Capítulo 2
Verano de 480 a.C.
Mes de Targelion durante el arcontado en Atenas de Hipsíquides
Falda del monte Olimpo, Tesalia
La oliva voló por el aire; se elevó mientras duró el impulso y luego inició una trayectoria descendente que finalizó bruscamente en la boca. Era esa una actividad peligrosa ciertamente, porque de embocarse la oliva en el gaznate sin amortiguación alguna, la muerte por atragantamiento sería algo bastante probable. Sin embargo, ese peligro era el único que había amenazado la apacible vida de Arimnesto desde que decidiera vivir junto a un olivo durante los días y acogido entre sus ramas durante las noches.
Los caminantes que pasaban por allí solían bromear con él componiéndole epitafios ante su previsible muerte: «séate leve la tierra, bello y buen Arimnesto, ya que la oliva no lo fue», o «viviste junto a un olivo, dormiste sobre un olivo y moriste bajo una oliva». Arimnesto aceptaba de buen grado las chanzas, porque solían ir precedidas de alguna muestra de caridad: pan, frutas, olivas por supuesto, alguna prenda de vestir de vez en cuando... Ese era su sustento, esa su clase de vida desde que abandonara la de agricultor que llevaba en la polis de Platea y se convirtiera en una especie de anacoreta, en un eremita, un ermitaño. Tal cosa sucedió unos dos años atrás, cuando hacía poco que había llegado a la mitad de su vida. Sucedió cuando sintió la necesidad de buscar a los dioses, que le habían acompañado durante toda su vida pero que hacía tiempo que le habían abandonado. Una tosca pero resistente techumbre sujeta entre las ramas del poderoso olivo y una suerte de hojarasca esparcida sobre una rústica base horizontal de madera eran por aquel entonces su hogar y pertenencias más valiosas. Allí dormía, sin contacto alguno con la tierra ni con el cielo, y junto al olivo vivía una vida apacible y contemplativa, a la espera de que algún dios se apiadase de él y volviera a tenderle la mano.
Precisamente a causa de esa contemplación hacía ya largo rato que venía observando una nube de polvo por detrás del pequeño cerro que desde siempre le había obstruido la visión por la parte de septentrión. Algún caballo al galope se le habría escapado a alguien, pensó Arimnesto. Aunque mucho galope parecía, porque la nube se extendía a uno y otro lado del cerro y cada vez se hacía más grande. Crecía la nube y crecía un sordo rumor que se oía desde hacía un tiempo, primero muy lejano pero ahora Arimnesto empezaba a percibirlo justo detrás del cerro, cada vez más sonoro, cada vez más estruendoso. «Sea lo que sea, está ahí mismo», pensó. «Hágase pues la voluntad de los dioses; si las Erinias vienen ya a por mí, no huiré de ellas». Estiró un poco el brazo hasta alcanzar una manzana que yacía junto a otras viandas en un regazo entre las ramas del olivo. La lanzó hacia arriba, en esa especie de ordalía a la que sometía casi todo lo que comía, pero la manzana no cayó. Sorprendido, la buscó con la vista y finalmente la vio en el suelo atravesada de parte a parte por una flecha. Entonces alzó los ojos lentamente en dirección al cerro y advirtió que la nube de polvo había alcanzado ya la cima, y que dentro de ella empezaban a reconocerse unas figuras humanas que avanzaban hacia donde él estaba. Decenas, cientos, miles de hombres fueron apareciendo del interior de la nube de polvo, avanzando hacia donde sopla el Noto, hacia el olivo, hacia Arimnesto, que parecía más disgustado por haberse visto privado de la fruta que sorprendido por la visión de aquella ingente masa humana.
Descendió del olivo con parsimonia y recogió la manzana, arrancando la flecha que la había ensartado. Aquel ejército, pues ejército tenía que ser ya que la mayoría de los que su vista alcanzaba a ver llevaba algún tipo de arma, estaba ya casi frente a él y seguía avanzando. La polvareda comenzaba a envolver a Arimnesto, que frotó contra sus harapos la manzana para sacarle lustre. De pronto oyó una especie de chasquido seco, como un restallar de látigos, y sintió en torno a sus piernas un agudo dolor; uno de aquellos hombres había enlazado en torno a ellas un largo látigo, aprisionándolas.
Desde el interior de la nube de polvo se destacó un jinete que avanzó decidido hacia él. Arimnesto dio un mordisco a la manzana.
—Eres heleno, ¿verdad?
—Heleno soy —dijo Arimnesto serenamente, mirándole con atención—. Y tú también, pese a tus ropajes.
El jinete, ya con algunos años dibujados en su rostro, estudió el de su prisionero.
—¿Qué hace un espartano tan lejos de Esparta? Porque eres espartano, ¿verdad?
—Soy muchas cosas, y una de ellas es espartano. Y también tú lo eres, rey Demarato.
—¿Me conoces? Tienes buena memoria porque hace mucho que no piso tierra helena.
—Ha pasado mucho tiempo, sí, pero te conozco; serví una vez en tu ejército cuando aún no habías traicionado a los tuyos —dijo Arimnesto con calma.
El jinete se dispuso a replicar algo pero hizo una pausa antes de hablar.
—¡Ja ja!, sin duda eres espartano. Pero no sé a qué traición te refieres, porque me suelen atribuir unas cuantas. Tendrás que aclararme ese punto.
—Cuando traicionaste a tu pueblo, tu raza y tus dioses y marchaste al otro lado del mar, hacia donde sopla el Euro, hacia Asia.
—Ah, esa traición... De todas formas no recuerdo que sirvieras a mis órdenes. ¿Cuándo fue eso, espartano?
—Hará unas veinticinco Carneas. En la campaña de Eleusis.
Quedó pensativo antes de responder:
—Sí, Eleusis, es cierto. Recuerdo muchas cosas de aquella campaña, espartano, pero ninguna de ellas es tu rostro.
—Yo era un irén, acababa de ingresar en la falange y estuve siempre en retaguardia. Era muy joven, no pudiste reparar en mí.
—No, desde luego. Ahora tú y yo tenemos unos cuantos años más encima, ¿eh? Las cosas han cambiado mucho desde lo de Eleusis; aquello acabó costándome el trono de Esparta, en cierto modo... —Calló un instante, con la mirada perdida, y en seguida prosiguió—. Es igual, no viene al caso recordarlo ahora. Pero como ves, ahora como entonces, conduzco a un ejército.
—Antes lo hacías como rey; ¿en calidad de qué lo haces ahora?
Demarato mudó el semblante.
—Eres insolente en exceso. No voy a perder más el tiempo contigo, así que considérate afortunado por lo que te voy a decir. No sé si son los dioses los que te han puesto en mi camino, pero depende de ti que haya sido para bien o para mal. En consideración a que eres de mi raza y a que en el pasado fuiste mi súbdito, te haré una oferta en lugar de matarte inmediatamente. ¿Quieres servir otra vez bajo mis órdenes? Si no fueras espartano tu altanería te habría costado ya que tu cabeza adornara la pica del más miserable de mis soldados; pero conozco la valía de los de mi pueblo, de la raza doria, y mi ejército necesita gente como tú, gente sin miedo a morir, gente que sepa luchar. Responde: ¿te unes a mi causa?
—Tu causa es la causa de Jerjes, ¿verdad?
—Es la causa de la paz, espartano, la causa del gran Rey de Reyes, la causa de quien sabe recompensar al que le es fiel y castigar al que se le opone. Es la causa del señor y dominador del mundo. Esto que ves aquí es una avanzadilla de su ejército, que viene desde Asia para someter todas las tierras donde se habla lengua helena. Únete a mí y me encargaré de que puedas gobernar sobre la polis que tú prefieras.
—Demarato, yo abandoné tu ejército porque el destino hacia el que me encaminaban los dioses no pasaba por luchar en él. Viví un tiempo como agricultor y también eso lo dejé. Ahora mi casa es ese olivo que ves allá, y de momento no siento ningún deseo de abandonarlo. Sigue tu camino, que has escogido libremente, y yo te veré pasar sin oponerme ni aplaudirte.
—¿Abandonaste el ejército espartano y ahora vives... en un olivo? ¿Un desertor de mi propia polis viviendo en un árbol? Extraño espartano eres, desde luego.
—No vivo en él: duermo sobre él. Y no soy más extraño de lo que lo puedas ser tú, que vives entre persas.
Otro jinete se acercó al galope desde el grueso del ejército, que ya había alcanzado a la avanzadilla. Antes de que su caballo blanco llegara al lugar donde se hallaba Demarato, el jinete vociferó:
—¿Qué sucede, Demarato? ¿Quién es este individuo?
La lengua en la que dio los gritos era la helena, aunque la pronunciación y entonación fueron persas.
—Noble Marduniya, ¿recuerdas que te hablé de mi pueblo, de la raza doria, de su carácter indomable y su desprecio a la muerte? He aquí un ejemplo de ello.
—No me interesa lo más mínimo tu raza doria, Demarato. Atraviesa a ese andrajoso con tu espada o lo haré yo mismo.
—Me llamo Arimnesto, medo —precisó, con el látigo aún atenazándole las piernas.
—No tientes a la suerte... —dijo Demarato, pero el otro jinete mostró en seguida el enojo en su rostro.
—No soy medo sino persa, perro. Tienes el honor de estar frente al hijo del noble Gaubaruva, primo de Jshaya r Shah, de la dinastía Hakhâmanisviya, gran Rey de Reyes, señor de toda Asia, rey de Babilonia, soberano de Egipto, caudillo de... —Arimnesto mordió de nuevo la manzana que tenía en la mano, sin prestar mucha atención a la retahíla de títulos—. Estás ante el general en jefe del ejército imperial del Gran Rey, el noble Marduniya.
—Perdona, medo, pero entre tanto título y tanto nombre no he conseguido oír el tuyo. ¿Cómo has dicho que te llamas?
—Marduniya, torpeza humana. Recuérdalo bien mientras mueres. —Y agarró la empuñadura de su espada.
—Espera, noble Marduniya —dijo Demarato—. Le había ofrecido unirse a nosotros, bien sabes que en la lucha un espartano vale por diez hombres.
—Las huestes del soberano del mundo son incontables, Demarato. Aunque este insolente valiera por mil hombres, ¿crees que eso importaría? Además, solo sé de los espartanos lo que tú nos has contado, y no tengo por costumbre dar crédito a las palabras de un heleno desertor. —El persa zahirió conscientemente al que había sido rey de Esparta, que se limitó a fruncir el ceño—. Si tú —continuó Marduniya, ahora dirigiéndose a Arimnesto— fueras realmente como este dice, en lugar de hablar estarías ya defendiendo tu vida y luchando contra nosotros. Dudo mucho que seas un auténtico espartano.
—Y si tú fueras un auténtico persa, en lugar de hablar estarías huyendo con el rabo entre las piernas. Sigo pensando que eres medo.
Llamar medo a un persa era un insulto que pocos persas toleraban, y Arimnesto parecía saberlo. Marduniya enrojeció de ira.
—Bien —dijo con contención—, vas a tener el privilegio de ser el primer espartano en morir a manos de las huestes del Gran Rey desde que llegamos a estas tierras, que todavía son vuestras pero que en breve dejarán de serlo. Tu insolencia me ha convencido de dos cosas: sin duda eres lo que dices ser, y sin duda debes morir. Pero pensándolo bien, no vale la pena siquiera que un persa se ensucie las manos dándote muerte... Arimnesto dio el último mordisco a la manzana y la arrojó a las pezuñas del caballo del persa, que rápidamente bajó la cabeza y la engulló.
—Demarato —dijo—, así como ese animal ha comido los despojos de esa manzana es como tú vives bajo el yugo de este medo vocinglero. Escogiste tu destino y yo hace tiempo que escogí el mío. Lo que tenga que ser, sea.
—Pues has escogido mal, espartano. Muy mal.
El persa tiró de las riendas del caballo y gritó algo a sus hombres, y otras voces a lo largo de la larga columna humana reprodujeron las palabras de Marduniya. Después azuzó al animal y marchó al galope hacia la vanguardia del ejército, seguido por Demarato.
Arimnesto, inmovilizadas sus piernas por el látigo, permaneció de pie junto a la espesa polvareda que tenía delante. Había pasado frente a él apenas una minúscula parte del ejército persa y aún quedaban por desfilar ante sus ojos innumerables guarniciones de infantes, caballerías y carros. Entonces vio que las tropas que tenía junto a él viraron ligeramente y se encaminaron hacia donde él estaba. El soldado que sostenía el látigo lo soltó y volvió a su lugar en la formación, pero Arimnesto no pensó en intentar huir. No habría podido ni tampoco le habría servido de nada. Se quedó de pie mirando cómo los hombres de la primera fila se le acercaban hasta plantarse delante de él. Al primer empellón cayó al suelo, y poco pudo hacer luego más que protegerse el rostro con sus brazos. Y comenzaron a pasarle por encima. Las primeras filas, las que habían podido ver al espartano, miraban hacia abajo cuando pasaban sobre él; las siguientes ya no, ni siquiera advertían su presencia y pensaban que se trataba de un accidente más del terreno.
Y así el casi infinito ejército del Gran Rey, la larguísima columna humana, la monstruosa serpiente venida desde la lejana Asia, engulló a Arimnesto y continuó pasando junto a su olivo durante toda la mañana.