Capítulo 6

Invierno de 499 a.C.

Mes de Memacterion durante el arcontado en Atenas de Lacrátides

Oenoe

—¿Tu mujer Hipareta acaba de dar a luz y dices que te vas a Asia? ¿Te ha sorbido el seso algún espíritu venido del inframundo, Evandro?

—Padre, han viajado hasta aquí desde aquellas tierras para pedirnos ayuda. Atenas es su madre patria, no podemos volver la cara a su petición. —La tensión en el rostro de Cavílides indicaba que el argumento de su hijo no estaba funcionando en absoluto, así que este cambió las razones por la autoridad—. Bien, en cuanto se pertrechen las trieras partirá la expedición y yo estaré subido a una de esas naves; desearía que fuera con tu aprobación, pero marcharé aunque no sea así.

Poco acostumbrado a ver tanta determinación en Evandro, su padre optó por intentar razonar con él.

—Evandro, si estás decidido a irte no podré hacer nada para impedirlo pero te pido que me escuches antes de que hagas una locura. Hay muchos motivos por los que no deberías ir: tu mujer y tu hijo son los primeros; también yo, que sin tu ayuda no podré sacar adelante el trabajo en la hacienda; además, está lo largo que es el viaje y el absurdo papel que vais a hacer allí.

—Mi mujer y mi hijo son asunto mío. Sobre el viaje, padre, no me repitas tu opinión porque ya la conozco. Y en cuanto al terreno, ya he hablado con Hipérides para solucionar eso: te cederá uno de sus esclavos para ayudar en las labores agrícolas.

—¿Has hablado con ese engreído? Desde que las reformas hincharon de poderes a los cabecillas políticos, se pasea por los caminos como un gallito. Y encima repite cargo un año tras otro, así de patanes somos el resto de habitantes de Oenoe. No quiero que me envíe a ningún esclavo, sabré arreglármelas yo solo. En invierno no hay tanto trabajo en el campo.

—Padre, no seas terco. Tú mismo has dicho que no podrías. Además, Hipérides ya está aquí.

Por el sendero de acceso a la hacienda se dibujaba la figura del primer magistrado con una amplia sonrisa en los labios y una tablilla de cera en la manos.

—¡Salud, nobles conciudadanos! Cavílides, ¿te ha explicado ya tu hijo qué ha sucedido en Atenas en la asamblea de esta mañana? Hay que reconocer que ese Aristágoras tiene labia, pero incluso sin tenerla la votación no habría tenido un resultado diferente del que ha tenido.

—Salud, Hipérides —dijo Cavílides, con evidente desagrado—. Supongo que estarás al corriente de lo que se cuenta: que para ese milesio los atenienses somos el segundo plato porque antes de venir al Ática ya estuvo en Esparta con el mismo propósito, y si allí el rey Cleómenes no le hubiera mandado a paseo, ni se habría planteado pasarse por aquí.

—Bah, ¿qué importancia tiene eso? Lo que pide es de justicia y los atenienses somos el pueblo más justo de la Hélade. En Esparta tienen la mente estrecha y las miras cortas, era de suponer que Aristágoras se marchara de allí de vacío.

—En cambio —la edad volvía a Cavílides cada vez más irónico— en Atenas tenemos las mentes tan anchas que cualquier tontería nos parece razonable; por eso Aristágoras ha obtenido de seis mil individuos atenienses lo que no consiguió de un solo espartano.

—Así es, amigo. —La ancha mente de Hipérides fue incapaz de captar el sarcasmo de Cavílides—. En Atenas ya se están preparando veinte naves para que pongan rumbo a Jonia en cuanto llegue el tiempo de hacerse a la mar, de aquí a tres meses a lo sumo. Tu hijo honra a todo nuestro demos con su valor, pues está deseando unirse a la expedición; no tendrás dificultad, Evandro: conozco a uno de los jefes de navío y te aceptará encantado como hoplita a bordo de su barco. En cuanto a ti, Cavílides, supongo que no te interesa viajar por mar... No, claro, alguien ha de quedarse cuidando de Hipareta y el recién nacido; además, ya empiezas a tener una edad. Por cierto, Evandro, el pequeño nació hace pocos días, ¿no? Pronto habréis de celebrar la anfidromia y escoger un nombre para él. ¿Lo tenéis pensado ya?

—Sí —respondió Evandro—, se llamará Arión, como su abuelo materno. El ritual de rigor lo celebraremos pasado mañana; estás invitado, por supuesto.

—Gracias, traeré algún presente para el crío. Pero volviendo al asunto de Jonia: ¿no querría venir con nosotros Arimnesto, Evandro? Estoy seguro de que contribuiría a dejar en buen lugar el nombre de nuestro demos. Él figura en el censo, como bien sabes, Cavílides.

—Yo mismo le inscribí, como bien sabes tú. Pero ya no está aquí, y aunque estuviera no creo que le interesara.

—Es cierto, Hipérides —apostilló Evandro—. Arimnesto siempre ha tenido la cabeza llena de pájaros; se marchó hace ya unos años y no hemos vuelto a saber nada de él.

—Lástima. Recuerdo que contra los tebanos y calcídeos se batió como un león; lo tendría mucho más fácil contra estos persas que no dejan vivir a Aristágoras. Al parecer, no llevan armaduras y pelean como mujeres.

—Si no te importa, Hipérides —Cavílides se había cansado ya de la presencia y la palabrería del cabecilla político—, tenemos mucho que hacer.

—Bien, solo he venido para confirmar con cuántos hombres puedo contar. Solo tú, Evandro, al parecer. Que los dioses te guarden, Cavílides. Y no te preocupes, mañana te enviaré al mejor de mis esclavos para que te eche una mano durante la ausencia de tu hijo.

Esparta

El hijo de Teleutia y Alcímenes parecía haber nacido con la marca de la desgracia cincelada en la piel por los propios dioses. Huérfano de nacimiento y degradado socialmente desde incluso antes, su abuela materna había hecho lo posible por que tuviera una infancia normal, pero la tarea había sido difícil. La madre del muchacho, propuesta por los éforos para ser honrada y recordada por los espartanos tras su muerte, había perdido todo derecho a ello a causa de ser la esposa de Alcímenes. A su abuela paterna se le había retirado el trato de palabra y de obra con las otras mujeres de Esparta por haber sido ella quien engendrara a Alcímenes. Y el propio niño sufría en sus carnes el menosprecio de los demás chicos por ser el hijo de Alcímenes. Estos solían cebarse con él en forma de insultos, golpes y palizas, simplemente por ser hijo de un ouragós que había sido degradado a la clase de los «inferiores». La crueldad infantil, a menudo peor que la de los mayores, tenía un terreno abonado en el hijo de Alcímenes, cuyo nombre hacía imposible olvidar la mancha que marcaba su existencia: el estado espartano —es decir, el rey Cleómenes— había sido, ante la ausencia del padre y de la madre, el que había puesto nombre a la criatura, y había decidido estigmatizarle aún más llamándole Hipógenes, «el nacido inferior».

Pese a la oposición de todos, el agíada se había mostrado inflexible. El desaire de Eleusis le pesaba demasiado y no estaba dispuesto a sufrir otro revés contra su autoridad, así que no cedió un ápice. Ni la presión de los éforos que se fueron sucediendo año tras año, ni las súplicas de las abuelas del muchacho, le hicieron revocar su decisión de castigar al ouragós y a su descendencia con la degradación moral y social. Al menos hasta que Alcímenes regresara, pero habiendo transcurrido varios años ya nadie contaba con volver a verle. El propio Cleómenes sabía que en todo ese asunto había hecho gala de gran desmesura, pero ceder en ello habría sido un signo de debilidad y por tanto habría sido sinónimo de conceder una pequeña victoria a su homólogo Demarato. Por esa misma razón, por la rivalidad con el otro diarca, había despachado Cleómenes de manera unilateral con el milesio Aristágoras cuando se presentó en Esparta. Si hubiera cedido a la petición del jonio, Demarato habría tenido vía libre en Esparta para hacer lo que le hubiera venido en gana mientras Cleómenes estuviera en tierras asiáticas; o bien, si el desplazado hasta Asia hubiera sido Demarato, Cleómenes se habría arriesgado a que su rival se cubriera de gloria y ganara un poder y prestigio que podría utilizar luego contra él.

El pequeño Hipógenes había alcanzado ya la edad de siete años y le correspondía dejar los cuidados de su abuela para pasar a depender del estado espartano. En la agogé se relacionaría con niños de su misma edad y con otros mayores que él, por lo que su vida, ya de por sí dura, se volvería más penosa todavía. A punto estuvo de librarse ya que, según las leyes de Esparta, el hijo de un «inferior» no podía recibir la misma educación que los hijos de los «iguales»; pero los éforos de aquel año, en un alarde de autoridad sobre Cleómenes y de benevolencia hacia el muchacho, prescribieron finalmente el castigo impuesto a Hipógenes y le permitieron ingresar en la agogé. Cuando le comunicaron la noticia su abuela lloró, según algunos de alegría, que era el único motivo por el que a una mujer espartana se le permitía llorar.

Hipógenes tuvo suerte de haber nacido con una constitución fuerte, tanto física como mental. De no haber sido así, probablemente no habría podido resistir la durísima vida que le aguardaba en los barracones infantiles. Sucios, descalzos y semidesnudos, los niños eran sometidos a toda clase de privaciones y maltratos destinados a fortalecer su cuerpo y su mente. Hipógenes debía añadir a eso las vejaciones de sus compañeros e incluso las de los instructores, quienes continuamente le recordaban su antigua condición de «inferior» e inventaban historias acerca de la cobardía de su padre por no haberse atrevido a regresar a Esparta y afrontar su culpa. Cuando Hipógenes oía ese tipo de cosas, callaba; cuando recibía golpes, escarnios y pullas, callaba también. En una de aquellas palizas le rompieron la pierna derecha, y la desidia de sus instructores y las malas condiciones de vida en la agogé hicieron que la fractura tardara demasiado en curarse. Como consecuencia, el hueso quedó mal soldado y nació así un nuevo apodo para él. Además de Hipógenes «el inferior», también empezaron a llamarle, y así sería de por vida, Hipógenes el cojo. Él se sabía atrapado en aquel pozo y luchaba por no hundirse, tratando de sacar la fuerza para resistir de algo que crecía dentro de él con cada golpe y con cada humillación: el odio. Odio hacia sus compañeros, hacia sus adiestradores, hacia toda la raza espartana. El odio le hacía ser cada vez más parco en palabras, más silencioso, más solitario; y el silencio le hacía ser víctima de más afrentas, de más bromas estúpidas (como la de que ese exquisito laconismo que practicaba era lo más cerca que iba a estar de ser un auténtico espartano, por ejemplo); estas afrentas iban alimentando día tras día su odio, única herencia que su padre le había dejado, que le acompañaba desde que tenía uso de razón y que no le abandonaría mientras viviera.