Capítulo 5

EL agua fría se deslizó entre las heridas de la espalda y del pecho empapando la venda del brazo, así que Matt tiró de ella y se arrancó lo que quedaba del apósito, haciendo que la herida volviera a sangrar. Cerró el grifo enseguida y salió de la ducha para secarla y cubrirla de nuevo con una gasa. El vendaje tenía mucho mejor aspecto. Despejó con la mano el vaho del espejo y cogió la cuchilla de afeitar. Le llamaron la atención sus propios ojos, tan grises como los de su hija, reflejados en el cristal. Unos ojos cansados, viejos, aguados por el calor y el vodka. Entre los pelos rojos de la barba se adivinaban las diminutas cicatrices de las quemaduras que sufrió en aquel incendio. Susie era muy pequeña cuando ocurrió. También tenía marcas en el costado y en el muslo. En realidad ya no le dolían, pero seguían ahí para recordarle las palabras de su hija.

Dejó la cuchilla sin usar a un lado y se puso unos pantalones. Ya se afeitaría. Cuando bajó a desayunar, Susie ya se había marchado. Mierda. No era solo igual que su madre en el color de la piel, y eso que era lo único bueno que la niña había sacado de aquella zorra. Matt la conoció a finales de los ochenta en Dublín. Ella trabajaba como niñera de una familia irlandesa y hacía pocos meses que había llegado de España. Morena, caliente y latina, embrujó fácilmente al policía paleto. Un embarazo que no fue por accidente dio con el pelirrojo en las islas Canarias buscándose un lugar en el sistema policial español. Al poco de nacer Susie, aquella bruja le hizo la única herida que aún no había podido cicatrizar.

La nota decía: «Ya no te soporto». Nada más.

Desde entonces había criado solo a su hija, aunque, demasiado a menudo, ella parecía olvidarlo.

El teléfono móvil del policía empezó a sonar debajo de los papeles que tapizaban el sofá del salón. El sonido enlatado de Stairway to Heaven naufragó bajo un mar de informes hasta que Matt dio con el aparato. Todavía no eran las nueve de la mañana, así que no necesitaba mirar la pantalla para saber quién le estaba llamando. Dejó terminar la canción y cuando escuchó el pitido de mensaje recibido llamó a su buzón de voz. Activó el altavoz y dejó caer el móvil otra vez sobre los cojines. Segundos después, la voz empezó a hablar.

—Mierda.