Capítulo 17
Verano de 479 a.C.
Mes de Metagitnion durante el arcontado en Atenas de Jantipo
Llanura de Platea
En el interior de su pequeña tienda, en el campamento heleno, Arimnesto permanecía de pie con los brazos cruzados, observando distraídamente su reluciente e impoluto escudo de bronce mientras evocaba el reencuentro con su cuñado Licofrón, hacía casi un año, cuando él y Cavílides llegaron a Salamina huyendo de los persas. Los plateenses, cuya venida no era esperada, estaban hacinados en un pequeño embarcadero al norte de la isla aguardando que se decidiera qué hacer con ellos, a qué lugar de la isla enviarles. Cuando Cavílides y Arimnesto desembarcaron, este no tardó en descubrir que los plateenses estaban allí mismo. El encuentro fue emotivo; Licofrón se echó a llorar en cuanto le vio y Arimnesto se echó a llorar en cuanto vio a su hijo Lacón. Los tres se abrazaron hasta que uno de ellos se sintió con ánimo de pronunciar alguna palabra. «Ella ha muerto, Arimnesto. Los persas la mataron, y también a mi padre. Yo pude huir con Lacón de la mano y nos escondimos hasta que pude encontrar a alguien que nos permitió subir en su carro para ir hasta Eleusis». Licofrón nunca le había recriminado a Arimnesto que se marchara repetidamente de casa dejando solos a su hermana y su sobrino. Le parecía en cierto modo normal, después de todo Arimnesto era espartano y allí las relaciones familiares se entendían de manera muy diferente al resto de la Hélade. Por ello no se le ocurrió hacerle ningún reproche por no haber estado en Platea cuando llegaron los persas.
Ni Arimnesto ni Licofrón ni ningún otro plateense participó en la batalla naval que tuvo lugar pocos días después en las aguas del estrecho, frente a la costa ática. No se les dio la oportunidad y tampoco la desearon. Supieron que los dioses habían concedido la victoria a los helenos cuando se les dijo que ya podían regresar a sus casas. «¿Qué casas?», había preguntado irónicamente el anciano Cavílides. Supieron también que la estrategia de Temístocles y el valor de Arístides habían sido decisivos en la batalla; la noticia alegró a Arimnesto pero a Cavílides le dejó indiferente. Y más adelante supieron también que buena parte del ejército persa se había quedado en Tesalia, sin duda para reanudar la ofensiva cuando volviera el buen tiempo. La noticia dejó indiferente a Arimnesto pero en cambio alegró a Cavílides. Porque a pesar de lo sucedido en Oenoe, Cavílides no había podido sobreponerse del todo a lo que siempre había sentido y pensado acerca del pueblo persa. Por ello también se alegró cuando se hizo público que el general en jefe del ejército persa, un tal Mardonio, había hecho ofertas muy ventajosas de paz y de alianzas a los atenienses. Por un momento pensó que las palabras que le dijo en Oenoe a aquel espartano vestido de persa no habían sido en balde. Pero también por ello sintió una profunda rabia cuando Arístides, convertido en nuevo líder ateniense, rechazó aquellas propuestas con unas solemnes palabras que quedaron grabadas en la mente de todos: «Mientras recorra el sol el mismo camino que recorre hoy, harán los atenienses la guerra a los persas». Cavílides se vio abocado a multiplicar el desprecio que ya sentía hacia el estratego de Alopece.
Arimnesto estaba recordando todo aquello mientras aguardaba órdenes de Pausanias, el regente de Esparta tras la muerte de Leónidas, que estaba al mando de las fuerzas helenas. Y siguió recordando los campos del Ática nuevamente devastados por Mardonio; recordando a los helenos reunidos en el demos de Eleusis jurando combatir hasta la muerte a los bárbaros; recordando el ofrecimiento que le fue hecho, por tercera vez en su vida, de comandar las fuerzas plateenses, que consistían en apenas seiscientos hoplitas, en la inminente batalla que se iba a librar en cualquier momento contra los persas. Y recordando que no había titubeado ni un momento, esta vez, no, en aceptar el cargo. Sentía que se lo debía a los plateenses, a su mujer, a Arión, a sí mismo... y también al persa que había ordenado que le pisotearan junto a su olivo.
—¡A tus órdenes, Arimnesto!
La inconfundible voz de su amigo espartano, que acababa de entrar en la tienda, hizo que Arimnesto volviera de golpe a la realidad.
—¡Calícrates! ¡Cuánto tiempo ha pasado! —Ambos se abrazaron fraternalmente—. ¿Cómo has sabido...?
—¿... Que eres el comandante de los plateenses? Lo sabe todo el mundo, amigo. «Arimnesto, el espartano de Platea». Lo que le dijiste a Arístides te ha hecho muy popular aquí.
—Te refieres a...
—Me refiero a que tú y tus dioses nunca cambiaréis. Pero a mí puedes decirme la verdad: ¿en serio Zeus se te apareció en sueños?
—Mis dioses son también los tuyos, Calícrates. Y la respuesta es sí: Zeus me habló e interpretó el oráculo que la pitia de Delfos le dio a Arístides.
—¡Ja ja ja! Estaba seguro de que dirías eso. Pero la verdad es que solo sé lo que se rumorea por ahí, que no son más que vaguedades. Cuéntame los detalles, por favor. —Calícrates se acomodó en el único taburete que había en la tienda y se dispuso a escucharle.
—Dudo que te interese tanto como aparentas pero puesto que me lo pides, te lo contaré. Sabes que Arístides deseaba obtener de Delfos un oráculo favorable a los helenos para la inminente batalla contra los persas, algo que les subiera la moral y les sacara de encima el temor que sentían ante la superioridad numérica del ejército persa.
—Sí; y que la pitia délfica le respondió que los helenos prevalecerían si, además de hacer sacrificios a no sé cuántos dioses y héroes, el enfrentamiento tenía lugar sobre suelo ático. Pero resulta que Platea es beocia, no ática. Ahí intervienes tú, ¿no?
—No, ahí interviene Zeus Sóter, que anoche me indicó que la clave no era hacer retroceder nuestro ejército hasta el Ática, sino convertir este suelo donde estamos en suelo ático. Así se lo dije a Arístides, y él me creyó.
—Es un tanto crédulo Arístides, ¿no?
—Hace tiempo que nos conocemos él y yo, y mantenemos un mutuo sentimiento de respeto. El caso es que toda esta llanura pertenece ahora a Atenas por decisión mayoritaria de sus antiguos propietarios, los seiscientos hoplitas plateenses que están bajo mi mando. Por tanto, la batalla se librará aquí. Y por tanto, la ganaremos.
—Pues no estaría de más que eso se lo dijeras al tal Mardonio, suponiendo que le conocieras y fueras capaz de distinguirle entre tantísimo persa como tenemos ahí delante.
—Los persas le llaman Marduniya. Y le reconocería aunque se hiciera rodear por un millón de ellos.
—¿También es un viejo conocido tuyo? Arimnesto, a veces pienso que he desperdiciado mi vida en Esparta y que debería haber desertado contigo. Bien, el caso es que aunque nada ha cambiado aquí en el campamento, resulta que ahora los hombres tienen la moral por las nubes. Y todo gracias a tu sueño y a ese oráculo.
—Eso parece —contestó Arimnesto, apreciando un cierto tono jocoso en su amigo.
Calícrates se levantó para marcharse y se detuvo al recordar algo.
—Por cierto, ¿sabes quién está en el ejército espartano? Un viejo amigo tuyo. Estenelaidas.
—El «bienhechor» de Cinosura... Pero debe de tener ya...
—Sí, ya no está en edad de pertenecer al ejército. Pero al parecer no quería perderse esta oportunidad de ganar honor, ya sea muriendo como un héroe o saliendo victorioso en la batalla. Y debo irme ya, en realidad solo había venido a saludarte. Cuídate cuando todo empiece, y protégete de las flechas; esos persas son unos expertos arqueros.
—Lo haré si tú haces lo mismo, amigo.
Se despidieron con un abrazo y Calícrates salió de la tienda confiando en que cuando todo acabara volverían a encontrarse, y quizá entonces se decidiera dar el paso de abandonar la vida espartana y seguir el mismo camino que su amigo.
¿Por qué razón desearía un hombre participar en una batalla? En el caso de Estenelaidas la respuesta era fácil: para ganar honor. Si el hombre era Calícrates, formaba parte del ejército espartano y su sentido de la obediencia bastaba. ¿Y si se trataba de Arístides, que comandaba a los ocho mil atenienses presentes en la llanura? ¿Y de cada uno de esos ocho mil individuos, o de los seiscientos plateenses, o de los corintios, de los tegeatas, los epidaurios, los eginetas...? ¿Cuáles eran sus razones? ¿Defender su libertad frente al enemigo? ¿Defender su vida? ¿Luchar por lo que creían, por sus familias, por sus antepasados, por su mundo? Todos eran buenos motivos, todos eran válidos para sostener un escudo y una lanza. Pero ninguno de ellos había estado nunca en la mente de Arimnesto. No lo estuvieron en Maratón, ni en el estrecho de Euripo, ni en ningún otro lugar. Arimnesto nunca había tenido ese tipo de sensaciones, nunca había razonado de esa manera, nunca se había sentido ligado hasta ese punto a un territorio, ni a unas ideas, ni siquiera a una persona. Sin embargo, ahora sí habían nacido en su interior unos sentimientos hasta entonces desconocidos para él. Así lo habían determinado los dioses, así estaba escrito el camino de Arimnesto. Ahora el espartano se sentía estrechamente ligado al pueblo plateense, que una y otra vez había confiado en él; tan solo eso ya bastaba para justificar el haber permanecido allí los días y noches que estuvieron frente a frente el ejército persa y el heleno. Pero lo que realmente tenía en su mente Arimnesto era otro sentimiento igualmente nuevo, igualmente intenso, igualmente poderoso, que le dificultaba pensar en más razones por las que quedarse allí pese a que fuera consciente de que las había. Era el deseo de venganza. El espartano quería vengar la muerte de su mujer, a quien nunca supo apreciar como merecía; la de Arión, a quien nunca prestó la atención debida; incluso la de Evandro, a quien no pudo proteger en Maratón. Quería vengar el sufrimiento de Cavílides y también el suyo propio. Y el objeto de aquella venganza no era el ejército persa, pese a que fue este quien le pisoteó en Tesalia, quien segó la vida de Arión, quien arrasó Oenoe, quien devastó Platea, quien mató a su mujer; no, el objetivo de su venganza era una persona concreta, un único individuo de carne y hueso: el general en jefe del ejército imperial del Gran Rey, Marduniya. Era su cara la que se le aparecía cuando recordaba el martirio de Tesalia; eran sus facciones las que imaginaba en el rostro del arquero que mató a Arión; era su figura montada a caballo la que veía cuando pensaba en su casa de Platea arrasada y su mujer desaparecida. No le cabía duda: los dioses le estaban indicando con claridad qué debía hacer: acabar con la vida del persa. La diosa Némesis había cogido la mano de Arimnesto y no la soltaría. Por eso más que por ninguna otra causa estaba allí ahora, al frente de los supervivientes de Platea, escudo en mano, aguardando la orden de avanzar que le debía transmitir Arístides, quien se encontraba a su derecha al frente de las falanges atenienses.
Con el casco calado hasta las cejas, la vista fija en un frente en el que no se veía ningún enemigo, y la mente puesta en pensamientos ajenos a tácticas o movimientos de tropas, Arimnesto no oía las voces de los que traían noticias del lugar en el que ya habían comenzado los enfrentamientos, en el flanco derecho, donde se encontraban los espartanos. Al parecer, el regente Pausanias trataba de averiguar la voluntad de los dioses realizando los sacrificios de rigor previos a la entrada en combate. Mientras, los persas les hostigaban con su caballería y con sus arqueros. Arimnesto se sintió afortunado; él ya había hablado con los dioses, ya conocía su voluntad, ya sabía cuál era su papel en aquella batalla. Y sonreía por ello. Y mientras sonreía veía a los ilotas que trasladaban a retaguardia a los «iguales» caídos a causa del acoso persa; veía sin oír cómo gritaban los que aún estaban vivos, y sonreía sin tener realmente motivos para la sonrisa. Y veía a Arístides dando ánimos a sus tropas, preparándolas, enardeciéndolas para cuando llegara el momento de entrar en acción; y sonreía sabiendo que él no necesitaba hacer eso con sus seiscientos plateenses, sus hombres, que combatían por todo aquello que él no había sido nunca capaz de sentir; sus hombres, que habían renunciado a aquella llanura en favor de los atenienses porque su sueño así lo había determinado; sus hombres, que habían perdido sus casas, sus tierras, sus familias, su polis. No, sus hombres no necesitaban palabras de coraje.
—Arimnesto...
Giró el rostro y la sonrisa desapareció de su cara; ya no volvería más en toda la jornada. Avanzó lentamente hacia el grupo de ilotas que transportaban a su amigo Calícrates a hombros y les detuvo. El asta de una flecha sobresalía por su costado derecho; estaba clavada en su cuerpo atravesando la juntura de su coraza. Apenas podía hablar. Arimnesto le sostuvo la mano sin poder pronunciar tampoco ni una sílaba. Y aunque se estaba muriendo, el herido habló.
—Ni siquiera hemos entrado en combate, amigo, y ya me reclaman los dioses —una tos interrumpió sus palabras—. Sea pues su voluntad; solo siento que no me hayan dado la oportunidad de matar algún persa...
Cuando Calícrates expiró, expiraron también muchas cosas en el corazón de Arimnesto. Gritó sin oírse a sí mismo, igual que no había oído antes a los que también habían gritado. Sintió que la rabia le consumía; asió con fuerza su lanza y su escudo e hizo ademán de dirigirse adonde estaban siendo acosados sus compatriotas espartanos, adonde había sido alcanzado Calícrates, adonde sin duda estaría Marduniya dirigiendo el ataque persa. Pero un pensamiento le detuvo; miró instintivamente a Arístides, quien había contemplado toda la escena. El ateniense le estaba observando y acompañó su mirada con un gesto de asentimiento. Arimnesto supo entonces que quedaba liberado del mando de los plateenses, que podía correr hacia la posición espartana, que podía recorrer su camino. Que podía ir en busca de los dioses. «No esperes a que vuelvan a cogerte de la mano: ve tú en su busca». Y Arimnesto se alejó a la carrera.
Apenas llegó al flanco derecho, los sacrificios de los augures revelaron que los dioses eran por fin favorables; Pausanias dio la orden de ataque y Arimnesto, sin detenerse siquiera, desapareció en la vorágine de lanzas, flechas, escudos, hombres y caballos.
No estaba allí. Su lanza se movía adelante y atrás, clavándose y desclavándose en los cuerpos de los que se le ponían al paso; su escudo permanecía firme, embistiendo y resistiendo embestidas. Pero él no estaba allí. De haber estado habría muerto una y mil veces, perdido en la inmensidad de las huestes persas, rodeado de enemigos por todas partes. Así que la única explicación era que no estaba allí, y que quien en realidad abría brecha en la formación bárbara, quien se colaba en ellas desmantelándolas, desarbolándolas, era algún dios. Y el dios Arimnesto vio frente a él, varias filas por delante, el caballo blanco de Marduniya, y a este sobre él, y a la diosa Ker cerniéndose sobre la cabeza del persa. Y quiso arrojarle la lanza como si se tratara de una jabalina para traspasarle el corazón, pero el cuerpo que estaba ensartado en ella no se lo permitía; y quiso arrojarle el escudo para segarle la cabeza con su borde afilado, pero las flechas clavadas en él y las estrecheces de la batalla le impedían cogerlo con soltura. Dejó entonces lanza y escudo y agarró la empuñadura de su xiphos y tiró de ella, y movió el arma a uno y otro lado y se lanzó colérico hacia el persa. Y Marduniya le vio venir, y al instante le reconoció. El loco heleno del olivo, el insolente que se atrevió a llamarle medo, el espartano que debería estar aplastado y sepultado en Tesalia y su cuerpo deshecho y mezclado con la tierra del camino del monte Olimpo, se le echaba encima con el rostro desencajado sin que ninguno de los mil persas de su guardia real montada pudiera detenerle. No tuvo tiempo de pensar qué hacer; aquel heleno furibundo estaba ya allí, acuchillando a su caballo y tiñendo de rojo su blanca piel; el animal cayó con la espada clavada entre las patas, y el persa cayó con él, quedando su pierna aprisionada por el peso de la montura; y Arimnesto se plantó de pie delante suyo, armado únicamente con el deseo irrefrenable de acabar con su vida, de hacerle pagar, de vengarse. La piedra que cogió con ambas manos debía de pesar el doble que él, y sin embargo la levantó como una pluma sobre su cabeza, y, con toda la furia que le había llevado en volandas hasta allí, la arrojó sobre la de Marduniya, cuya vida se extinguió en aquel preciso instante sin más dolor ni sufrimiento. Y Arimnesto se dejó caer de rodillas junto al cadáver, mientras los persas que hasta entonces le habían rodeado retrocedían barridos por el irresistible empuje de la falange espartana, que envolvió y protegió a Arimnesto como una madre protegería a su hijo reencontrado.
En el interior de su pequeña tienda, en el campamento heleno, Arimnesto permanecía de pie con los brazos cruzados observando su escudo manchado de sangre y barro, y con astas de flechas clavadas en su superficie. Los persas acababan de ser derrotados. Como en Salamina, como en Maratón. Pero eso realmente no le importaba demasiado. El persa Mardonio estaba muerto; pero eso ahora tampoco le importaba. Y si el cario Mis no hubiera perdido su nariz, sus orejas y sus ojos antes de morir desollado por orden de Marduniya, habría descubierto la injusticia de su castigo, al hallar en la acción de Arimnesto el cumplimiento del oráculo, del auténtico oráculo, que había recibido de labios del sacerdote de Anfiarao. Pero Arimnesto ignoraba todo eso y, de haberlo sabido, tampoco le habría importado demasiado. De hecho, en aquellos momentos no había nada que a Arimnesto le importara demasiado. La voz de Estenelaidas le hizo salir de su abstracción.
—Salud, Arimnesto. —Este ni siquiera se giró para devolver el saludo; Estenelaidas no se ofendió por ello y continuó hablando—. Has combatido bien, espartano. Y no sé si sabes que tus hombres plateenses también han luchado como fieras. Y han tenido enfrente a auténticos helenos, a los beocios, no a la escoria persa; eso hace su esfuerzo más meritorio.
—Los plateenses y los tebanos se odian mutuamente —explicó con cierta desgana Arimnesto—; los míos no necesitaban otro aliciente que ver a sus enemigos ancestrales aliados con los persas, para dar lo mejor de sí mismos.
—Cierto, el odio puede resultar muy útil en muchas circunstancias. Solo hay que saber encauzarlo adecuadamente. ¿No crees?
—¿A qué has venido, «bienhechor»? ¿Te han encargado por fin los éforos que me mates?
—No, por supuesto que no. Tendría gracia que tuviera que matarte después de lo sucedido hoy aquí. Además, ya estoy muy mayor para seguir siendo el recadero de los éforos. —El tono que empleaba Estenelaidas para hablar era de serena superioridad; sin duda aquel era un hombre tan inteligente como peligroso.
—Estás aquí por voluntad propia, entonces.
—En realidad me envía Pausanias, el regente. Sabe lo de Mardonio. Todos lo sabemos. La batalla pintaba mal para nuestros intereses hasta que tú le has matado; entonces los persas se han hundido y han huido como conejos. Algunos dicen que no era un hombre el que rompía las filas enemigas, que no eras tú, sino la mismísima diosa Némesis, sedienta de sangre, que buscaba aplastar el cráneo de Mardonio. Y así sucedió, desde luego, por suerte para nosotros.
—Me alegro, Estenelaidas —Arimnesto no se molestó en mirarle.
—No lo parece. Pero a mí no me importa si se trataba de ti o de la diosa, y tampoco a Pausanias, quien tiene un ofrecimiento que hacerte.
Estenelaidas hizo una pausa pero Arimnesto no mostraba el menor interés en la conversación.
—Vuelve a Esparta. El regente no sabe, mejor dicho, no quiere saber nada acerca de tu pasado. Solo está interesado en lo que ha visto en la llanura de Platea, y eso le basta para darte la oportunidad de que tú, Arimnesto de Platea, o de Atenas, o de dondequiera que seas, vuelvas a ser Arimnesto de Esparta.
—Se cierra el círculo, se cumple así la voluntad de los dioses —murmuró para sí Arimnesto, como en un susurro; recordó entonces algo que le dijo una vez a su amigo Cavílides hacía ya muchos años: «no podemos alcanzar nuestro destino sin volver antes a nuestros orígenes, porque en el fondo origen y destino, principio y fin, están unidos formando parte del mismo círculo por el que los dioses nos hacen caminar».
—¿Cómo dices?
—Dile al regente que tengo algunos asuntos pendientes y que en cuanto los termine, haré lo que me pide.
—Como desees. Cuando acudas a Esparta, ven directamente a verme.
El regente me ha encargado que me ocupe de ti; será mi último trabajo como «bienhechor».
—¿Ocuparte de mí? ¿A qué te refieres? —preguntó sin ninguna preocupación.
—¡Ja ja!, no pienses cosas raras. Me refiero a buscarte una casa y una parcela, a proporcionarte medios para participar en las comidas comunales, en fin: a acabar de hacer de ti un «igual». Has de pertenecer a nuestra comunidad para poder ostentar algún cargo militar, que es seguramente en lo que está pensando el regente.
En ese momento Arimnesto miró por primera vez a Estenelaidas.
—Podrás hacer conmigo lo que quieras, «bienhechor», no tengo ningún inconveniente en ello. Tan solo pido una cosa: escoger yo mismo el terreno que se me asigne.
—Ya lo imaginaba, Arimnesto, ya lo imaginaba.
Oenoe
Las labores de reconstrucción eran lentas y dolorosas. Los persas habían asolado las tierras del Ática por dos veces en menos de un año, y se preveían tiempos difíciles hasta que los campos lograran recuperarse del desastre. Ciertamente el botín obtenido de los bárbaros era inmenso, y la mayor ganancia había sido para los atenienses; pero las joyas y los daricos hacían mucho mejor servicio a los que vivían en el Asty que a los que tenían que reconstruir su vida campesina. En la hacienda de Cavílides tan solo el olivo plantado junto a la entrada de la casa había sobrevivido a la devastación. El anciano estaba bajo su sombra, apoyándose en un báculo mientras le daba a su esclavo una noticia que suponía le alegraría.
—Melesígenes, quedas liberado. No tienes ninguna necesidad de permanecer a mi lado. Quiero que sepas que me has servido bien todos estos años, que has soportado mi mal humor con paciencia y que...
—Pero amo, no tengo adónde ir. —El anuncio de su manumisión no estaba alegrando en absoluto a Melesígenes—. Me recogiste de la calle y a ella volveré si me echas de tu lado. No tengo pertenencias, no tengo familia. Te lo suplico, deja que me quede contigo.
Sorprendido por semejante reacción, Cavílides trató de razonar con él.
—¿No comprendes que no puede ser? Las tierras no saldrán adelante solo con tu trabajo; yo ya no tengo edad para empujar el arado y mi nuera Hipareta nunca la ha tenido para hacer algo útil. Mi intención es venderlo todo y con lo que me den trasladarme a Atenas y buscar un lugar donde confiar en que el tiempo que me quede de vida pase con rapidez sobre mis molidos huesos y mi afligida mente. Hipareta me ha expresado su deseo de volver con sus padres, así que a menos que ella quiera llevarte consigo, a lo cual yo no me opondría si fuera ese también tu deseo...
El esclavo se sintió inquieto solo de pensarlo.
—¿Quedarme con Hipareta? ¡No, antes prefiero la libertad!
—... A menos que suceda eso —prosiguió Cavílides sin prestar atención al ingenuo comentario de su esclavo—, tú no tienes sitio en mis planes. Lo siento. Otra opción es que te quedes en la hacienda y que seas vendido con él; pero puedes imaginarte entonces el trabajo que te esperará si quien lo compre desea volver a hacer de esto lo que un día fue.
—Pero amo, ¿lo has pensado bien? ¿Cómo vas a vender la tierra de tus antepasados? Sería como venderte a ti mismo.
Cavílides le miró con los ojos encendidos y el esclavo se protegió el rostro instintivamente; pero el ateniense se sosegó con inusual rapidez y sus ojos se apagaron. Parecía que hubiera agotado la última chispa de vitalidad que le quedara en el cuerpo.
—Lo sé. No me importa. No tengo ya hijos ni nietos que me sucedan. Mi vida no vale nada ya.
Melesígenes se dio cuenta entonces del profundo abatimiento que sentía Cavílides y se arrepintió de no haber sido más moderado en sus palabras.
—No digas eso, amo. He hablado sin pensar, ya sabes que no tengo sentido de la mesura en lo que hago ni en lo que digo.
—Has dicho la verdad, Melesígenes. Y ya basta, está decidido y así se hará. Venderé mis tierras al primero que me haga una oferta.
Alguien habló detrás de ellos.
—Te ofrezco lo que me pidas por todo el terreno, incluyendo a Melesígenes.
Cavílides y su esclavo se giraron al oír la voz, y vieron acercarse por el sendero al héroe de Platea, al espartano cuya hazaña estaba en boca de todos, al salvador de la Hélade. Arimnesto abrazó a Cavílides y saludó a Melesígenes con un movimiento de cabeza.
—Vienes para marcharte de nuevo, ¿verdad? —le espetó el anciano; Cavílides conocía demasiado bien al espartano.
—Me temo que sí; vengo a despedirme, amigo. Regreso al punto de partida. Vuelvo a Esparta.
Cavílides permaneció callado, sin decir nada; Melesígenes lo hizo en su lugar.
—Entonces tu oferta... ¿estabas bromeando? —Arimnesto se puso frente a él.
—No bromearía con algo así. Le ofrezco a mi amigo —dijo sin mirar al ateniense pero consciente de que estaba allí mismo, escuchándole— lo que necesite para poner en pie la hacienda; le ofrezco oro para comprar esclavos y animales de tiro, para contratar mano de obra con la que reconstruir su casa, para comprar semillas, para edificar un nuevo granero... Le ofrezco todo lo que tengo para que no abandone su casa y sus raíces.
—Pero... —comenzó a decir Melesígenes— ¿de dónde has sacado...?
—Es el botín persa. Una décima parte de él se ha usado para dar gracias a los dioses por la victoria: a Apolo en Delfos, a Zeus en Olimpia y a Poseidón en el istmo de Corinto. El resto se repartió, y mi parte no fue de las menores. Te la ofrezco entera, Cavílides, yo ni la quiero ni la necesito.
—Tampoco yo, Arimnesto —dijo con gravedad—. ¿De verdad crees que es eso lo que necesito? El dolor que queda tras la muerte de un hijo no puede compararse con nada; puedes fingir no sentirlo, pero está ahí en todo momento. Solo queda el consuelo de mirar al nieto y tratar de ver en él la cara del hijo; pero si también este marcha al Hades antes de tiempo, entonces el dolor te consume y no queda ya nada por lo que valga la pena vivir. Ni siquiera la tierra de tus antepasados.
Arimnesto quedó sorprendido ante esa declaración, que no esperaba y que resultaba insólita en boca de Cavílides.
—No he querido ofenderte, amigo —explicó—. Es todo lo que puedo darte. No puedo devolverte a Evandro ni a Arión, ni puedo decirte cómo enfrentarte a ese dolor que sientes. Solo puedo ofrecerte lo que poseo, como tú me lo ofreciste a mí el día que llegué a Oenoe.
Cavílides había bajado la cabeza y Arimnesto adivinó que no quería que le vieran llorar. Tomó del brazo a Melesígenes y le apartó del anciano, trayéndole hacia sí.
—Ven, Melesígenes. Tengo que enseñarte algo que tengo allá, en aquel carro —el esclavo echó un vistazo y vio que efectivamente en el camino había un carro cuya voluminosa carga estaba tapada por una amplia tela oscura.
—¿Es... el oro persa? —tartamudeó.
—Melesígenes, fuiste un magnífico pedagogo de Arión, el mejor que pudo tener —estaba diciendo aquello con toda sinceridad—, y por eso te pido que a partir de ahora veles con el mismo tesón por los intereses de Cavílides. Sé que eres hombre de letras más que de campo, así que será mejor que te encargues tú de gestionar lo que le entrego a mi amigo.
Corrió la tela y ante los ojos de Melesígenes apareció tal cantidad de joyas, objetos de oro y monedas persas, que el esclavo quedó hipnotizado por el fulgor con que el dios Helios los hizo brillar.
—Manda fundir estos objetos y conviértelos en talentos de oro. Contrata mano de obra, compra esclavos, haz lo que sea preciso. Confío en ti.
—¡Arimnesto!
Este miró hacia el olivo. Cavílides estaba allí de pie, mirándole. Ya no lloraba.
—Quédate en Oenoe. No puedes pasarte la vida dando tumbos de un lugar a otro. ¿Por qué a Esparta?
Arimnesto se acercó al anciano y le cogió las manos. Sintió en el alma que la única manera de mitigar un poco su dolor fuese, al parecer, permaneciendo junto a él. Porque eso era lo único que no podía concederle.
—Creo que ya lo sabes, Cavílides. De allí salí y allí he de volver. Mi camino me conduce ahora a Esparta para convertirme en aquello de lo que huí cuando me refugié en tu casa, y no voy a oponerme a ello. Quizá siempre haya debido ser así y mi torpeza me haya impedido entender que así es como habían de ser las cosas. Quizá los dioses hayan estado jugando conmigo todos estos años, permitiendo que desertara, colgándome del cuello un miasma que he arrastrado con pena y sin gloria, convirtiéndome en héroe de una batalla en la que desearía que no hubieran existido razones para tener que participar; y, finalmente, haciéndome ver que mi camino es un círculo, que no es otro que el mismo que quise abandonar cuando era un joven irén y deserté de las filas espartanas.
—Entonces quizá hayas encontrado por fin tu destino, Arimnesto. Si es así, me alegraré por ti.
—Si es así me alegraré yo también. Porque entonces será cierto que todo lo que permanece escondido, tarde o temprano es encontrado y descubierto. Porque entonces será verdad que nada puede permanecer oculto eternamente.
A media tarde el sol comenzaba a unirse de nuevo con la tierra. El Céfiro soplaba con fuerza y el polvo del camino revoloteaba al compás, borrando las huellas de los caminantes y los surcos de los carros, como si nunca hubiera sido recorrido. En la lejanía comenzaban a hacerse visibles las primeras casas, recortándose su silueta en el horizonte.
Arimnesto de Esparta respiró hondo, apretó el puño con que sujetaba su lanza y siguió caminando.