Capítulo 15

Verano de 480 a.C.

Mes de Targelion durante el arcontado en Atenas de Hipsíquides

Falda del monte Olimpo, Tesalia

Arión había estado cazando toda la mañana y solo había sido capaz de cobrarse un conejo. Sin embargo, sería suficiente para que Arimnesto y él comieran aquel día. Nunca había sido bueno en el manejo del arco, así que volver junto al olivo con una pieza bajo el brazo era ya de por sí algo digno de ser celebrado. Fue descendiendo poco a poco por la ladera de la montaña dejando a sus espaldas, muy arriba, las nevadas cimas del Olimpo.

Cuando ya se iba acercando a su destino se dio cuenta de que algo iba mal. Había un extraño silencio por todas partes y el terreno sobre el que andaba parecía removido, como pisoteado por un ganado de reses enloquecidas. La maleza, allá por donde mirara, se hallaba aplastada contra el suelo o arrancada, como si alguien hubiese pretendido hacer una avenida por la que tuviera que pasar un desfile. Arión aceleró el paso.

El olivo estaba en su sitio (por un momento había llegado a pensar que no fuese así) pero a su alrededor todo había sido devastado. Miró en torno suyo pero no vio por ninguna parte al espartano con el que llevaba viviendo junto a ese olivo desde hacía dos años. No había ni rastro de Arimnesto. Dejó el conejo a los pies del árbol y le llamó. Nunca antes el espartano se había marchado sin decirle adónde pensaba ir. Comenzó a recorrer los alrededores y a mirar en todas direcciones, sin éxito. Arión estaba ya bastante asustado.

—Vas a... pisarme... muchacho...

El chico miró a sus pies y descubrió el despojo en el que se había convertido el cuerpo de Arimnesto. Una masa de carne ensangrentada, el rostro deformado por los hematomas, la nariz rota, los ojos hinchados, contusiones y magulladuras en los brazos, las piernas rígidas sujetas con un látigo. Aquello era lo que quedaba de su amigo Arimnesto.

—Por los sagrados dioses del Olimpo...

Tumbado sobre un jergón en la habitación de una humilde casa de la aldea de Pythio, próxima al monte en el que todos los helenos daban por sentado que vivían los dioses, Arimnesto despegó los párpados de sus ojos por primera vez en muchos días. El dolor fue agudo pero soportable. Vio junto a él, sentado en un taburete, una figura humana que poco a poco se fue convirtiendo en Arión, quien al advertir que Arimnesto abría los ojos, se incorporó y se inclinó sobre él.

—¡Arimnesto, por el divino Asclepio! ¿Cómo te encuentras?

—Mal. —Volvió a cerrarlos y permanecieron cerrados otro par de días. Cuando de nuevo los abrió fue capaz de decir alguna palabra más.

—Los persas han vuelto, Arión. Tu abuelo se alegrará de saberlo. —Al instante se arrepintió de haber dicho aquello; Cavílides podía admirar al pueblo persa, pero no las salvajadas que pudiera cometer su ejército.

—Lo sé, toda la aldea lo sabe ya; fueron ellos los que te hicieron esto, ¿verdad?

—Ellos o los dioses, quién sabe.

—¿Qué sucedió? ¿Te torturaron? ¿Cómo pudiste escapar?

Arimnesto cerró una vez más los ojos, pero esta vez no perdió la consciencia; se estaba esforzando por recordar.

—Me pisotearon, muchacho. El ejército persa me pasó por encima.

—Pero... —Arión le miró incrédulo—, algunos de esta aldea dicen que son decenas, cientos de miles de soldados... No se puede sobrevivir a eso.

—No me vieron, Arión. Las primeras filas sabían que yo estaba ahí, tendido en el suelo, y se afanaban en localizarme con los pies para pisarme. Pero en seguida la polvareda que ellos mismos levantaban me ocultó y las filas siguientes ni me vieron ni probablemente estaban al corriente de que hubiera alguien tirado a su paso. Gracias a eso pude arrastrarme y hacer rodar mi cuerpo hasta que logré dejarme caer por un terraplén junto al camino. Pese a todo, ya ves cómo me han dejado.

—El dueño de esta casa, que es quien te ha estado atendiendo todo este tiempo, es un estudioso del saber del dios Asclepio; dice que, aparte de las numerosas heridas externas, tienes también algún hueso roto.

—Pues créele, muchacho, créele. Tengo el cuerpo tan magullado que podrías cortarme un brazo y no sentiría más dolor del que ya siento.

—Arimnesto, estos persas ¿son los mismos que estuvieron aquí hace diez años? ¿Son los que mataron a mi padre?

—Sí... Arión, no pienses en ello. —Pero Arión había bajado la cabeza, y Arimnesto notó cómo la rabia ya crecía en el interior del muchacho—, no pienses, chico.

—Por aquí dicen que los persas vienen a arrasarnos a todos, que avanzarán hacia Atenas, luego hacia Corinto, luego hacia Esparta. Tenemos que regresar, Arimnesto. Tenemos que avisar a mi abuelo, no podemos quedarnos aquí y permanecer al margen de todo lo que suceda.

El espartano se quedó un momento en silencio, de nuevo con los ojos cerrados, de nuevo tratando de recordar. De repente los abrió y miró al muchacho.

—Arión, llévame allí. Llévame al lugar en el que me encontraste.

—Pero si casi no puedes caminar, y yo a duras penas puedo aguantar tu peso...

—Llévame, amigo; es importante.

—Estás aún muy débil, espera unos días más a que puedas tenerte en pie.

Arimnesto siguió con los ojos puestos en Arión, con una mirada que el muchacho no supo interpretar si era suplicante o autoritaria. Arión suspiró y ayudó al malherido espartano a incorporarse del lecho.

* * *

El carro se detuvo junto a la olivera; Arimnesto bajó de él con el auxilio de Arión, quien se echó sobre sus hombros un brazo del espartano y le ayudó a caminar.

—¿Dónde me encontraste, Arión?

—Allí, al otro lado de aquel desnivel. Supongo que te dejaste caer por él para apartarte del paso del ejército.

Arimnesto se dirigió hacia allí apoyándose en Arión, y comenzó a mirar al suelo en todas direcciones, como si buscara algo. Caminando lentamente, más incluso de lo que le concedían sus heridas, iba paseando la mirada de un lado a otro en torno al lugar que Arión le había indicado. Este no quiso preguntar, bastante tenía con el trajín de aguantar el peso del espartano.

Recorrieron palmo a palmo la zona sin apartar la vista del suelo. Arión pensó que estaban buscando algún objeto, algo con un valor especial para Arimnesto. Cuando ya estaba a punto de preguntarle de qué se trataba, Arimnesto se detuvo. Se quedó mirando fijamente al suelo, unos pasos por delante de él, y se soltó de Arión, quien hizo una mueca de dolor al imaginar lo que debía sentir el espartano caminando sin ayuda. Dio unos pasos tambaleantes y por un momento pareció que iba a desplomarse; pero solo se estaba agachando, muy despacio, con gran esfuerzo, hasta llegar con su mano al suelo y coger algo minúsculo, esférico, de una redondez casi perfecta. Arimnesto se irguió con la oliva en la mano sin dejar de mirarla, la misma oliva que días atrás había protegido con su cuerpo mientras un ejército desfilaba sobre él.

—Esta oliva soy yo, Arión. Soy yo.

Arión estaba tan perplejo que no fue capaz de decir nada.

—Soy yo, que he vivido en el árbol sagrado; soy yo, que he caído cuando el viento ha soplado y no he sabido sujetarme con fuerza; soy yo, que he estado rodando de un lugar a otro, sin rumbo; soy yo, que he sobrevivido al avance del ejército más poderoso que pisa la tierra.

—No... te entiendo, Arimnesto... —Arión pensó que algún tipo de locura, producto de las numerosas heridas, se había apoderado de su amigo, y dudó entre asentir con la cabeza a sus palabras o negárselas y llevárselo de allí antes de que su delirio fuera a más.

Pero Arimnesto no estaba por la labor de sacar de dudas a Arión. Miró hacia el sur, hacia donde tenía su lecho el río Peneo a varios estadios de distancia, y hasta donde le alcanzó la vista distinguió una amplia avenida, una anchísima rambla formada por maleza aplastada, vegetación estrujada contra el terreno, en lo que asemejaba un extensísimo camino que se alargaba hacia el horizonte. Giró la cabeza y miró en dirección contraria, hacia el Bóreas, y entonces se dio cuenta de que el ancho camino era una enorme alfombra tendida a sus pies que tenía su nacimiento en las montañas situadas al septentrión, en el monte Olimpo. En la morada de los dioses.

Arión no podía comprender de dónde estaba sacando las fuerzas Arimnesto para sostenerse en pie y caminar cada vez con más decisión, con más vigor, con la oliva en la mano y la vista puesta en la nevada cumbre del monte. ¿Serían los dioses los que le insuflaban la fuerza? Arimnesto se dio la vuelta y con su dedo índice señaló hacia el sur.

—Este es el camino, Arión. Por fin, este es el camino que me marcan los dioses. Volvemos a casa.

Oropia

«Me llamo Mis y soy de Caria».

—Mis me llamo. Cario soy, en Europo nací. Marduniya es mi señor, por él he venido y ante él respondo de lo que aquí suceda.

El sacerdote del santuario de Anfiarao, cuya apariencia de anciano venerable traicionaba su carácter hosco y serio, escuchaba el hablar ampuloso de aquel extranjero de cara rechoncha y aspecto esférico.

—No conozco a tu señor. ¿Qué es lo que deseas?

«Qué pregunta. Qué otra cosa se puede desear de un oráculo más que obtener una respuesta a una pregunta».

—Consultar a Anfiarao es lo que demanda mi señor. Conocer la respuesta del dios es el deseo del noble Marduniya. Sabe, sacerdote, que mi señor es poderoso, tanto que solo una persona en todo el mundo le supera en poder y sabiduría. Respetuoso es en grado sumo con las costumbres de los helenos, y dicho respeto es el que ha conducido a que no sea él en persona quien esté hablando ahora mismo contigo, sino este humilde servidor suyo. Pues siendo él de tierras lejanas en las que no se conoce ni adora al héroe Anfiarao, inapropiada habría sido su presencia aquí; mas siendo yo de raza jonia, de origen cario y de educación helena, la coincidencia de tales rasgos ha abocado en la conveniencia de que yo y no él...

—¿Estás inscrito?

«Este viejo estúpido me lo está poniendo difícil. Inscrito dónde, oh sagrada Cibeles».

—Viniendo como vengo de allende el Egeo, de Jonia, lamento ignorar el requerimiento de inscribir mi nombre en ninguna parte para poder entrar al santuario. ¿Es imperiosamente necesario que así sea? Mi señor sabe de la buena voluntad y predisposición de muchos helenos, entre los que forzoso es que te halles tú, oh noble sacerdote, a socorrer y dar asilo al extranjero. No te niegues pues a lo que es tu naturaleza ni a lo que el dios espera de ti.

—Escucha, extranjero: aquí no hay asilo ni buena voluntad que valgan. Los que queréis consultar el oráculo sois muchos, de modo que si no estás inscrito tendrás que apuntar primero tu nombre en la lista y ponerte a la cola después. Calcula que para la caída de la hoja te llegará el turno.

«Pero qué patán. Para la caída de la hoja no hará falta ninguna respuesta de ningún oráculo porque toda la Hélade será ya persa. Me la jugaré hurgando en su avaricia; los helenos son codiciosos de nacimiento, no puede fallar».

—Noble anciano, sin duda eres sabedor de la riqueza y opulencia de mi señor Marduniya, y sin duda tampoco ignoras que allá de donde vengo, Jonia, ha sido siempre tierra próspera, abundante en oro y en generosidad. Sin duda no desconoces los espléndidos y cuantiosos regalos con que el rey Creso, señor de Lidia hasta que el gran Kru le nombró a él su consejero y a su ciudad Sfard capital de la satrapía, los regalos, digo, con que tuvo a bien obsequiar al oráculo délfico, aquel que se haya situado en la Fócide, aquel donde se alberga el Ónfalos, el ombligo del mundo. Pues has de saber que mi señor Marduniya posee la grandeza de Kru y la opulencia de Creso, así que si tú...

—Cario Mis, tanta palabrería hará que mientras hablas la vida pase ante tus ojos sin enterarte siquiera. ¿Vas a inscribirte o no?

«Qué sabrás tú de mi vida. Ah, debo guardar la calma, mi señor Marduniya no quiere enemistarse con los dioses de estos lugareños; pero por Attis, este hombre me está poniendo muy nervioso».

—Noble anciano, sacerdote del héroe Anfiarao, guardián de este magnífico santuario, no me has dejado acabar. Te decía que mi amo y señor sería contigo espléndido y generoso a partes iguales si le permitieras...

—¡Dile a tus acompañantes que se aparten de ese olivo! ¡Están orinando sobre un árbol sagrado!

Efectivamente, un grupo de soldados de origen lidio, la escolta que tenía asignada el cario Mis, estaba haciendo sus necesidades en torno al olivo que había ante la entrada del templo. El sacerdote no aguardó a la reacción de aquel ceremonioso cario; tomó del suelo varias piedras y las lanzó contra los lidios, haciendo que se apartaran del árbol. Luego se volvió hacia Mis.

—¡Vete de aquí, maldito extranjero, y llévate esa chusma sacrílega! ¡Te aseguro que el dios no te aceptará en su templo después de esto!

Los soldados se dispusieron, con cierta desgana, a ensartar con sus lanzas al sacerdote, pero Mis les contuvo. La suya era una misión más bien diplomática, de toma de contacto con lo más parecido a una casta sacerdotal que existiera en tierras helenas, y de captación de la simpatía de sus dioses; matar a un viejo sacerdote no ayudaría a tal propósito.

«Encima le estoy salvando la vida a este vejestorio. Bueno, tendremos que irnos, qué remedio. Este asunto se ha torcido ya demasiado».

—No te alteres, noble sacerdote; te ruego disculpes a mis amigos, que a más de desconocer las costumbres helenas y la importancia que vosotros le dais a los árboles, son de por sí de hábitos rudos. Seguiré tu consejo y nos iremos, para no ocasionarte más molestias. Gracias por tu ayuda y que Zeus vele por ti.

—¡Que te sirva esto como respuesta del dios! ¡Fuera de aquí! —la última piedra que le quedaba en la mano fue a parar a la sien del cario, quien cayó al suelo más por trastabillarse con sus propios pies que por la fuerza del impacto. La escolta lidia no pudo evitar reírse a carcajadas, y Mis tuvo que salir rápidamente del área de tiro del sacerdote primero a cuatro patas y luego a dos.

«Valiente guardia me ha proporcionado Marduniya, que en lugar de auxiliarme se ríen a mi costa. Me las pagarán, en cuanto se lo cuente a mi señor me las pagarán. Y este heleno imbécil también me las pagará».

Y el cario montó sobre su caballo y marchó de allí acompañado por su escolta, cavilando de qué manera podría explicar a Marduniya sin que le despellejara por qué había vuelto de vacío de Anfiarao. Porque sin duda el persa no se conformaría con la burda explicación de la existencia de una larga lista para inscribirse, y tampoco querría que el sacerdote y su templo fueran mancillados. Mis tendría que pensar en algo y rápido.

Campamento persa, en algún lugar en el sur de Tesalia

—Tenía jaqueca, noble Demarato, una jaqueca terrible, no podía conciliar el sueño de ninguna manera; así que no me quedó más remedio que enviar a uno de los miembros de mi escolta lidia. En mi estado no podía servir adecuadamente a nuestro señor Marduniya; en mi situación solo cabía hacer lo que hice para cumplir con la misión de...

—Mis, tienes suerte de que esa patraña me la estás contando a mí y no al primo de Jshyr Shh. Porque yo nunca he entendido la utilidad de tu misión, la verdad; nunca he acabado de entender qué sentido tiene ir de oráculo en oráculo mendigando mensajes divinos. Bastaba con no profanar los templos y respetar a sus sacerdotes, y habríamos obtenido su apoyo tácito sin más esfuerzo. Pero en fin, sea como el persa lo quiera. ¿Tienes o no tienes una respuesta del oráculo de Anfiarao para darle a Marduniya?

La modesta tienda del que fuera rey de Esparta era fácilmente localizable en el campamento porque contrastaba con la suntuosidad de la del más pequeño de los oficiales persas. En ella, el cario Mis trataba de mostrarse calmado y de no sudar demasiado mientras tejía su historia ante un aparentemente tranquilo y apacible Demarato, que le observaba desde su asiento.

—Verás, noble Demarato. —El nerviosismo de Mis se apreciaba en un ligero tartamudeo y en que no podía dejar de mover las manos; el espartano le miraba con cierta complacencia—. El caso es que fue así como sucedió: dada la persistencia del mal que se había instalado en mi cabeza, y para no demorar en demasía el cumplimiento de las órdenes de nuestro señor Marduniya, ordené a uno de mis escoltas, un lidio cuyo nombre no recuerdo, que efectuara los ritos precisos y entrara en el sagrado santuario, y durmiera allí dentro y soñara lo que tuviera que soñar.

—No tengo todo el día, jonio.

—Sí, por supuesto, noble señor. Lo que soñó el lidio fue... fue... —Mis se quedó en blanco: todo el camino de vuelta desde Oropo había ido urdiendo una fábula extremadamente compleja acerca del sueño del lidio, pero ahora no lograba recordarla.

—¿Y bien?

—Fue... fue... que le tiraban piedras. Sí, el sacerdote del templo le tiraba piedras hasta que le echó de allí. Yo, mi señor, si me lo permites, lo interpreto como...

—¿Tú lo interpretas? En Oropo tienen un oniromante, Mis; la interpretación la debió hacer él, no tú.

El cario no podía dejar de mover las manos, y el sudor de su frente se le metía en los ojos y le picaba.

—Sí, noble señor, he querido decir que fue él quien interpretó el sueño, y yo lo apunté en una tablilla para no olvidarlo. Interpretó que los dioses no verían con agrado a un lidio... gobernando la Hélade...

—Ah, ¿no? Pues están de suerte porque no lo verán, pero ¿qué tiene que ver eso con el objetivo de tu misión, Mis?

—No verían con agrado a un lidio sino... sino... sino a aquel que conquistó en su día a los lidios. Sí, eso es. Aquel que les venció. Es decir, a Kru. Bueno, a su sucesor, nuestro Gran Rey Jshyr Shh. —Mis resopló cuando acabó de hablar.

Demarato echó la cabeza hacia atrás al tiempo que exteriorizaba una sonora carcajada.

—Admirable, Mis, lo has hecho estupendamente. Ahora, en cuanto Marduniya tenga un momento y te llame a audiencia, irás y le contarás esa bonita historia.

—¿Yo? Pero mi noble señor Demarato, pensaba que lo harías tú y que por eso...

—Esa era mi idea inicial, Mis. Pero no pretenderás que me presente ante él y le suelte ese cuento. No, serás tú quien tenga el privilegio. Y alégrate, hombre, en el fondo te he hecho un favor: ahora ya tienes ensayado el discurso y no tartamudearás tanto cuando se lo expliques.

—Por favor, noble Demarato...

—Aunque yo en tu lugar practicaría un poco más, la verdad. Ahora retírate, Mis.