Capítulo 3
Verano de 506 a.C.
Mes de Esciroforion durante el arcontado en Atenas de Alcmeón
Eleusis
«Las cosas son tan simples o tan complicadas como nosotros mismos las hagamos. El ejército espartano movilizado, la liga peloponesia en armas, y todo porque a ese loco de Cleómenes se le antoja. Si su deseo es que Atenas tenga un tirano pues vayamos, tomemos la polis y sentemos a quien sea en lo alto del Licabeto. Si el escogido ha de ser ese Iságoras, adelante, y si ha de ser otro pues adelante también. ¿Qué importa? Cualquiera sirve como títere. Pero en cambio aquí estamos, a más de ochenta estadios de distancia de la Acrópolis, persiguiendo las gallinas de esos campesinos y saqueando la casa de los dioses.
»Cleómenes. Nunca me ha caído bien ese individuo. Hasta ahora siempre le he seguido la corriente pero lo que está sucediendo hoy aquí es inadmisible y no lo voy a tolerar. Ambos somos reyes de Esparta pero él actúa como si fuera el único regente; en realidad actúa como si fuera el único hombre de la Hélade, porque hace lo que le viene en gana, no respeta a mortales ni inmortales, y acuerda pactos y planea traiciones según le sopla el viento en la cara. Está loco. Hace bien poco dio apoyo a ese Clístenes para expulsar al tirano de Atenas y dejarle así vía libre para que hiciera no sé qué cambios en el gobierno ateniense, de modo que el propio pueblo se rigiera a sí mismo —habrase visto tamaña estupidez—; y ahora respalda a su rival Iságoras para volver a instaurar una tiranía. No me cabe duda, está loco».
El rey Demarato acariciaba la testuz de su caballo mientras sus hoplitas esperaban pacientemente que saliera de su ensimismamiento y les diera alguna orden. Entretanto, el silencio matinal era roto por los gritos, llantos y lamentos que provenían de detrás de los muros que rodeaban el Telesterion, el Templo de las Dos Diosas. Cleómenes había desplazado al Ática cuatro batallones del ejército espartano, cerca de dos mil hombres, además de haber arrastrado consigo a varios centenares de soldados de diversas polis de la Liga del Peloponeso; y todos se preguntaban qué hacía tal potencial bélico profanando la sagrada Eleusis en lugar de buscar un ejército contra el que combatir. Los cuatro comandantes que dirigían los batallones, de pie junto a la cabalgadura de Demarato, se miraban de cuando en cuando sin saber qué decir. Tras ellos, el resto del ejército seguía manteniendo la verticalidad de las dos mil lanzas.
Cleómenes surgió de detrás del muro al galope, espada en mano y con la coraza manchada de sangre.
—¡No sabes disfrutar de los placeres de la guerra, Demarato! —le gritó, mientras se acercaba—. Si oyeras la aguda voz de las sacerdotisas de Deméter cuando las atraviesas con el hierro, entrarías en el Telesterion y ensartarías unas cuantas.
«¿Los placeres de la guerra? ¿Qué guerra?».
—Las oigo, Cleómenes, todo el ejército las oye. Estás cometiendo un sacrilegio, esto va más allá de toda medida. Ahora entiendo por qué sugeriste que no nos acompañaran los éforos de Esparta.
—Los éforos son unos viejos anticuados e insoportables. Siempre metiendo las narices donde no se les llama y pidiendo cuentas de todo. Tú sabes que no exagero, Demarato, y por eso estuviste de acuerdo en que no vinieran.
—Nunca imaginé esto. ¿Dónde está el ejército contra el que vinimos a luchar? ¿Dónde están los rivales atenienses que habías prometido a tus hombres?
—No te preocupes, en cuanto les llegue noticia de lo que ha pasado en su venerada Eleusis, acudirán raudos. Y entonces volveremos a pasárnoslo bien.
«Es un demente, un ser perverso que no merece perdón humano ni divino».
—¿Por qué esto, agíada? ¿Qué gana Esparta en esta lucha? ¿Por qué ayudar a ese Iságoras a que tome el poder en Atenas? No hace mucho ayudaste a su rival político Clístenes. ¿Es que no tienes criterio, ni honor, ni vergüenza?
—Mide tus palabras, regio colega. No hay más razón que la de que el estúpido de Iságoras es más fácil de manejar que el alcmeónida. A Esparta no le interesa que Atenas tenga como líder a alguien demasiado popular entre los suyos, porque la popularidad crea engreimiento y eso haría a Clístenes difícil de manipular. Iságoras, en cambio, cumple mejor con el papel de marioneta porque nadie le soporta.
—Bien, pues hagamos lo que sea pronto. No podemos tener a dos mil espartanos cruzados de brazos cuando quizá hicieran falta en otro frente, ni a toda la liga peloponesia mirando cómo tú ofendes a los dioses. Desde un punto de vista puramente práctico, ya que parece que no sabes verlo desde ninguna otra perspectiva, eso no es bueno.
—Como desees; yo, por mi parte, ya me he divertido bastante por hoy. Si quieres llamar a los soldados que aún restan en las inmediaciones del Telesterion, da la orden. Haz lo que quieras, que yo también lo haré. —Cleómenes volvió la grupa de su caballo y se alejó. Demarato sintió que las miradas de los comandantes se clavaban en él.
«Por Ares Enialio que así será, Cleómenes».
El ejército pasó la noche al fresco acampado en los alrededores de Eleusis. Instalado en una sencilla y austera tienda, Demarato recibió, cuando ya todos menos él estaban durmiendo, la visita de una delegación del contingente corintio que la liga peloponesia había desplazado hasta Eleusis a raíz del requerimiento de Cleómenes.
—Rey Demarato —comenzó a hablar el portavoz corintio, sin más preámbulo—, mis ojos y los ojos de mis hombres jamás habían contemplado espectáculo tan sangriento y atroz, por más que inútil, como el que ha llevado a cabo hoy el rey Cleómenes.
—Ve al grano —le atajó el espartano, que no estaba de humor—. ¿Qué habéis venido a decirme que no pueda esperar a mañana?
—Acudimos al llamado de Cleómenes por ser él el caudillo de la liga peloponesia, cargo que comparte contigo, por supuesto; no podíamos negarnos y en principio tampoco lo deseábamos. Pero nuestra polis siempre ha sido respetuosa con los dioses. Y aunque la rivalidad que tenemos con Atenas es fuerte...
—Al grano, corintio.
—Nos retiramos, Demarato. Volvemos a Corinto. No nos interesa que en Atenas impere un tirano, porque es un mal que a ninguna polis le deseamos, y sabemos de qué hablamos ya que lo hemos padecido durante mucho tiempo. Y tampoco queremos que el miasma que Cleómenes ha lanzado sobre sí mismo, profanando el culto de las divinas Core y Deméter, nos salpique a nosotros.
—No me tomes por tonto. A vosotros os importa bien poco que la tiranía sea un mal o un bien, lo que no os gusta es que quien gobierne en Atenas sea en realidad un pelele de Esparta. Atenas al septentrión de Corinto y nosotros por el sur, sería una situación poco atractiva para vosotros, ¿eh?
—Piensa lo que quieras, espartano.
—No soy un «espartano», soy el rey. Habla con respeto, rata corintia, o haré que te despeñen por un precipicio y luego arrasaré tu piadosa ciudad, cuna de hetairas y rameras.
—Te ruego me perdones, noble rey, los hechos de hoy todavía me nublan la mente y entorpecen mis palabras. Pero lo cierto es que mañana los corintios regresaremos a casa.
—Haced lo que queráis, pero no esperes que sea yo quien se lo diga a Cleómenes. Él os llamó a esta correría, a él es a quien le debéis cuentas.
—No hablaremos con Cleómenes, Demarato. Nos basta con haberlo hecho contigo, que encarnas al igual que él la más alta instancia de la Liga Peloponesia.
—Fuera de mi vista entonces. Os aseguro que Esparta no olvidará vuestra defección.
La delegación corintia abandonó la tienda acompañada por la mirada colérica de Demarato, quien al instante de encontrarse de nuevo a solas adornó su ceño fruncido con una sonrisa.
«Gracias, corintios. Me lo habéis servido en bandeja».
La mañana amaneció amenazando tormenta, y Cleómenes se encargó de que se oyera el primer trueno.
—¡Cómo que se han ido! ¡Nadie puede moverse de aquí sin mi permiso, eso es deserción! ¡Es traición! —Los gritos llegaron hasta la última fila del ejército espartano, que se hallaba formado al completo tras los dos reyes.
—Sin tu permiso, Cleómenes, o sin el mío —dijo tranquilamente Demarato.
De nuevo tronó el cielo sobre sus cabezas.
—¿Les dejaste marchar? ¿Pero te has vuelto loco?
—Asumieron su responsabilidad cuando me lo comunicaron, y se marcharon.
—¡Su responsabilidad! ¡Yo soy el único responsable de todo esto, es a mí a quien corresponde decidir quién se queda y quién se va! Les daré un castigo ejemplar, les desollaré vivos, les...
—Esa es una acción propia de bárbaros, que en cualquier caso concierne decidir a la Liga Peloponesia, no a tu persona. —Demarato templó la voz, mientras un rayo rasgaba el cielo. Cleómenes le miró fijamente; el euripóntida Demarato no estaba defendiendo a los corintios, no justificaba su deslealtad, en realidad le traía sin cuidado que fueran desollados o empalados en lanzas. No; aquel impertinente bastardo, diez años más joven que Cleómenes, le estaba desafiando. A él, a Cleómenes en persona. Comenzaron a caer gotas de lluvia sobre su rostro.
—Eso en primer lugar. Y en segundo —continuó Demarato impertérrito—, la responsabilidad de esta locura también es mía. Yo comando este ejército, al igual que tú; yo te respaldé cuando pediste que no vinieran con nosotros los éforos, yo intercedí en la Liga Peloponesia para que nos suministraran tropas. Y me has engañado, porque lo que iba a ser una operación contra Atenas se ha convertido en un acto sacrílego que, de perjudicar a alguien, es a nosotros mismos. Mientras estamos aquí los atenienses han tenido tiempo de organizarse y reunir un ejército mayor del que tenían hace dos días. Lo que has hecho es una imprudencia en todos los sentidos, Cleómenes.
La voz de Demarato se oía a través del aguacero que había empezado a caer sobre Eleusis. A Cleómenes se le salían los ojos de las órbitas, pero no hubo ya ningún trueno más. Demarato le sostuvo la mirada y lanzó la estocada final.
—No te seguiré más, Cleómenes. Has engañado a los corintios, a la Liga, a mí y, lo más grave, a Esparta. No seré cómplice de tu locura. Como dijiste ayer, «haz lo que quieras, que yo también lo haré».
Azuzó su caballo mientras hacía un gesto a los comandantes, y dejó a Cleómenes tan petrificado como si le hubiera mirado la propia Gorgona. Este no supo cómo reaccionar porque nunca habría imaginado que Demarato se atreviera a hacer lo que estaba haciendo. Con el rostro desencajado, vio cómo dos de los comandantes se giraban y transmitían la orden de Demarato a los generales, y estos a los oficiales; y dos de los batallones del espléndido e invencible ejército espartano iniciaron, en perfecta formación, un viraje hacia la izquierda para tomar el camino hacia Megara, el camino hacia Esparta.
Cleómenes, sin poder articular palabra, juró para sus adentros venganza contra Demarato. Juró que su bastardo colega, que le había puesto en ridículo delante de sus hombres, pagaría por ello. Pero no con la vida, eso sería demasiado rápido. Ya encontraría la manera de hacerle sufrir.
El aguacero se convirtió en tormenta.
A lo largo del día el resto de contingentes de la Liga Peloponesia fueron retirándose. Después de lo sucedido por la mañana, nadie tenía ya fe en Cleómenes ni en su capacidad de liderazgo. El rey, queriendo evitar que sus espartanos contemplaran el desfile de abandonos y deserciones, les mantuvo entretenidos ordenando correrías y saqueos por los alrededores.
Uno de los destacamentos recibió la orden del general de dirigirse a Eleutheras, hacia donde sopla el Bóreas, en misión de observación; debían comprobar que los beocios, aliados de Esparta en aquella incursión en el Ática, habían cumplido su palabra iniciando un ataque por las poblaciones cercanas a la frontera con Beocia. Los veinticinco hombres de la unidad, ávidos de un poco acción, iniciaron una rápida y silenciosa marcha para recorrer los aproximadamente cincuenta estadios que les separaban de su destino. El oficial marcaba el ritmo de la marcha y el ouragós, situado justo detrás del grupo, cumplía su cometido cerciorándose de que nadie se rezagara o ralentizara a los demás. El ouragós no quitaba ojo especialmente a la última fila, en la que tres irenes recién incorporados al ejército espartano se esforzaban por no desmerecer a sus compañeros. Los jóvenes, a pesar de haber sido adiestrados duramente en la disciplina espartana, tenían algún problema en cargar con el pesado escudo en la espalda y la lanza en el brazo derecho. Los ilotas que solían encargarse del transporte del armamento en los largos trayectos no les acompañaban en esa ocasión. Sin embargo, ninguno de ellos emitía ningún quejido, ninguno reflejaba cansancio en el rostro, ninguno caminaba más despacio a pesar del esfuerzo. Las plantas de sus pies desnudos eran posiblemente tan duras como sus mentes y apenas se resentían por las largas marchas. Sus ojos albergaban miradas vacías, en apariencia carentes de emoción. Así habían de ser y así eran los espartanos. Así era el ejército más poderoso de la Hélade.
Oenoe
El ouragós Alcímenes no entendía qué había podido pasar: llegando ya a las inmediaciones del demos de Oenoe, había ido un momento a la cabeza de la columna para hablar con el oficial acerca del plan a seguir, y a su regreso a retaguardia se había encontrado con que faltaba un soldado en la última fila. De manera increíble sus dos compañeros de fila no se habían percatado de la ausencia, concentrados como iban en no perder de vista al espartano que tenían delante.
—¿Cómo puede ser? ¿Es que estáis ciegos, no habéis visto qué le ha sucedido?
—No, Alcímenes. Íbamos pendientes de los pies de los de la fila de delante, como siempre— dijo Calícrates, uno de los irenes.
—¿De los pies? Por los Dióscuros, estúpidos imberbes. ¿De eso os han servido tantos años de entrenamiento?
—Además —dijo el otro irén—, el casco tampoco ayuda a ver lo que pasa a los costados.
—Quizá se lo han llevado los dioses— bromeó Calícrates.
—¿Quieres que te mande a ti también con los dioses a ver si le encuentras? —rugió Alcímenes. Sabía que no podían perder tiempo en buscarle, la misión del destacamento era de observación y debían pasar inadvertidos para no crear suspicacias entre los beocios. Y sabía que, como responsable de la retaguardia, sobre él caería el castigo por la pérdida de ese hombre. Así que asumió el riesgo: decidió no informar al oficial, quien con un poco de suerte no advertiría lo sucedido. Además, lo más probable era que el irén hubiera huido acobardado ante su primera acción de cierto peligro, con lo que se habría convertido en poco menos que un indeseable, un «tembloroso», alguien indigno de ser un auténtico espartano; alguien, en fin, a quien no había que molestarse en buscar.
Oenoe no era más que un montón de granjas cuyos propietarios, ciudadanos atenienses, a duras penas subsistían gracias al trabajo agrícola de sus esclavos y al suyo propio. Campesinos todos ellos, estaban siendo presas fáciles para el ejército beocio, que se estaba dedicando a incendiar las granjas y a matar a todo el que se cruzara por su camino. Desde el pequeño montículo en el que se habían apostado, los espartanos contemplaron las columnas de humo que ascendían hacia el cielo. Los beocios hacían bien su trabajo, así que podían regresar a Eleusis para comunicar la buena nueva a Cleómenes; a buen ritmo, con suerte estarían de vuelta al anochecer.
Por su parte, el ejército beocio se tomaba aquello como un ejercicio de saqueo más que como una acción militar. Pocas veces tendrían ocasión de enfrentarse a un rival tan endeble como eran aquellos campesinos, sorprendidos muchos de ellos en pleno trabajo en el campo, y sin más armas para defenderse que algún cuchillo o algún azadón. Los afortunados que contaban con lanzas o espadas en sus casas, herencia de sus antepasados, apenas tuvieron tiempo de ir a buscarlas. Todos ellos estuvieron indefensos frente a sus atacantes, quienes con una escasa organización, y tampoco les hacía falta más, se habían desplegado por toda la zona. Los hombres, las mujeres y los niños fueron asesinados sin piedad, muchas casas se desplomaron incendiadas y los animales que no pudieron escapar acabaron calcinados por las llamas o traspasados por las armas de sus atacantes.
En el fondo los beocios, como sus víctimas, no eran más que simples agricultores en su mayoría, pero eso no les hacía mostrarse clementes ni sentir piedad por aquellos desdichados. Unas palabras bien escogidas por sus líderes, unas promesas atractivas hechas por los espartanos, una hábilmente fomentada rivalidad entre Tebas y Atenas cuyo origen y motivos nadie conocía y a nadie interesaba, y un contagioso y hueco sentimiento de camaradería entre conciudadanos que compartían el mismo deseo de embarazarse un escudo y empuñar una lanza. Algo tan fatuo como eso, con un mínimo de adiestramiento en cuestiones bélicas, había sido suficiente para formar aquella especie de ejército que no era otra cosa que una milicia ciudadana con ansias de obtener un botín de sus enemigos los atenienses.
El comandante beocio, que contemplaba aquel espectáculo con indiferencia, quiso reagrupar a sus hombres para dar por terminada la incursión en el Ática, pero los soldados mostraron su disgusto al ser privados de un saqueo fácil y sin complicaciones; por esa razón fue benévolo con ellos y les concedió hasta la noche para proseguir con la diversión.
Ya con el sol oculto tras las colinas, un grupo de seis tebanos se dirigió a al última hacienda que quedaba por asolar, situado muy cerca del río Cefiso. Sus habitantes sin duda estarían sobre aviso, y por ello aterrorizados ante la perspectiva de la muerte, si es que no habían huido ya.
Pero no fue eso lo que encontraron allí.
El padre, el hijo y el esclavo aguardaban en la entrada de la casa armados el primero con un viejo y oxidado xiphos de hierro sin filo y los otros dos con sendos cuchillos y palos. Al verles los tebanos, y percatándose de que habría diversión extra, sonrieron. Los atenienses fruncieron el ceño.
La vida y la muerte de aquellos hombres se decidió en lo que tardó la luna en aparecer en el cielo. Los seis tebanos rodearon a los atenienses. La proporción de dos contra uno parecía definitiva, por no hablar de la ventaja de las armas. Espalda contra espalda y agazapados, los tres atenienses aguardaban a que las risas de aquellos hombres fueran acompañadas de alguna distracción. Pero no hubo tal cosa. Uno de los tebanos, con la mayor tranquilidad, levantó su lanza con la diestra, echó hacia atrás el brazo y la arrojó sobre el pecho de uno de ellos, atravesándolo. Las risas cesaron, creándose en el ambiente una sensación de falso respeto ante la muerte de aquel hombre.
El esclavo había muerto sin haber conocido mujer ni hijos, tal era su juventud. Más o menos de la misma edad era el joven que miraba horrorizado el cadáver, mientras que su padre tendría tantos años como ellos dos juntos. Sabía que su hijo nunca había visto la muerte tan de cerca, y sabía que en aquel instante estaba descubriendo que, lejos de percibirse con los sentidos, la muerte se percibe con el alma. La muerte se siente, la muerte incluso tiene olor, un hedor que paraliza a quien lo respira, como le estaba pasando en aquel momento a su hijo. Viéndole inmóvil ante el cadáver mientras uno de los asesinos avanzaba hacia él con un xiphos en la mano, su padre no tuvo tiempo de pensar en cómo salvarle. Furibundo, se abalanzó sobre el tebano y le clavó su espada hasta la empuñadura.
Luego todo fue muy rápido. Extrajo la espada, la quebró al chocarla contra la de otro tebano como se quebraría el bronce contra el hierro, se agarró rápidamente a su cintura para reducir el espacio de maniobra de su oponente y este le golpeó el cráneo con la espada con una violencia inusitada. Ya en el suelo, el ateniense recibió una lluvia de puntapiés en el rostro y el estómago que le quebraron algunas costillas. Y ahí acabó todo.
Y ahí empezó todo. El soldado tebano apenas tuvo tiempo de reconocer el silbido grave que oyó detrás de él, cuando el impacto le hizo volar hacia delante hasta quedar ensartado por la lanza en la puerta de la casa. Sus cuatro compañeros se dieron la vuelta justo a tiempo de recibir cada uno de ellos un tajo en alguna parte del cuerpo: el cuello, el pecho, el abdomen, el cuello otra vez. Y uno tras otro cayeron al suelo, donde irremisiblemente iban a morir desangrados.
El joven ateniense salió de su parálisis y observó al individuo que tenía enfrente, sosteniendo un xiphos, una espada que aún chorreaba sangre. Bajo el casco de bronce, semiocultos entre las carrilleras y la protección nasal, unos ojos le miraban. Eran los ojos de un muchacho también, un muchacho incluso más joven que él; alto, corpulento y con los músculos esculpidos en su cuerpo como si fueran los de una estatua, fruto sin duda de un duro y largo entrenamiento. Aquel individuo se sacó el casco de la cabeza y habló.
—Os he salvado la vida a ti y a ese hombre, que debe de ser tu padre. A cambio solo quiero un lugar donde comer algo y dormir. Mi nombre es Arimnesto.
El irén sentía la mirada del joven Evandro clavada en su espalda. Pese a existir entre ellos muy poca diferencia de edad, parecía que les separaran décadas, tanto por su aspecto físico como seguramente por los pensamientos que cruzaban por sus mentes. El espartano estaba sentado junto a Cavílides, que yacía en el jergón dolorido por los golpes y con alguna costilla rota.
—Nos has salvado la vida a mi hijo y a mí, muchacho, y por eso te estaré eternamente agradecido. Si lo que deseas es techo y alimento antes de volver con los tuyos, mi casa será la tuya el tiempo que quieras.
—Busco... un sitio donde poder quedarme durante un tiempo. No deseo volver con el ejército de Esparta.
—Padre —interrumpió Evandro—, está claro que este espartano ha desertado de su ejército. Probablemente le estén buscando.
—Sí, he desertado, pero no creo que nadie me busque. Quien no desea ser un auténtico espartano no merece serlo, así que no me querrán ya con ellos. Me despreciarán, como desprecian a todos los cobardes, a los que ellos llaman «temblorosos», y se olvidarán de mí.
—¿No te buscarán ni siquiera para castigarte? No sé, eres un cabo suelto que no les conviene dejar sin atar.
—Evandro —le cortó Cavílides—, correremos el riesgo de acoger ese cabo suelto. Además, y siendo prácticos, no nos vendrá nada mal que se quede con nosotros. Podría echarnos una mano, recuerda que acabamos de perder a nuestro esclavo.
—Gracias —dijo Arimnesto.
Evandro no replicó. Y tras ese cruce de palabras, los tres permanecieron en silencio dejando que sus pensamientos se diluyeran poco a poco en una mezcla de cansancio y sueño.
El día amaneció triste en Eleusis. El rey Cleómenes, pese a que sus aliados beocios cumplieron con maestría y placer su parte del plan, había decidido regresar a Esparta. Probablemente pensó que era un riesgo inútil enfrentarse a los atenienses, quienes, como pronosticó Demarato, habían tenido tiempo de organizar un ejército más que aceptable. La coalición peloponesia se había desmembrado y en las inmediaciones de Eleusis únicamente quedaban sus casi mil espartanos; no valía la pena arriesgarse a un combate de resultado incierto, con la moral de sus hombres decaída y sabiendo todos ellos que lucharían por entregar Atenas a un individuo, un tal Iságoras, al que nadie conocía y que ni siquiera era uno de los suyos. Cleómenes fue consecuente con ese pensamiento y marchó de Eleusis, dejándola impregnada de muerte y desolación.
En Oenoe amaneció un día tan triste como el de la vecina Eleusis. A los que habían sobrevivido a la matanza porque habían sabido esconderse bien o porque sus heridas no habían sido mortales, les esperaba la penosa tarea de dar cumplido descanso a sus muertos. Con el sol llegó también un pequeño ejército proveniente de Platea, polis situada a pocos estadios de distancia. Pese a su origen beocio, los plateenses habían acudido en socorro de sus vecinos del Ática, región con la que se sentían más ligados que con la propia Beocia. La ayuda había llegado tarde pero colaboraron en las labores de reconstrucción del demos; los plateenses siempre habían sido fieles amigos de Oenoe.
Con las últimas luces del día el recién llegado y el accidentado padre, que se apoyaba en un largo báculo y lucía unos rústicos y aparatosos vendajes en la cabeza y el pecho, observaron desde el borde del camino a los plateenses que ya marchaban de regreso a su polis. Evandro, como la mayoría de supervivientes de Oenoe, ya dormía. Arimnesto, sin apartar la vista de aquellos soldados, preguntó:
—Os atacan los beocios y os socorren los beocios. ¿No es absurdo?
—Hace mucho tiempo que Platea es una buena aliada de Atenas. Sus antiguas desavenencias con Tebas, capital de Beocia, hicieron que hace unos años Platea se acercara a Atenas en busca de protección. Tebas y Atenas nunca se han llevado demasiado bien, así que está claro que Platea será amiga nuestra mientras no lo sea Tebas. ¿De verdad tengo que explicarte todo esto? Eres espartano, sin duda estás al tanto de estas cosas.
—Sí, lo estoy. No te preguntaba eso en realidad. No importa.
Cavílides miró al joven que tenía ante sí y comprendió que aquel muchacho no había abandonado el ejército lacedemonio por miedo, como había pensado en un principio. Aquel no era un espartano corriente. No era un heleno corriente.
—Tú andas buscando algo, Arimnesto. ¿De qué se trata?
—Ya te lo he dicho, un lugar donde vivir. De momento, al menos.
—Bien, en ese caso ya lo has encontrado —Cavílides no podía evitar un cierto tono paternalista, habituado a usarlo siempre con su hijo—, pero tu mirada sigue perdida, incluso demasiado perdida para tu edad. ¿Os enseñan en Esparta a ser tan taciturnos, en eso consiste la famosa disciplina espartana, la agogé?
La mención de aquella palabra hizo reaccionar a Arimnesto, que dio un respingo. Sin dejar de mirar a los plateenses que se alejaban, decidió que Cavílides merecía alguna respuesta.
—Tú puedes permitirte bromear sobre la manera de educar a los jóvenes en Esparta, no la has conocido más que de oídas. Yo la he vivido. Mis recuerdos de cuando era muy niño, antes de entrar en la agogé, desaparecieron hace ya tiempo; mis padres murieron jóvenes, así que hasta donde alcanza mi memoria la agogé lo ha sido todo para mí. Y las palabras que más me han repetido a lo largo de todo el tiempo que estuve en ella han sido «orgullo», «gloria», «honor». En Esparta no nos enseñan a ser taciturnos, Cavílides; nos enseñan a ser orgullosos: orgullosos de ser espartanos, de ser dorios, de pertenecer a una raza invencible, de ser capaces de abatir cualquier enemigo, de no temer a la muerte... Nos enseñan a anhelar la gloria en el combate, a ansiar el honor que solo se obtiene en la victoria, a despreciar el dolor y la muerte. Nos enseñan a prevalecer sobre todo y sobre todos. En eso consiste la agogé.
—No pretendía ofenderte, Arimnesto. Para serte sincero, me parece una forma de educar admirable. Acepta mis disculpas.
—No me has ofendido; lo habrías hecho si yo creyera en todo esto que te he dicho, pero no es así. No creo que el orgullo, la gloria y el honor se midan por la capacidad de vencer a los enemigos. ¿Son los beocios más honorables que tú por haber hecho esta masacre en Oenoe? ¿O lo es Cleómenes más que Demarato por haber violado y asesinado a las sacerdotisas del Telesterion de Eleusis?
—Supongo que no, pero la vida es una guerra continua, un continuo enfrentamiento entre unos y otros. Unos hombres son mejores y otros peores, así que no es tan extraño que unos manden y luchen por prevalecer, y otros obedezcan y luchen por no querer hacerlo. Siempre ha sido así y siempre lo será.
—Sí, pero eso no quiere decir que tengamos que enorgullecernos de ello.
—Eres realmente un joven extraño. Y de nuevo espero no haberte ofendido con mis torpes palabras, pero es que nunca me había encontrado con alguien que se hiciera esas preguntas. No sé si alcanzo a entender todo lo que dices y tampoco sé si me gusta lo poco que entiendo. Pero eso es lo de menos, te lo aseguro; te debo la vida y eso basta para mí.
—Os salvé la vida por puro interés personal. Aquellos tebanos se interponían entre lo que yo quería y yo mismo, así que hice lo que me han enseñado a hacer. Pero no me siento orgulloso de ello, ni me siento más honorable por haberlos matado; simplemente tenía que hacerlo y lo hice.
—Respecto a los hombres que has matado, permíteme que te diga que para que haya vida ha de haber muerte, y concretamente en este caso la muerte de esos tebanos ha supuesto que yo ahora pueda estar hablando contigo y que mi hijo pueda crecer y tener una vida espero que larga, no como la de nuestro pobre esclavo. En los asuntos sobre la vida y la muerte, y no te ofendas por lo que te diré ahora, Esparta siempre me ha parecido una polis sabia; te lo digo con admiración y respeto hacia vosotros los espartanos. Atenas, en cambio, no ha alcanzado aún ese nivel de sabiduría ni creo que lo alcance nunca. Y dejemos el tema, me estás haciendo hablar como uno de esos jonios que viven al otro lado del Egeo, esos que algunos llaman filósofos.
—Quizá sea yo entonces el filósofo, Cavílides; estoy de acuerdo, dejemos el tema. Pero respondiendo a tu primera pregunta sobre qué me ha enseñado la agogé, te diré que en ella he aprendido que realmente existe un sentimiento de orgullo y de honor, pero me han hecho creer que hay que buscarlo en un campo donde esas ideas en realidad no crecen.
—¿Dónde hay que buscarlo entonces?
—Solo los dioses lo saben, y por ello es a ellos a quienes hago caso en todo cuanto me dicen.
—¿Los dioses te hablan?
—Así es. ¿A ti no?
—Pues —dijo Cavílides, tratando ya de zanjar una conversación que le estaba resultando algo incómoda— no que yo sepa, pero si ellos te han dicho que nos salves la vida a mi hijo y a mí, loada sea su sabiduría por decírtelo y la tuya por escucharles. Y si te han dicho también que te quedes por Oenoe, te ruego que lo hagas todo el tiempo que quieras; no sé si aquí encontrarás honor y orgullo, pero seguro que no te faltarán tierras donde buscarlos.
Cavílides le indicó a Arimnesto con la mirada los sembrados y campos de cultivo que formaban parte de su pequeña hacienda, y el espartano no pudo reprimir una carcajada.
—Sea, pues; buscaré por aquí.
Los días siguientes fueron duros para todos. Habiendo preservado sus tierras intactas, Cavílides permaneció en su casa sin salir, convaleciente aún de sus heridas; mientras, su hijo se dedicó a ayudar a los vecinos de Oenoe que sí habían sufrido pérdidas personales y materiales. Arimnesto, inmerso casi siempre en un mundo de silencio, colaboró igualmente, y aunque su presencia fue al principio motivo de reticencias y rechazos dada su condición de espartano, al poco fue requerido por la mayoría de los habitantes del demos; su fortaleza física y su vigor se hicieron muy útiles para levantar las paredes de adobe de las viviendas, cavar tumbas para los caídos y replantar los campos arrasados. En poco tiempo Arimnesto se hizo conocido en todo Oenoe y, gracias a la incontinencia verbal de Evandro, también se supieron sus hazañas ante los tebanos, cosa que no agradó demasiado al espartano, más dado a pasar desapercibido que a destacar. Pero el poderío del ejército lacedemonio era legendario en toda la Hélade, y más cuanto mayor fuera la ignorancia de las gentes, de modo que contar en la comunidad con un auténtico espartiata era poco menos que tener como aliado a un semidiós. Y pese a que Arimnesto hubiera preferido que nadie supiera de su origen ni paradero, las noticias se propagaron rápidas como un incendio cuando sopla el Céfiro.
—Queremos que te unas a nosotros.
La delegación de Platea se había presentado en la hacienda sin previo aviso. Había llegado acompañada por el primer magistrado de Oenoe, un individuo llamado Hipérides.
—No contéis conmigo, Hipérides. Esa lucha no es mía sino vuestra, y no tengo interés en participar.
—Noble Arimnesto —replicó el primer magistrado—, las luchas no pertenecen a nadie; uno participa en ellas si cree que son justas y no lo hace si cree lo contrario. ¿No te parece justo castigar a los beocios por lo que nos han hecho?
—Lo que hicieron ellos y lo que queréis hacer vosotros se diferencia en poco; si lo uno te parece injusto, lo otro también debería parecértelo.
—¿Injusto? ¿Desde cuándo a un espartano le ha importado la justicia? Por Zeus, Cavílides, ¿qué ideas tiene tu huésped metidas en la cabeza? ¿En serio es este individuo un espartano? No puedo creerlo.
Quien así habló fue el plateense Dercilio, un hombre ya maduro pero que aún estaba en edad de tomar una lanza.
—Platense —replicó Arimnesto—, tienes una idea equivocada de lo que piensan los espartanos. No somos seres sedientos de sangre y batallas que no nos preocupemos de quién las provoque ni quién las sufre.
—Amigos —intervino Cavílides, tratando de calmar los ánimos—, no os precipitéis en juzgar a Arimnesto. No es cobardía lo que inspira sus palabras, os lo aseguro. Él solo acabó con cinco tebanos en lo que tarda un mirlo en parpadear; yo fui testigo.
—Escucha, joven Arimnesto —dijo Hipérides, en tono condescendiente y como si no hubiera oído el alegato de Cavílides—: nuestras fuerzas en Oenoe bien poco valen, pero contamos con el apoyo de Platea, como puedes ver, y también con un ejército bien formado y equipado venido de Atenas. Lo que se cuenta de ti por todo el demos ha hecho que nos acerquemos hasta aquí para proponerte que lideres a nuestros hombres de Oenoe, pero está claro que el asunto te viene grande, así que si tienes, digamos, reparos, no te vamos a obligar.
—¡Conmigo sí podéis contar! —exclamó con vehemencia Evandro, presente también en la reunión. Su padre le miró horrorizado, pues aunque le enorgullecía el arrojo de su hijo, sabía que era completamente inexperto en el manejo de las armas.
—No esperaba menos de ti, hijo de Cavílides —dijo Dercilio—. Mira, espartano —se dirigió ahora a Arimnesto—, lo que ha de hacerse, ha de hacerse, y meter por medio cosas como si es justo o injusto tiene una palabra que no te diré por ser tú huésped de Cavílides y hallarnos ahora bajo su techo. Yo acabo de tener un hijo y eso no me ha hecho dudar ni un momento para coger el escudo y la lanza. Y si mi hijo tuviera ya edad para ello, no dudes que también él haría lo mismo. Y no tengo nada más que decir. Creo que ya hemos terminado aquí, Hipérides. Vámonos.
—Vayámonos, sí. Salud, Cavílides; ojalá tus costillas rotas no te impidieran acompañar a tu hijo. Que los dioses nos sean propicios a todos.
—Sí, salud...
Cavílides se vio sumido de repente en un mar de pensamientos contradictorios. Él era partidario de la acción represiva que pretendían ejecutar Hipérides y Dercilio, pero su hijo era todo lo que tenía y no quería perderle, cosa harto probable si empuñaba una lanza. Y sobre la actitud de Arimnesto, ya conocía algo su forma de pensar y se había imaginado cuál iba a ser su respuesta, pero no por ello le parecía bien; en el fondo hubiera deseado que marchara con el ejército.
El joven espartano vio alejarse a los visitantes mientras oía a su espalda el júbilo de Evandro ante lo que iba a ser su primer alistamiento. Arimnesto, que pese a tener algún año menos que Evandro estaba más acostumbrado a las armas que cualquiera de los habitantes de Oenoe, sintió lástima por el padre y por el hijo, por la impotencia de uno y la ingenuidad de otro.
—Espartano —le llamó Cavílides, con tono paternal—, si sigues soltando por la boca ese tipo de cosas, te crearás más enemigos de los que pretendes evitar en el campo de batalla.
—No creo que sea eso lo que más te preocupe ahora.
—No, es cierto; no lo es...
Efectivamente, no lo era. Cavílides volvió a su ensimismamiento, ahora sin dejar de mirar a su hijo, que era ignorante de toda aquella tensión. Arimnesto tomó su lanza, que permanecía de pie apoyada en un rincón, y la sopesó con una mano; la sostuvo en posición horizontal buscando el punto de equilibrio entre la punta de hierro y el regatón. Mientras lo hacía pensó en las razones por las que había desertado del ejército de Esparta, las razones por las que había matado a los tebanos y por las que había decidido quedarse en Oenoe. La punta de la lanza se acercó al suelo mientras el otro extremo se elevó por encima de su cabeza.
—Cuidaré de tu hijo, Cavílides. Iré con él.