la maleza lo antes posible, por si algún curioso se asomaba desde la cima del acantilado y se preguntaba qué hacía una guagua entrando a aquellas horas en la base.
—¿Tienes un móvil? —preguntó Silvia en un susurro—. El mío está en mi bolso y mi bolso... Bueno, no lo tengo aquí.
Ruth negó con la cabeza y echó la mano al bolsillo.
—Sí —contestó mostrándole un teléfono negro envuelto en una funda rosa—, y lo intenté usar antes, pero aquí no tengo cobertura.
—¿Crees que él tendrá? —Silvia señaló con la cabeza a Ben, que dormía inconsciente en su regazo. Apestaba a alcohol y a vómito.
—Cómo saberlo —repuso Ruth—. Quizá tenga otra compañía distinta a la mía.
—Averigüémoslo.
La chica se inclinó sobre Ben y palpó sus bolsillos. No encontró nada.
El autobús continuaba descendiendo por un angosto camino de tierra que discurría entre la ladera de la montaña y una especie de selva descuidada de matorrales, palmeras resecas y malas hierbas. Los rodeaban la oscuridad y el silencio, pero podían distinguir las diminutas luces anaranjadas de los barrios de la cima del barranco.
—¿Piensas que nos ven desde ahí arriba? —preguntó Ruth en voz baja.
Silvia se giró preocupada por la cabeza de Ben, que seguía apoyada en sus muslos. El chico parecía estar despertando.
—No lo sé —dijo.
Poco después el muchacho abrió los ojos y se intentó incorporar, pero una punzada de dolor le atravesó el cráneo. Fue como si todos los huesos de su cabeza se hubieran hecho astillas y se le clavaran en el cerebro. La oscuridad cambiaba de forma frente a él a través de las ventanas.
—¿Dónde estamos? —gruñó.
—¡Chss!, quieto —lo detuvo Silvia—. Al parecer esto es no sé qué base.
—Una antigua base militar —apuntó Ruth.
—¿Una base militar? ¿Y para qué coño nos ha traído aquí? —Las chicas no supieron qué responder.
Habían llegado al final de la cuesta. El autocar giró a la derecha y se introdujo por el sendero que atravesaba un campamento abandonado. Había medio centenar de casetas de madera invadidas por el follaje envejeciendo bajo capas de moho y humedad. Solo el zumbido del aire que mecía las ramas era capaz de romper aquel silencio que le daba un aspecto espeluznante y fantasmal. El conductor iba deprisa, dejando atrás edificios vacíos con ventanas rotas, puertas derribadas y paredes decoradas con una lúgubre colección de grafitis.
—Oye, ¿dónde está tu móvil? —preguntó Silvia a Ben.
Este se palpó los bolsillos, nada que no hubiera hecho Ruth antes, y se llevó la mano a la frente.
—Dios, no tengo ni idea... —murmuró—. No recuerdo prácticamente nada de lo que he hecho esta noche.
El autobús golpeó una de las ramas más bajas de aquella foresta descuidada y tropezó con otra que estaba tirada en mitad del camino. Sus faros descubrían siluetas y formaciones extrañas apenas escondidas entre los arbustos.
—Estupendo.
El mismo camino los llevó fuera del campamento tras pasar por encima de otra valla metálica descoyuntada de sus soportes y volcada como un viejo velo de herrín. Habían llegado al extremo sur de la base. Damián aminoró la marcha mientras subía el vehículo a una tarima de cemento. La carretera terminaba ante ellos. Continuó un poco más y redujo para preparar un giro de noventa grados. Había enfilado una enorme abertura excavada en la montaña.
—¿Dónde estamos? —preguntó Silvia.
Ruth se asomó por una de las ventanillas. La ladera presentaba tres orificios —el central, algo mayor que el resto— y el autobús se dirigía como una exhalación hacia el tercero de ellos.
—Hemos llegado a los túneles.
El chófer se introdujo en el conducto. Una débil luz teñía de gris los primeros metros del túnel descubriendo pilas de basura y escombros, aunque dejaba el resto de la gruta en total oscuridad. Damián volvió a encender las luces, pero ni siquiera los potentes faros del autocar eran capaces de romper la penumbra. Conducía a toda velocidad y sin ninguna precaución, igual que un maníaco temerario. Conocía perfectamente cada resquicio de aquellos túneles, como si los hubiera construido con sus propias manos.
Giros a izquierda y derecha, interminables pasillos apenas mancillados por los haces de luz amarillenta; el viejo cazador se llevaba a sus presas hacia el interior de la montaña, saltando entre charcos ponzoñosos y tropezando una y otra vez contra formas indefinidas que quedaban aplastadas bajo sus ruedas. Los pasajeros, aterrados, no podían ver adónde iban, bastante tenían con no golpearse con las barandillas y respaldos al rebotar de un lado a otro.
El túnel no parecía tener final.
—Adónde diablos nos lleva... —musitó Silvia tapándose los oídos con las manos.
Sufrieron un brusco volantazo a la derecha, la guagua subió un escalón y aumentó la velocidad.
—Socorro... —gimió Ruth con los ojos cerrados.
Ben todavía estaba desconcertado; las chicas se preguntaban si entendía el alcance de lo que estaba sucediendo. El autocar se estremeció al tropezar con un bache y el chico vomitó sobre la falda de la prostituta. Ruth empezó a llorar.
—Tranquila —susurró Silvia limpiándose los restos de la tela vaquera y de sus muslos desnudos. Empujó a Ben hacia atrás para quitárselo de encima—. Saldremos de esta, ya lo verás.
Consiguió incorporarse con la ayuda de una de las barras de fijación y entonces pudo intuir con horror lo que estaba pasando: los llevaba a toda velocidad a través del subterráneo directamente contra la pared final del túnel. Silvia lo comprendió de inmediato. Aquel perturbado quería suicidarse estrellando su autobús. Y pensaba hacerlo con ellos dentro.