Capítulo 7
Otoño de 498 a.C.
Mes de Boedromion durante el arcontado en Atenas de Frasicles
Mar Egeo
«El balanceo me provoca náuseas. Ese milesio creo que también. Él también se balancea de un lado a otro, entre dos extremos, jugando con unos y con otros, mareando a quien le mira. Valiente embaucador; veinticinco trieras helenas ha arrastrado hasta el Asia para que hagamos la guerra a los persas, y sin embargo yo le he visto departir amigablemente como si tal cosa con el enemigo, con esos asiáticos que según él oprimen a su pueblo y no le dejan vivir en libertad. Y resulta que esa libertad que reclama se la habíamos de conseguir nosotros los atenienses para que él la custodiara y administrara según su criterio, porque quien gobernaría en Mileto sería él, no los milesios. Cosa que ya hacía, por cierto, porque los persas se limitaban a cobrar un tributo y a mantener una guarnición de soldados en la polis. Entonces, por el divino Apolo: ¿para qué nos ha hecho venir?
»No comprendo cómo nadie puede estar ahí, metido en el casco de la triera, casi bajo el nivel del mar, respirando inmundicias y sin ver la luz del sol; y además, remando. Dioses del Olimpo, tanta gente para hacer que un pequeño barco se mueva por el agua. Creo que el mareo me está haciendo desvariar. Aristágoras, tú tienes la culpa de todo. Tú y ese necio pomposo de Hipérides, que me metió en la cabeza esas estúpidas ideas sobre el orgullo del demos, la gloria de Atenas y todo aquello. Le vi morir. En Éfeso, en la batalla; le vi morir. Vi su cuello atravesado por una finísima saeta que se coló por debajo de las carrilleras de su casco. No hacía más que quejarse del calor que le daba el casco y de que no le dejaba oír nada, pero cuando le decíamos que si le molestaba no se lo pusiera, apelaba a su sentido de la disciplina y se lo calaba hasta el fondo. De qué le ha servido. Ha pasado calor y encima ahora está muerto. Atravesado por una flecha y luego despanzurrado por los caballos que montan esos demonios de pantalones largos. Quien diga que un caballo nunca se atreverá a pisar a un hombre, miente; lleva al animal a una batalla y verás cómo destroza con sus pezuñas todo lo que se le ponga por delante. Ese necio pomposo se ha quedado allí, en el suelo de Éfeso, con el cuello atravesado y reventado por los caballos. Sus pezuñas se enredaban en sus tripas. Creo que voy a vomitar...
»Una trampa. A mí esto me huele a trampa. En Sardes pillamos a los persas desprevenidos, no se imaginaban que fuéramos capaces de llegar hasta la capital; o eso nos hicieron creer. Luego se hicieron fuertes en la acrópolis y nos obligaron a marchar sin acabar el trabajo. Y durante todo el viaje de regreso sus arqueros nos estuvieron hostigando; por Zeus, parecía más una huida que un regreso victorioso. Y al llegar a Éfeso... ahí nos salvamos los que pudimos. No me extrañaría que todo esto lo hubiera maquinado Aristágoras para sacarnos de Atenas, y que ahora volvamos y nos encontremos nuestras casas saqueadas por los persas. Pero no, qué estoy diciendo; no hemos sido tantos los que nos hemos marchado, allí se han quedado muchos más. Además, yo vi con mis propios ojos cómo Aristágoras tomaba una antorcha y prendía los cortinajes del palacio de Sardes; un aliado de esos bárbaros no habría hecho eso. O sí, quizá solo quería hacernos creer lo que le interesaba. La cabeza me da vueltas, creo que voy a volver a vom...»
—¿Estás mejor?
Evandro entreabrió los ojos al oír esa voz cordial, y se dio cuenta de que estaba tiritando de frío pese a tener todo su cuerpo cubierto por una manta. En la boca notaba un gusto repugnante a sal, la sal del mar.
—No. —Quiso ser sociable pero el estómago y la cabeza parecía que hubieran intercambiado su lugar dentro de su cuerpo—. ¿Qué me ha pasado?
—Te caíste al agua. Hacía tiempo que te observaba, tenías cara de estar en el mundo de los muertos más que en el de los vivos, y finalmente decidiste bajar a saludar a Poseidón.
—Me mareé, no estoy acostumbrado al movimiento de un barco —se excusó Evandro—; aunque durante el viaje de ida no me encontré mal en ningún momento.
—El cuerpo humano no es una máquina, lo que hoy no nos duele quizá mañana nos haga padecer. ¿Cómo te llamas?
—Evandro, del demos de Oenoe, de la tribu Hipotóntide. Tú eres el jefe de navío, ¿verdad?
—Así es. Me llamo Arístides, del demos de Alopece, en el Asty.
Evandro pensó que la planta de aquel hombre era impresionante. Alto y bien proporcionado, vestido impecablemente con una coraza impoluta, tenía un aspecto muy juvenil pese a que sin duda estaría ya rondando su madurez.
—Bebe un poco de agua —dijo Arístides—, te ayudará a deshacerte del sabor del mar.
El hijo de Cavílides bebió el agua que le ofreció el jefe de navío en un pequeño kylix, mientras seguía escuchándole.
—Ánimo, hombre, que pronto llegaremos a Atenas. Entretanto, piensa en lo que hemos hecho en Sardes, Evandro, y siéntete orgulloso de haber contribuido a que nuestros amigos jonios se zafen del yugo que los bárbaros persas les pusieron en el pasado. La revolución que se ha producido en nuestra polis es contagiosa, amigo; en toda la tierra helena se quiere disfrutar de los mismos beneficios que ahora tienen los atenienses, pero no en todas partes el camino es igual de llano. Nosotros tuvimos que expulsar a un tirano y luego sacudirnos la presión de los espartanos, ese pueblo de melenudos que hacen alarde de no querer meterse nunca en ningún fregado y sin embargo están siempre metidos en todos; pero nuestros vecinos jonios lo tienen más difícil. El poder persa es enorme y no le será fácil a Aristágoras librarse de ellos. Sin embargo, nosotros hemos hecho lo que teníamos que hacer, hemos abierto la brecha que Aristágoras necesitaba; hemos demostrado que los persas no son invencibles.
—¿De verdad crees que hemos abierto alguna brecha? —preguntó ingenuamente Evandro.
—No lo dudes, amigo. Los persas no se esperaban que nadie les atacara, y mucho menos en la mismísima capital de la satrapía. Para hacer prevalecer la justicia y la libertad había que hacerles la guerra; eso es lo que hemos hecho, y ahora esos bárbaros se andarán con ojo cuando...
—Pero —interrumpió Evandro, con un hilo de voz— si nos han masacrado en Éfeso...
—Como te digo, así es la guerra. Las batallas son necesarias para que haya paz, la injusticia para que haya justicia, la muerte para que haya vida. Que no te lleve a engaño la impresión que seguramente causamos ahora, un puñado de atenienses maltrechos y malheridos que regresan a su patria con el rabo entre las piernas. Lo importante es que lo que fuimos a hacer a Jonia, lo hicimos. La semilla está sembrada, ahora Aristágoras se encargará de que germine.
La perorata le sonaba a Evandro igual que el discurso que había escuchado de boca de Aristágoras en la colina Pnyx. Y si entonces aquellas palabras enardecieron su ánimo, ahora todo le sonaba a cháchara hueca. Sin embargo, Evandro había visto algo en Arístides que en las palabras del milesio no había logrado entrever: el ateniense realmente creía en lo que decía.
—¿Tienes familia, Evandro de Oenoe? —prosiguió Arístides, evidenciando un placer sincero en hablar con desconocidos.
—Sí, mi mujer y yo vivimos en la hacienda de mi padre. —Y al instante se avergonzó de su imperdonable olvido—. Y acabo de tener un hijo, que ahora tendrá ya nueve meses.
—Encomiable, amigo, realmente encomiable. Antepones la salvaguarda de los principios de tu ciudad a tu propia familia. Pocos he conocido como tú que alcancen a percibir que defender lo que sostiene a la polis es defender a la familia. Tu padre debe de estar muy orgulloso de ti.
—Sí, así es...
Oenoe
—¡Por todos los dioses del Olimpo, Hipareta, si no eres capaz de hacer callar a esa criatura lo haré yo mismo!
La edad hacía que Cavílides fuera cada vez menos diplomático, y eso que apenas cargaba con algo más de cinco décadas de vida sobre sus hombros, pero le pesaban como si fueran el doble.
—Hazlo entonces. Y cuando tenga hambre le das el pecho también.
Su nuera tampoco andaba sobrada de diplomacia, sobre todo desde que su marido se había marchado a salvar a los jonios del monstruo persa y la había dejado viviendo en la casa del desconocido que era su suegro y con un recién nacido en los brazos. Con apenas dieciséis primaveras y un genio que ya quisiera para sí el dios Ares, la joven Hipareta odiaba a su suegro, un rudo campesino sin modales, porque le hacía la vida imposible; odiaba a su marido, al que apenas conocía ya que se trataba de un matrimonio concertado entre familias, por haberla dejado abandonada; y odiaba hasta a su padre por haber consentido a que se realizara semejante unión de la que nadie salía beneficiado salvo quizá él mismo, que probablemente vio en el casamiento de ambos jóvenes un medio de librarse de ella.
La obvia inexperiencia de Hipareta como madre exasperaba a Cavílides, que era incapaz de mostrarse comprensivo con la joven; una mujer debía saber esas cosas por naturaleza, pensaba, y el hecho de que Hipareta las desconociera la convertía en un ser especialmente inútil. Salió de la casa a echar un vistazo a los campos de grano y a los viñedos, sabiendo que a duras penas salvarían la cosecha aquel año. El joven Melesígenes, el esclavo que le había proporcionado Hipérides, había resultado ser más inservible en el campo que su nuera en las labores de casa, ya que estaba acostumbrado únicamente al trabajo administrativo del cabecilla político: a escribir en tablillas de cera y cosas así, nada que ver con las duras tareas agrícolas que un pequeño propietario como Cavílides debía afrontar cada día. Quizá si nuera y esclavo intercambiasen entre sí los quehaceres, todo funcionaría mejor.
—¡Patán, hijo de mala madre! ¡Estás destrozando las vides!
—Amo, hago lo que me dijiste, corto los brotes que se han secado...
—¡Pero estás dejando las cepas mondas y lirondas!
Aún no había transcurrido un año de la partida de Evandro y su padre le echaba en falta como nunca pensó que lo haría. No solo para que le ayudara a sobrellevar la vida con los dos calvarios humanos que le había metido en sus propios terrenos; no solo por la incertidumbre de no saber si estaría vivo o muerto, ya que según sus noticias la expedición aún no había regresado al puerto de Falero; sino, y quizá sobre todo, porque no compartía en absoluto las razones que movieron a su hijo a embarcarse, y deseaba que su aventura le hiciera ver las cosas como él las veía. Cavílides no era un eupátrida pero pensaba como si lo fuera, defendía la idea de que en la vida tenía que haber ricos y pobres, aristócratas y campesinos, y que a unos les correspondía estar arriba y a otros abajo. Estaba convencido de que la mano dura era necesaria para gobernar desde una pequeña hacienda hasta una polis o un imperio. Así que, cuando el pueblo ateniense se deshizo del tirano Hipias, y ya habían pasado unos cuantos años del suceso, y al poco hizo su aparición el reformista Clístenes con su isonomía, su distribución en nuevas tribus y sus asambleas multitudinarias, Cavílides vio con pesar que el mundo en el que él creía desaparecía de la noche a la mañana y en su lugar aparecía otro sin pies ni cabeza. Secretamente, Cavílides admiraba las recias y autoritarias costumbres de Esparta, y también admiraba la inmensidad y el poder del imperio persa, del que había oído hablar a algunos viajeros. Un poder capaz de mantener en paz tantos pueblos como los que abarcaba la mano del rey persa no podía ser malo. Por ello, ver partir a su hijo a una lucha contra un enemigo que él admiraba, y en defensa de unos ideales que detestaba, había sido casi tan duro como el temor a no volver a verle con vida.
—Muchacho, te lo repito por última vez —le dijo al esclavo—: vuelve a casa del primer magistrado, vuelve con tus letras y tus tablillas de cera ¡y deja de destrozarme las vides!
Pero Melesígenes era consciente de que, pese a deberle obediencia a Cavílides, en primer lugar se la debía a Hipérides.
—No puedo, amo, mi señor me castigaría cuando volviera de Asia si me encontrara ocioso en casa.
Cavílides entornó los ojos, buscando en su interior alguna razón para contenerse y no echar a patadas a aquel individuo.
—Bien —suspiró resignado—, pues entonces entra dentro y haz callar a aquella criatura. O mejor, haz callar a las dos criaturas que encontrarás allí.
En efecto, su mundo se desmoronaba. Sus ideales se habían convertido en ideas caducas ancladas en un pasado que había que olvidar; su hijo, con quien nunca había sintonizado demasiado bien, quizá no volviera a ser visto con vida por sus ojos; los trabajos en las tierras, en su propia hacienda, la que había heredado de sus padres y estos de los suyos, le superaban ya que estaba él solo para hacerles frente y la edad comenzaba a pesar sobre sus brazos. Se sentó en el suelo a la sombra del olivo, el único que había en su terreno, y contempló el horizonte, un horizonte que veía cada vez más borroso. También eso empezaba a fallarle. Cerró los ojos como si quisiera preservar la poca vista que le quedaba y no desperdiciarla mirando el paisaje, y dejó que el tiempo transcurriera al ritmo que el buen Zeus tuviera a bien marcar, rogando por que le mandara alguna salvación para su pequeño universo.
Cuando los volvió a abrir había anochecido. Cavílides se levantó, desentumeció los músculos y se dispuso a dirigirse a la casa, cabizbajo y resignado, con el entusiasmo de quien sabía que allí le esperaba la misma batalla diaria que venía librando desde hacía ya casi un año.
—Has dormido una buena siesta, Cavílides; debes de estar bastante desocupado para permitirte esos lujos.
Sin volverse, Cavílides elevó la vista al horizonte, abrió los ojos como platos y sonrió porque había reconocido al instante esa voz y el inconfundible acento dorio que la adornaba.