Capítulo 11

Verano de 490 a.C.

Mes de Boedromion durante el arcontado en Atenas de Fenipo

Llanura de Maratón

La brisa marina no era suficiente para disipar el aroma a hinojo que se extendía por toda la bahía. El olor a mar era fuerte en la playa, pero apenas unos pasos hacia el interior comenzaba a notarse la empalagosa fragancia; los helenos, que sentían el viento sobre sus caras, notaban cómo se introducía en sus narices y les embotaba todos los sentidos.

Pero Arístides solo olía su propio sudor. Pese a estar rodeado de hoplitas que apestaban tanto o más que él, pese a estar saturado el aire que respiraba con la dulce esencia del hinojo, el hijo de Lisímaco solo podía olerse a sí mismo. El eupátrida nacido en el demos de Alopece y elegido aquel año estratego de la tribu Antióquide, era incapaz de distinguir más olor que el que emanaba de su propio cuerpo. El aroma del hinojo rebotaba y pasaba de largo cuando llegaba a su posición, como el propio Arístides pasó de largo ante Evandro en la formación de la falange, haciéndose el distraído, temeroso de dirigirle la palabra, avergonzado por tener que buscar una excusa a lo que le dijera años atrás, cuando ambos estaban a bordo de una triera rumbo a Atenas huyendo del desastre de Éfeso. La semilla que tenía que haber germinado regada por Aristágoras había resultado ser una hiedra de olor embriagador que ahora estaba a punto de extenderse sobre todos ellos, a punto de devorar Atenas, a punto de ocultar la Hélade entera con su hojarasca. Pero Arístides no vio ni olió nada de eso aquel día en la triera, como tampoco olía nada ahora, más que a sí mismo. Arístides solo era capaz de oler su propio miedo. No podía evitarlo, tenía miedo; a morir, a sobrevivir, a caer prisionero, a sufrir la ira de sus compatriotas si la batalla se perdía... Era un miedo que no quería contagiar a nadie, porque no era aquella una ocasión en la que los helenos pudieran permitirse ese sentimiento. Por ello fingió no oír el «¡Eh, noble Arístides!» que le gritó Evandro cuando le vio pasar por delante de la falange, por eso fingió no enterarse de lo que allí estaba pasando, de lo que allí iba a pasar. Por eso avanzó dando grandes zancadas hacia su posición al frente de su tribu, se caló el casco y deseó que todo acabara cuanto antes. Su propio olor empezaba a resultarle insoportable.

Evandro, como la mayoría, tenía embotado su sentido del olfato. El suave pero penetrante olor a hinojo se había instalado en sus fosas nasales y no salía de allí. Y aunque al principio lo encontraba agradable, ahora casi le impedía respirar. «Vamos a morir», pensaba, «vamos a morir y los dioses nos mandan este aroma para que tengamos una muerte dulce». Sin embargo, él ya sabía a qué olía la muerte, ya había experimentado varias veces ese hedor, y no se parecía en nada a aquel olor dulzón. Quizá las Keres aún estuvieran lejos, después de todo. Además, el olor de la muerte se filtraba por la piel y por los ojos, no por la nariz; atenazaba los músculos y paralizaba las articulaciones, y él en cambio podía moverse perfectamente; en realidad no podía estarse quieto. Sin variar su posición en la falange, sus pies parecían dotados de vida propia, su brazo izquierdo era incapaz de mantener el escudo pegado al cuerpo y su cabeza se movía como si su cuello no pudiese aguantar tanto peso. Por primera vez, y a causa de llevar puesta una armadura de bronce, le había tocado en suerte situarse en la primera línea de la falange, y no ver a nadie delante de él le provocaba un nerviosismo incontrolable. Nadie que le sirviera de parapeto, nadie que le impidiera ver al enemigo, nadie que chocara su escudo con el del enemigo antes que el suyo. Y lo peor de todo: nadie que evitara que ese embriagador aroma de hinojo que le tenía turbado el ánimo llegara hasta él. Vio pasar a Arístides, aquel jefe de navío que había conocido en su viaje a Asia, y le llamó. «¡Eh, noble Arístides!». Pero el estratego pasó de largo a gran velocidad y no le oyó, así que Evandro no pudo escuchar de sus labios nuevas palabras de ánimo como aquellas que escuchara ocho años atrás en la triera. Le habría venido muy bien que Arístides le hubiera dado aliento, que le hubiera transmitido valor, que le hubiera enardecido; ese estímulo le habría permitido sacudirse la angustia que sentía, el vértigo, el nerviosismo. En cambio, la indiferencia del estratego le hizo sentirse solo y desamparado, abandonado a su suerte, incluso engañado; tuvo entonces el convencimiento de que una sola palabra del estratego le habría salvado y que su silencio le había condenado. «Esto es el miedo», pensó, un miedo como jamás había sentido nunca, un miedo ante la certeza de que iba a morir. Entonces el hijo de Cavílides sintió evadirse de sí mismo; tuvo la repentina sensación de encontrarse en otro lugar y en otro tiempo. Parecía no estar allí, ocupando el primer puesto de la tribu Hipotóntide; parecía que aquel hombre que sostenía tembloroso el escudo y la lanza era otra persona. Y sintió pena por ese pobre heleno que sin duda iba a morir, como a morir iban todos los helenos que allí estaban. Pero enseguida descubrió que ese hombre era él mismo, en cuanto oyó la orden que los mandos, los generales, dieron a todo el ejército, una orden muy simple, una orden terrible: avanzar. Primero lentamente, después a la carrera, luego más despacio. Avanzar hacia el enemigo, hacia la embriagadora fragancia de hinojo, hacia la muerte. Evandro no veía a nadie frente a sí, no veía lanzas ni escudos, ni flechas volando hacia él, ni hombres vestidos igual que los que habría visto en Sardes y Éfeso. Evandro tampoco oía el chocar de su escudo de bronce contra el mimbre de los escudos del enemigo, contra los cuerpos del enemigo, contra la carne del enemigo; no oía al enemigo gritar palabras ininteligibles para infundir miedo quizá, o quizá para liberar miedo. Evandro ni siquiera olía la fetidez que se desprendía de la refriega, no olía el olor del bronce, del hierro, de la tierra, de la sangre, de las entrañas del enemigo, de las de sus compañeros, de las suyas propias. No sentía calor bajo el casco de bronce, ni sed en su boca reseca, ni dolor en su estómago. Evandro no veía ni oía ni olía nada, salvo ese endiablado efluvio, ese perfume dulce y empalagoso que ya formaba parte de su cuerpo y de su alma.

Arimnesto estaba al frente de las filas plateenses. Estos estaban situados en el extremo izquierdo del amplio frente que el ejército heleno había desplegado para tratar de igualar en longitud al de sus enemigos. La profundidad de sus filas en ese flanco era, como en el opuesto, la habitual de ocho hoplitas, no así la del centro de la formación, que se había reducido a la mitad. «Allí, en el centro», pensó Arimnesto echando un vistazo al larguísimo frente de batalla y consciente de que aquellos, al ser la parte del frente más frágil, se llevarían la peor parte del choque, «allí está la tribu de Arístides, aquel a quien un día robé un carnero; más acá, la de ese Temístocles, el nuevo portavoz de los deseos del pueblo ateniense; al otro lado la de Milcíades, un antiguo amigo de los persas que ahora prefiere serlo de los helenos; y más allá la tribu Hipotóntide, la del demos de Oenoe; la tribu de Evandro». Se preguntó en qué posición estaría su amigo dentro de la falange. «Que los dioses velen por ti, Evandro, yo no podré hacerlo». Y una vez que hubo encomendado a su amigo a la protección divina, y sabiendo que eso era lo único que podía hacer por él, empezó a concentrarse en otra cosa que venía notando desde que llegó a la llanura: una aromática fragancia que venía hasta su rostro impulsada por la brisa, un aroma a hinojo que estaba penetrando en las filas plateenses como un arroyo se filtraría entre los juncos. El olor era como una medicina que infundía ánimo a su espíritu, fuerza a sus músculos y energía a su mente, y Arimnesto confió en que el efluvio alcanzara a todos y cada uno de los soldados que estaban bajo sus órdenes, desde el hoplita que le acompañaba a su izquierda hasta el último de ellos situado en la retaguardia, pasando por Licofrón, que ocupaba un lugar en el centro de la formación, allá por la sexta fila. El perfume les envolvía a todos, les rodeaba, les llevaba en volandas hacia delante, les protegía, les hacía invencibles; era como combatir en un jardín, nada malo podía sucederles, la dulzura de aquel aroma creaba en torno a ellos una especie de armadura impenetrable que les hacía inmunes a las flechas del enemigo, a sus lanzas, a sus espadas. Arimnesto fue el primer heleno que chocó su escudo con el del guerrero que tenía enfrente, fue el primero que pisó el terreno que había estado ocupado antes por el frente del enemigo; sus largos y poderosos pasos, normalmente difíciles de igualar en combate, eran secundados por todos los plateenses, que avanzaban embistiendo las filas del enemigo, desmoronando su solidez, diluyendo su resistencia en aquella fragancia embriagadora, enajenante, sublimadora. Cuando algún plateense notaba síntomas de flaqueza no tenía más que inhalar con fuerza y llenarse los pulmones de aquel bálsamo, y de nuevo le invadían el vigor en su cuerpo y la certeza en su mente de que nada ni nadie podría pararles. Arimnesto pensó que si alguna vez los dioses habían manifestado su presencia entre los mortales, sin duda lo habrían hecho envueltos en un halo como el que ahora les envolvía a ellos. Nunca combatir le había provocado una sensación tan extática al espartano, que en medio de su frenesí tuvo tiempo de mirar hacia su derecha y ver que todo el frente heleno, desde sus plateenses hasta los últimos atenienses situados junto a la orilla del mar, allá donde combatía el comandante Calímaco, todos ellos mantenían la entereza en la lucha, y que su compacta formación hacía añicos la multicolor del enemigo. Todos ellos... salvo la parte central, que había sido superada por sus contrincantes y había desaparecido, desmenuzada por el avance de los contrarios. «¡Evandro!». Arimnesto giró instintivamente hacia su derecha, hacia aquella posición central, y todo el contingente plateense le siguió, en una sorprendente y armoniosa conjunción de movimiento sincronizado y desorden calculado. Como una tenaza de herrero, todo el flanco izquierdo del ejército ateniense fue orientándose y avanzando hacia la derecha, hacia el enemigo que había logrado romper la formación helena y colarse en la impenetrable coraza tejida con la esencia del embriagador hinojo. Y completando la tenaza, también el flanco derecho heleno viró hacia el centro, convirtiéndose entonces el enfrentamiento en una prensa en la que los enemigos que habían resultado victoriosos en su frente acabaron triturados y aplastados desde sus costados. Arimnesto siguió luchando, siguió respirando el aroma del hinojo, siguió dejándose llevar por los dioses, confiando en que Evandro también hubiera hecho lo mismo, deseando que el hijo de Cavílides hubiera tenido la oportunidad de sentirse acompañado por ellos al menos una vez en su vida.

Oenoe

—Los dioses no hicieron este mundo para él; merecía algo mejor y por eso se lo llevaron con ellos.

Cavílides permanecía silencioso y cabizbajo mientras las palabras de Arimnesto llegaban a sus oídos.

—Mi hijo —dijo muy serio— ha muerto cegado por su propia inconsciencia, no tiene nada que ver que este mundo sea bueno o malo.

—Amigo, él luchó por lo que creía justo. Eso es algo que no todos se atreven a hacer.

—Se equivocó en lo que creía, entonces. Luchó por lo que otros le hicieron creer. Yo siempre se lo advertí, y por eso los dioses le han castigado. Con lo que cuesta criar a los hijos, para que luego se te mueran antes de que uno pueda enderezarlos...

—Estoy seguro de que no piensas eso sinceramente. Tu hijo...

—Ni siquiera había llegado a su madurez... —su voz se quebró.

Arimnesto pensó que era mejor dejar solo a Cavílides con su dolor porque ninguna palabra de consuelo serviría de nada. Sabía que su amigo quería profundamente a su hijo pese a que nunca lo hubiera exteriorizado, y por ello el llanto que ahora había manado por entre las rendijas de ese caparazón de severidad insensible debía ser preservado en la intimidad.

Abandonó el andrón y mientras caminaba por el patio oyó, provenientes del gineceo, los lamentos de Hipareta, que llenaban la casa de forma mucho más estridente que los de Cavílides. Si algún espartano además de él mismo, pensó Arimnesto, hubiera combatido en la batalla y hubiera muerto, sus familiares estarían orgullosos y alegres por tener a un héroe como hijo, como marido o como padre. En cambio, la casa de Cavílides se había vestido de luto como si la mayor desgracia hubiera caído sobre ella.

Allí, en el patio, el joven Arión jugaba con unas pequeñas figuritas talladas en madera. Arimnesto le acarició el pelo y siguió caminando. El sol se ponía en el horizonte y estaba dejando de iluminar la hacienda de Cavílides. Y Arimnesto confió en que al amanecer del día siguiente volviera a bañarlo de luz.

* * *

—No tienes que preocuparte por nosotros, Arimnesto. Estaremos bien, saldremos adelante entre los tres.

—¿Los tres? ¿Un viejo cascarrabias, una gruñona histérica y un crío demasiado inquieto?

—No es un cuadro muy atractivo, ¿verdad? —dijo Cavílides, con cierto tono humorístico—. Pero cuando murió mi mujer, hace tantos años como puedas tener tú, tampoco había un panorama muy alentador ante mí: yo solo con un chico que por entonces estaba aprendiendo a caminar, y todo un terreno que mantener y del que debíamos vivir mi hijo y yo. Y mírame ahora: tengo una propiedad que nos permite vivir con cierta holgura, y yo he logrado llegar a una edad en la que ya me admitirían en el consejo de ancianos, suponiendo que tuviera algún interés en ello, claro.

—Y suponiendo que fueras espartano, claro —añadió Arimnesto, con sorna—. Pero hablando en serio: si deseas que rechace la proposición de Dercilio, lo haré sin ninguna duda ni remordimiento.

—Ese zorro, al final ha conseguido que sientas algún aprecio por él, ¿eh?

No me perdonaría que te quedaras en Oenoe, el ofrecimiento de ese astuto plateense parece sincero; y por el tridente de Poseidón, tú ya eres mayorcito para hacer lo que te plazca.

—Sí, su oferta parece sincera; disponer de algunas tierras de cultivo en Platea y aceptarme en su polis no suena a broma. Además, su hijo Licofrón se ha ofrecido para ayudarme en las labores del campo, en las que como tú sabes no soy especialmente diestro. Incluso me ha hablado de su hermana, que está en edad de casarse y dispone de una buena dote además.

—Ve tranquilo, Arimnesto. Aquí también podremos contar con algo de ayuda: buscaré a Melesígenes, aquel esclavo que me cedió el viejo cabecilla político Hipérides hace unos años; al morir su amo, se encontró con una libertad con la que no se esperaba y desde entonces anda por los caminos sin que ningún familiar del cabecilla político le haya reclamado como parte de su herencia; el pobre vive de la caridad de quien quiere darle algo que comer. Ya sé que era un negado para el trabajo de la tierra, pero no me importa; aprenderá.

—Te estás ablandando, Cavílides.

—Puede ser, la vida acaba por ablandarnos a todos. Ve a Platea, muchacho, y funda allí tu familia. Pero por Hécate —dijo con fingida seriedad—, no me vengas con el cuento de que son los dioses los que te guían hasta allá.

—¡Ja ja! Pues el caso es que así es, de modo que es mejor que cierres la boca, viejo impío, antes de que digas algo de lo que puedas arrepentirte.

—Cuando llegues a mi edad, espartano iluminado, el único arrepentimiento que pesará sobre tu conciencia será por saber que ya no estarás a tiempo de cambiar cómo has vivido tu vida. Aunque quizá no tendrás siquiera ese peso, porque a ti habrán sido los mismísimos dioses quienes te habrán guiado hasta tu destino.