Capítulo 8

Otoño de 494 a.C.

Mes de Metagitnion durante el arcontado en Atenas de Pitócrito

Esteníclaros

En el interior del chozo, en las tierras de Timandro, el silencio permanecía instalado desde que había amanecido aquella misma mañana, y la tensión en su rostro, en el de su mujer y su hijo comenzaba a ser más que evidente. Los preparativos para la partida de Timandro, que solo consistían en disponer algo de comida para una jornada y poco más, les habían mantenido mudos y ocupados a los tres. Fue el cabeza de familia quien finalmente se decidió a hablar.

—Mantened siempre encendido el altar de Deméter, mujer. Debo irme ya. El «igual» me espera en Esparta y no quiero que se impaciente.

Timandro quería mostrarse tan solícito y servicial con su nuevo amo como lo había sido con el anterior. Su condición de esclavo ilota no parecía pesar sobre su ánimo, y de hecho así era; esa actitud le había permitido llevar una vida relativamente feliz a lo largo de sus cincuenta y tantos años.

—Nunca has visto al nuevo «igual». ¿Cómo le reconocerás? —le preguntó la mujer, consciente de que su duda no tenía el más mínimo interés para nadie.

—Eso no me preocupa, ya me encontrará él a mí. En cualquier caso siempre puedo preguntar por él; el heraldo que pasó anoche por aquí dijo que su nombre es Calícrates.

—¿Preguntar por él? ¿Tú, un ilota?

—No seas tan temerosa, mujer, los dioses velarán por mí; deja ya de inquietarte por tonterías. Tengo que irme ya.

—Padre —le detuvo su hijo—, ¿a qué tanta prisa? Si tanto te necesita el «igual», ¿por qué no ha venido a buscarte en persona?

Sibotas, a quien ya le empezaba a asomar la barba en el rostro, había nacido esclavo como su padre, pero él sí sentía la esclavitud como un peso en su vida. La actitud de la madre, en cambio, se encontraba a medio camino entre la complacencia de su marido y la rebeldía de su hijo.

—Cuanto menos pise esa gente por aquí mejor para todos nosotros, hijo —dijo ella.

—Sibotas —añadió su padre—, tu madre tiene razón. Además, nos guste o no, estamos a su servicio, así que no tiene sentido que nos cuestionemos sus actos; simplemente hemos de hacer lo que se nos dice y nada más.

—Ya... Bajar la cabeza cuando nos miran, obedecer cuando nos hablan, postrarnos cuando nos humillan y morir cuando nos matan.

—Basta. No sé de dónde has sacado todo eso; desde luego, no de lo que te hemos enseñado tu madre y yo.

—Pero padre, es la verdad —protestó el hijo—. Para los espartanos los mesenios somos menos que personas; para ellos somos animales. Pero un animal no sabe darse cuenta de cuándo le humillan. Nosotros sí deberíamos saberlo.

—Si te sientes humillado ante un «igual» es porque te crees mejor de lo que en realidad eres. Yo sé perfectamente quién soy y lo que soy, y...

—...y por eso nunca te has sentido humillado, ya lo sé —le interrumpió.

—Sibotas, respeta a tu padre —le dijo su madre en un inconsciente automatismo carente de emoción—. Te está hablando.

—Lo siento, padre.

Timandro suspiró sonoramente y acarició el cabello de su hijo.

—Aún eres joven; con los años comprenderás que lo que uno es y siente es algo que depende de uno mismo, no de los demás.

La frase, pronunciada infinidad de veces por su padre, sonó hueca y vacía en los oídos de Sibotas. ¿Seguro que lo que él o su padre eran dependía de ellos mismos? ¿Es que su padre estaba ciego?

—Te aseguro que lo que yo sea, padre, dependerá de mí y de nadie más.

—Jovencito —intervino de nuevo su madre—, tu padre se va a la guerra. Quizá los dioses ya no le concedan regresar nunca con nosotros. ¿Vas a dejar que lo último que recuerde de ti sea esta estúpida discusión?

Sibotas bajó la cabeza y calló. Adoraba a su padre pero no podía entender su actitud sumisa, pasiva y resignada. Incluso le daba la impresión de que había algo de orgullo en ella, orgullo por ser un esclavo. A pesar de ello le amaba. Timandro se quedó mirándole sin decir nada hasta que Sibotas se precipitó hacia él buscando su abrazo y comprendiendo por fin que tal vez nunca volvería a verle.

—Padre, lo siento, perdóname. Déjame ir contigo, te ayudaré a llevar las armas del «igual», haré lo que me digas, haré...

Timandro rió mientras abrazaba a su hijo.

—¡Ja ja! ¿A qué viene ese temor? Quienes combaten son los «iguales», no los ilotas; a nosotros solo nos usan para cargar con sus armas y corazas cuando el ejército se mueve. Además, tendría gracia, Sibotas, que un sirviente tuviera a su vez a otro sirviente. No te preocupes por mí, muchacho, ocasiones tendrás de que el «igual» te llame a ti y no a mí para que le asistas en la guerra. Mi edad pronto me apartará de ese menester, y la tuya te lo permitirá.

—Esposo, Timandro —dijo su mujer—, el heraldo dijo anoche que es el rey Cleómenes quien moviliza a los espartanos. Y se dice que Cleómenes sí se suele servir de los ilotas para algo más que para transportar cargas.

—¿Insinúas que Cleómenes va a poner en mi mano una espada o una lanza para que combata por él? Es lo más absurdo que he oído en mi vida, mujer. ¿Has oído eso, Sibotas? —Timandro intentó ver el rostro de su hijo pero este seguía abrazado a él con la cabeza hundida en su pecho.

—No sé, esposo... Pero ten cuidado; prométeme que tendrás cuidado.

Padre e hijo permanecieron un instante más abrazados, como si trataran de fundir sus diferencias con la calidez del abrazo. Pero Sibotas sabía que en cuanto se separaran volverían a enfriarse, y por ello apretó más a su padre, negándose a soltarle. Timandro le apartó con suavidad pero con firmeza, como si todo aquello le resultara ajeno. O quizá precisamente porque nada de todo aquello le era ajeno.

—Lo tendré, mujer, lo tendré. Adiós, que los dioses os protejan durante mi ausencia.

—Que sean ellos los que guíen tus pasos, padre.

Argólide

El ejército lacedemonio, apostado en las inmediaciones de la polis de Argos, esperaba pacientemente en posición de descanso el regreso de la delegación que, con Cleómenes a la cabeza, había ido a parlamentar con el ejército argivo, situado a unos pocos estadios de distancia frente a ellos. El rey Cleómenes había llevado a territorio argivo una buena parte del potencial bélico de Esparta, deseoso de asestar el golpe definitivo a Argos, la eterna rival en la lucha por la supremacía en el Peloponeso.

—¿Tu ilota no es algo viejo para estar aquí, Calícrates? Casi sería mejor que le rebanaras el pescuezo y llevaras tú mismo la panoplia.

En las filas espartanas un grupo de veteranos bromeaba a costa de Calícrates, que acababa de ingresar en la categoría de «igual» y se sentía como un novato rodeado de gallos de pelea.

—Aún está en edad de cargar con ella. Además, es el cabeza de familia del terreno que me ha sido adjudicado, y por tanto está aquí porque le corresponde.

—¡Ja ja ja! ¿«Le corresponde»? A un ilota no le corresponde ni respirar, Calícrates. ¿No mataste ninguno en la cripteia? Algunos son rápidos como conejos, otros se esconden más hábilmente que las comadrejas... ¡Ah, qué tiempos aquellos! A veces añoro aquella vida. ¿Tú no, Calícrates?

No, Calícrates no la añoraba porque aún la tenía muy reciente en su memoria. Decidió no continuar la conversación con aquellos espartanos y calló, mientras ellos siguieron bromeando con su humor tosco y vulgar, a juicio de Calícrates. Dirigió su mirada al frente, donde se vislumbraban las lanzas de las primeras filas argivas, y aguzó la vista para intentar distinguir, delante de aquellas lanzas, a Cleómenes montado a caballo acompañado por cuatro comandantes, negociando con los argivos. «Cleómenes negociando» no dejaba de ser un eufemismo de «Cleómenes engañando», pensó Calícrates; eso lo sabían bien los espartanos (y muchos se sentían orgullosos de tener un rey con una mente tan hábil) y probablemente también lo sabían en Argos. Calícrates conocía la manera de hacer la guerra de Cleómenes desde hacía mucho tiempo, desde lo de Eleusis, desde aquel enfrentamiento con el rey Demarato. Allí Cleómenes fue autor de atrocidades y sacrilegios que conmocionaron a todos los helenos. Y no es que Calícrates estuviera moralmente en desacuerdo con lo que su rey había hecho; simplemente le pareció una acción innecesaria y, sobre todo, inútil. Calícrates pensaba que si por alguna razón se hacía algo que pudiera ofender a los dioses, debía al menos obtenerse un beneficio que poder ofrecerles como expiación de la ofensa y con el que apaciguar su ira; y Cleómenes se había ido de Eleusis con las manos vacías, sin haber conseguido nada.

La delegación espartana regresó al galope por fin. Cleómenes se dirigió hacia su tienda mientras los comandantes convocaban a los generales, sin duda para notificarles las nuevas órdenes derivadas de la negociación con los argivos. Las filas espartanas enmudecieron y así permanecieron hasta que se les comunicó lo que debía hacerse; Calícrates apretó la mano que sostenía la lanza. Empieza la acción, pensó.

—¿Una tregua? —exclamó Timandro cuando la noticia llegó hasta el lugar donde los ilotas estaban confinados en el campamento espartano—. Es sorprendente que hayan decidido eso, ¿no crees?

—Así es, una tregua de siete días-dijo el ilota que había traído la noticia—. Y la propuesta la ha hecho el propio Cleómenes, no los argivos. Ni siquiera han intervenido en ello los comandantes, que al parecer se quedaron tan sorprendidos cuando le oyeron hablar de tregua como tú ahora mismo. No sé, pero a mí me da la impresión de que cuando el rey ha visto lo numeroso que es el ejército enemigo... le ha entrado miedo —sus últimas palabras sonaron como un susurro casi inaudible.

—Ya puedes bajar bien la voz porque si un espartano te oyera decir eso te usaría para practicar puntería con su lanza. Los espartanos no le temen a nada, ya lo sabes. Yo creo que es la prudencia y no el temor lo que ha originado esa tregua.

—¿Cleómenes prudente? Si es así, es que se está haciendo viejo y está perdiendo facultades. Pero no lo creo.

—El rey debe de tener mi edad, amigo —replicó Timandro—, y con casi sesenta años a cuestas se empieza a ver todo de diferente manera. Cosas que hasta ahora eran importantes dejan de serlo, y otras que ni siquiera se tenían en cuenta cobran una gran relevancia.

—Estás siendo tan atrevido como lo fui yo antes, Timandro; nunca me atrevería a reflexionar sobre qué tengo en común con un espartano. Ni siquiera sobre la edad, y mucho menos la manera de pensar. No son personas como nosotros, son espartanos. Y ese al que te refieres no es un espartano cualquiera; es su rey.

—Es un hombre. Sujeto a pasiones humanas y sometido al poder de los dioses, exactamente como tú y como yo.

—No es un hombre, Timandro. Es Cleómenes...

—En ese caso, no busques miedo en la decisión del rey. Y si tampoco te parece bien lo de la prudencia, habrá que pensar en otra cosa. Busca si acaso... astucia.

La mayoría no tuvo tiempo de coger las armas y mucho menos de disponerse en formación de falange. Los centinelas fueron eliminados de manera rápida y fulminante, de modo que la voz de alarma se oyó cuando ya era demasiado tarde; los espartanos, prácticamente invencibles en los combates en igualdad de condiciones, se ensañaron con los desprevenidos argivos a los que masacraron sin piedad. Pero no hubo satisfacción en sus rostros, no fue placer lo que encontraron en el ensañamiento; simplemente hicieron lo que sabían hacer, para lo que les habían preparado durante toda su vida, aquello para lo que vivían y por lo que no les importaba morir. Además, la consigna había sido «no hacer prisioneros».

En el amparo de la oscuridad nocturna el ejército espartano había recorrido la escasa distancia que les separaba del campamento argivo y habían caído sobre ellos inesperadamente. Habían transcurrido tres días desde el inicio de la tregua, y al comienzo de aquella tercera noche Cleómenes había ordenado a la mitad de su ejército que tomara las lanzas y se dispusiera para el ataque. Ni siquiera creyó necesario movilizar todas sus fuerzas, tal era la confianza que tenía en sus hombres. Calícrates, probablemente el más novato de todos ellos, recibió la orden de formar en su destacamento y de avanzar en silencio, tan en silencio como fuera posible. Él nunca había creído que Cleómenes respetara la tregua ni aún habiéndola propuesto él mismo, o quizá especialmente por eso, e imaginó qué tipo de explicaciones podría dar el propio rey en su defensa en el hipotético caso de que alguien, tal vez los éforos, se atreviera a pedírselas. «En la tregua solo quedaron comprometidos los días, no las noches» era el argumento que más peso ofrecía, aunque «engañar al enemigo es grato a los dioses» tampoco estaba mal. Pero conociendo a Cleómenes, no eran necesarios argumentos para que hiciera lo que le viniera en gana. Estas divagaciones ocupaban la mente de Calícrates mientras sus brazos y piernas iban ejecutando las órdenes que su oficial había dictado: avanzar en silencio, aniquilar a los argivos, no dejar a nadie con vida...

Pero muchos lograron escapar. Pese al mudo avance y a la discreta aunque implacable matanza que llevaron a cabo los espartanos, no pudieron acallar los gritos de los argivos que iban muriendo, que alertaron a los que aún dormían. Una gran parte de ellos, viendo con estupor el inexorable avance lacedemonio, fue presa del pánico y huyó aprovechando la oscuridad de la noche; se refugiaron en un lugar situado a la retaguardia de su posición, en Sepea, en un bosque consagrado al héroe local Argos.

* * *

—¿Cómo han podido ser tan ingenuos? ¿Realmente creían que iba a respetar esa tregua? Esto es una guerra, no un maldito combate de pancracio; aquí vale todo, no hay reglas.

Cleómenes se sentía pletórico mientras paseaba por el campamento espartano. Caminaba con una enorme sonrisa en la boca y mientras andaba iba echando un vistazo a sus hombres, que le saludaban con efusivos gestos de admiración.

—En el pancracio tampoco las hay, rey Cleómenes —le apuntó el comandante que le acompañaba.

—Bien, cuando quieras lucharemos tú y yo y verás qué rápido te rebano las orejas con una espada.

El comandante se alegró de que Cleómenes estuviera de buen humor, porque acababa de cometer un grave desliz con ese estúpido comentario y al parecer únicamente habían peligrado sus orejas.

—¿Cuántos calculamos que se han refugiado en aquel bosque, comandante?

—Es difícil saberlo, Cleómenes. Quizá la mitad de su ejército, quizá dos tercios. Es posible que algunos hayan podido huir a Argos antes de que nosotros cercáramos el bosque. En cualquier caso, no creo que haya menos de tres o cuatro mil hombres allí dentro.

La caminata del rey le había ido conduciendo por azar hasta la zona del campamento en la que permanecían los ilotas. Cleómenes dejó de sonreír y volvió a mostrar su adusto y hosco rostro de siempre.

—Cuatro mil hombres desarmados ocultos en un bosque... ¿Se te ocurre cómo podríamos hacer que salieran?

Con la mirada distraída, Cleómenes observó a un grupo de ilotas que estaban limpiando afanosamente unos escudos y espadas. La sangre y los trozos de carne y tejidos humanos estaban sujetos a ellas y los ilotas se esforzaban por desprenderlos. Era una tarea más fácil de realizar cuanto menos tiempo hubieran pasado adheridos al metal.

—Ofreciéndoles garantías para que se rindan.

—No quiero que se rindan. Quiero matarles.

El comandante miró al rey.

—Obtendríamos un buen rescate por ellos. A dos minas por cabeza, sacaríamos fácilmente...

—Quiero matarles, comandante.

El soldado espartano titubeó.

—Pero, rey Cleómenes, ellos nunca se atreverán a salir si no se les promete que conservarán sus vidas. Y tampoco podemos entrar a por ellos; dejando a un lado que nuestra falange sería inoperante en esa espesura de árboles, sucede que ese bosque es un lugar sagrado: quien se refugia en él es intocable. No conviene precipitarse, Cleómenes, son hombres derrotados, sin armas y sin...

—Te lo repito por última vez: quiero matarles. Quiero acabar con todos los argivos que queden en la Hélade, quiero que Argos se convierta en una polis de viudas, viejos y huérfanos. Quiero que no quede en pie ni un argivo capaz de sostener un escudo. Y si para ello hay que prometer a ese montón de cobardes que se esconden en ese bosque que respetaremos sus vidas, ve allí y prométeselo.

El tono agrio y gélido en que Cleómenes dijo aquello fue percibido por los ilotas, y él se dio cuenta. Les miró, pero ninguno de ellos hizo gesto alguno que evidenciara haber oído al rey; solo un ilota, que debía de tener una edad cercana a la suya, se atrevió a levantar las cejas y dirigir sus ojos hacia él.

—Observa toda esta escoria ilota, comandante —dijo Cleómenes, mientras su mirada se cruzaba con la de aquel ilota—, les permito vivir porque me sirven, porque le sirven a Esparta. Dime: ¿de qué le sirve a mi patria un argivo?

* * *

El sol estaba en lo más alto del cielo. El heraldo dio unos pasos al frente y se situó a escasa distancia de los primeros árboles. Todo el perímetro del bosque estaba custodiado por soldados espartanos, y el único punto sin vigilar era la zona en la que ahora se había situado el heraldo. Y comenzó a hablar.

—¡Argivos! ¡Escuchadme, argivos! ¡Os hablo en nombre de Cleómenes, rey de Esparta! Desde la polis de Argos ha sido ya pagado vuestro rescate, de modo que podéis abandonar ese bosque sin temor. El rey Cleómenes respetará vuestras vidas siempre y cuando no regreséis a Argos hasta que el ejército espartano haya abandonado la región. Si juráis que así haréis, él a su vez os jura que no os pondrá la mano encima. Si por el contrario preferís permanecer en la espesura del bosque, los espartanos nos quedaremos aquí para veros morir de hambre y de sed. Si fuera esta vuestra decisión, sabed que no podríais resistir mucho tiempo: sois varios miles, el bosque es pequeño y las noches son cada vez más frías. ¿Qué decís?

A Calícrates no le pareció una propuesta atractiva. Si él estuviera en el pellejo de cualquiera de los argivos bloqueados en el bosque, no dudaría en permanecer en él todo el tiempo que hiciera falta. En su opinión, se podía sobrevivir mucho tiempo en un bosque, incluso aunque fuera solo comiendo hierbas. La falta de agua era un problema más delicado, ciertamente. Sin embargo, por malas que fueran las condiciones en el interior del bosque, fuera de él les aguardaba Cleómenes, es decir, la muerte segura. Era impensable que ningún argivo fuera tan ingenuo como para creerse el discurso del heraldo y la promesa de Cleómenes, un hombre que no había respetado su propia tregua y les había atacado cobardemente durante la noche. Sin duda alguna, Calícrates optaría por intentar sobrevivir en el bosque y estaba convencido de que los argivos harían lo mismo.

A media tarde empezaron a asomar algunas cabezas por entre los árboles. Tras una intensa deliberación, los argivos habían decidido que cada uno hiciera lo que le pareciera mejor: quienes confiaran en la palabra de los espartanos podían abandonar el bosque, y quienes no, podían quedarse hasta que Zeus dispusiera para ellos otra posibilidad de salvación.

Temerosos, mirando a todas partes y caminando muy lentamente, un puñado de argivos comenzó a abandonar el bosque. Serían unos cincuenta. El comandante espartano, advirtiendo lo que pasaba, se dirigió a ellos.

—¿Qué está sucediendo? ¿Por qué salís solo vosotros?

Uno de los argivos contestó.

—Porque solo nosotros confiamos en la palabra de tu rey. Los demás han decidido quedarse en el sagrado bosque de Argos y no saldrán hasta que...

No pudo acabar la frase. El comandante le clavó su espada en el estómago y al instante los argivos se vieron rodeados por lanzas espartanas que les ensartaron con rapidez, pericia y eficiencia. Calícrates suspiró mientras clavaba su arma en uno de los argivos; aquellos infelices habían demostrado ser unos completos ingenuos, y el mundo no estaba hecho para los ingenuos.

* * *

—Lo que pretendes, Cleómenes, lo que pretendes-dijo el comandante con un hilo de voz— va contra toda razón y todo sentido de la prudencia y del respeto hacia los dioses. Acataré tus órdenes porque eres mi rey, pero has de saber que desatarás la ira divina y su venganza caerá sobre el pueblo espartano, sobre tu familia y también sobre ti.

Eran palabras muy duras y lo sabía, pero la situación en la que se encontraba el comandante era tal que no le importaba ya morir a manos de su rey si la alternativa era hacerlo a manos de los dioses.

—Bah, no seas tan melindroso y echa un trago conmigo —Cleómenes estaba de excelente humor y eso quizá había contribuido a que el comandante se atreviera a hablarle en aquellos términos. Ante la reticencia del espartano, el rey añadió: —Desastres peores se auguraban cuando pasó lo de Eleusis; han transcurrido ya doce años y dime: ¿ha sucedido algo de todo aquello?

—No conseguiste lo que te proponías. Eso sí sucedió.

—Pero por circunstancias de la guerra; los dioses no tuvieron nada que ver.

—Cleómenes, piénsalo bien. Se trata de un bosque sagrado, tanto él como quien se acoge dentro son inviolables.

—Basta. Empiezo a pensar que temes mucho más a los dioses que a mí

—Cleómenes rió su ocurrencia—. Está bien, haremos una cosa: cuando esto acabe haremos un sacrificio a Hera para aplacar su ira. Cerca de Argos hay un Heraion. ¿Te parece bien? —añadió jocosamente.

El comandante no respondió.

—Además, tus miedos son infundados —el rey estaba disfrutando de aquella conversación—. Dices que la ira divina, la venganza y todas esas cosas terribles recaerán sobre quien viole aquel suelo sagrado lleno de árboles y de argivos, que la desgracia caerá sobre sus familias o incluso sobre su raza. Pero ¿quién te ha dicho que serán los espartanos quienes cometerán tamaño sacrilegio?

* * *

Timandro se pasó toda la mañana recogiendo ramas, arbustos y leños secos, y amontonándolos en el lugar en que se le había indicado, en un punto concreto del perímetro del bosque sagrado. Bajo la vigilante mirada de los soldados espartanos, los ilotas fueron acumulando vegetación muerta en torno al bosque, formando un gigantesco círculo de un par de pies de altura. Desde la espesura de los árboles los argivos imaginaban cuál iba a ser su fin mientras contemplaban con horror el cerco de muerte que se estaba tendiendo en torno a su refugio.

Timandro recordó lo que antes de partir de sus tierras le había dicho su mujer acerca del rey Cleómenes y el uso que solía hacer de los ilotas. Como los argivos, Timandro también sabía para qué estaban haciendo aquello y por eso le temblaban las manos cada vez que colocaba alguna rama en el montón. Definitivamente, aquel ilota con el que habló tiempo atrás había tenido razón y el rey no había perdido sus facultades ni en lo más mínimo. Timandro pidió perdón a los dioses, a los que siempre había venerado y respetado, por el acto que estaba realizando, aunque él sabía que los inmortales no entendían de culpas inducidas y cargarían contra quien hubiera cometido el sacrilegio sin mirar más allá. Precisamente por eso, les pidió perdón.

Al final de la mañana la pequeña muralla de leña estaba terminada. Junto a ella, y separados unos de otros por unos veinte pasos, Cleómenes había ordenado que se colocaran ilotas, y al lado de cada uno un espartano con una tea encendida. Timandro fue uno de los elegidos. Calícrates estaba junto a él.

—¡Entregad las teas a los ilotas!

Las palabras del comandante resonaron también en las gargantas de los heraldos, que las transmitieron por todo el exterior del bosque. Timandro miró a Calícrates a los ojos tratando de encontrar alguna esperanza en ellos, confiando en que el «igual» se negara a cumplir aquella orden, esperando que también él se diera cuenta de la atrocidad que le estaban obligando a cometer. No solo tenía que prender fuego a un bosque sagrado, a la morada de algún dios o algún héroe, sino que iba a matar a unos hombres que se habían refugiado en él, y eso significaba que iba a quebrantar la norma más venerable y sagrada para los helenos.

Pero Calícrates le entregó la tea sin titubear.

—¡Prended la leña!

Y los ilotas acercaron las antorchas a los arbustos secos, y estos empezaron a humear primero y a arder después, y en un momento se formó un aro de fuego y humo que envolvió el bosque sagrado de Argos. Un aro que no se completó, porque una pequeña porción del mismo permanecía aún sin prender.

—¿A qué esperas, ilota?

Calícrates no mostró enfado en la pregunta sino sorpresa, como si pensara que el ilota no había entendido lo que debía hacer.

—Vamos, acerca la tea a la leña.

—Señor, Calícrates, te ruego que no me obligues. Toda mi vida he rendido culto a los dioses, he mantenido el altar de mi humilde casa siempre encendido, les he hecho sacrificios, les he honrado como buen heleno. Si prendo fuego a esas ramas se lo prenderé también a todo eso y mi vida no habrá tenido ningún sentido. Te lo suplico.

—¿De qué me estás hablando? Pon ahora mismo la tea sobre ese montón de matojos. ¿No ves que todos nos están mirando? Tendré que matarte si no lo haces.

—¿Qué sucede, espartano? —inquirió el comandante, que se había percatado de lo que estaba ocurriendo y había acudido rápidamente—. ¿Qué le pasa a ese ilota?

—No lo sé, comandante. —Calícrates hizo trabajar su mente a gran velocidad, tratando de encontrar las palabras correctas para aquella situación—. Quizá sea sordo.

Timandro, con la antorcha en la mano, miró a Calícrates. Por alguna razón que se le escapaba, el «igual» no había querido revelar al comandante el motivo por el que no había prendido el fuego. ¿Acaso no le había creído, o no le había parecido una razón suficiente, o pensaría que era mejor que el comandante no conociera el motivo real? Le pareció por un momento que Calícrates se hallaba en toda aquella situación tan atrapado como él mismo, y sintió por él una profunda lástima. Un ilota sintiendo lástima por un «igual»; si su hijo Sibotas llegara a saberlo algún día. Finalmente, Timandro se rindió.

Cerró los ojos y acercó la antorcha a los matojos secos, y al instante notó frente a sí el calor de la llamarada y el olor de la maleza quemada. Permaneció junto a las llamas con los ojos cerrados, sintiendo que las lenguas de fuego se acercaban peligrosamente a él, consciente de que aquellas llamas le buscaban. «Tomadme, Erinias vengadoras. Si ha de ser así, que así sea». Y avanzó hacia el fuego sin despegar los párpados.

—¿Pero te has vuelto loco? —Calícrates le agarró del brazo y tiró de él hacia atrás con tal violencia que le arrojó al suelo—. ¿Es que quieres morir abrasado?

—No más que aquellos infelices del bosque, Calícrates.

—Deberías haber dejado que se tirara al fuego, espartano —intervino el comandante, y miró despectivamente a Timandro—, hubiera servido como sacrificio a los dioses.

Y Timandro se quedó tirado en el suelo con la mirada perdida en las llamas, que inexorablemente iban estrechándose cada vez más en torno al bosque.

* * *

—Reacciona, hombre. Creo que estás exagerando un poco. No se ha podido hacer nada: ha sido el rey, tu rey, al que hace unos días defendías, quien ha ordenado cometer el sacrilegio.

—Hemos de hacer algo. Los mesenios estamos manchados por la culpa. Hemos de limpiarnos, hemos de purificarnos...

—Basta, Timandro. Si los dioses no hubieran estado de acuerdo con que los argivos murieran en aquel bosque habrían intervenido para impedirlo, ¿no? —Al otro ilota empezaba a incomodarle la actitud de Timandro.

—Si piensas eso es que no conoces a los dioses, amigo.

Los dos ilotas mantenían esa conversación en las proximidades del Heraion, el templo consagrado a Hera situado en una colina junto al monte Eubea, a unos cuarenta estadios de la polis de Argos. Cleómenes había desplazado una parte de su ejército hasta allí y había enviado de regreso a Esparta al grueso de sus tropas, en la confianza de que en Argos no quedarían ya hombres que le pudieran oponer resistencia.

El rey acababa de bajar de su caballo y estaba de pie frente a uno de los sacerdotes del templo, que había salido a su encuentro rápidamente.

—¿Quién eres?

—Soy Cleómenes, rey de Esparta. Vengo a hacer un sacrificio en honor de la diosa Hera, a quien...

—¡No se te permite, espartano!

—¿Cómo dices? —El rey no pudo evitar mostrar ingenuamente su sorpresa.

—¡Este es el templo sagrado de Hera Argiva, construido por los antepasados de los argivos hace ya muchos años para rendir culto a la diosa benefactora y protectora de los argivos, y por tanto solo un argivo puede poner el pie dentro de él! ¡No eres bien recibido, espartano!

Cleómenes no salía de su asombro, provocado no por lo que aquel hombre le estaba diciendo sino por el hecho de que se atreviera a hablarle en aquel tono. Tras una pausa, lanzó una sonora carcajada al rostro del sacerdote.

—Escúchame: la diosa Hera no me es desconocida, también es venerada en mi patria. Ahora quiero ofrecerle un sacrificio, y sucede que estoy más cerca de este templo que de Esparta, de modo que será aquí donde honre a la diosa. ¿Vas a negármelo?

El comandante, desde la formación falangita, estaba oyendo todo aquel intercambio y no acertaba a saber si Cleómenes realmente intentaba razonar con aquel sacerdote o si solo estaba jugando.

—¡Sí, te lo niego! ¡Por muy rey que seas, por mucho interés que tengas en honrar a la esposa de Zeus, por muy lejos que estés de tu casa! ¡Te lo niego!

Cleómenes sonrió condescendientemente.

—Tienes valor, sacerdote, lo reconozco. Es una lástima que no seas espartano, merecerías estar en mi ejército. Pero ¿sabes lo que sí es realmente una auténtica lástima?

El sacerdote frunció el ceño.

—¿Qué?

—Que seas argivo —y Cleómenes le dio la espalda y regresó con sus hombres. Se acercó a su comandante y le dijo:

—Manda azotar a ese imbécil hasta que le salgan las tripas por la boca. —El comandante le miró algo sorprendido—. Que lo haga un ilota; no queremos tropezar dos veces en la misma piedra, ¿verdad? Y consígueme algún animal para hacer el sacrificio.

* * *

Era la primera vez en su vida que Timandro tenía una vara en las manos para azotar a alguien. En sus tierras solía utilizar una muy larga para azuzar al buey mientras araba, pero ahora la situación era muy distinta. Delante de él se hallaba el sacerdote de Hera, completamente desnudo y con las muñecas atadas por encima de su cabeza a la rama de un árbol, a tanta altura que sus pies apenas rozaban el suelo con los dedos.

El comandante tenía buena memoria; para torturar al sacerdote no había escogido a un ilota al azar sino que había pensado en aquel estúpido que quiso lanzarse al fuego en Sepea; había recordado la cara de Timandro y le hizo gracia que fuera él quien sometiera a aquel infeliz al suplicio de la fustigación. Con dudoso sentido del humor, dispuso que el castigo no terminara hasta que la muerte no viniera a llevarse a uno de los dos, al azotado o al azotador.

Timandro trató de pensar fríamente. La falta mayor ya había sido cometida, así que fustigar a un sacerdote de Hera no dejaba de ser una nimiedad en comparación. Suspiró y supo que sus días de felicidad, si es que alguna vez había sido feliz en su vida de esclavo, habían terminado. Miró al desdichado que tenía maniatado frente a él y este le devolvió la mirada, una mirada arrogante, altiva, la mirada de quien creía estar por encima de los actos de los hombres y se sentía más cerca de lo divino que de lo humano. «Así el camino te será más corto y llevadero», pensó Timandro, consciente de que si alguna vez él mismo se había sentido también próximo a los dioses, ahora estaba tan alejado que sería inútil buscarles.

No esperó a que le dieran la orden: comenzó a azotar al sacerdote ante la sorpresa y regocijo de los espartanos. Con fuerza, con violencia, con cadencia. Golpes sobre el estómago, sobre el rostro, sobre los genitales. Y gritos; gritos estremecedores, desgarradores, casi inhumanos. Gritos proferidos por la garganta de Timandro, que sentía que los últimos atisbos de su humanidad se desvanecían con cada impacto de la vara en el cuerpo de aquel hombre.

El sacerdote no tardó en morir, tal fue la virulencia del castigo al que le sometió Timandro. Soltó la vara ensangrentada y se acercó al cuerpo, lo abrazó y le besó el rostro. Trató de desatar sus muñecas para llevárselo de allí pero Calícrates se acercó rápidamente y se lo impidió.

—No; que se quede ahí colgado. Órdenes de Cleómenes.

Timandro no apartó la vista del sacerdote, y el «igual» percibió en sus ojos tal angustia, desesperación y desamparo como nunca había visto en ninguna persona. Sintió lástima por él, sentimiento del que se avergonzó al momento pues un «igual» no debía rebajarse de tal manera. Tomó a Timandro por los hombros y le apartó de allí suavemente.

—Debes olvidar a ese hombre, ilota. Debes olvidar todo lo que ha sucedido aquí. Pronto volveremos a casa y te necesito cuerdo para que cuides de mi terreno.

—Sí... mi casa... mi familia... Pronto volveré con ellos y todo será como antes.

—Sí, Timandro; como antes. No te quepa duda.