Capítulo 9

Otoño de 494 a.C.

Mes de Pianepsion durante el arcontado en Atenas de Pitócrito

Oenoe

—Tengo la impresión de que acabas de llegar y ya estás hablando de marcharte de nuevo.

—No te preocupes, Cavílides, tengo intención de volver pronto. Además, han pasado ya cuatro inviernos desde que llegué. Empiezo a pensar que la edad se está cebando contigo, o que te gusta hacerte el despistado.

—Ambas cosas, Arimnesto —terció Evandro—. El aprecio que mi padre te tiene le hace desvariar voluntariamente, y en lugar de decirte a las claras que desea que te quedes más tiempo, prefiere hacerse pasar por un anciano precoz.

—¿Anciano precoz? —se quejó Cavílides—. Hijo, tanta asistencia a las asambleas te está trastornando. ¿Así hablan los oradores de Atenas? Por los dioses, no he oído expresión más contradictoria en mi vida.

Hipareta, mientras cuidaba al pequeño Arión, estaba oyendo desde el gineceo la conversación que los tres hombres estaban manteniendo en el patio interior de la casa y no quiso reprimirse.

—¡Evandro, ven a cuidar de tu hijo si no quieres que hoy cenemos las sobras de ayer!

Saltaba a la vista que ni su padre ni su marido ni su suegro habían sabido inculcarle la compostura y discreción de las que toda mujer helena debía hacer gala.

—Creo —comentó en voz baja el aludido— que a mi mujer no le gusta que conversemos ociosamente mientras ella se ocupa de los quehaceres del hogar...

—¿Que no le gusta? Hijo, se me ocurre una palabra que describiría exactamente en lo que te estás convirtiendo. En cuanto a tu marcha, Arimnesto, me temo que te conozco lo suficiente para saber que no cambiarás de opinión...

—No lograrías convencerme aunque lo intentaras, amigo Cavílides.

—Cierto; eres la típica persona que no sabe permanecer en el mismo sitio mucho tiempo. Esa es una actitud propia de fugitivos, espartano. —Cavílides usó el gentilicio con toda intención.

—¡Ja! Dudo mucho que en Esparta alguien se acuerde de mí. Han pasado ya muchos años desde que me marché de allí, así que creo que has errado el tiro, anciano precoz.

Los tres rieron y bebieron un sorbo del vino que ellos mismos habían cosechado. Evandro fue el más rápido en tragar, y por tanto el que menos lo saboreó.

—Arimnesto —dijo, cambiando de tema—, me parece increíble que desde que marcharas de aquí por última vez hayas estado durmiendo siempre en lo alto de alguna olivera. ¿Por qué, qué sentido tiene?

La pregunta no era nueva; de hecho, Evandro se la había venido formulando muy a menudo desde que había regresado de su aventura asiática. Arimnesto había respondido hasta entonces con evasivas, pero aquel día en que había anunciado su nueva despedida consideró que no había motivo para no conceder a Evandro algo más de información.

—¿Recuerdas cuando acudí, hace ya unos años, al oráculo de Anfiarao en Oropo, siguiendo el consejo de tu padre? Lo hice con las manos ensangrentadas. Sangre helena, Evandro, derramada en aquella expedición contra los calcídeos, ¿recuerdas? Y también sangre de aquel espartano que te rompió varios huesos tras nuestro regreso de Calcis. Antes de entrar al santuario pensé que pasar una noche en un olivo, el árbol sagrado de Atenea, el símbolo que mejor encarna para un heleno la paz y la pureza de espíritu, sería una buena manera de lavar de sangre mis manos. Y no creo que la diosa se ofendiera por lo que hice. Que luego haya seguido encaramándome a otros olivos para pasar las noches es porque me parece un buen sitio para hacerlo, un lugar cercano a los dioses.

—Y ya que mencionas el oráculo, ¿qué fue lo que pasó allí dentro que nunca nos has querido contar?— dijo Evandro con aire inquisitivo.

—Ni tiene por qué, Evandro —intervino su padre—. Un oráculo es un oráculo, sus palabras interesan solo a quien las solicita. Arimnesto nos explicó todo lo que vio allí dentro: el santuario, la celda de reclusión, la sala del sueño; no tenemos derecho a pedirle más.

Arimnesto agradeció con la mirada la actitud comprensiva de Cavílides, quien no acostumbraba a destacar precisamente por esa cualidad.

—Bien, pues que no cuente nada más —aceptó Evandro—. Todo el mundo es esclavo de sus palabras y dueño de su silencio, y hay que respetarlo.

—Por el divino Dionisio, hijo mío, si aún tuviera sobre ti la autoridad que tenía cuando eras un muchacho, te prohibiría que volvieras a pisar la colina Pnyx o que lo hicieras con los oídos tapados con cera.

—Bien que te interesa que vaya, en cambio, si así puedo enterarme de lo que sucede en el resto de la Hélade. Porque viviendo en un lugar como Oenoe, querido padre, estamos aislados de todo y de todos; solo bajando de vez en cuando al Asty podemos estar al día de los últimos acontecimientos.

—¿Y cuáles son, Evandro? ¿Alguna polis ha decidido expulsar a sus oligarcas y ha metido en el bouleuterion a sus herreros y campesinos? —dijo con ironía Cavílides.

—Ya se rumorea en Atenas —prosiguió su hijo, más interesado en compartir lo que sabía que en discutir con su padre— quién será el nuevo arconte epónimo.

—Valiente manera de perder el tiempo. Pero si con el actual aún no han transcurrido ni cuatro pritanías...

—Se llama Temístocles. Al parecer no es de noble cuna: su padre es un simple comerciante y su madre ni siquiera es ateniense.

—Cuéntanos otra noticia, Evandro; la política dejó de interesarme desde que se convirtió en espectáculo público al alcance de cualquiera —dijo con resentimiento Cavílides.

—Esta otra seguro que te agradará más: los persas han acabado definitivamente con la rebelión de Jonia.

Arimnesto y Cavílides miraron en silencio a Evandro; desde que volvió de Asia apenas había hablado de lo que allí había vivido, y su padre y su amigo habían respetado siempre esa decisión, conscientes de que las guerras suelen volver a los hombres más reservados y melancólicos.

—Arrasaron Mileto y destruyeron por completo la flota jonia junto a la isla de Lade. El sueño de la liberación acabó.

—Hijo, no me alegro de lo sucedido en Mileto pero sí me parece que era de esperar. Como tú dices, no fue más que un sueño.

Evandro permaneció callado un instante, quizá recordando su estancia en Sardes y en Éfeso. Pero se recompuso rápidamente y siguió con su particular informe de noticias.

—También está lo de Argos. El rey Cleómenes de Esparta, tu rey, Arimnesto, ha realizado en la Argólide acciones sacrílegas y propias de bárbaros, en aras de su guerra inacabable contra los argivos.

Ahora fue Arimnesto quien se quedó un momento pensativo, trayendo a su memoria el tiempo en que sirvió en el ejército espartano bajo las órdenes de los dos reyes. Evandro se percató de ello pero siguió hablando.

—Valiéndose de engaños, Cleómenes masacró a más de seis mil argivos en el sagrado bosque de Sepea, que además incendió. Mató a los sacerdotes del templo de Hera y después intentó tomar la polis de Argos. Cuentan que las mujeres de Argos impidieron desde las murallas que ese sanguinario entrara en la polis.

—¿Las mujeres? —se sorprendió Cavílides—. Sin duda deben de ser hembras con carácter que no se dejan...

—¡Evandro! —tronó Hipareta, harta ya de ocuparse de Arión. Su marido dio un bote y fue corriendo hacia el gineceo, y su padre y Arimnesto sonrieron divertidos.

—Amigo —dijo Cavílides cuando ya se encontraron solos—, ¿por qué ahora precisamente? Creí que te encontrabas por fin a gusto aquí, con nosotros, sin preguntas a las que buscar respuesta ni deudas que saldar con nadie.

—Sé que esta es mi casa, Cavílides, pero aún hay cosas que debo hacer. Acabo de cumplir treinta años y según las costumbres de mi lugar de nacimiento, ahora me correspondería ingresar en la clase de los «iguales», los «iguales». Es algo que no me preocupa ni me interesa lo más mínimo, pero lo cierto es que a partir de esta edad ya he dejado de ser muchacho y me he convertido auténticamente en un hombre.

—Arimnesto, en mi opinión dejaste de ser un muchacho hace ya bastante tiempo.

—No para los dioses, que son los que me guían. Y es como hombre como debo proseguir el camino que me han marcado.

—Ya lo he dicho infinidad de veces, pero lo repito: eres un caso realmente muy singular. ¿Y dónde te dicen los dioses que vayas ahora, si se puede saber?

—Amigo Cavílides, no podemos alcanzar nuestro destino sin volver antes a nuestros orígenes, porque en el fondo origen y destino, principio y fin, están unidos formando parte del mismo círculo por el que los dioses nos hacen caminar. La vida es una sucesión de ciclos que hemos de ir cerrando para poder abrir otros nuevos. Yo debo volver atrás para cerrar el mío, y ahora es el momento. Como te dije antes, creo que nada hay ya que me suponga un peligro en ese regreso, así que ese es ahora mi destino. Una vez allí sé que los dioses me indicarán de nuevo qué debo hacer.

Cavílides solía entornar los ojos cuando su amigo se animaba a lanzar discursos de ese tipo, porque apenas entendía nada de lo que decía. En realidad aquellas peroratas le parecían parloteos vacíos, aunque reconocía que alguna verdad debía de haber escondida detrás de tanta palabrería.

Esta vez sí creyó haber entendido algo, y no le gustó.

—¿Me estás diciendo que piensas en volver a tu lugar de origen? Te has vuelto loco, Arimnesto. No puede ser que estés pensando realmente en regresar a...

Esparta

Le dolían todos los huesos. La caída había sido larga y accidentada, y su cuerpo había quedado cubierto de arañazos y contusiones; el viejo himatión de lana apenas le había proporcionado amortiguación, aunque sí le había librado de tener un mayor número de rasguños. Tuvo suerte y el terrible golpe final fue contra una roca plana y sin aristas. El muchacho quedó inmóvil sobre la piedra para evitar hacer cualquier ruido, aunque si hubiera querido moverse tampoco habría podido.

—¡Por aquí, le he visto correr por aquí! ¡Vamos!

Varios muchachos, que tendrían todos ellos más o menos la misma edad, pasaron a gran velocidad junto al terraplén por el que se había dejado caer Hipógenes, quien al oírles hizo un esfuerzo sobrehumano para hacer rodar su cuerpo y ocultarse entre los arbustos. Las voces de sus cazadores se fueron haciendo cada vez más lejanas y difusas, haciendo dudar a Hipógenes, que no sabía si había logrado despistarles o si lo que sucedía era que estaba perdiendo la consciencia poco a poco. Extenuado, cerró los ojos y rogó para que al menos fuera cierto lo primero.

Cuando volvió a abrirlos era noche cerrada. La oscuridad en el bosque donde se encontraba, en la falda del monte Taigeto, era casi completa, ya que la diosa Selene mostraba solo una fina sonrisa; Hipógenes imaginó que a la deidad no le faltaban motivos para reírse de él. Entumecido a partes iguales por el frío y las heridas, le costó ponerse de pie. No era la primera vez que sus compañeros de unidad le escogían como víctima para sus juegos de cacería. Y no sería la última, desde luego. Él era siempre el candidato preferido por todos para recibir palizas y humillaciones; el hijo de «el inferior», «el cojo», estaba siempre disponible para ese tipo de cosas. Y lo único que hacía que Hipógenes resistiera, que se levantara después de cada empujón, era el odio que sentía hacia todos ellos. Pero, para ser honesto consigo mismo, la verdad es que ya no podía más. Aquello tenía que acabar. Tenía que escapar, liberarse, huir. Pero ¿cómo?

Comenzó a vagar por el bosque, renqueante, cojeando, caminando entre los árboles sin tener claro adónde ir. Apenas tenía doce años, poca cosa podía hacer para escapar de ese mundo cruel en el que le había tocado vivir. Tenía frío y hambre, y sentía dolor por todo el cuerpo. ¿No valdría la pena ir a reunirse con sus padres en el Hades? Por mal que allí se estuviera, no podía ser mucho peor que el mundo de los vivos. Quitarse la vida era una acción de cobardes, así se lo habían inculcado en la agogé, pero de todas maneras él ya estaba marcado por ese estigma, herencia y recuerdo de su progenitor. Y sin embargo, quería también vengarse de todos los que habían hecho de su existencia un tormento: sus compañeros de barracón, el instructor, los éforos, incluso el rey, que en definitiva era el auténtico culpable. No; toda la raza doria era culpable. Sintió entonces que el odio de nuevo le daba fuerzas, y abandonó definitivamente la idea de suicidarse. Al menos hasta haberse cobrado lo que le debían.

Comenzó a andar de manera más decidida; el movimiento espantaría al frío y el odio espantaría al dolor. Orientándose con las estrellas, Hipógenes caminó en dirección contraria a donde estaba Esparta. Ya encontraría qué comer por el día, ya pensaría más tarde qué hacer; ahora lo importante era poner tierra de por medio. En realidad, no sería nada extraño que su instructor organizara una cacería nocturna como parte del adiestramiento, así que le convenía desaparecer cuanto antes. De hecho, ya le parecía oír algún leve sonido de pasos sobre la vegetación. El miedo volvió a su cuerpo como una sacudida y decidió acelerar el ritmo de la marcha sin dejar de echar la vista atrás de vez en cuando. A veces le parecía que el sonido llegaba por delante y entonces desviaba el rumbo, caminaba en cuclillas, miraba a ambos lados, se detenía, continuaba rápidamente. El frío y el dolor habían marchado ya, sin darse cuenta, y el miedo se estaba empezando a transformar en pánico. Se agachó y se detuvo, quieto, como un reptil, afinando el oído y aguzando la vista. Nada. No escuchó pasos, ni voces, ni vio agitarse ningún arbusto. Sin duda había sido su febril imaginación la que le había hecho ver y oír lo que no existía, así que se puso de pie de un salto, rabioso por la mala jugada que sus ojos y oídos le habían gastado, y dispuesto a proseguir la marcha. Pero antes de que pudiera dar el primer paso su rostro impactó contra algo durísimo y su cuerpo rebotó y cayó de nuevo al suelo. En toda su vida jamás había cometido la torpeza de chocar contra un árbol, ni siquiera cuando había corrido tantas veces huyendo de sus compañeros de agogé; por suerte, no había nadie allí para reírse de él.

Pero no se trataba de un árbol. Ante él estaba plantado un individuo enorme, corpulento, inmóvil como una estatua, que le miraba desde las sombras.

Esteníclaros

—Hijo, o espabilas con el arado o tendré que poner al buey en tu lugar y a ti en el suyo.

—Pero padre, estamos a punto de entrar en el invierno y el terreno está frío y seco. Cuesta mucho hendir la hoja.

—Bien; tú lo has querido.

—¡Espera! ¡Mira, ya avanzo, ya!

—¡Ja ja! ¡Vaya, sí que has espabilado de repente!

Timandro y su hijo Sibotas, solían bromear entre ellos para hacer más llevadero el duro trabajo de remover la tierra del pedazo de terreno que correspondía a su terreno. Trataban de evitar que se apelmazara y así mantenerla aireada para cuando llegara la época de siembra. Hacía frío pero el sol apretaba fuerte aquella mañana, lo cual era agradecido por ambos.

—Esto que hacemos, Sibotas, deberíamos haberlo hecho al principio de la época de la caída de la hoja, no ahora. Se trata de facilitarnos el trabajo para cuando llegue el momento de la siembra. Hay que ser previsores. Si hubieras estado empujando el arado mientras yo estaba en la Argólide, no tendríamos que preocuparnos ahora de que nos alcance el mal tiempo.

—Pero padre, si solo hace unos días que has regresado. Además, entre deslomarme pasando frío pero con tu compañía, o deslomarme con buen tiempo yo solo, creo que he escogido la mejor opción.

—Caramba, muchacho; haces de la insolencia toda una virtud. Suerte tienes de que el «igual» no te oye regatearle tu esfuerzo.

—¿El «igual»? Bah, no le temo. Tiempos vendrán en que el Padre Zeus coloque a cada uno en el lugar que le corresponde.

—Sibotas, a veces pienso que no hay nada entre el cielo y la tierra a lo que le temas.

* * *

—No tienes nada que temer. No te haré daño.

Hipógenes estaba aturdido por el impacto y la sorpresa, y era incapaz de moverse, atenazado por el miedo. El hombre que tenía ante sí, espartano con toda seguridad, era imponente.

—Levántate —le dijo—. Estoy aquí para ayudarte, aunque no lo creas.

El muchacho se irguió como pudo. Acostumbrado como estaba a los engaños de los otros muchachos, se giró con rapidez para iniciar la huida, pero aquel espartano era veloz, mucho más que él, y le agarró por el brazo antes de que pudiera dar un paso.

—Escucha, no tengo humor para tonterías. Quédate aquí bien quieto si no quieres que te rompa el brazo.

—Tú... tú no eres de la agogé... ¿Quién eres?

* * *

—Calícrates no es mala persona, hijo, pero es lo que es: un espartano que acaba de ingresar en la clase de los «iguales», y al que le han asignado este pedazo de tierra para su beneficio. Y nosotros somos lo que somos: ilotas, esclavos que trabajamos este suelo y que por tanto le pertenecemos.

El tono de calmada resignación de Timandro hizo que su hijo sintiera más rabia, y por tanto se encontró aún más cómodo con su argumento.

—Padre, siempre has sido muy comedido en tus juicios sobre los espartanos, pero desde que regresaste de Argos creo que todavía lo eres más. Eso que dices de que le pertenecemos es injusto y tú lo sabes. Si todos los ilotas nos uniéramos, si tuviéramos armas, formaríamos un ejército y nos los sacaríamos de encima, les trituraríamos, les...

—De momento confórmate con triturar ese terrón de tierra que tienes ahí, que se te va la fuerza por la boca.

—Pero padre...

—¡Chst! Muévete y calla.

* * *

—¡Chst! Calla y quédate quieto. Tengo que hacerte una proposición.

—¿Una proposición... sobre qué?

—Te digo que calles. Ni yo mismo entiendo por qué estoy haciendo esto y te aseguro que en el fondo me desagrada; pero las deudas de amistad son sagradas para un espartano, así que te lo diré sin rodeos para acabar cuanto antes —respiró hondo y prosiguió—: si lo deseas, tus días de penuria en la agogé se habrán acabado. Solo has de aceptar lo que yo te proponga. Y agradece al dios Helios cuando aparezca sobre tu cabeza que yo no sea una persona muy cuerda, porque si lo fuera no estaría aquí ahora mismo haciendo esto.

* * *

Los ilotas empezaban a no estarle ya tan agradecidos al dios Helios, que a mediodía seguía calentando con fuerza. Padre e hijo llevaban tiempo sin hablar, en un ahorro inconsciente de fuerzas. Si fuera espartano, Sibotas sería apenas un joven imberbe inmerso en la durísima educación espartana; si fuera espartano, Timandro estaría próximo a ingresar en el consejo de ancianos, dependiendo de los méritos que hubiera hecho como «igual». Pero ambos eran ilotas, esclavos en su propia tierra, Mesenia, invadida por los espartanos en un tiempo que ya nadie recordaba. Sibotas, en la edad de la rebeldía, tenía en la esclavitud el mejor blanco para descargar sus bravatas. Su padre, en cambio, cargado con el peso de los años, era consciente de su condición esclava y la tenía asumida como si formara parte de su propia naturaleza; era algo que Timandro tenía marcado a fuego en su cerebro. Antes de los hechos sucedidos en Argos, su lema siempre había sido servir a los dioses, guardarles lealtad y entrega absoluta incluso por encima de la obediencia a los espartanos; ahora lo único que le quedaba a Timandro era lo segundo. Ser esclavo era su deber y había que cumplirlo hasta el final.

* * *

—Por lo que sé de tu padre, cumplió con su deber hasta el final; no fue un cobarde sino un buen guerrero. Yo no puedo hacer nada para que recuperes lo que has perdido: ni a tu padre ni el respeto de tus compañeros. Pero puedo ofrecerte una salida a este mundo en el que vives, porque algo me dice que no estás muy a gusto en él.

—¿Vas a... matarme?

—No, al contrario: te ofrezco vivir lejos de aquí, en un lugar donde nadie te conozca; un lugar en el que habrás de trabajar duro para sobrevivir, pero en el que nadie te humillará a menos que tú mismo te ganes los insultos.

—No te creo —dijo Hipógenes en tono desafiante—, me estás tendiendo una trampa. El único lugar que me vas a ofrecer es el fondo del precipicio Kaiadas. Los espartanos sois traicioneros por naturaleza.

* * *

—Padre —dijo Sibotas—, el sol nos traiciona y se marcha ya; pronto oscurecerá. ¿No te parece que ya hemos trabajado bastante por hoy?

—Tu predisposición hacia el descanso me tiene bastante preocupado, Sibotas; algún día te costará un disgusto.

—Pero no hoy, ¿verdad? Recojamos los aperos, padre, y regresemos a casa, que madre debe de estar preparando la cena. Ya volveremos mañana para seguir empujando el arado.

* * *

—Muchacho, no me tientes. Olvidas que tú también eres espartano, aunque parece que no te agrada mucho la idea. ¿Estás seguro de no querer aceptar la propuesta, te lo has pensado bien? ¿Estás seguro de que prefieres vivir con la cabeza gacha toda tu vida? Porque nunca llegarás a ser un «igual» con esa cojera que arrastras; y aunque lo lograras, las cosas no cambiarían; para todo el mundo seguirías siendo un «inferior».

Hipógenes se debatía entre creerle o no creerle, y el gigante espartano no le dio tregua.

—¿Qué me dices, muchacho? Todos se meten contigo, todos te insultan y te denigran. Te cuesta vivir así, ¿verdad, Hipógenes?

* * *

—Te cuesta vivir así, ¿verdad, Sibotas? Lo veo en cada palabra que dices y en cada gesto que haces. Pero hay que aceptar las cosas como son. No hay nada que podamos hacer, la vida es dura pero no es igual de dura para todos.

* * *

—La vida no es igual de dura para todos —dijo Hipógenes—, eso no está bien. Me estás diciendo que elija vivir escondido en lugar de maltratado por todos, ¿verdad?

—Es exactamente lo que te ofrezco. Si no te interesa la propuesta me iré por donde he venido, no tengo nada que ganar ni que perder en este asunto.

—Yo... no estoy seguro. Creo... creo que no.

* * *

—Yo creo que sí, padre, sí hay algo que podría hacerse. Tú eres ya casi un anciano y tienes el yugo marcado en la espalda. Pero por las sombras que habitan el Hades, que llegará el día en que un ilota llamado Sibotas aplastará a un espartano.

* * *

—¡Por Cástor y Pólux, Hipógenes, estaba seguro de que nunca vería a un espartano aceptando vivir como un esclavo! —exclamó el espartano con cierta alegría.

—¿Como un... esclavo?

* * *

—¿Un esclavo matando a un espartano? No vuelvas a hablar así, hijo. Solo te traerá problemas. Ahora será mejor que nos vayamos.

* * *

—No me has decepcionado. Ahora me voy. Que los dioses velen por ti, Hipógenes.

—¡Espera! —gritó—. Espera... Escojo... vivir...

* * *

—... Como un esclavo, padre. Eso es lo que tú escoges. Yo escojo luchar por no serlo.

—Estás yendo demasiado lejos y me estás faltando al respeto.

—Perdóname, padre. —El joven bajó la cabeza—. Sabes que tengo la lengua demasiado larga.

—Y las ideas demasiado cortas. Anda, desengancha el buey y llévalo a...

—Timandro miró hacia donde el sol se estaba poniendo y vio recortadas sobre la semiesférica forma del dios dos siluetas, una alta y corpulenta y otra de un muchacho que avanzaba cojeando y que parecía ser bastante más joven de lo que lo era su hijo.

—Sibotas —dijo con aire de preocupación—, creo que podrás saludar al «igual» antes de lo que pensabas.