Capítulo 5

Verano de 506 a.C.

Mes de Metagitnion durante el arcontado en Atenas de Alcmeón

Oropia

Ajeno al paisaje que le rodeaba, el joven que una vez había sido espartano avanzaba con la mirada perdida en el horizonte, en el que se dibujaba no muy lejos una pequeña meseta montañosa. El camino desde Oenoe era de apenas una jornada, así que Arimnesto pensó que no valía la pena buscar hospedaje en Oropo; aún quedaba en él algo del típico espíritu espartano de sacrificio, el suficiente como para atreverse a pasar una noche a la intemperie. Además, siendo pleno verano, era incluso más apetecible dormir bajo las estrellas que bajo un techo.

* * *

—No tiene heridas de sangre. Solo le ha golpeado, pero es probable que tenga algo roto. Parece que le ha dado una buena paliza.

—Ha sido por mi culpa. Yo atraje hasta aquí al ouragós, era a mí a quien buscaba.

—Si te planteas ese tonto razonamiento, al menos hazlo bien: de no ser por ti, tanto mi hijo como yo estaríamos muertos hace tiempo. Unos cuantos huesos fracturados me parecen un pago justo.

—Puede ser. Pero yo sentiré la muerte del ouragós como un peso del que habré de liberarme si quiero seguir puro en el camino que me marquen los dioses.

* * *

Marchaba ya la luz del día cuando vio el santuario de Anfiarao. Oropo se encontraba a unos doce estadios de distancia y el camino que conducía hasta ella estaba flanqueado por hospederías y casas de terratenientes eupátridas atenienses.

En el umbral del santuario un sacerdote advirtió su presencia e hizo un mohín al notar su aspecto desaliñado.

—¿Deseas algo, caminante?

—Consultar al dios.

—No es momento. ¿Estás inscrito?

—No.

—Entonces vuelve mañana. No eres tebano, ¿verdad? No, claro; tienes acento dorio. Bien, mañana veremos qué se puede hacer; hay una lista de espera. Ven al alba, será mejor.

* * *

—Sigues con esas extrañas ideas en la cabeza, ¿eh? Dime la verdad: ¿cómo han llegado hasta ahí?

—Siempre he sabido que mis pasos eran guiados por los dioses.

—Pero vamos a ver, muchacho: ¿puedes explicarme de dónde has sacado esa idea?

—No es nada extraordinario. Los dioses me acompañan a mí igual que te acompañan a ti o a cualquier otra persona, pero quizá yo siento más su presencia y soy más consciente de ello. Fueron los dioses los que me dijeron que me alejara de Esparta, que mi destino no estaba allí.

—¿Y qué buscas, Arimnesto, por Apolo?

—No lo sé. Solo los dioses lo saben.

—Un maldito filósofo, eso es lo que eres. Escucha: sin ánimo de desmoralizarte, te auguro una búsqueda sin fin. Porque no hay nada que hayas de buscar; uno debe vivir la vida como mejor pueda y ya está. Te parecerá un pensamiento simple de un simple campesino, pero te aseguro que las cosas son así.

—Quizá... pero piensas así porque los dioses te hacen ver así las cosas.

—Por las barbas de Zeus, muchacho, tienes respuesta para todo.

* * *

Arimnesto pasó la noche en las ramas de un olivo. Eran anchas y robustas, y en ellas encontró el aislamiento de la tierra y el cielo que creía necesitar para purificarse lo máximo posible antes de entrar al santuario. Sin embargo, pese a hallar una posición cómoda en la que descansar, pese a relajar su cuerpo y su mente para que nada pudiera molestarle, pese a cerrar los ojos y no abrirlos hasta el amanecer, no logró dormir.

* * *

—Pero la muerte de Alcímenes no estaba escrita en mi destino. Él apareció aquí, me obligó a salirme de mi camino para matarle, y ahora no sé cómo volver a él. Los dioses no se dirigirán a mí mientras no expíe esa culpa, mientras no limpie esa mancha, mientras tenga ese miasma sobre mí.

—Ya... En fin, si los dioses dejan de hablarte, entonces se me ocurre que intentes hablar tú con ellos. Ve a Delfos y pregúntale a Apolo; tengo entendido que los espartanos tenéis buenas relaciones con aquel santuario.

—Precisamente por eso no puedo ir, Cavílides. Además, te he dicho que los dioses no me hablarán; por mucho que preguntara a Apolo, no obtendría respuesta alguna de él.

—Ah, claro... Pues escucha entonces: dirígete a Oropo, está cerca del estrecho de Euripo, región de la que acabas de volver. En otros tiempos fue territorio tebano pero ahora lo es ateniense, así que tampoco has de temer nada en ese sentido. Allí está el santuario de Anfiarao, el héroe argivo.

—¡Ja! ¿Ya que no puedo preguntar al Apolo délfico me recomiendas que baje en el escalafón y acuda a la consulta de un simple héroe divinizado?

* * *

El sacerdote abrió la puerta del santuario y la luz se coló dentro iluminando la estatua de Anfiarao que había en el interior. La sombra del olivo entró como cada mañana hasta el pedestal de mármol pentélico de la escultura, y al sacerdote le dio un vuelco el corazón cuando vio al mismísimo espíritu del héroe Anfiarao apoderándose de su propia efigie marmórea y envolviéndola con un manto de negrura.

Con lentitud ceremoniosa, el sacerdote se giró y miró detrás suyo, y vio al espíritu de Anfiarao descendiendo del olivo a la par que su sombra descendía también de la estatua; ciertamente tenía un aspecto algo desaliñado para tratarse de un héroe.

—¿Ahora ya es momento, sacerdote?

—¡Por los perros de Hécate, me has dado un susto de muerte! No habrás dormido ahí...

—No he dormido pero sí he pasado ahí la noche. Dormir debo hacerlo dentro del santuario, creo.

—¿No sabes que los olivos son sagrados en todo el Ática? Si alguien te hubiera visto y te hubiera matado por ello, nada se le podría haber reprochado.

—Salvo que quizá yo no lo habría permitido. Dime, ¿puedo entrar ya? He venido a buscar una respuesta y ansío obtenerla.

El desaliñado le estaba pareciendo al sacerdote algo irrespetuoso e impulsivo, y eso le desagradaba.

—Muchacho, ya te dije que hay que inscribirse en una lista de espera.

—Pues inscríbeme, te lo ruego. Me llamo Arimnesto.

—Bien —refunfuñó—, Arimnesto; ¿de dónde eres?

Quedó pensativo antes de contestar.

—De Esparta.

—Aguarda aquí, Arimnesto de Esparta.

El sacerdote desapareció en el interior del santuario, y Arimnesto recuperó en su mente el pensamiento que tantas veces le había acompañado: si el haber desertado del ejército lacedemonio, el haber abandonado aquello para lo que todo espartano vivía y de lo que ansiaba formar parte por encima de cualquier otra cosa, si ese acto no le habría hecho ya perder inevitablemente su condición de espartano.

* * *

—No, Arimnesto; en ese santuario no escucharás a Anfiarao. No escucharás otras voces que no sean la tuya propia. Allí te harán dormir, muchacho, y mientras duermes hablarás con los dioses, y estoy seguro de que de ese modo ellos te concederán audiencia.

—Estás de broma.

—Allí soñarás, Arimnesto, y verás a los dioses. No te quepa duda: solucionarás tu problema visitando el oráculo del sueño.

* * *

—Tienes suerte, muchacho. En esta época, con el calor que hace, pocos son los visitantes al oráculo. Vuelve mañana cuando despunte el sol, igual que hoy. Y no olvides traer un dracma y el animal sacrificial.

Claro, qué necio. Todo dios exige una ofrenda de sangre para poder ser consultado, así que un héroe no iba a ser menos. Cavílides tampoco había pensado en eso.

—¿Qué animal? ¿Dónde puedo conseguirlo por aquí?

—Un carnero. Un carnero joven. En el camino hacia Oropo encontrarás granjas cuyos propietarios los tienen abundantes; te venderán gustosos los que quieras.

—Gracias, sacerdote. Hasta mañana.

—Hasta mañana. Y por Zeus Tonante, no duermas en el olivo.

* * *

—Despunta ya el sol; es mejor que te vayas ahora y aproveches que aún no aprieta el calor. No lleves armas, no creo que te permitan entrar con ellas y no sabrás dónde dejarlas. Además, tampoco las necesitarás. Toma estos dos dracmas, creo que precisarás al menos uno; es en lo que los sacerdotes valoran cada consulta. Imagino que estarás en el santuario varios días; llena un hatillo con alimentos que no se deterioren mucho con el calor, cógelos tú mismo de esa alacena.

—Te preocupas como si fueras mi padre, Cavílides. Te lo agradezco.

—Agradécemelo cuando regreses contándome todo lo que hayas visto allí. Nunca he visitado un oráculo y me gustará escucharte. Y por Apolo Sanador, Arimnesto: ¡no vuelvas sin haberte curado!

* * *

El esclavo se apercibió de que faltaba un carnero en cuanto hizo el recuento matutino. Cuando informó del robo a su amo, este suspiró sin más, como si el hecho fuera algo habitual: tenían abundante ganado ovino en la hacienda, esta era grande y difícil de guardar, el santuario de Anfiarao y su demanda de carneros a los consultantes se hallaba apenas a un par de estadios... No cabía más que adoptar una actitud de paciente resignación, después de todo su familia era rica y podía permitirse perder un animal de vez en cuando.

—Pero amo, acabaremos quedándonos sin ganado.

—Puede ser —dijo, con aire despreocupado—; cuando eso ocurra iremos a vivir definitivamente a nuestra casa de Alopece.

—Permite que te diga que no pareces tomarte muy en serio el cuidado de la hacienda de Lisímaco, tu padre.

—Mi padre apenas viene por aquí, ya lo sabes; los achaques de la edad no se lo permiten. Y reconozco que yo tampoco tengo mucho interés en conservar estas tierras; en primer lugar, esta región, como bien sabes, pertenece a Atenas solo desde los tiempos de Solón, y los tebanos nunca han estado muy conformes con que sea así; y en segundo lugar, prefiero el bullicio de nuestra polis al aburrimiento de la vida rural. Así que quien se haya llevado ese carnero en el fondo ha hecho un acto de caridad hacia mi persona, y seguro que el animal le beneficiará más a él que a mí.

—Tú sabrás lo que haces, Arístides.

Arimnesto escuchó la conversación oculto a escasa distancia, mientras con ambos brazos inmovilizaba y amordazaba a un pequeño carnero que apenas tendría diez meses. Le alivió saber que la falta del ovino no suponía un grave contratiempo a su propietario, al menos no mayor del que le supondría a él mismo no disponer del animal. Pensó que tal sentido de la justicia no dejaba de ser una excusa para justificar lo que había hecho, pero se alegró de que ese tal Arístides lo compartiera. Quién sabe, quizá algún día los dioses permitieran que sus caminos volvieran a cruzarse y entonces pudiera compensarle por el carnero.

Dos días llevaba ya Arimnesto recluido en una minúscula sala del santuario. Sentado en el suelo, envuelto por la penumbra, solo recibía la visita de un servidor del oráculo que de cuando en cuando le traía comida cuya composición no lograba adivinar, pero que desde luego no contenía carne ni pescado sino hortalizas, verduras y hierbas de extraño sabor. Para beber tenía a su alcance una pequeña crátera llena de algo parecido a agua con un fuerte regusto a piedra. Hacía tiempo que tenía retortijones en el estómago y comenzaba a encontrarse mal a causa de la dieta a la que estaba siendo sometido. Sus ojos se habían habituado a la semioscuridad, sus oídos al silencio y su nariz a los hedores viciados que provenían de la estancia, de su propio cuerpo, de su boca. ¿En esas condiciones iba a acometer el viaje onírico del que le había hablado Cavílides? Y para colmo, desde que estaba allí había sido incapaz de conciliar el sueño; su malestar general solo le concedía pequeñas cabezadas que le hacían sentirse aún peor. Aquello no iba bien, no podía ir bien.

El sacerdote ya le había advertido de que el proceso iba a ser duro, que debía cumplirse muy estrictamente con el ritual y que si abandonaba antes de llegar al final el héroe Anfiarao podía sentirse ofendido. «Pero un espartano no se rinde nunca, ¿verdad, muchacho?». Las manos de Arimnesto jugaban a oscuras con una pequeña tablilla de plomo que tenía grabadas las cabezas de Anfiarao por un lado y la diosa Higiea por otro. «No la sueltes ni por un momento; el héroe y la hija de Asclepio han de acompañarte todo el camino». Un estado de perpetuo sopor se había apoderado ya de él, no distinguía lo que veía de lo que imaginaba porque la oscuridad y el silencio que envolvían la pequeña sala estaban también en su interior, en su mente. Día y noche no eran ya para él sino la misma cosa, como la misma cosa eran visión y ceguera, y vigilia y sueño, y luz y oscuridad. No opuso resistencia cuando sintió que unos brazos le levantaban y le llevaban en volandas a otro lugar, también oscuro y silencioso. No abrió los ojos (¿o los tenía abiertos sin ver?) cuando oyó la voz del oniromante, el intérprete de sueños, salmodiando unas palabras rituales ante un altar antes de abrirle la garganta al carnero que dos días antes Arimnesto había entregado al sacerdote. No los abrió tampoco cuando un olor nauseabundo de sangre y vísceras le golpeó el rostro, ni cuando aquel individuo comenzó a desollar al animal con habilidad y precisión consumadas. No se opuso cuando, con el pellejo aún sangrante sujeto entre sus brazos, le llevaron de nuevo casi a rastras hasta una sala mucho mayor que la primera donde había gente durmiendo; ni cuando le quitaron la piel del carnero y la extendieron en el suelo, ni cuando le obligaron a tumbarse sobre ella y a dejarse envolver por su pestilente olor.

«Ahora duerme, Arimnesto de Esparta; duerme y sueña».

Esparta

La esposa de Alcímenes dio a luz asistida por su madre y la madre de su esposo. Era primeriza, y aunque en los últimos nueve meses no había oído hablar de otra cosa que del valor de las mujeres espartanas, de su entereza y de que eran las mujeres con más coraje de toda la Hélade, ella tenía miedo. El dolor había sido insoportable desde por la mañana, y ahora que el feto acababa de abandonar su cuerpo se encontraba tan débil que no podía ni siquiera sentir el alivio por el fin de su padecimiento.

—Es un varón —le susurró su madre.

La esposa de Alcímenes dio a luz el día en que Cleómenes volvió de Eleusis. En toda Esparta se sabían ya los desmanes que el rey agíada había cometido en el Ática; el otro rey se había ocupado de que así fuera. La decisión de Demarato de abandonar a su homólogo en plena campaña no tenía precedentes desde que la diarquía era la forma de gobierno en Esparta, y por ello Demarato había aprovechado los días de ventaja que le llevaba a Cleómenes para justificar ante los éforos su sorprendente retirada. En cuanto pisó suelo espartano, Cleómenes fue convocado para dar explicaciones. De camino al edificio de reunión de los éforos, el rey pasó junto a la casa de Alcímenes, pero no oyó el lamento de la madre del ouragós.

—El parto ha sido duro, ha perdido mucha sangre. No vivirá.

La esposa de Alcímenes dio a luz el día en que Alcímenes murió. Si fue o no en el mismo y exacto momento, solo los dioses lo sabían. El rey Cleómenes había impuesto al ouragós un duro castigo por haber perdido a un hombre, un irén, delante de sus propias narices. «No regreses sin él, estúpido; tráelo vivo o muerto. Te aseguro que pediré a los éforos que tu estirpe sea degradada al nivel de los «inferiores» hasta que no le encuentres. Pagarás cara tu incompetencia». Lo desproporcionado de la sanción únicamente podía explicarse porque el rey acababa de sufrir la humillación de que Demarato y la Liga Peloponesia le dejaran tirado en el campo de batalla, y no podía consentir que un simple irén se atreviera a hacer lo mismo. Alcímenes se vería privado entonces de volver a ver viva a su mujer y de asistir al nacimiento de su hijo varón. Su madre se lamentó por ello.

—Si al menos su esposo estuviera aquí para darle alguna palabra de consuelo antes de morir...

La esposa de Alcímenes dio a luz el día en que la vida la abandonó. Agotada hasta la extenuación, al parecer el feto no estuvo nunca en buena posición y los dolores habían sido terribles. Los desgarros producidos en el momento de dar a luz le habían provocado una enorme hemorragia, y con la sangre se le fue marchando también el aliento. Con las fuerzas que le quedaban levantó la cabeza para que lo último que sus ojos contemplaran fuera a su hijo. La muerte le sobrevino con rapidez pero le dejó tiempo para pronunciar una última bendición para el retoño.

—Hijo, sé tú como una prolongación de tu padre Alcímenes, y que los dioses te permitan superar sus éxitos y hacer olvidar sus reveses...

* * *

—Explícate, rey Cleómenes.

Los cinco éforos se hallaban sentados frente al rey, que permanecía de pie con aire orgulloso y desafiante.

—No hay nada que desee explicar. Preguntad lo que queráis saber y os responderé, éforos.

—Sea. El rey Demarato te ha acusado de tener un acuerdo personal con el ateniense Iságoras, hijo de Tisandro, y de haber utilizado la Liga Peloponesia y el ejército espartano en beneficio propio.

—Eso demuestra que Demarato no tiene ni idea de gobernar. Por supuesto que existe ese acuerdo, y por supuesto que he buscado mi propio beneficio. Porque todo lo que beneficia al rey de Esparta beneficia a Esparta. Iságoras no era más que un instrumento para extender nuestra influencia por territorio ático, una marioneta que hubiéramos manejado a nuestro antojo. Gracias a mi colega Demarato, ahora en Atenas tienen a otro líder que no se dejará guiar por Esparta.

Los éforos conocían la vehemencia de palabra y de obra del rey Cleómenes, así como su crueldad y espíritu vengativo. Conscientes de que ellos solo ocuparían su cargo durante un año y que luego dejarían de ser inviolables, no querían contrariar demasiado al agíada, así que el éforo epónimo habló intentado que su voz sonara con una mezcla de aplomo y prudencia.

—Pero tus métodos no son los adecuados, rey Cleómenes. Cometer actos sacrílegos y matanzas indiscriminadas, engañar a la Liga Peloponesia... Les hiciste creer que Atenas tenía un ejército que les amenazaba, cuando tal ejército se formó únicamente debido a tu presencia en el Ática.

—¿Qué importan los medios si el fin vale la pena? Si Demarato no hubiera tenido miedo ahora Esparta controlaría Atenas; en cambio, ellos se han hecho fuertes, han aplastado a nuestros aliados tebanos y calcídeos, y esos triunfos probablemente les harán ingobernables en el futuro; y por tanto, peligrosos.

—Rey —dijo el epónimo—, no falta razón en lo que dices pero debiste poner al corriente de tus planes a Demarato y, sobre todo, a nosotros. Recuerda que a Esparta no la gobiernan sus reyes sino sus éforos.

—¡Por los Dióscuros! —Cleómenes se enfureció—. ¡Para mayor gloria de Esparta, y por tanto vuestra, hice lo que hice! Parece mentira que os cueste tanto ver lo evidente. Deberíais estar haciéndole preguntas a Demarato en lugar de a mí: fue él, no yo, quien transgredió la ley espartana e hizo lo que ningún otro rey había hecho jamás desde Licurgo.

—Demarato ya estuvo ante nosotros igual que lo estás tú ahora. Y tienes razón en que lo ocurrido fue indecoroso y que los argumentos presentados por el diarca euripóntida, sean ciertos o no, no son una excusa para lo que hizo. Así que para evitar que vuelva a producirse la bochornosa situación de Eleusis, nosotros los éforos dictaminamos que nunca volverán a ir juntos en campaña los dos reyes de Esparta. Hemos acordado que uno de ellos permanecerá en los límites de la polis mientras el otro marche a la batalla.

—¿Eso es todo? ¿Así castigáis su defección? ¡Destronad a ese bastardo, ni su sangre ni sus agallas merecen llevar la corona de Esparta!

—Controla tu lengua, Cleómenes. Si quieres acusar a Demarato de algo, hazlo; si no, como buen espartano, ahorra palabras.

—Por Heracles que lo haré, éforos... a su debido tiempo.

El rey giró los talones poniendo fin a aquel encuentro, que los éforos tampoco tenían interés en prolongar más de lo debido. Cuando marchaba, un servidor de los éforos, un ilota, entró en la sala.

—Entra, esclavo, y di lo que sea. El asunto del rey Cleómenes ya ha sido zanjado.

El ilota se acercó al epónimo y le susurró algo al oído.

—Éforos, escuchad —dijo después este—: conocéis la costumbre espartana de no recordar el nombre de nuestros muertos más que cuando caen en combate, si son varones, o cuando lo hacen al alumbrar una nueva vida, si son hembras. Pues sabed que una lápida debe ser inscrita con el nombre de una valiente espartana que ha dado su vida por nutrir a Esparta de futuros guerreros. Su nombre será recordado con honor y veneración, su esposo será honrado por haber sabido escoger mujer tan valerosa, y el hijo nacido de ambos será criado por Esparta para que algún día pueda superar en valor a su madre. ¡Honremos todos a Teleutia, esposa de Alcímenes!

Cleómenes, desde el umbral, oyó la proclama del éforo y se quedó pensativo. No sabía de qué, pero el nombre de Alcímenes le sonaba, le sonaba mucho.