Capítulo 14

Primavera de 482 a.C.

Mes de Elafebolion durante el arcontado en Atenas De Nicodemo

Atenas

—Sobre todo no abras la boca si no quieres que la guardia escita nos eche del ágora.

—No te preocupes, Cavílides; sé disimular mi acento dorio. Además, no me interesa participar en lo que aquí se haga, solo os estoy acompañando porque tú me lo has pedido.

—Sí, es cierto, pero tú por si acaso no digas una palabra. Te he dicho que vinieras con nosotros por una razón, así que no vayas a hacer ahora que el viaje haya sido en balde por no saber mantener la boca cerrada.

—Tranquilo, Cavílides. Pero fíjate, estamos ya rodeados de gente y nadie repara en mí.

—Sí, tú fíate.

—Abuelo —dijo Arión—, no había ninguna necesidad de hacer venir a Arimnesto si tanto te preocupa su presencia; ya he pasado la efebía, soy mayor de edad y habría podido cuidar de ti y de mí. Podría incluso participar en la votación, si quisiera.

—Calla, ignorante, qué tendrá eso que ver. Porque un oportunista como ese Clístenes decidiera antes de que tú nacieras que a tu edad ya se es un hombre, no quiere decir que lo seas. Lo serás cuando lo demuestres.

El joven Arión calló, eclipsado por la autoritaria voz de su abuelo Cavílides, y siguieron adentrándose en la multitud. Arión le hacía las veces de báculo sosteniéndole por el brazo, ya que la pierna del anciano estaba tan maltrecha y deteriorada por el tiempo como su carácter.

El ágora semejaba un hormiguero. Era el día que la asamblea reunida en la sexta pritanía había fijado para celebrar la votación, y nadie quería perderse un acontecimiento como ese. En realidad, Atenas entera había sido invadida por los habitantes de todo el Ática, campesinos en su inmensa mayoría, que habían acudido al Asty con ocasión de la celebración de las Grandes Dionisias, de modo que la asistencia a la sesión asamblearia del ágora era considerada por muchos como una parte más de las celebraciones en honor al dios. Los mercaderes y comerciantes, sin embargo, no podían aprovechar la concurrencia para vender sus productos, ya que mientras durara la sesión sus tiendas debían permanecer cerradas y sus toldos recogidos.

—Por el escudo de Heracles, está aquí metida toda la población de la Hélade —gruñó Cavílides—. Por lo menos no hemos de subir a la Pnyx para asistir a la asamblea. A quién se le ocurre fijar un lugar de reunión en lo alto de una colina; solo a quien le interesa que no acuda nadie, desde luego.

—No es tan alta después de todo, Cavílides. Y es más amplia que el ágora —replicó el espartano.

—Por Hera y Atenea, Arimnesto, mantén la boca cerrada o estamos listos. No eres ateniense, no tienes derecho a asistir a una asamblea.

—Que no soy ateniense es bastante discutible, Cavílides, y lo sabes. Pero, en cualquier caso, ¿por qué me has traído entonces?

El viejo echó fuego por los ojos.

—¡Para que hagas gala de tu laconismo, por Zeus, y calles de una vez!

Arimnesto y Arión se miraron, reprimiendo una sonrisa.

Apenas se podía caminar a causa de la multitud, y por ello Arimnesto, aprovechando que poseía una buena musculatura, se colocó a la cabeza del trío abriendo brecha entre la gente.

—Mira, Arimnesto —le avisó Arión—, vayamos hacia el altar de los Doce Dioses, parece que allí hay más desahogo.

—Bien. Aunque si estás interesado en votar deberíamos buscar la urna donde te corresponde hacerlo.

—Cierto. Abuelo, para no caminar en balde, quédate aquí junto a esta herma mientras nosotros buscamos la demarcación de nuestra tribu. Luego vendré a por ti.

—¿Qué? ¡No se os ocurra...! —Antes de acabar la frase, Arión y Arimnesto ya habían desaparecido tragados por el gentío. Y Cavílides se encontró de pronto solo pese a estar rodeado de gente, y desamparado pese a no existir peligro alguno.

La tardanza de su nieto comenzó a preocuparle, y más cuando oyó en la lejanía el eco de los sacerdotes que habían empezado a oficiar los sacrificios iniciales. Su rostro de intranquilidad fue advertido por el individuo que tenía a su diestra.

—¿Te sucede algo, anciano?

—Nada en absoluto. Métete en tus asuntos.

—Tu preocupación puede ser un asunto mío, si no te parece mal —replicó con calma—. Pareces nervioso, quizá esperas a alguien o quizá te has perdido, o ambas cosas. ¿Es así?

—No pretendas ser condescendiente conmigo. Estoy esperando a alguien que tarda, eso es todo.

—Bien, pues no te molestaré más. Disfruta de la votación. ¿Tienes ya un ostracon?

—¿Participar yo en esta pantomima? Ni hablar, hombre, guárdalo para ti.

—Yo tampoco pensaba votar, por eso te ofrezco el mío. ¿Te parece una pantomima la votación?

—Ya que eres tan preguntón, te lo diré. Me lo parece la propia ley del ostracismo. Me lo parece el que haya aquí y ahora miles de personas reunidas para decidir quién es el ateniense que peor les cae. Me lo parece que a cada momento se convoque una asamblea para que todos los atenienses dejemos desatendidas nuestras ocupaciones y acudamos como borregos para discutir sobre tonterías. Me lo parece que...

—Calma, anciano, calma. Entonces es que no estás a favor de que sea el propio pueblo de Atenas quien se gobierne a sí mismo, por lo que deduzco. ¿No crees justo que un hombre gobierne su propia casa?

—¿Crees justo que muchos hombres gobiernen las casas de todos? ¿Los listos y los tontos, los capaces y los inútiles? ¿Seguirías tú el consejo de un curtidor de pieles que hablara sobre cómo establecer tratados de paz o sobre declarar la guerra a las polis vecinas? No me hagas reír.

—Yo seguiría el consejo de cualquiera que supiera argumentarlo con justicia y razón, y no me importaría qué profesión tuviera. Si queremos que el pueblo gobierne se ha de escuchar tanto al curtidor de pieles como al fabricante de escudos, tanto al que trabaja en el campo con sus manos como al que vive en la polis y posee esclavos que trabajen por él. Todo el mundo tiene el mismo derecho a hacerse oír, de ese modo la voluntad del pueblo será la voluntad de la propia Atenas.

—Oh, sí, es una idea tranquilizadora, desde luego, saber que el gobierno de mi polis depende de lo que diga un porquero o un carpintero; y también es estupendo saber que tenemos un gobierno estable y duradero; transmite mucha seguridad pensar que el máximo dirigente de Atenas, sea quien sea, tendrá un largo mandato que durará un día, y que mañana será otro ateniense quien tenga ese honor, y pasado mañana otro diferente... Escucha, ingenuo: yo viví durante muchos años bajo el gobierno del tirano Pisístrato, y nunca estuvo Atenas mejor gobernada que en aquella época. Lo que tenemos desde que los pisistrátidas desaparecieron es una auténtica tomadura de pelo.

—Anciano, no me sacas tanta ventaja en la edad como para que yo no hubiera conocido también a Pisístrato. Fue un buen gobernante, sí, pero era su voluntad la que prevalecía siempre, no la de los atenienses, y eso no es de justicia. La justicia tuvo lugar por fin cuando el pueblo acabó con la vida de su hijo y expulsó después a su otro hijo; clara señal de que, en el fondo, no a todos les parecía tan justa su forma de gobernar, ¿no crees?

—Se te llena la boca de la palabra «justicia», y no creo que tengas mucha idea de lo que realmente significa. Prevalezca pues la voluntad de los atenienses —dijo Cavílides, hastiado ya de la conversación—. Estamos aquí para votar qué ciudadano queremos que sea desterrado durante diez años, ¿no consiste en eso el ostracismo? ¿En expulsar de la polis a quien nos cae mal?

—Algo así; la ley fue dictada para evitar que gente como Pisístrato o su hijo Hipias pudieran volver a llevar las riendas de Atenas.

—Ah, ¿sí? Pues ahora sí que acepto tu ostracon, hombre. Y si no te sabe mal, y puesto que tanto hablas de justicia, no podrás negarme lo que te pido ya que yo soy un pobre campesino que no sabe escribir: apunta tu propio nombre en la teja, porque te aseguro que ahora mismo eres el ateniense que más desearía yo tener bien lejos de mi vista.

—Estás bromeando, anciano. Si te han molestado mis palabras, te pido perdón; solo pretendía conversar un poco...

—¡Que lo apuntes, te digo! ¡No haces más que hablar de justicia y ahora no tienes el valor de someterte a ella! ¡Apunta tu nombre, te llames como te llames!

—Soy Arístides, del demos de Alopece.

—¡Ja! ¿Y qué me importa a mí tu demos? Te pedía tu nombre, no dónde vives. ¡Bonita costumbre, una más, establecida por el mismo que creó el ostracismo! Ese Clístenes nos cambió incluso la manera en que hemos de llamarnos. ¡Hasta eliminó las cuatro antiguas tribus atenienses y se inventó diez nuevas, ni más ni menos! ¡Pues sabe que yo soy Cavílides, hijo de Hegesístrato, de la tribu de los Egícoras, y el nombre del demos donde vivo me importa tanto como que llueva o no llueva mañana!

—Por el peplo de Atenea, anciano; estás hablando de cosas que sucedieron hace muchísimo tiempo. Esa tribu no existe ya.

—Abuelo. —Arión emergió de pronto de entre la masa humana—. Ven conmigo; hemos encontrado nuestra urna —y le bastó un vistazo a los rostros de Cavílides y su desconocido contertulio para imaginar que algo no iba bien—. Has vuelto a las andadas, ¿verdad? ¿Ha pasado algo, noble ciudadano?

—No —se anticipó a contestar Cavílides—. Vamos de una vez a donde sea —y tomó la delantera a su nieto, quien antes de seguirle se volvió hacia el otro individuo.

—Discúlpale si te ha ofendido en algo, ciudadano —le excusó Arión—; mi abuelo no rige demasiado bien y está siempre de mal humor y hablando del pasado.

—No te preocupes, no me ha ofendido y espero no haberle ofendido tampoco yo a él —dijo Arístides.

Arión se giró para marchar tras su abuelo, pero el individuo le retuvo un momento.

—Toma —le dijo—, tu abuelo olvida esto— y le entregó el ostracon.

—Ah, gracias.

Arión se sumergió entre la gente tras su abuelo con el trozo de teja en la mano, sin advertir lo que en él había garabateado aquel hombre: «Arístides hijo de Lisímaco».

Oenoe

El sol, redondo como un óbolo, empezaba a ponerse en el demos de Oenoe y a dejar de iluminar la hacienda de Cavílides. Desde el patio interior Arimnesto y el anciano lo contemplaban mientras conversaban, como si el dios Helios fuera el confesor de ambos.

—Creo que el tal Arístides parece un hombre justo y cabal, Cavílides. He coincidido con él en alguna ocasión y su conducta siempre me ha parecido juiciosa —dijo, recordando el carnero robado en Oropo.

—Oh, basta, Arimnesto; se tiene bien merecido el destierro. Desde que esa estúpida ley comenzó a emplearse no ha sido más que una herramienta en manos de unos cuantos aprovechados, él entre ellos.

—Puede ser. Pero cuando oí pronunciar su nombre desde la colina Pnyx, precisamente él, que tiene fama de ser uno de los hombres más capaces de Atenas... El destierro es el peor castigo que puede sufrir un heleno, Cavílides. Es más terrible que una condena a muerte.

—¡Ja! Y eso me lo dice alguien que se largó de su patria voluntariamente. Pues al propio Arístides le parece bien ese sistema...

—Pero todo ha sido una campaña orquestada por su oponente, por Temístocles. Y estoy seguro de que lo sabes. Imagínate: esta mañana, en el ágora, no sé cuántas personas nos instigaron a Arión y a mí para que escribiéramos el nombre de Arístides en el ostracon. El hijo de Lisímaco promueve la abolición de los tribunales, nos decían, y pretende hacerse con el poder de la polis. Yo, como te dije, no he querido votar, pero Arión, ingenuamente, sí lo ha hecho y se ha dejado llevar por esas voces tendenciosas.

—Sí; mi nieto será un gran hombre en el futuro pero aún le queda mucho camino por recorrer.

—¿Y tú, Cavílides? ¿Por qué pediste el destierro de Arístides? Pensé que te abstendrías de votar. ¿Acaso te ha perjudicado él directamente en algo, te ha quitado alguna vez algo, tiene alguna deuda pendiente contigo?

El anciano se quedó mirando la negra figura de Heracles que yacía en el fondo de su kylix y apuró con impaciencia el vino aguado.

—¿Perjudicarme? No, que yo sepa. Pero tenía mis razones para votar como lo hice, y eso basta.

—¿Y ese deseo de asistir a la votación? Si tanto desdén te provoca, no sé qué hacíamos allí.

—Simplemente deseaba asistir a una sesión de la asamblea, nada más. Quería cerciorarme de que las cosas van tan mal como yo creo que van. Y así ha sido. Espero que tú hayas tenido esa misma sensación, por eso te pedí que nos acompañaras.

—¿Solo por eso? No te creo. ¿No será también porque te asustaba la idea de pasar una mañana entera a solas con tu nieto?

—No se te pasa nada por alto, espartano entrometido. Pero tienes razón: me da vértigo enfrentarme yo solo a la inconsciencia impetuosa de Arión. Haber tenido como padre a un héroe maratonómaco no es un peso que se lleve fácilmente. Ha crecido en un tiempo de cambios, una época demasiado turbia y revuelta, y encima el pobre tiene la cabeza llena de pájaros.

—¿Y quién no a su edad? No seas tan duro con él, a vivir se aprende viviendo y él apenas está empezando.

—Tú a su edad no eras así. Él sigue la corriente, venga esta de donde venga y vaya a donde vaya; tú siempre quisiste nadar remontando el río.

—Los espartanos no somos buenos nadadores, Cavílides. En fin, dejémoslo, te aseguro que yo nunca he sido un buen ejemplo de cómo se ha de vivir.

—Como quieras, dejémoslo. —Bebió un trago de vino—. Además, Arión es como es Atenas: alocado e irreflexivo; y esa absurda ley del ostracismo no es más que un reflejo del amaneramiento y la mojigatería que se ha adueñado de la polis desde que...

—Sí, ya: desde que Clístenes hizo su aparición.

—¿Sabes cómo se resolvían antes esas cuestiones, Arimnesto? Cuando dos atenienses se llevaban mal, cuando se producía la rivalidad entre dos facciones, las cosas se decidían vertiendo sangre. Nada de esas pamplinas de anotar el nombre en un trozo de cerámica a ver si juntando muchos fragmentos podemos echar de la polis a quien no nos agrade. Eso son cosas de críos, por Ares.

—Sí, según el código antiguo, el honor se lava con sangre; así murió el hijo de Pisístrato. Las cosas han cambiado mucho desde entonces, quizá la vida ahora se valora de otra manera.

—No seas ingenuo. ¿Crees que Arístides, o cualquier otro, desaparecerá de la escena ateniense solo por no residir en el Ática? Si se quiere acabar con la rabia hay que matar al perro, no decirle amablemente que se vaya lejos.

—Casi me estás asustando —bromeó Arimnesto—. Me alegro entonces de no haber participado en ese juego tan absurdo.

—No hubieras podido de todas maneras. Eres espartano.

—Solo de nacimiento. Oh, vamos, Cavílides, no me creo que te falle tanto la memoria. Soy tan ciudadano ateniense como tú. Búscame en el censo del demos y me encontrarás, mi nombre figura en él igual que el tuyo o el de Arión. Y gracias a ti, además: tú mismo me inscribiste.

—¡Ja ja! Estaba bromeando, viejo amigo; vamos, no te ofendas. Pero estarás de acuerdo conmigo en que la degradación de nuestra hermosa polis comenzó el día en que un espartano pudo convertirse en ciudadano de Atenas.

—No, Cavílides; comenzó cuando empezasteis a encontrar más placentero el vino de Quíos que el vuestro.

—Hum, tienes razón. Bebamos entonces; un poco más de degradación no importará a estas alturas.

Platea

Altea estaba sentada en un taburete esperando pacientemente a Arimnesto. Llegó alumbrado por una hermosa luna llena cuya luz se coló en el interior de la casa cuando entró.

—Es noche cerrada, esposo. ¿Has estado hasta ahora en Atenas?

—No, me he detenido en Oenoe. El viejo Cavílides, cuanto mayor se hace más se empeña en vivir en el pasado. A veces parece que el tiempo pasa demasiado rápido para él.

—El tiempo pasa igual de rápido para todos —sentenció Altea—. Y habla más bajo, Arimnesto; Lacón duerme hace rato. Te he preparado algo de cenar; no sabía que vendrías tan tarde, ya estará frío.

—No quiero nada. Acuéstate, yo iré ahora.

—Como quieras.

Altea se levantó y se dirigió a la pequeña estancia en la que ambos dormían. Arimnesto la observó mientras marchaba y pensó si de nuevo no habría sido demasiado brusco, demasiado seco. Desde que regresara de su último viaje a Esparta, desde que descubriera lo sucedido con Hipógenes, desde que los dioses le abandonaran, Arimnesto había estado tratando de sobreponerse y salir adelante por sí mismo. Como si fuera algo tan terrible; en realidad eso era lo que hacía todo el mundo, porque estaba convencido de que a nadie más que a él se le había concedido la distinción de ser guiado por la mano divina. Varias veces desde entonces había recordado la historia que le contó Calícrates acerca de lo sucedido en Argos a su ilota muerto Timandro, y otras tantas veces había sentido una cierta afinidad con aquel hombre. Afinidad con un ilota, era esa una sensación que no podía confesar a nadie; y sin embargo así era: también aquel ilota había vivido observando y cumpliendo los mandatos divinos, hasta que cometió aquellos horribles actos sacrílegos que le hicieron alejarse de los designios de los dioses y granjearse su ira. Y finalmente sucumbió ante ella, al morir a manos de Estenelaidas, sin duda el instrumento ocasional de las Erinias vengadoras.

Pero Arimnesto no temía la venganza de los dioses. Esta pudo haber llegado en Cinosura, precisamente a manos también del «bienhechor», pero no fue así. Su falta había sido contra un habitante del inframundo, Alcímenes, no contra ningún dios. De modo que si había alguna ira a la que temer, era la del ouragós, y esta ya le había alcanzado, pues su venganza no era otra que condenarle a vivir el resto de su vida huérfano de dioses.

Arimnesto se acostó; procuró no hacer ruido porque Altea probablemente ya estaba dormida. No era así.

—No deberías trasnochar tanto, esposo. No es bueno dejar asuntos pendientes para el día que venga, pero tampoco lo es querer acabarlos todos bajo el mismo sol.

Su mujer estaba sentenciadora aquella noche, al parecer, pero se equivocaba. ¿Cosas pendientes? Solo había acompañado a su amigo Cavílides hasta Atenas y luego se habían entretenido en su hacienda conversando sobre el tema favorito de Cavílides, sobre Arión, sobre Arístides... No había ningún asunto pendiente en todo aquello. Sin embargo, Arimnesto tardó en conciliar el sueño, dándole vueltas a aquello.

De pronto se giró sobre el jergón y miró a su mujer, cuyos cerrados ojos se abrieron al advertir su movimiento.

—Altea, ¿crees que a tu padre le importará que mañana en cuanto amanezca haga una visita a su granja?

Atenas

—¿Quién desea verle?

—Arimnesto de Esparta. No me conoce pero yo a él sí.

—Entonces estás en la misma situación que la mayoría de los atenienses. Aguarda aquí, por favor.

Arimnesto no había tenido problemas en encontrar la casa, que era conocida en todo el demos de Alopece. El esclavo marchó por un pasillo y él se quedó solo en el patio de columnas, contemplando el altar de Zeus Herkeios. Cayó en la cuenta de que ese altar, presente en prácticamente todas las casas habitadas por helenos, no existía en la suya. Al poco, el esclavo volvió.

—Mi señor te ruega que pases al andrón. Te atenderá en seguida. —Al acabar la frase se giró e hizo ademán de que le acompañara. Añadió—: ¿Deseas que mientras estés aquí te guarde... «eso»?

—No.

La austeridad en el interior de la vivienda estaba en consonancia con la modestia del exterior: pese a pertenecer a un eupátrida, no se apreciaba en ella ningún lujo ni excelencia. Arimnesto siguió al esclavo hasta la sala contigua y aguardó allí. Arístides no tardó en aparecer. Su rostro, con algunas arrugas más, apenas había cambiado desde que le viera por primera vez, hacía ya cerca de veinticinco años. No así su pelo y su barba, que ahora estaban teñidos de blanco.

—Disculpa la espera. Hoy es un día en que estoy bastante atareado; pero si has venido desde Esparta para verme, bien mereces ser recibido.

—No vengo de Esparta sino de la polis de Platea.

—Ah, creí entender a mi esclavo que... Entonces eres ciudadano plateense.

—No; lo soy ateniense, aunque hace ya unos años que vivo en Platea. Pero nací en Esparta.

—Más curioso todavía. Bien, Arimnesto de Esparta, Atenas, y Platea, ¿qué puedo hacer por ti?

—Vengo a saldar una deuda que tengo pendiente contigo.

—Creo que llegas tarde —replicó Arístides, con cómica amargura—; ayer, en la asamblea, los atenienses liquidaron conmigo todas sus deudas pendientes. Y puesto que tú eres ateniense...

—Sé lo que pasó ayer, Arístides; yo estuve presente. No comparto la decisión del pueblo y por ello no participé en la votación. Además, creo que tu destierro no es realmente deseado por los atenienses, que se han dejado manipular por tu adversario Temístocles.

—¿Solo lo crees? Vaya, yo hubiera apostado mis brazos y piernas y los hubiera ofrecido a la diosa Némesis —dijo, irónicamente—. Mi buen Arimnesto, la sucia maniobra de Temístocles es algo más que una creencia, te lo aseguro. Pero te agradezco que no escribieras mi nombre en el ostracon; lamentablemente, seis mil compatriotas tuyos sí lo hicieron y por ello tengo ahora que prepararme para estar fuera de mi hogar durante diez años.

Arístides, que debía de estar ya cerca de los sesenta años, parecía tomarse su condena con cierta flema; pero bajo esa máscara el dolor debía de ser muy profundo, pensó Arimnesto. Su anfitrión continuó hablando.

—¿Deseas tomar un buen vino que tengo guardado para las ocasiones especiales? Porque sin duda esta lo es, tanto por tu visita como por mi inminente marcha.

—Gracias, Arístides, pero no quiero entretenerte.

—Bien, pues: dime entonces cuál es esa deuda que tenemos tú y yo. Te confieso que no recuerdo tu cara, así que me veo incapaz de averiguar por mí mismo de qué se trata.

—Esto es tuyo. —Arimnesto le mostró el pequeño carnero que durante todo ese tiempo había sostenido bajo su brazo. El ateniense miró al animal, que estaba tan sorprendido como él mismo, y rió.

—¿Este carnero es mío? No recuerdo haber comprado últimamente...

—Hace años te robé un animal como este de tu finca en Oropo. Sé que la pérdida no te supuso ningún trastorno, pero es justo que te resarza y te lo devuelva.

—¡Ja ja! —rió Arístides de nuevo— ¿Y es a mí a quien el pueblo ateniense llama «El Justo»? Ese apodo lo mereces tú mucho más que yo. Pero si alguna vez llegaran a llamarte así, desconfía: quizá estén tramando desterrarte.

Había humor y amargura a partes iguales en las palabras de Arístides. Arimnesto le entregó el ovino, que acogió en sus brazos con ternura.

—¿Y dices que me robaste un carnero como este? Espera, ya sé: lo necesitabas para cumplir con los ritos del santuario que hay próximo a mi hacienda, ¿verdad? Aquel sacerdote no dejaba pasar ni una, ¿eh? —Miró a los ojos del dócil animal— Has tenido suerte, amigo, mucha suerte.

Arimnesto dudó un momento sobre si en aquel momento le estaba hablando a él o al carnero. En cualquier caso, tampoco había entendido en qué sentido lo decía.

—Haz con él lo que te plazca, Arístides, es tuyo. Y ya no te molesto más. Adiós.

Arístides «El Justo» siguió mirando a los ojos del carnero, que permanecía inmóvil mientras él lo sostenía en alto frente a su rostro. Arimnesto ya caminaba hacia el patio.

—¿Sabes, Arimnesto? —le dijo, antes de que saliera del andrón—. De aquella granja en Oropia desapareció mucho ganado. Y no solo carneros: también ovejas, conejos, alguna cabra... cualquier animal valía para poder consultar al héroe Anfiarao. Pero eso nunca me preocupó en exceso, la verdad. Tú eres el único que ha restituido lo que sustrajiste, y por ello te estoy enormemente agradecido. Cuidaré de este animal como si me hubiera sido entregado por los dioses, porque en cierto modo así ha sido.

—¿Crees que han sido los dioses los que me han traído hasta tu casa? Te equivocas completamente.

—Por supuesto —replicó con una amplia sonrisa—; ellos me lo quitaron a través tuyo, y ellos son quienes me lo han traído de vuelta, a través tuyo de nuevo. Quizá tú no lo creas pero desde el Olimpo los dioses se encargan de trenzar nuestro camino y de guiar todos nuestros pasos. Si somos piadosos, les hacemos ofrendas y aceptamos lo que las Moiras han tejido para nosotros, no tiene por qué haber amargura en nuestras vidas. Por eso sobrellevo este destierro mío con algo de entereza; sé que si lo acepto sin protestar, los dioses se apiadarán de mí y me librarán de él pronto.

—¿Que te librarán de él? —Arimnesto empezaba a creer que la mente de aquel hombre estaba desgastada por la edad, y replicó con acidez—. Piensa lo que quieras, Arístides, pero la única verdad es que a mí los dioses me abandonaron hace tiempo, así que difícilmente han podido traerme ellos aquí.

—¿Te abandonaron? Quizá lo creas así, pero confiesa que no puedes saberlo con seguridad. En cualquier caso, si tan convencido estás de eso y preferirías que los dioses siguieran a tu lado, no esperes a que vuelvan a cogerte de la mano: ve tú en su busca.

El espartano frunció el ceño y miró con dureza a Arístides.

—Me voy; que tengas salud y fortuna en tu exilio.

—Dime, amigo: ¿tuvo éxito tu visita al santuario? ¿Te sirvió de algo?

Arimnesto se detuvo un momento pero no contestó; al cabo de una eternidad abandonó la estancia, y Arístides le acompañó con la mirada mientras acariciaba dulcemente la cabeza del carnero que sostenía en sus brazos.

De regreso a Platea, Arimnesto hizo una breve parada en la casa de Cavílides. Solo el tiempo justo para cruzar una mirada con él; el tiempo justo para decir adiós, para escuchar el severo silencio de su amigo. El tiempo justo para que Arión le viera alejarse por el sendero.

Platea

La punta de hierro estaba ya reluciente y el fuste de madera de fresno presentaba un aspecto inmejorable después de haber sido tratado con aceite para impermeabilizarlo y proporcionarle dureza. Arimnesto pensaba llevar consigo su lanza y poco más, pese a que el viaje era largo. Su mujer y su hijo le observaban.

—Me trasladaré a la casa de mi padre. Yo sola no puedo mantener la hacienda.

—Después de todo fue un regalo suyo. Me parece bien.

—¿Por qué haces esto, Arimnesto?

—Porque debo buscar mi camino. No puedo seguir viviendo como si no hubiera sucedido nunca nada, como si no supiera que no es esta la forma en que debo vivir.

—¿Tu camino no somos tu hijo y yo? ¿No es esta la forma en que debes vivir?

Arimnesto dejó de sacar brillo a la punta de la lanza y miró a Altea. Ella estaba a punto de llorar.

—Seguramente; pero son los dioses quienes lo han de decir.

—Estás loco.

—Es posible.

Se acercó a Lacón y le dio un beso en la frente.

—Hijo, eres muy pequeño y aún no puedes entender ciertas cosas, así que no intentaré explicártelas. Cuida de tu madre hasta que yo regrese.

El niño lloró y salió corriendo hacia su madre, a cuyas piernas se abrazó. Su padre tomó la lanza en una mano y un pequeño hatillo con algunas viandas en la otra, y salió de la casa. Antes de hacerlo oyó el suave llanto de Altea a su espalda.

La mañana era fría; el sol aún no había tenido tiempo de calentar la tierra y Arimnesto lo agradeció, porque frío era lo que necesitaba para endurecer su ánimo y no echarse atrás en aquello que se había propuesto hacer. Comenzó a caminar hacia donde siempre soplaba el Bóreas, el gélido viento del norte, y trató de no pensar. No pensar en lo que dejaba atrás: su mujer, su hijo, su entrañable amigo de Oenoe, su vida en la hacienda; no pensar en lo que le aguardaba: largos días de marcha, largas noches de sueño, y una meta que quizá no fuera más que uno más de esos sueños. Porque la morada de los dioses, allí donde vivían y decidían acerca de la vida y la muerte de los hombres, no dejaba de ser un lugar al que solo se podía llegar si uno era capaz de soñar. Así, con la mente sumida en sueños, sus ojos creyeron ver en la línea del horizonte la silueta de alguien. Un dios, sin duda, que le esperaba ya en su camino.

Pero no era un dios.

—Buenos días, Arión.

—Iré contigo. No me lo niegues; esta vez mi abuelo lo aprueba.

Arimnesto le miró largamente y puso la mano sobre su hombro.

—En marcha entonces. Nos queda mucho por recorrer.

—¡Estupendo! ¿Dónde vamos?

—Al encuentro de los dioses, Arión. Vamos al Olimpo.