Capítulo 4
Verano de 506 a.C.
Mes de Hecatombeon durante el arcontado en Atenas de Alcmeón
Proximidades del estrecho de Euripo, entre el Ática y Eubea
Confusión. Es todo lo que se percibía desde el interior de la falange. Algarabía que provenía de las primeras filas, retumbo de metales que chocaban entre sí, sonidos de forcejeos entre unos hombres que buscaban avanzar y otros que pugnaban por impedírselo. Agudos gemidos de los que cedían, ásperos jadeos de los que resistían, gritos penetrantes de los que morían. Y en el centro de la formación, los que estaban en actitud forzosamente pasiva tenían respiraciones aceleradas, miradas que no querían cruzarse, rodillas que temblaban ante la incertidumbre. Allí se encontraba Evandro, sosteniendo con su brazo izquierdo el escudo y con el derecho extendido hacia delante la lanza. Llevaba puesta la vieja coraza de bronce de su padre; la lanza y el resto de la panoplia eran un préstamo de los atenienses. En medio de la falange, rodeado por sus compañeros hoplitas, el joven Evandro se sentía completamente solo; volvía a notar el olor de la muerte y volvía a quedar paralizado por él. Por suerte, su posición retrasada no exigía de él más que cortos y firmes pasos hacia delante de tanto en tanto, que era capaz de dar porque cada uno de ellos indicaba inequívocamente —así lo entendía él— que la victoria se iba decantando poco a poco del lado ateniense.
Debido a su total inexperiencia en combate, Evandro había sido colocado en el lugar de menos riesgo en una falange: en medio de las filas centrales y un poco escorado hacia la derecha. En caso de que el enemigo les desbordara por cualquiera de los dos flancos, o incluso que lograra penetrar por el centro, el hijo de Cavílides tendría siempre en torno suyo compañeros tras los que escudarse. El adiestramiento recibido en aquellos pocos días apenas le había servido para aprender unas cuantas órdenes sobre cómo maniobrar en combate, y de todos modos tampoco le estaba sirviendo de nada porque en el fragor de la batalla sus oídos eran incapaces de distinguir voces y la polvareda le impedía ver más que las espaldas de los hoplitas de delante y el escudo del que tenía a su derecha. En definitiva, Evandro estaba tan solo como nunca imaginó que pudiera estarlo.
El ejército ateniense estaba atacando por sorpresa una fuerza de beocios que había localizado cerca de la costa, frente a la isla de Eubea, y que pese a ser numerosa no tenía ninguna posibilidad al no haber tenido tiempo de prepararse para el ataque. Sin organización una falange no valía nada, como bien sabían los atenienses, y solo era cuestión de tiempo que su endeble formación se resquebrajara ante el vigoroso empuje de los hoplitas. Arimnesto había sido colocado en la primera fila del grupo de Oenoe; a su derecha estaba el contingente de Atenas y a su izquierda se hallaba Dercilio comandando las fuerzas plateenses. Para Arimnesto, igual que para Evandro, aquel era su bautismo de fuego, pero con la salvedad de que al espartano todo le era muy familiar, casi monótono, por haberlo experimentado mil veces durante los años de adiestramiento en la agogé. La única diferencia era que el peligro de morir ensartado por una lanza era ahora más acuciante, pero se daba por hecho que un espartano no temía a la muerte más de lo que temía al calor del sol. Enfundado en su liviana pero resistente coraza de lino, aunque hubiera preferido una más resistente de bronce, Arimnesto no envidiaba en absoluto a Evandro, situado en aquella posición retrasada por sugerencia suya. Y no pudo evitar una sonrisa cuando pensó que para el ejército lacedemonio él mismo no era más que un novato al que correspondía permanecer en la última fila de la formación, mientras que para los atenienses ese mismo novato era merecedor de estar en la línea de choque.
—¿Qué te hace gracia, espartano? —vociferó Dercilio— ¿Crees que estamos aquí para divertirnos?
Arimnesto no contestó, consciente de que el plateense solo quería provocarle. Además, había sido entrenado para evitar cualquier distracción en combate, y eso incluía no entablar discusiones estúpidas.
Los beocios cedieron tanto terreno ante el empuje de la falange ateniense que su formación no tardó en desmoronarse. Fueron las alas lo primero que se vino abajo, lo cual facilitó un movimiento envolvente del ejército ateniense cuyos flancos avanzaron y viraron hacia el centro formando una tenaza humana de escudos y lanzas. Aprisionados en ellas, los aterrorizados beocios no tuvieron más alternativa que arrojar las armas y rendirse.
—¡Acabemos con ellos! —bramó Dercilio.
Pero el combate propiamente dicho ya había acabado.
—Se rinden, Dercilio —replicó Arimnesto—. No malgastes fuerzas, la victoria ya es nuestra.
—¡Espartano sin sangre en las venas! Todo el que dejemos vivo hoy podrá volver a enfrentársenos mañana.
—La guerra tiene sus normas, y una de ellas dice que lo más fácil no es lograr la victoria sino saber estar a su altura una vez lograda. Además, el comandante ateniense está dando órdenes para que los beocios sean hechos prisioneros.
—Valiente estúpido... Veremos si no tendrá de qué arrepentirse en el futuro.
Arimnesto le miró con gravedad.
—¿Y quién no tiene algo de lo que arrepentirse, plateense?
Oenoe
—¿Y quién no tiene algo de lo que arrepentirse, Arimnesto? —le preguntó Cavílides, retóricamente.
Bajo la sombra de un olivo que solía proyectarse sobre la casa cuando el dios Helios lucía a la hora del ágora, padre, hijo y huésped charlaban sobre lo vivido en los últimos días en territorio beocio.
—Sí, amigo, pero tal cosa debería ir acompañada de la humildad necesaria para, llegado el caso, saber pedir perdón. Y la actitud de Dercilio es soberbia en exceso casi siempre. El objetivo de una batalla es vencer; una vez conseguido esto, ¿a qué ensañarse con los derrotados?
—¿Y tú, hijo? ¿Cómo viviste tu primer combate? ¿Tuviste miedo?
—No, claro que no... —Evandro miraba al suelo mientras hablaba—. La verdad es que apenas tuve que hacer nada.
—Aunque creas que no hiciste nada, sí lo hiciste: estuviste allí, en tu puesto. Eso fue suficiente —le animó su padre.
—Sí, pero no llegué a matar a nadie, no tuve que enfrentarme con ningún enemigo. Estuve continuamente rodeado por los nuestros; avanzando, sin más, con la lanza en la mano.
—Avanzar es la clave para vencer una batalla, te lo aseguro —intervino Arimnesto—. No titubear en cada paso, no debilitar la consistencia de la falange como bloque, no separarse del escudo de quien está a tu derecha...
—¿En cuántas batallas has estado tú? —replicó el ateniense, desafiante.
—En las mismas que tú, Evandro, pero mientras tú ayudabas a tu padre a plantar cereales yo era adiestrado para que mi lanza y mi escudo fueran mis bienes más preciados.
—Cada individuo sabe de aquello que le han enseñado, hijo —intervino conciliador Cavílides—, así que no te sepa mal que Arimnesto pueda darte lecciones sobre la guerra; es lo que ha aprendido desde pequeño. No hay que recelar de alguien que hable de aquello que conoce, sino del que lo haga de aquello que no conoce.
El tono paternalista de Cavílides avergonzó a Evandro, que se dio media vuelta y marchó hacia la casa.
—No se lo tengas en cuenta, algún día crecerá. Cuéntame qué más sucedió durante vuestras aventuras contra los beocios.
—No hay mucho más que contar —contestó Arimnesto—. Tras la batalla hicimos noche en los alrededores de un demos que tiene el mismo nombre que este, Oenoe. Después hubo más combates; Dercilio cayó herido y él mismo me designó para encabezar las fuerzas plateenses, saltándose el protocolo jerárquico. Aún no entiendo por qué lo hizo; quizá en el fondo estuviera más de acuerdo conmigo en la forma de entender la guerra de lo que él mismo quería reconocer.
—Es posible, Arimnesto. O quizá descubrió por fin que sí eres realmente un auténtico espartano. Por Ares, entonces has pasado de ser un prófugo a comandar al ejército de los plateenses. No está mal el cambio. Porque tú accediste, ¿no?
—No pude negarme. Los plateenses son un pueblo humilde y sensato, Cavílides, y yo nunca había tenido poder ni mando sobre nada ni nadie; sin embargo, ellos me aceptaron sin poner ninguna objeción. Son buena gente, como lo prueba el hecho de que acudieran en vuestro socorro en cuanto supieron lo sucedido en Oenoe.
—No hace falta que me hables de las virtudes de las gentes de Platea. Te aseguro que si yo no hubiera nacido ateniense, habría querido nacer en Platea. Bien, ¿qué más sucedió? ¿Cruzasteis el estrecho?
—Sí, lo hicimos, a bordo de unas cuantas trieras. Sorprendimos a los calcídeos, les derrotamos, hicimos más prisioneros... Creo que en Atenas piensan pedir un suculento rescate por ellos.
—Un éxito, vaya. Pero no te veo muy entusiasmado, cosa lógica por otra parte teniendo en cuenta que hubieras preferido no participar en esa campaña. —Cavílides hizo una pausa y miró al espartano a los ojos—. Te agradezco que hayas hecho esto por mi hijo y por mí, Arimnesto.
—No tienes por qué agradecérmelo; en el fondo ha sido un acto de puro egoísmo. Mi bienestar en Oenoe depende ahora del tuyo y del de tu hijo, así que no me queda más remedio que cuidar de vosotros.
—¡Ja ja! Curiosa manera de ver las cosas. Pero gracias de todos modos. No deja de ser paradójico que, habiendo desertado del ejército espartano para no luchar contra Atenas, al final hayas acabado en las filas de un ejército de atenienses y plateenses, haciéndoles la guerra a los aliados de Esparta. Un hombre no puede escapar a su destino.
—¿Y quién conoce su destino más allá de lo que los dioses le permiten saber?
—Así es, amigo, así es. Como creo que ya te dije una vez —declaró divertido Cavílides—, estás resultando ser un espartano muy filosófico.
—Creo que también tú hablaste como un filósofo en aquella ocasión, amigo.
Arimnesto sonrió y se encaminó hacia la casa en busca de una reconciliación con Evandro, a quien apreciaba de verdad pese a que, al parecer, en aquel momento el sentimiento no fuese mutuo. Al entrar al pequeño patio sus ojos no le encontraron y supuso que se habría retirado al andrón. Aunque la hacienda de Cavílides era modesta, la casa contaba con una estancia para los hombres y con un gineceo para las mujeres, cosa curiosa pues no convivía ninguna hembra con ellos. A punto de cruzar el umbral del andrón Arimnesto se detuvo; algo iba mal. Los pies que entrevió asomando de las sombras del interior de la estancia no tenían la juventud de los de Evandro.
—He venido a llevarte conmigo, irén.
De la oscuridad emergió una figura alta y de largo cabello negro, vestida con una coraza broncínea y armada con un xiphos y una lanza. Arimnesto se quedó inmóvil en el umbral y apretó los puños al saberse desarmado.
—Ouragós Alcímenes, sé que no soy un buen espartano. Por eso he de buscar mi camino lejos de Esparta.
—Eso es imposible y lo sabes; bueno o malo, eres espartano, tu camino es el nuestro. Sabes que son los éforos los que deben juzgar tu conducta y ya puedes imaginar cuál será su decisión. Es preciso que vengas conmigo.
—No lo haré. Mis pasos los guían los dioses, no los éforos de Esparta.
—Escucha, imbécil: yo ya he recibido mi castigo por haber permitido que se produjera tu deserción y por no haber informado de ella cuando debí hacerlo; he asumido mi error y he afrontado el correctivo con dignidad. Ahora haz tú lo mismo.
—Mi dignidad no la mides tú, Alcímenes. Vuelve a Esparta y di que no me has encontrado, o que estoy muerto.
—Mi castigo, Arimnesto, consiste en no pisar suelo espartano y en sufrir la deshonra hasta que te encuentre. Vivo o muerto.
Se oyó un ruido desde el fondo de la estancia y Arimnesto pudo ver entre la penumbra el cuerpo de Evandro tendido en el suelo.
—Si le has matado...
—Hice lo necesario, como haré contigo. Te lo pregunto por última vez.
—Por última vez, entonces: no iré contigo.
Por un instante ambos callaron. Entonces, una lanza cortó el aire y emergió de la oscuridad del andrón con el brillo de su punta de hierro, rompiendo el silencio con el silbido del fresno rasgando el aire. Arimnesto apenas tuvo tiempo de dejarse caer como un fardo sobre el mismo terreno que pisaba, cuando vio que el ouragós ya avanzaba hacia él con la espada en la mano. Rodó hacia atrás, se incorporó, buscó con qué defenderse. Nada.
—Has tomado una decisión, irén. Aprende la lección, afronta las consecuencias.
La estocada de izquierda a derecha le obligó a saltar hacia atrás sin control y de nuevo cayó al suelo.
—Creo que llevar tu cuerpo hasta Esparta me resultará una carga demasiado pesada. Los éforos habrán de conformarse con tu cabeza.
No había armonía en la escena; los movimientos del ouragós eran proporcionados, compensados, perfectos, pero los de Arimnesto no, estaba desequilibrado y en clara desventaja. Tampoco fue armonioso el golpe que Cavílides, que apareció de repente por detrás, propinó en la espalda de Alcímenes con el bastón que usaba como muleta. El ouragós se giró sin inmutarse.
—No me apenará matarte, campesino —dijo mirándole a los ojos fijamente—, pero sí es una lástima que tenga que hacer lo mismo con tu huésped; habría llegado a ser un gran guerrero, muchos lo pensábamos cuando estaba en la agogé. Quizá después de que le atraviese me arrepienta, pero —hizo una pausa brusca, como si se quedara sin respiración— ¿quién no tiene... algo de lo que... arrepentirse?
El cuerpo de Alcímenes cayó con todo su peso sobre Cavílides con una pequeña y afilada estaca de madera clavada en la nuca. Arimnesto, a su espalda, le miró con tristeza.
—Buena pregunta, espartano. Buena pregunta.