Capítulo 18

Primavera de 464 a.C.

Mes de Muniquion durante el arcontado en Atenas de Lisiteo

Esparta

El rey Plistarco se mostraba siempre excesivamente nervioso para lo que su dignidad real demandaría. Y no podía evitar sentirse aún más incómodo cuando estaba en presencia de quienes juzgaban todos y cada uno de sus actos. Ya llevaba un rato allí de pie frente a los éforos, escuchando críticas a las que a duras penas sabía qué alegar, y algunas gotas de sudor empezaban a aparecer en su frente.

—Hijo de Leónidas —le tocaba ahora el turno al éforo epónimo—, sabes que el problema persiste pese a tus intentos de acabar con él. Quizá debamos enviar al diarca Arquidamo en tu lugar; no le costaría hacer un mejor papel que el que has hecho tú hasta ahora.

El epónimo gustaba de humillar a Plistarco. Para empezar, utilizaba siempre el nombre de su padre en lugar del suyo propio, para acrecentar así el complejo de inferioridad que ya de por sí tenía el único hijo del héroe de las Termópilas. Este soportaba con entereza la pulla para no aparentar sentirse ahogado ante el aplastante peso de la gloria que acompañaba siempre al nombre de su padre. Además, las continuas comparaciones con el otro diarca, varios años mayor que él, contribuían a que su apocada personalidad estuviera aún más lastrada.

—El problema con los ilotas no lo he creado yo —replicó Plistarco—, ya existía cuando recibí la corona. Yo al menos lucho contra ellos, porque otros que han gobernado antes que yo no solo no se opusieron al creciente poder ilota sino que lo fomentaron.

Era una triste defensa, como en seguida le demostró el epónimo.

—Sí, sin duda te refieres a Pausanias, tu tutor y regente hasta que alcanzaste la edad para llevar corona, vencedor de Platea y libertador de la Hélade de la opresión persa. Y también debes de referirte a tu tío Cleómenes, victorioso ante el enemigo ancestral de los espartanos, los argivos. Ambos empañaron sus éxitos mezclándose con la escoria ilota, negociando con ellos, y por ello acabaron como merecían. Y por cierto, ambos pertenecían a tu propia estirpe, como bien sabes. Ambos eran agíadas.

—No trates de ofender un linaje que ha sido capaz de engendrar al más grande rey que ha conocido Esparta, que dio su vida en las Termópilas por la salvación de todos nosotros...

—Sí, ese fue tu padre, hijo de Leónidas, cuya única falta fue no ser capaz de engendrar un hijo que supiera estar a su altura. ¿O acaso crees que lo estás, rey?

Plistarco sintió tal vergüenza que no fue capaz de replicar nada. El éforo sonrió satisfecho.

—No, claro que no lo crees. —El rey bajó la cabeza, derrotado.

—Escucha, Plistarco —otro de los éforos intervino, quizá apiadándose de aquel pobre individuo humillado y avergonzado, del que los dioses habían decidido que naciera con sangre real—: los ilotas son muy numerosos, muchísimo. Y si logran llevarse bien con los periecos, formarán un ejército como no se habrá visto otro desde los tiempos de la guerra contra el medo. Hay que detenerlos antes de que eso suceda. Vuelve a los campos de Mesenia, vuelve a Itome, que es donde ellos se concentran, y no regreses hasta que no quede vivo ni uno solo. —El rey alzó la vista y trató de recuperar algo de la dignidad perdida—. Esto no es un juego, Plistarco, estamos hablando de la supervivencia de Esparta.

—El ejército del rey de Persia —apostilló un tercer éforo— era inmenso pero nunca fue un peligro para nosotros porque ni siquiera llegó a pisar las tierras del Peloponeso; a los ilotas los tenemos aquí mismo, armados y con más ansias de hacernos morder el polvo que el mismísimo Jerjes.

El éforo epónimo se levantó con aire solemne y se acercó a Plistarco, poniéndose cara a cara frente a él.

—Toma los hombres que necesites, hijo de Leónidas; selecciona a los mejores, escógelos tú personalmente si es preciso. —Plistarco lo decidió en aquel mismo momento: se llevaría a Mesenia al ejército espartano al completo; no podía arriesgarse a un nuevo fracaso—. Pero no dejes desguarnecida Esparta porque seguro que eso es lo que están esperando nuestros enemigos. —Su idea se vino abajo estrepitosamente—. Y no tardes en partir. Acaba con este problema de una vez, hijo de Leónidas; intenta por una vez hacer honor a lo que se espera de ti.

Plistarco abandonó el edificio de los éforos y deseó una vez más no haber nacido hijo de Leónidas.

Itome

El ejército había sufrido numerosos ataques desde que se desplazara a las proximidades del monte Itome, en Mesenia. Los ilotas conocían muy bien los puntos fuertes de los espartanos, y también los débiles; sabían que en enfrentamientos falange contra falange eran invencibles, pero no lo eran tanto cuando se les tendían emboscadas. Y el rey Plistarco parecía no hacer más que propiciarlas, pues desplazaba incansablemente las tropas de un lado a otro por la falda del Itome tratando de encontrar la manera de ascender hasta la posición en la que se habían hecho fuertes los ilotas, y con esas movilizaciones facilitaba en gran manera la guerra de guerrillas que practicaban los mesenios. El comandante Arimnesto, desplazado a Mesenia por orden expresa del rey en la que probablemente sería su última intervención en el ejército antes de retirarse, trataba desde el primer día de que Plistarco se diera cuenta de ese simple hecho. Pero la personalidad del diarca era tan sensible a las críticas de los éforos como poco proclive a los cambios de opinión por sugerencia de sus súbditos.

Por la noche, junto a la hoguera, el rey y Arimnesto mantenían una conversación repetida una y otra vez desde que llegaran a Itome.

—Plistarco, llevamos cerca de diez días en Mesenia y no hemos hecho más que perder hombres. Si no estableces un campamento fijo en lugar de desplazar todas las tropas continuamente, nos irán diezmando poco a poco. Y ellos no habrán sufrido ni una sola baja.

—Escucha, Arimnesto: he venido aquí para tomar aquella posición de allá arriba y acabar con todos esos malditos esclavos. ¿Cómo voy a hacer tal cosa si asiento mis reales en la falda del monte? En cuanto encuentre un acceso hasta la cumbre estarán perdidos, pero para eso tengo que buscarlo. ¿Tan difícil es de entender?

—Envía destacamentos que hagan ese trabajo, no hagas que sea el ejército entero el que se desplace. ¿No ves el desgaste que eso supone para nuestros hombres?

—Si envío un destacamento lo aniquilarán en cuanto entre en el bosque.

«Al menos sería una pérdida justificada», pensó Arimnesto. Se daba cuenta de la incompetencia militar de su rey, de su falta de recursos. Sin duda tomar una fortaleza natural como el monte Itome no era fácil, pero esa dificultad no justificaba la pérdida inútil de hombres.

—Como quieras, Plistarco, ya hemos hablado de esto otras muchas veces. Ahora, con tu permiso, me voy a dormir —Arimnesto se rindió por fin y se giró para alejarse.

—Dame otra solución, comandante, pero no me pidas que permanezca inmóvil en este valle porque pasarán los días y todo seguirá igual, y entonces los éforos volverán a echárseme encima. Tengo que acabar con esos ilotas y no lo conseguiré estándome quieto aquí abajo. No quiero dar a los éforos nuevos motivos para humillarme.

Arimnesto sintió una profunda lástima por su rey, y pensó que todo el espíritu heroico y de sacrificio que su padre había derrochado siempre, le faltaba en cambio a su hijo.

—Intentaré pensar en algo, Plistarco. Buenas noches.

* * *

—Parlamentemos con ellos. Averigüemos qué quieren. Ofrezcámosles un trato si es preciso.

Por la mañana se hallaban reunidos el rey con sus comandantes, y Arimnesto sorprendió a todos con semejante propuesta.

—¿Parlamentar con esclavos? ¿Te has vuelto loco? —exclamó uno de los comandantes—. ¡Es absurdo! «Iguales» dialogando con ilotas, jamás pensé que llegaría a oír eso de labios de un espartano.

—¿Cómo has podido pensar eso, Arimnesto? —preguntó Plistarco.

—En el tiempo que llevamos aquí —se explicó Arimnesto— no hemos encontrado la manera de acceder a su refugio; es cierto que mientras estemos en Itome los mantendremos bloqueados, pero no podemos permanecer aquí eternamente, y cuando nos marchemos otros ilotas verán que hemos fracasado y se les unirán. Sería muy posible que toda Mesenia se les uniera.

—¡Por eso hemos de aplastarles, no ofrecerles vías de escape! —bramó de nuevo el comandante.

—Hemos de admitir que tal y como están las cosas, estamos muy lejos de aplastarles. —Arimnesto miró a su rey, quien no pudo sostenerle la mirada—. Ellos nunca se arriesgarán a presentarnos batalla en campo abierto y nosotros no podemos sacarles de su escondrijo. En esa situación pueden pasar días, incluso meses; y quien a la larga resultará más perjudicada será Esparta, no ellos.

—¿Qué tipo de trato has pensado proponerles? —se interesó el rey.

—Pero... rey Plistarco, no puedes hablar en serio...

—Ninguno en realidad —contestó Arimnesto—, dependería de lo que ellos nos dijeran. Y sospecho que estarían tan sorprendidos de que quisiéramos parlamentar con ellos, que no sabrían ni qué decir. Eso también podría ser una baza a nuestro favor.

—¡Rey Plistarco! ¡No debes permitir que suceda tal cosa! ¡Informaré a los éforos de la vergüenza a la que piensas someter a Esparta!

La mención de los éforos hizo cambiar el semblante del rey; Arimnesto se apercibió de ello.

—Los éforos confían plenamente en nuestro rey, la prueba está en que no han creído necesario que ninguno de ellos le acompañara en esta campaña. Ellos quieren una solución al problema de Itome tanto como cualquiera de nosotros, y la que yo os he planteado lo es.

—¡Tú has planteado que Esparta se doblegue ante un puñado de ilotas!

—¡Basta! —gritó el rey; todos callaron sorprendidos, más que por el grito en sí, por ser una de las raras veces que le oían levantar la voz—. ¡Idos todos! Arimnesto, tú quédate y exponme con más detalle lo que has pensado.

Una vez solos, Arimnesto pudo apreciar que al rey le temblaban las manos. Aquel gesto de autoridad le había agotado.

—Rey Plistarco, no deberías permitir que los éforos te traten como lo hacen.

—Yo no soy como mi padre y por ello es injusto que continuamente se me compare con él. Es muy duro ser el hijo de un héroe, Arimnesto. Es una carga que has de llevar sobre los hombros hasta la muerte. ¿Sabes lo que significa tener un peso sobre ti todos los días de tu vida?

—Sí, creo que lo sé. —Arimnesto comprendía bastante bien lo que le sucedía a Plistarco—. En cuanto a mi propuesta...

—Claro, tu propuesta. Averigüemos qué quieren esos ilotas; dudo mucho que pretendan acabar con todo el pueblo espartano, no pueden ser tan ingenuos. Así que a saber qué andarán buscando.

A la mente de Arimnesto acudió repentinamente la escena de su llegada al demos de Oenoe, hacía más de cuarenta años.

—Rey Plistarco, probablemente solo buscan un lugar donde vivir.

Llanura de Esteníclaros

Montados a caballo, el rey y el comandante aguardaban en la llanura situada al este del monte Itome la llegada de los parlamentarios ilotas. Estaban desarmados y Arimnesto llevaba en su mano derecha una rama de olivo en señal de paz. Era un riesgo que un rey espartano se aviniera a tener un encuentro con los ilotas sin tener una mísera espada a mano, pero él mismo había insistido en querer estar presente; él y Arimnesto, nadie más. Ambos permanecían en silencio, mirando en la lejanía. El nerviosismo de Plistarco le hizo hablar por fin.

—Comandante, tengo entendido que posees unas tierras cerca de aquí, ¿verdad?

—Sí, hacia donde sopla el Bóreas. A unos cuarenta estadios de aquí, más o menos. ¿Por qué?

—Simple curiosidad, nada más.

Efectivamente, se trataba de la parcela de Calícrates, que él había solicitado quince años atrás, cuando fue admitido en la clase de los «iguales». La pregunta del rey, ingenua sin duda como casi todo lo que hacía y decía Plistarco, hizo que a la mente de Arimnesto volvieran recuerdos que hacía mucho que no le visitaban. Recuerdos de un tiempo en que él no era espartano, un tiempo en que no era un rey sino los mismísimos dioses quienes guiaban sus pasos.

Al poco aparecieron en la falda del monte unas nubes de humo que enseguida se transformaron en dos caballos al galope. Los hombres que los montaban estuvieron en un momento frente a los espartanos, y al llegar junto a ellos sus cuatro miradas se entrecruzaron. Plistarco consideró que debía ser él, como rey, quien dijera las primeras palabras en aquel encuentro.

—¿Sois vosotros los cabecillas de la rebelión?

—No solo nosotros —dijo uno de ellos—, hay más; somos simplemente los portavoces de los ilotas de Itome.

—¿Sabéis que no tenéis ninguna oportunidad? ¿Que aunque mis tropas se retiraran ahora vendrían otras en su lugar, y que finalmente acabaríais muertos?

Arimnesto cerró los ojos; si su rey pretendía llevar de ese modo las negociaciones, aquello iba a ser una pérdida de tiempo.

—¿A eso has venido, espartano? ¿Y quién eres tú para hablar así? —preguntó despectivamente el ilota.

—Soy Plistarco, rey de Esparta, tu rey. ¿Y tú quien eres?

—Un mesenio. ¿Acaso para vosotros no somos todos los ilotas iguales?

—Escuchad —medió Arimnesto—, el objeto de este encuentro es encontrar una solución favorable para unos y otros, no tener un intercambio de insultos. Lo que ha dicho el rey es cierto; si no es ahora será más adelante, pero a la larga el monte Itome no se convertirá en vuestra casa sino en vuestra tumba.

—¿De verdad, espartano? Entonces venid a...

—Pero tenéis suerte —prosiguió Arimnesto, haciendo caso omiso de la interrupción— porque el precio que le costaríais en hombres a Esparta sería muy alto. Y Esparta tiene otros frentes abiertos y no le convendría desperdiciar guerreros aquí que harían mejor servicio en otros lugares. Supongo que todo esto ya os lo habréis planteado vosotros.

Los dos ilotas se miraron entre sí y el fanfarrón dijo precipitadamente:

—Sí, claro que ya lo habíamos pensado...

Arimnesto bajó de su caballo para buscar una mayor cercanía con los ilotas y atraerse su confianza. Y continuó con su discurso.

—Bien, por eso seguro que no os ha sorprendido esta proposición de diálogo para llegar a un acuerdo. Así que podéis hablar con libertad. Decid: ¿qué queréis de Esparta?

Ambos ilotas se miraron de nuevo y otra vez fue el más impulsivo de ellos el que habló.

—¡Queremos la libertad para Mesenia!

El rey no pudo reprimirse.

—¡Maldito ilota, te ofrecen salvar la vida y pides...!

—Un momento, un momento —intervino el segundo ilota, que aún no había dicho nada—, creo que estos espartanos han venido aquí solo para reírse de nosotros.

—En absoluto —replicó Arimnesto con tranquilidad—. La pregunta es clara: ¿qué es lo que queréis? Pero la respuesta ha de ser igual de clara; eso de «libertad para Mesenia» es un absurdo que ni aunque dependiera solo del rey o de mí, obtendríais de este encuentro.

El ilota miró fijamente a los ojos a Arimnesto, tratando de descubrir el engaño. Porque estaba seguro de que aquello era una trampa, una trampa urdida por aquel espartano ya que el rey hasta ese momento había hecho honor a la fama de pusilánime que le precedía.

El ilota bajó del caballo y caminó hacia Arimnesto para mirarle a la cara. Entonces el espartano se apercibió de un detalle que le heló la sangre en las venas.

—Me pides que te diga lo que queremos, espartano. Pues bien: queremos que tú y tu pueblo de «iguales» paguéis por todo lo que le habéis hecho al mío, por todas las humillaciones, por todos los crímenes que habéis cometido contra nosotros; queremos que los dioses se cobren sobre vosotros la venganza por la que hace tantos años venimos rogando; queremos que desaparezcáis de la faz de la tierra, que la diosa Gea os engulla con sus fauces y no volváis a ensuciar más el paisaje; y por supuesto, queremos que el pueblo mesenio goce de libertad, la misma libertad que tuvo antes de que vosotros se la arrebatarais.

Plistarco miró a Arimnesto, que se había quedado mudo. Trató de decir algo pero el ilota aún no había terminado de hablar.

—Pero como bien dices, será mejor que nos ciñamos a algo que esté en vuestras miserables manos concedernos. Lo que queremos, espartano, es que tu rey envíe de vuelta a Esparta a su ejército, y que ningún otro ejército de Esparta ni de ningún otro aliado vuestro se acerque al monte Itome. Queremos vivir aquí en paz; no os molestaremos, no nos inmiscuiremos en vuestros asuntos, a cambio de que tampoco vosotros lo hagáis en los nuestros. Eso es lo que queremos. ¿Te parece lo bastante razonable, espartano?

Plistarco continuaba mirando a su comandante, y este seguía sin reaccionar.

—Sea —dijo por fin Arimnesto—. Esta tarde el ejército iniciará su regreso a Esparta. Itome es vuestro.

—¿Pero qué estás diciendo? —Plistarco no daba crédito a lo que oía.

—Luego te lo explicaré, rey Plistarco. Créeme, es lo más prudente.

—¿Me das tu palabra de honor, espartano? —dijo el ilota, tan sorprendido como el propio rey.

—Te doy mi palabra de que haré lo que esté en mi mano para que se cumplan todos y cada uno de tus deseos.

—Me estás dando tu palabra, no se trata de una trampa, ¿verdad?

—Que las aguas de la Estigia me arrastren hasta el Hades y me den allí una lenta y agónica muerte. Que mi hijo muera ahora mismo abrasado por los rayos de Zeus.

—De acuerdo, es suficiente. Y recuerda que has dicho esta misma tarde.

El ilota se dio la vuelta y se fue caminando hacia su caballo. Y al hacerlo fue arrastrando de nuevo su cojera; cojera que le impedía mover su pierna derecha desde que era niño. Una cojera que Arimnesto no podía dejar de mirar.

—Tu padre —trató de no hacer la pregunta pero le fue imposible evitarlo— se llamaba Timandro, ¿verdad?

El ilota se detuvo y se volvió lentamente hacia Arimnesto.

—¿Cómo lo sabes? ¿Le conocías?

—Tuvimos... un amigo común. Entonces tú eres...

El ilota no le dejó acabar la frase.

—Sibotas. Mi nombre es Sibotas. ¿Y el tuyo?

—Me llamo Arimnesto, de la polis de Platea.

«Soy el hombre que mató a tu padre. Soy el hombre que ha creído toda su vida que con aquella muerte había cometido un error y se había apartado del camino de los dioses. Soy el hombre que ha pasado años y años arrastrando una carga sobre los hombros, un miasma que debía expiar, del que debía purificarse, del que debía liberarse. Soy el hombre que ha pasado casi toda su vida dedicado a ese empeño para finalmente fracasar, el hombre que solo recuperó el favor divino porque los dioses en el fondo son compasivos. Y soy el hombre que acaba de darse cuenta de lo equivocado que ha estado toda su existencia, porque en todos y cada uno de los pasos que ha dado ha estado siempre conducido por los dioses, incluso en aquellos que creyó que no lo estaba. Soy el hombre que acaba de descubrir que maté a tu padre por designio divino, porque el camino que los dioses me indicaban pasaba por ese trance, como pasaba también por el del santuario de Anfiarao, y por el de Cinosura, y por el del monte Olimpo. Soy el hombre que ha hecho de ti lo que eres ahora, por la simple razón de que los dioses así me lo han indicado. Soy el hombre cuyo camino pasaba por abrirte a ti el tuyo. Y ahora ha llegado el momento de que dé mi último paso para que puedas tú así dar el primero».

El ilota arqueó las cejas extrañado pero decidió no alargar aquel encuentro con más preguntas. Al poco rato, él y su compañero cabalgaban de vuelta hacia el monte Itome.

—¡Ja ja ja! ¡Eres listo como un zorro, Arimnesto! —Plistarco estalló en carcajadas cuando se encontraron solos—. Por un momento me habías engañado, pero lo del juramento sobre un hijo que no tienes y lo de Platea ha hecho que me diera cuenta. ¿Por qué no me contaste tu plan desde el principio?

—Rey Plistarco, mi hijo Lacón debe de tener algo más de veinte años y vive con la familia de mi cuñado en Platea. Y yo he sido ciudadano de esa polis durante bastante tiempo antes de venir a Esparta.

—Entonces es que no temes la ira de los dioses, o bien no crees en ellos, porque no puedo concebir que realmente pienses en cumplir lo que le has prometido a ese ilota.

—Los dioses hacía mucho tiempo que no me hablaban, rey, tanto que ya creía que mi destino estaba cumplido y mi camino recorrido hasta su fin. Pero esta misma mañana han vuelto a alumbrar mi mente con su luz, después de tantos años. —A medida que Arimnesto hablaba el asombro se iba haciendo más patente en el rostro de Plistarco—. Así que te aseguro que por eso creo en ellos, y por eso les temo, y por eso pienso cumplir mi juramento.

Como he intentado hacer siempre.

El rostro del rey se tornó sombrío de repente.

—No te excedas en tus atribuciones, comandante. Yo soy el rey, y no harás nada que yo no quiera que sea hecho.

—Escucha, Plistarco, este es mi plan: en estos momentos espero que el espía que tú propusiste apostar cerca de este lugar de encuentro habrá sido capaz de seguir a esos ilotas hasta su guarida sin ser descubierto.

—Exacto; y el plan, tal como habíamos acordado, consistía en entrar a saco en su escondrijo una vez descubierto el acceso a él.

—Sí; pero no había contado con algo elemental: probablemente se trata de una fortaleza, de un lugar amurallado, y el ejército espartano no está preparado para ese tipo de lucha. La guerra de asedio es algo en lo que quizá los atenienses sean hábiles, pero no nosotros.

—¿Y cómo no pensaste en eso antes? ¿Entonces qué haremos? —preguntó el rey, que comenzaba a escuchar las insidiosas críticas de los éforos en sus oídos.

—Haremos lo que hemos prometido: retira a todo el ejército, que los ilotas vean que te vas. Pero déjame un pequeño contingente. Bastarán unos pocos hombres, pero que sean los mejores; con ellos entraremos esta noche en su guarida y la tomaremos.

—¿Unos pocos nada más? ¿Crees que podrás lograrlo? ¿No debería quedarme yo también?

—No, tú conduce al ejército hasta algún lugar que no levante sospechas. Ya me ocuparé yo del destino de estos ilotas. Cuando veas fuego sobre la cumbre del Itome, regresa con tu ejército y toma posesión de su fortaleza. Será una victoria como la que obtuvo el rey Menelao de Esparta sobre la legendaria Ilión, como la que cantan los aedos que recorren la Hélade. También esta la cantarán, rey Plistarco.

El rey sopesó lo que su comandante le estaba proponiendo.

—Me parece bien; en ese caso te quedarás con los caballeros, mi guardia real; son los mejores sin duda. ¿Bastarán esos trescientos? No sabemos cuántos ilotas puede haber allá arriba.

Arimnesto subió a su caballo y quedó un momento pensativo. Sin duda los dioses le habían hablado de nuevo; sin duda habían puesto en su camino al hijo de Alcímenes para que finalmente Arimnesto pudiera pagar la deuda. El hijo de Alcímenes, quien por alguna razón que desconocía —quizá para deshacerse de su humillante nombre espartano, quizá como homenaje al ilota que murió en su lugar— había cambiado su nombre por el del auténtico hijo de Timandro. Sin duda Plistarco le había mencionado ingenuamente a los trescientos porque el destino de Arimnesto, como al heroico Leónidas, también le había sido marcado por los dioses.

—Bastarán.

* * *

Y sucedió como Arimnesto había previsto que sucediera. El espía que siguió a los emisarios ilotas fue descubierto en cuanto se adentró en el bosque de Itome, y brutalmente torturado y asesinado. A Arimnesto la idea de un espía le había parecido absurda desde el principio, pero no quiso contrariar al rey y confió en que en última instancia jugara a favor de sus planes. Y también desde el principio había supuesto que lo que había en la cima del monte Itome era un auténtico recinto amurallado, una fortaleza construida en realidad por los antepasados de aquellos ilotas cuando los espartanos amenazaron por primera vez con conquistar la tierra mesenia, una tierra que hasta entonces había sido libre.

Y sucedió como Arimnesto había previsto que sucediera. El descubrimiento del espía hizo que los ilotas se sintieran engañados. El rey Plistarco cumplió su parte y se apresuró a formar los batallones de su ejército y a hacerlos marchar alejándose de Itome. Y Arimnesto se quedó solo acompañado por la guardia real, trescientos «iguales» a los que desplazó hasta la llanura de Esteníclaros, el mismo lugar en el que se había producido el encuentro con los ilotas, el lugar en el que los dioses le habían hablado. Y los mantuvo allí formados, en medio de la llanura, mirando sus rostros, sabiendo cuál iba a ser su final y pensando que en el fondo ese era el destino que todo espartano ansiaba tener.

Y sucedió como los dioses habían previsto que sucediera. El silencio que escuchaban los oídos de los trescientos de Esteníclaros se vio enturbiado primero por un suave y confuso susurro, luego por un leve rumor de voces, luego por un griterío de gargantas vociferando cánticos de pasadas guerras, por un ensordecedor estruendo de espadas y astas de lanza chocando con escudos, un clamor que venía de todas partes, rodeando a los espartanos, haciéndoles sentirse pequeños e insignificantes. Y Arimnesto permanecía sin decir nada al frente de sus hombres, aunque ahora el frente era cualquiera de los cuatro flancos de la formación. A todas partes donde los espartanos mirasen encontraban ilotas acercándoseles, armados con lanzas, hachas, escudos, espadas, arcos y flechas; por ello instintivamente se apretaron unos a otros y redujeron los huecos que mantenían entre sí, haciendo que la falange redujera su tamaño. Y uno de los espartanos se atrevió a gritar «¡valor espartanos, no son más que miserables ilotas!», y entonces Arimnesto reaccionó y supo que sus hombres merecían morir honorablemente, y ordenó restablecer de nuevo la formación, y mandó a sus hombres posición de defensa en la primera y última filas, y ordenó a la primera y última columna de la falange que virasen hacia el exterior, formando así un erizo de lanzas, un erizo que sin embargo no resistiría por mucho tiempo la acometida de los miles de ilotas que ansiaban acabar con sus vidas, un erizo con cuatro esquinas en el que cualquiera de ellas podía ser el punto débil por el que la muerte se colara entre ellos y los atrapara sin remedio. Pero era la única manera de que sus «iguales» murieran con honor, como deseaban morir, como debían y sabían morir los espartanos, luchando con la lanza en la mano y el enemigo delante de su escudo.

Y sucedió como los dioses habían previsto que sucediera. Los escudos mesenios chocaron con los espartanos, las lanzas ilotas se cruzaron con las lacedemonias y las voces clamando libertad se mezclaron con las que clamaban honor. Los cuatro flancos de la falange aguantaron y los ilotas de las primeras filas fueron cayendo y convirtiéndose en un obstáculo para sus propios compañeros que venían detrás. Arimnesto, desde su posición en una de las esquinas del cuadrado, vio que poco a poco se iba alzando en torno a ellos un muro de cuerpos sin vida que les servía de parapeto. Pero él sabía que la formación en cuadrado era de por sí insostenible y tarde o temprano la falange se quebraría por alguno de los cuatro vértices. Levantó la vista en un intento imposible de encontrar, entre la miríada de cabezas que tenía por delante, al espartano llamado Hipógenes, al ilota llamado Sibotas; confiaba en que los dioses le permitirían volver a verle antes de llegar al final de su camino. Pero Sibotas estaba muy lejos, en la retaguardia, tratando de aplicar algo de organización al furibundo ataque de sus hombres y preguntándose qué hacía ese puñado de espartanos suicidas allí esperándoles, en lugar de estar marchando con el resto de su ejército camino de Esparta. Pidió a sus mesenios que hicieran algún prisionero, que dejaran alguno con vida para hacerle esa pregunta, pero la furia y la rabia incontenible de sus hombres les cerró los oídos y Sibotas se resignó a dejar en manos de los dioses el que alguno de los espartanos viviera lo suficiente para poder hablar con él.

Y todo siguió sucediendo como los dioses habían previsto que sucediera. La voz de Arimnesto insuflando ánimo a sus hombres no era oída por nadie, ahogada por el fragor de la batalla; la de Sibotas reclamando algún prisionero también se perdía en el aire, disipada por el griterío de sus hombres; el muro de cadáveres ilotas seguía creciendo hasta el punto de que espartanos y mesenios debían estirar sus brazos por encima de él para que sus armas se encontraran; los flancos de la falange seguían resistiendo sin ofrecer ningún resquicio en las líneas. El choque parecía estancado en ese punto y el combate condenado a prolongarse hasta la eternidad: los espartanos sin ceder ni un ápice y los mesenios sin cejar en su furioso ataque. Pero entonces Arimnesto llegó al final de su camino. Escudo contra escudo, lanza contra lanza, Arimnesto no dejaba de mirar a las decenas y centenas de mesenios que tenía delante de él; y entonces vio que de en medio de todos ellos empezó a alzarse una figura luminosa, resplandeciente, que ocultaba con su brillo a los mesenios y oscurecía con su luz al mismo Helios. La figura era hermosa, perfecta, de una belleza como Arimnesto jamás había visto; se elevó por encima de las cabezas de todos los que allí estaban, que desaparecieron cubiertos por el manto de luz que irradiaba; desaparecieron los mesenios, los espartanos, la llanura de Esteníclaros, los sonidos de la batalla, y solo quedaron el silencio, Arimnesto y la figura refulgente del padre de todos los dioses; y Zeus miró a los ojos del espartano y Arimnesto miró a los de Zeus, y vio en ellos el reflejo de toda su vida, de todo el camino que había recorrido al dictado de los designios divinos. Y Arimnesto se sintió inundado por la mirada de Zeus, anegado todo su ser por una sensación de aprobación, de comprensión, de asentimiento, de complacencia, que emanaba de los ojos del omnipotente; una mirada a través de la cual Arimnesto comprendió que todo lo hecho bien hecho estaba a los ojos de Zeus, que su camino había terminado, que había llegado por fin a su destino. Y Arimnesto arrojó a un lado la lanza y la espada y separó los brazos del cuerpo en actitud suplicante, pues todo aquel que fuera a entrar en el reino de los muertos debía hacerlo con humildad y sumisión. Y el padre Zeus alzó su brazo derecho con el que sostenía el atributo de su poder sobre los cielos y la tierra, y lanzó el rayo contra el pecho de Arimnesto, que cerró los ojos y sintió cómo el fuego de Zeus atravesaba su corazón.

La lanza entró por su pecho con inusitada violencia, traspasando su coraza de lino y su corazón, y el espartano dobló las piernas y se desplomó sobre el asta de la lanza, partiéndola. Y el vértice que él defendía se convirtió en la puerta de entrada por donde la muerte sorprendió a los espartanos, que vieron cómo un raudal incontenible de mesenios les atacaba por detrás, por los lados, por todas partes. La falange se vino abajo y ya solo fue cuestión de tiempo que la diosa Keres se los llevara a todos, uno tras otro. Antes de que el sol marchara, marcharon las vidas de los espartanos. Murieron masacrados por las lanzas, espadas, hachas y flechas de los ilotas. Murieron para no ser recordados nunca más, para no ser honrados por sus familias ni por Esparta, porque no habían caído oponiéndose al todopoderoso ejército persa sino a un puñado de miserables esclavos mesenios. Porque no habían caído por la salvación de Esparta, no habían caído a cambio de algo, sino que habían muerto en balde, por nada, por la única razón de que los dioses así se lo habían dictado a su comandante. Y Arimnesto fue consciente en todo momento de que su nombre y el de los trescientos de Esteníclaros quedarían en el olvido, pero la posteridad nunca le preocupó mucho; porque su única inquietud, su único interés, fue cumplir lo que los dioses habían dispuesto, cumplir con ello hasta que se extinguiera la luz del último de sus días.

Y así se consumó el destino de Arimnesto, como los dioses habían previsto que sucediera, como los dioses dictaron que debía ser.

Esparta

El rey Plistarco, informado de la matanza casi al tiempo que esta se completaba, sintió pánico ante el evidente fracaso del plan y decidió acelerar el paso en dirección a Esparta. Al parecer el ejército mesenio, envalentonado por la victoria, se le echaría encima en poco tiempo. Plistarco, temiéndose un número incontable de enemigos, no supo ver la clara ventaja que en esos momentos habría tenido sobre los ilotas, contra los que en un combate abierto habría dispuesto de muchas posibilidades de vencer; en lugar de detenerse y aguardar el ataque, se dirigió a marchas forzadas hacia la seguridad de Esparta convencido de que los mesenios no osarían acercarse. No le importaba volver a escuchar los ataques de los éforos, ni que le relegaran del mando y se lo dieran al diarca Arquidamo; no le importaba soportar de nuevo una ignominia a la que ya estaba acostumbrado; solo quería salvar su vida, escapar de aquellos esclavos que habían masacrado a la élite espartana. Ese afán de supervivencia hizo que durante toda la noche azuzara sin descanso a su caballo y apretara el paso de sus tropas hasta que al amanecer del día siguiente alcanzaron por fin su destino y entraron en la segura Esparta; una vez allí, Plistarco por fin respiró tranquilo. Y ahí acabó todo.

Y ahí comenzó todo. Al bajar de su montura notó que aún le temblaban las piernas porque estuvo a punto de caer al suelo, pero cuando vio que al resto de sus hoplitas le sucedía lo mismo creyó que eran sus ojos los que le estaban traicionando. Pero sus ojos veían perfectamente. Ninguno de los miembros de su ejército, ninguno de los habitantes de Esparta, era capaz de tenerse en pie. Tampoco los caballos ni el ganado que pacía en los alrededores. El suelo estaba temblando. La tierra sobre la que se asentaban las aldeas que formaban Esparta se estremecía, todos los espartanos estaban sintiendo bajo sus pies las sacudidas del suelo que pisaban, unas sacudidas que ya no les permitían permanecer de pie y que les hacía caer de bruces. Y las casas también comenzaron a caer, a desplomarse sobre los que aún dormían dentro de ellas, sobre los que pasaban corriendo frente a ellas, sobre los que habían caído en las calles. Plistarco permanecía sentado en tierra incapaz de levantarse, paralizado por su propio miedo, contemplando horrorizado cómo las pequeñas y frágiles casas espartanas se venían abajo una tras otra, cómo sus habitantes, hombres, mujeres y niños corrían de un lado a otro hasta que un temblor más virulento que los anteriores les hacía perder el equilibrio y caer y morir aplastados por las paredes de adobe que se les venían encima. Y entonces el rey recordó las palabras del rebelde ilota, recordó cuál había sido su petición, recordó su deseo de ver aniquilado a todo el pueblo espartano; y recordó también la entonces oscura respuesta de Arimnesto, que ahora se tornaba más clara y más sobrecogedora. «Por todos los dioses, ha sido él, es obra de Arimnesto...». Y en ese momento, acompañadas por ensordecedores bramidos procedentes de la propia tierra, aparecieron las grietas. Grietas en las que caían todos aquellos que corrían huyendo de ellas, grietas en las que eran engullidas viviendas enteras desde sus cimientos; grietas como fauces de la diosa Gea que tragaban todo lo que hallaban en su camino, grietas que conducían al profundo Hades a hombres, animales y casas, como un monstruoso ser que se hubiese despertado de su letargo e, irritado contra los espartanos, les arrastrase hacia los abismos del inframundo.

Y así sucedió, como los dioses habían previsto que sucediera.