Capítulo 12

Otoño de 485 a.C.

Mes de Pianepsion durante el arcontado en Atenas de Filócrates

Esparta

—Comparece ante los éforos el espartano Jenares, «bienhechor» de la aldea de Cinosura.

La voz del ilota resonó en la pequeña sala en la que se hallaban sentados los cinco éforos. Al momento entró por el umbral un individuo, que aparentaba menos años de los muchos que ya tenía, ataviado con un sencillo himatión.

—Salud, nobles éforos. —El recién llegado vio a su rey sentado a la diestra de los éforos e hizo una imperceptible mueca de disgusto—. Salud también para ti, rey Leotíquidas.

—Jenares —dijo el éforo epónimo sin molestarse en devolver el saludo—, compareces ante el eforado a petición tuya. Expón lo que desees manifestarnos.

—Éforos, vengo a informaros del asunto que se me encargó hace ya un tiempo, cuando hacía solo un año que yo había sido honrado con el título de «bienhechor» de mi aldea. Pero mi petición de audiencia iba dirigida únicamente a vosotros; no entiendo la presencia del rey aquí.

—«bienhechor» Jenares —se apresuró a responder Leotíquidas—, yo te conozco: formaste parte de la guardia del impostor Demarato hasta que fue depuesto; enseguida solicitaste que te licenciaran, al haber cumplido los sesenta años, y al poco, como premio por haber sido toda tu vida un guerrero ejemplar y haber destacado siempre en el combate, fuiste nombrado «bienhechor». Conozco y aprecio tus cualidades. Te digo esto para que veas que no estoy en esta sala de paseo sino porque me interesa mucho lo que un excelente guerrero como tú lo has sido tenga que decir a los éforos. Además, soy tu rey. Mi presencia no debería incomodarte.

Jenares era uno de los cinco «bienhechores» que existían en Esparta, escogidos de entre los trescientos caballeros que constituían la guardia personal de los reyes. Eran soldados veteranos que rondaban ya la sesentena pero cuya fortaleza física y vigor causaban envidia a los «iguales» más fornidos. Un «bienhechor» era un consumado guerrero, experto luchador y hábil con la espada y la lanza; si los caballeros eran la élite del ejército espartano, ellos eran la élite de los caballeros. Por eso se ocupaban, por encargo de los éforos, de algunos asuntos particularmente delicados que por su especial naturaleza convenía que fueran tratados de manera discreta y diferente. Su nombre daba a entender que su misión era restablecer el orden, poner las cosas en su sitio, hacer que todo estuviera como tenía que estar. El hecho de que los «bienhechores» se escogieran entre la élite del ejército revelaba los métodos de que seguramente se valían para cumplir con sus cometidos.

—También yo te conozco a ti, Leotíquidas —respondió Jenares, a quien la edad le había concedido la audacia de no tener pelos en la lengua—: conozco los medios de que tú y Cleómenes os servisteis para deponer a Demarato, quien siempre ha sido mejor rey que tu cómplice; conozco los sobornos a la pitia de Delfos para que profetizara en contra de Demarato, a quien tú usurpaste la corona. Y no he dicho que me incomodara tu presencia, al menos no más de lo que me incomodó siempre la de Cleómenes. Pero si ha de haber un rey presente mientras hablo, sin duda preferiría que se tratara del agíada Leónidas y no tú.

El rostro de Leotíquidas se oscureció.

—Te atreves a hablar así porque Cleómenes ya está muerto; de seguir con vida, te atravesaría por tu atrevimiento sin pestañear. Tienes suerte de que yo no soy tan visceral como lo fue él, y pasaré por alto tus palabras. Di lo que tengas que decir y vete ya.

—Calmémonos todos un poco —intervino el epónimo—. Jenares, ¿cuál es ese asunto al que te refieres?

—El hijo de Alcímenes.

Los éforos cuchichearon entre sí durante unos instantes. Uno de ellos se dirigió a Jenares.

—«Bienhechor», corrígeme si me equivoco: se te encargó que encontraras a un tal Hipógenes, joven que escapó durante su agogé y de quien se sospechó que pudo trabar contacto con ciertos elementos subversivos ilotas. ¿Es así?

—Se me encargó que le encontrara y le matara.

—¿Cuándo dices que se te encomendó ese asunto?

—Hace seis Carneas.

—¿Y tanto tiempo lleva ese asunto pendiente? —preguntó, enojado el epónimo—. Espero que vengas a comunicarnos que ya ha quedado zanjado.

—Te equivocas, éforo. No está zanjado.

Antes de que el epónimo pudiera replicar, habló otro de los éforos.

—Pero recuerdo que se le dio por muerto. ¿De dónde salieron las sospechas de esos contactos con los ilotas?

—De la mente de Cleómenes, de quién si no.

—¿Y en qué se basó para ello? ¿Lo sabes?

Jenares miró a Leotíquidas, calculando lo que iba a decir, y finalmente habló sin ningún pudor:

—¿En qué pudo basarse sino en el hecho de que él mismo también mantenía esos contactos?

Leotíquidas se levantó como si tuviera un resorte en su asiento.

—¿Cómo te atreves a ensuciar el nombre de tu antiguo rey? ¿Acusas a Cleómenes de haber sido un traidor? ¡Pagarás esa afrenta con la muerte!

—A mis sesenta y cinco años, Leotíquidas, pocas cosas me importa ya pagar. Y pareces ignorar, quizá porque no es tu caso, que si hay algo que a un espartano le preocupa bastante poco es la muerte. Sospecho que Cleómenes sabía de alguna manera que el muchacho vivía y que congeniaba con los ilotas más radicales, y temía que alguien que le odiaba tanto, como seguramente lo hacía ese muchacho, pudiera llegar a hacerse fuerte entre los ilotas y dificultara sus negociaciones con ellos. Sospecho también que desconocía el paradero del muchacho, y por ello encargó el trabajo sucio de quitarlo de en medio a los «bienhechores». Por mediación de los éforos de turno, por supuesto.

—Es muy grave lo que estás diciendo, Jenares —intervino de nuevo el epónimo—. Pero sea como fuere, es agua pasada. En primer lugar, el rey Cleómenes está muerto; en segundo, los ilotas no han dado señales de que pretendan sublevarse; y en tercer lugar, supongo que tú vienes hoy ante nosotros para informarnos de que has matado por fin a ese Hipógenes. ¿No es así?

—Vengo a informaros de que no seguiré siendo «bienhechor», mi edad no me lo permite ya. Habréis de escoger a otro que le mate.

—¿Cómo? —estalló el epónimo—. ¡Por la descendencia de Heracles! ¿Te presentas ante los éforos lanzando acusaciones contra tu rey muerto basadas en simples sospechas, nos dices que quieres retirarte y, para colmo, declaras que después de no sé cuántos años no has podido hacer algo tan simple como encontrar a un muchacho que no debe de tener más de veinte años? ¿Quién te crees que eres, Jenares?

—Yo no he acusado a nadie, solo he contestado a lo que se me ha preguntado. Y es verdad que deseo dejar el cargo de «bienhechor». Pero en cuanto al muchacho, de nuevo te equivocas, éforo: nunca he dicho que no le haya encontrado.

Platea

—Tarea difícil para un espartano salir de Esparta. Y es una lástima, nos perdemos placeres exquisitos como este vino tuyo; está delicioso.

—Yo lo hice, Calícrates, yo dejé atrás Esparta. Deberías haber venido conmigo.

—¡Ja ja! ¡Ni hablar! Me estoy refiriendo a salir de vez en cuando, no para siempre como hiciste tú.

—Lo hice porque...

—Sí, ya: porque los dioses guiaron tus pasos. Valiente excusa te has buscado. Aunque muy buena, lo reconozco, opinen lo que opinen los dioses al respecto.

—Amigo, no estás acostumbrado al buen vino. Te está haciendo desvariar un poco.

—Sí, es cierto. Permite entonces que eche otro trago, pocas veces tiene un espartano la oportunidad de desvariar y perder su gravedad y compostura.

—Tratándose de ti, Calícrates, diría que esas cualidades nunca las has conocido, a menos que hayas cambiado mucho desde que nos vimos por última vez.

Arimnesto y Calícrates departían animadamente en el patio de la pequeña hacienda del primero, en la polis de Platea. A pesar de la distancia y los años transcurridos, su amistad se había mantenido inquebrantable.

—Antes de que pierdas completamente el sentido de lo que dices: ¿a qué debo el placer de tu visita, Calícrates?

—Siempre tan prudente, amigo Arimnesto. ¿Recuerdas cuando de jóvenes me salvaste la vida matando aquel jabalí que me iba a ensartar con sus afilados colmillos mientras yo estaba caído en el suelo? Se suponía que debía cazarlo yo, es lo que todos esperaban, y por eso tú les dijiste que así había sido. Te debo mi vida y mi honor, amigo Arimnesto.

—Tú habrías hecho lo mismo por mí. Veo que el vino te hace recordar viejos tiempos.

—Sí, eso parece. —De repente Calícrates se puso serio—. Escucha, Arimnesto. Creo que me precipité alarmándote con aquello de los «bienhechores». Creo que no es a ti a quien buscan.

Ambos amigos se miraron fijamente un instante.

—Me alegra saberlo, Calícrates. Sin embargo, no puedes estar seguro, ¿verdad?

—No, claro. ¿Quién está seguro de algo cuando hay algún «bienhechor» de por medio? Pero miraría el rostro de la Gorgona si les interesara otra persona más que tu protegido.

—Hipógenes. Por favor, cuéntame.

—No hace mucho vino a verme el «bienhechor» de Cinosura, un tal Jenares. Me dijo que los éforos estaban interesados en averiguar si cierto muchacho que hacía años había desaparecido de la agogé estaba aún vivo, y que sus indagaciones le habían conducido hasta mis tierras en Mesenia, en Esteníclaros. Me preguntó si yo sabía que aquel muchacho estaba conviviendo con la familia de ilotas que cuidaban el terreno, y por supuesto le dije que no tenía ni idea y que los propios ilotas siempre me habían dicho que los jóvenes que estaban con ellos eran hijos suyos. Me sugirió entonces que les castigara por haberme engañado, y se marchó.

—¿Buscaba a Hipógenes únicamente? ¿Tú no...?

—¿Si mencioné tu nombre? Claro que no. Aún recuerdo lo sabrosa que estaba la carne de aquel jabalí que mataste. Hace seis años te mandé aquel mensaje porque cuando me enteré del interés de los «bienhechores» por el muchacho, pensé que podían llegar a descubrir tu participación en su salida de la agogé. Después de todo, estuviste en Esparta aquellos días y quizá alguien pudo verte. A ti, que además eres un desertor. Y decidí ponerte sobre aviso. Pero después de la visita de Jenares, creo que puedes respirar tranquilo.

—Te agradezco que me lo expliques, pero como te he dicho antes, no puedes estar seguro de que no estén sobre mi pista.

—No, la verdad es que no puedo.

—De hecho, si así fuera y te vieran aquí conmigo, tú también tendrías serios problemas con ellos.

Calícrates puso cara de circunstancias y sus cejas se elevaron hasta ocultarse bajo el flequillo.

—Pues tienes toda la razón. Por Heracles, no se me había ocurrido.

En aquel momento entró corriendo un niño que se arrojó a las rodillas de Arimnesto con una sonrisa en los labios.

—¡Papá, ven a jugar con nosotros!

—Ahora iré, Lacón. Estoy con un amigo, jugaremos cuando acabe de hablar con él.

Por la puerta apareció una joven mujer, su madre, que miró con fingido enfado a su hijo.

—¡Estás aquí, jovencito! ¡Ven aquí y no molestes a tu padre! —dijo, mientras agarraba al niño en volandas y se marchaba con él en brazos.

—¿Lacón? —se sorprendió Calícrates—. Veo que no has perdido del todo tu aprecio por la tierra en que naciste, Laconia.

—Nunca he dicho que quisiera perderlo, Calícrates, pese a lo que pueda parecer. Pero dime una cosa, volviendo al asunto que te ha traído a mi casa: ¿por qué buscan a Hipógenes, por qué durante tantos años? Me cuesta creer que la única razón es que desapareciera de la agogé. Si fuera así, nuevamente sería yo el culpable de su desgracia.

—No lo sé, Arimnesto, pero tienes toda la razón: es muy extraño. En cualquier caso, creo que ese muchacho tiene los días contados. —Bebió un nuevo sorbo de su kylix—. Excelente; si no te importa, me llevaré una ánfora con este brebaje.

—Llévate dos. Calícrates, lamentaría que el haberme ayudado pudiera ocasionarte problemas con los éforos.

—No te preocupes. Soy espartano, ya sabes, no le temo a nada. Pero sí te agradecería que me explicaras a qué viene ese interés tuyo por proteger a ese muchacho. Es un «inferior», no merece tu ayuda ni la de nadie; además, es cojo.

—¿Cojo? ¿De nacimiento?

—No lo creo; de haber sido así los éforos le habrían arrojado a la sima de Apothetas apenas nacer. Secuelas de su paso por la agogé, supongo. El caso es que no podrá ser nunca un «igual» como tú o yo. ¿Por qué entonces te empeñas en protegerle? —y añadió irónicamente—; espera, no me lo digas: los dioses te han dicho que lo hagas, ¿no?

—Te equivocas, lo hago por voluntad propia. Pero ya te lo expliqué cuando fui a Esparta. Él es un «inferior» por mi causa. Además, yo maté a su padre. Y lo hice por la espalda, suciamente, a traición.

—Cuando se ha de acabar con alguien, no importa el cómo, solo importa que muera. En la guerra yo también he matado a muchos hombres que eran padres y ello no me hace responsable de lo que le suceda a sus familias. En fin, tú sabrás, pero a veces es bastante difícil entenderte. Si por casualidad un aedo quisiera alguna vez dedicarte una oda, te aseguro que no sabría cómo definirte ni cómo calificar tus acciones. Siempre has sido un personaje bastante extraño, no sé si alguien más te lo habrá dicho ya.

Arimnesto no pudo reprimir una sonrisa.

—Sí, unos cuantos.

* * *

Por la noche, tumbado la cama, Arimnesto permanecía en silencio con los ojos abiertos contemplando la vacía oscuridad y con la mente sumida en un tumulto de pensamientos. Su mujer, después de cuatro años de convivencia, ya estaba acostumbrada a que su marido se evadiera de esa manera, pero en aquella ocasión decidió preguntarle.

—Esposo, Arimnesto —le llamó ella—, ¿sucede algo?

El carácter de la hermana de Licofrón era sumiso y apacible, y en su rostro se reflejaba esa misma mansedumbre; eso, más que ninguna otra cosa, había decidido a Arimnesto a aceptarla como esposa. Él, a un año de llegar a su madurez, casi le doblaba la edad, pero ella era bastante más madura de lo que correspondía a sus años y eso les hacía congeniar bien.

—Nada que deba preocuparte, Altea. Duerme.

—No tengo sueño pero si me lo mandas, dormiré.

Arimnesto captó el sutil ataque y cedió, aunque con reservas.

—Calícrates es un buen amigo. No me ha traído noticias agradables, eso es todo. Pero no te preocupes, esta noche duerme con nosotros pero mañana volverá a Esparta.

—Como quieras, esposo; dormiré. Buenas noches. —Arimnesto la miró de reojo y dio gracias a los dioses por tener como esposa a la discreción en forma de mujer.

Al día siguiente, antes de que Calícrates emprendiera el camino de regreso a Esparta, Arimnesto recibió una nueva visita.

—¡Cavílides! Me alegro de verte. Y a ti también, Arión. Has crecido mucho, pronto serás todo un efebo.

Joven y anciano bajaron del carro que guiaba el esclavo Melesígenes y entraron en la casa. Allí conocieron a Calícrates, quien decidió posponer un poco su marcha para no perderse la oportunidad de charlar con alguien que no fuera espartano.

—Hace años te dije que te estabas ablandando, Cavílides, y veo que acerté, pero no en el sentido que yo pensaba. Viejo truhán, Melesígenes parece un excelente pedagogo para Arión. Realmente fue idea de Hipareta buscarle, ¿verdad?

—Nunca lo sabrás, espartano entrometido. Pero en algo sí tienes razón: Melesígenes es una joya. Se ha espabilado mucho en las labores del campo, y además enseña a mi nieto gramática y música.

—¡Gramática y música, por los Dióscuros! —exclamó Calícrates—. También a los espartanos nos enseñan algo de eso. Pero a su edad yo...

—A su edad tú eras un pobre infeliz que trataba de sobrevivir en la agogé —le interrumpió Arimnesto—. ¿Me equivoco? Pero entiendo a qué te refieres, y la verdad es que estoy de acuerdo. Cavílides, ¿no crees que al muchacho también le vendría bien otro tipo de educación? Mañana podríamos salir de caza los dos, estoy seguro de que disfrutaría mucho. Calícrates, ¿por qué no te unes y así recordamos viejos tiempos? No creo que nos costara mucho dar con algún venado o algún jabalí por el monte Citerón.

—Siento declinar el ofrecimiento —dijo Calícrates—, pero debo partir hacia Esparta. Si me quedara, mi ausencia sería entonces demasiado prolongada y el rey Leotíquidas es un hombre excesivamente suspicaz, por no decir otra cosa. No está tan chiflado como lo estaba Cleómenes, pero es de esas personas que nunca juegan limpio si pueden jugar sucio. Así que prefiero no jugar con él a nada, por si acaso.

—Abuelo, me dejarás, ¿verdad? —gritó Arión—. ¡Sí, sí, por favor! Pero no se lo digas a mamá, sé que ella no lo permitiría.

—Arión, si no se lo cuento a tu madre me sacará los ojos si llega a descubrirlo, después de dejarme antes sordo a gritos. Y si se lo cuento, apostaría la pierna que mejor me sostiene a que no te dejaría ir. Así que ve y caza un jabalí bien grande, muchacho.

Esteníclaros

—Sibotas, escúchame cuando te hablo: no te vayas de aquí hasta que hayas acabado de amontonar la leña.

—Padre, no te preocupes; tenemos tanta que con ella podríamos hacerle un nuevo cobertizo al buey. ¡Adiós!

—¡Sibotas!

Sibotas dejó a su padre con la palabra en la boca y salió corriendo del chozo en que vivían. Timandro vio cómo se alejaba y desaparecía de su vista; estaba a punto de cumplir treinta años, pero a veces se comportaba como si tuviera la mitad. El anciano padre frunció el ceño y deseó poder rogarle a Hestia que protegiera a su vástago y lo trajera de vuelta a su hogar sano y salvo.

Llevaba recorridos ya unos veinte estadios cuando se detuvo para tomar aliento; pese a estar en buena forma física, la carrera campo a través le había hecho perder algo de resuello. Siguió avanzando, ahora ya a paso normal, mientras miraba a uno y otro lado, como tratando de ver algo entre los árboles y la maleza que le rodeaba. Giraba la cabeza cuando creía oír algo extraño, y se detenía por un instante para enseguida reanudar la marcha. Confiaba mucho en su fino oído, capaz de escuchar el aleteo de una lechuza en plena noche, como él solía decir. La vida campestre, rodeado de alimañas del bosque, le había hecho desarrollar tal agudeza auditiva que ningún sonido, por leve que fuera, se le escapaba. Nada podía moverse a su alrededor sin que lo oyera.

Cayó sobre él desde la rama del árbol con calculada precisión, arrojándole al suelo e inmovilizándole con el peso de su cuerpo. Sibotas no pudo reaccionar y quedó tan sorprendido al no haber sido capaz de oír nada como sobresaltado su ánimo ante la sorpresa. Su captor comenzó a reír a carcajadas.

—¡Ja ja ja! ¡Gran Sibotas, menudo incauto estás hecho! ¡Si fuera un espartano de la cripteia te habría cortado el cuello en un instante y tú ni te habrías enterado!

—Muy gracioso, Hipógenes. Vamos, quítate de encima.

—Venga, no te enfades. Te estaba esperando desde hacía tiempo, ya empezaban a agarrotárseme los dedos de estar encaramado a ese árbol.

—Pues démonos prisa, los demás nos aguardan.

Hipógenes ayudó a levantarse a Sibotas ofreciéndole ambas manos. Se miraron y de nuevo encontraron en sus miradas más palabras de las que valía la pena malgastar pronunciándolas.

—Siempre estaremos juntos, ¿verdad, Sibotas?

—¿Dónde podrías ir tú sin mí? Menuda carga tengo contigo...

—¿Carga? Ahora verás lo que es una carga. —Volvió a empujarle y se arrojó de nuevo sobre él; los dos rieron e iniciaron un forcejeo más fingido que real. Poco después, se levantaron y continuaron adentrándose en el bosque, tratando de imponer seriedad en sus rostros sonrientes.

Cuando ya el sol había empezado a acercarse de nuevo al otro lado del horizonte, llegaron a una pequeña gruta oculta tras la espesura de la vegetación. La falda del monte Itome era abundante en ese tipo de escondrijos, y aquel en el que entraron estaba especialmente resguardado de la vista de cualquiera que no supiera de su existencia. Una vez dentro, Hipógenes y Sibotas recibieron el saludo de los que les esperaban.

* * *

Timandro había salido al camino para ver llegar a Hipógenes y a Sibotas. Sabía de sobras, pese a que su hijo nunca se lo decía, que aquella tarde, como tantas otras, los dos amigos habían ido a una de esas reuniones de ilotas que se hacían en secreto en algún lugar del monte Itome.

—Sibotas, sabes que no quiero que tengas nada que ver con lo que algunos ilotas maquinan. No les traerá más que problemas, y también te los traerá a ti.

—Padre, tengo ya casi treinta años y voy a ese sitio por propia voluntad, al igual que Hipógenes.

—No has de preocuparte, Timandro —dijo Hipógenes—. Todo lo que allí se hace es hablar; y el lugar está bien oculto. Aunque alguien nos buscara nunca podría encontrarnos.

—Nada puede permanecer oculto eternamente, Hipógenes —sentenció el anciano—. Lo que hacéis no es un juego, si los espartanos se enteran os matarán a todos. Muchachos, os lo pido por aquello en lo que creáis: dejadlo.

—Padre, deja tú de hablar como si tuvieras el miedo metido en la sangre. Allí se habla de organizarnos, de fabricar armas, de formar un ejército. Si actuáramos conjuntamente los espartanos no tendrían nada que hacer. Sabemos cómo combate su falange, conocemos sus tácticas, no ignoramos sus puntos débiles. Además, ellos son pocos y nosotros, si nos unimos todos, somos muchos: ilotas de Mesenia, periecos de Laconia...

—¡Basta! ¡No quiero volver a oírte hablar de eso! ¡No volverás a ir a ese sitio! —Timandro quiso ser autoritario, consciente de que nunca había tenido necesidad de serlo y rogando por que el recurso, unido al respeto que su hijo siempre le había profesado, funcionara. Pero no funcionó.

—Lo siento, padre. —Timandro le miró, casi con lágrimas en los ojos. Pero su hijo no flaqueó—. Si no quieres que hable de ello en tu presencia, no lo haré. Pero no puedes prohibirme que vaya adonde quiera ir.

Hipógenes nunca conoció a su padre, de modo que no podía ser consciente de la tensión emocional que en aquel momento existía entre Sibotas y Timandro; solo veía un enfrentamiento verbal entre ellos. Por ello sus palabras sonaron un poco fuera de lugar.

—De todos modos —dijo—, quizá te preocupas en exceso, Timandro. Se ha de reconocer que es un sueño que aún necesita tiempo para hacerse realidad; quizá haga falta que pase una generación, quizá nuestros hijos sean capaces de llevarlo a cabo. Tú y yo, Sibotas, sabemos que muchos van a esos encuentros para desahogarse por su situación de opresión más que para hacer planes reales de liberación. Muchos, en el fondo, piensan como tu padre.

Sibotas miró incrédulo a Hipógenes.

—¿Cómo puedes decir eso? ¿Tú, que odias a los espartanos más que yo mismo? ¿Te estás burlando de mí?

—Vamos, Sibotas, sabes que lo que digo es verdad. Pero eso no impide que...

Pero Sibotas se dio la vuelta violentamente y marchó a paso acelerado hacia la casa.

Timandro vio un soplo de esperanza en aquella situación y no lo pensó.

—Hipógenes —le dijo—, en los casi diez años que hace que vives bajo mi techo, que ya es el tuyo, te he tratado siempre como a un hijo. Eres más razonable que Sibotas, más inteligente incluso: haz que la cordura entre en su cabeza, te lo ruego. Sé que a ti te escuchará.

—Lo siento, Timandro, no lo haré.

Hipógenes dejó plantado a Timandro y trató de alcanzar a Sibotas. Y Timandro se quedó solo y desolado, tan desolado como podía estarlo un padre que veía a la desgracia acechar su casa y su familia, sin poder hacer nada para ahuyentarla. Porque con toda seguridad el auténtico culpable del infortunio que se cernía sobre su familia era él mismo.

Platea

Arimnesto tampoco había podido conciliar el sueño aquella noche; por suerte, la luz del amanecer empezó a entrar en su casa y le liberó de la tarea de dormir. Se levantó de un salto y trató de dejar a un lado los pensamientos que habían estado en su cabeza durante toda la noche, sustituyéndolos por otros menos turbulentos y más afines a lo que le esperaba en aquel día. Comió un poco de pan mojado en vino y preparó algún alimento para la jornada.

Arión llegó temprano. Melesígenes le llevó hasta la casa de Arimnesto evidenciando gran pesar en su rostro.

—Le ruego que cuide de él —fue lo único que le dijo.

—¿Son palabras tuyas o de Cavílides?

—De ambos.

Arimnesto sonrió. Buen hombre, aquel Melesígenes; sincero pese a ser un esclavo. Ambas cosas rara vez se daban juntas en la misma persona.

El frío de la mañana comenzaba a ser mitigado por el sol, que ya lucía; Arión y Arimnesto caminaban por la ladera del Citerón, frondosa y de generosa vegetación. El muchacho estaba tan emocionado que no podía dejar de hablar; Arimnesto, en cambio, tenía su mente en otro lugar y permanecía en silencio.

—Mi abuelo siempre habla de lo poco que os gusta dialogar a los espartanos...

Arimnesto le miró y sonrió.

—Ja ja, perdona, Arión. Estaba pensando en otras cosas. Pero tu abuelo se equivoca; ya has conocido a Calícrates, ¿no? Es todo un personaje.

—Sí, es verdad.

—¿Y qué ha pasado con tu madre? ¿Finalmente le ha dicho tu abuelo que estás aquí cazando conmigo?

—No; después de traerme aquí, Melesígenes ha de ir a Atenas a comprar algunas cosas. Se supone que yo iré con él.

—Entonces se lo ocultáis; vaya par de embusteros estáis hechos, el nieto y el abuelo.

—Mi madre no me hubiera dejado venir. Pero seguro que finalmente lo descubrirá; no sé cómo, pero siempre se entera de todo. Supongo que la verdad no puede permanecer oculta eternamente.

Arimnesto miró a Arión, que inocentemente había pronunciado aquella frase. De nuevo su mente se vio invadida por pensamientos y recuerdos.

Durante un tiempo ambos permanecieron callados caminando entre la maleza. Finalmente, Arión rompió el silencio.

—Arimnesto, ¿cómo era mi padre?

El espartano se sorprendió por la pregunta. Cuando Evandro murió el chico tenía nueve años, de modo que alguna idea de cómo era sí que debía de tener.

—Tu padre era un valiente. Combatió en Eubea, en Sardes, en...

—Sí, eso ya lo sé. Pero ¿cómo era?

Su madre y Cavílides sin duda le habrían hablado a menudo sobre su padre, supuso Arimnesto; entonces la pregunta se tenía que referir a otra cosa.

—¿Qué quieres decir, Arión?

—Mi abuelo ya me ha explicado muchas veces que peleó en todos esos lugares y que murió en la batalla de Maratón contra los persas. Además, yo lo recuerdo, no era tan pequeño cuando sucedió. Pero mi abuelo nunca me ha dicho si estuvo bien lo que hizo mi padre. ¿Lo estuvo?

Arimnesto deseó tener delante de él a Cavílides para zarandearle por los hombros, si no para hacerle algo peor. ¿Cómo era posible que el viejo cascarrabias no hubiera perdonado a su hijo el hecho de que nunca hubiera pensado como él? Y si no lo había perdonado, al menos podía fingir y mentir a su nieto para que este no tuviera una idea equivocada de su padre, para que nunca tuviera la necesidad de preguntar a nadie lo que ahora le estaba preguntando a él.

—No te quepa duda de que lo que hizo tu padre estuvo bien. Defendió la libertad de los suyos, la tuya y la de tu madre, la de todos los helenos. —Las palabras de Arimnesto sonaron demasiado huecas y ensayadas pero a Arión no pareció importarle.

—Tú también estuviste allí, ¿verdad? ¿Cómo fue? Explícame qué pasó en Maratón. Explícame cómo murió mi padre.

Arimnesto suspiró y comenzó a tejer un epinicio de aquel día en el que verdades y mentiras se mezclaron por igual, en el que Evandro se convirtió en el héroe de los helenos y los persas en unos monstruos sanguinarios. «Le estoy mintiendo», pensó, «le estoy mintiendo a sabiendas de que la verdad no puede permanecer oculta eternamente». Pero no podía dejar de mentir al ver que el joven Arión le escuchaba con devoción, una devoción que no iba dirigida a él sino a su padre, a Evandro. Y dio gracias a los dioses cuando le enviaron una señal que le dio la oportunidad de interrumpir sus palabras.

—¡Arión, mira, allí! ¡Un ciervo!

El muchacho giró la cabeza, que había permanecido durante todo el discurso de Arimnesto vuelta hacia él, y vio el animal a lo lejos, en lo alto de un risco.

—Atento ahora, Arión. Deberás hacer exactamente lo que yo te diga. No queremos que el animal nos huela ni que nos vea; hemos de acercarnos a él lenta y silenciosamente, y cuando estemos a suficiente distancia para no errar el tiro, le lanzaremos la jabalina.

—¿Hemos de escondernos?

—Claro, Arión. —Arimnesto quedó asombrado de que el chico preguntara esa obviedad—. Si sabe que estamos aquí saldrá corriendo y no podremos alcanzarle.

—Bien, te haré caso. Pero siempre había pensado que esto de cazar consistía en algo más noble que esconderse para que un pobre animal no nos descubra.

De nuevo Arimnesto se desconcertó por la ingenuidad del chico. No, ciertamente esconderse no tenía nada de noble. Engañar al ciervo, mentirle, no era algo de lo que un cazador debiera presumir. Pero ¿acaso se podía cazar de alguna otra manera? ¿Acaso se podía cazar de otro modo que no fuera mediante engaños, mentiras y ocultaciones? Y ¿acaso no era cierto que nada puede permanecer oculto eternamente? ¿Acaso la verdad no debía ser puesta a la luz siempre y bajo cualquier circunstancia?

¿Acaso no era cierto que él, Arimnesto, espartano desertor del ejército lacedemonio, debía volver a Esparta para proteger a Hipógenes de los «bienhechores»?

—Arión —dijo Arimnesto—, eres un chico muy especial; si tu padre pudiera verte se sentiría tan orgulloso de ti como me siento yo ahora.

El espartano cogió una piedra y se la entregó a Arión. Este la tomó y le miró, y sin pensárselo la arrojó hacia el animal, que huyó espantado.

Esteníclaros

—Los tiempos han cambiado mucho, por desgracia. Las nuevas generaciones de espartanos ya no son como las de antes; los jóvenes carecen de espíritu de sacrificio, no saben lo que es el honor ni la vergüenza. En fin, son blandos como mujeres. ¿No estás de acuerdo?

Estenelaidas hizo esa pregunta retórica a Timandro, quien apenas era capaz de articular palabra. El dolor físico que le causaba el tajo en la pierna y el emocional ante la visión de su esposa con la garganta atravesada por una jabalina que la sostenía en alto sin tocar el suelo, clavada en la pared de la casa, le impedían hablar y hasta respirar.

—Haces bien en no decir nada, ilota; eres listo. Si me dieras la razón ofenderías a la raza espartana y tendría que matarte por ello, y si no me la dieras también tendría que matarte por llevarme la contraria. Aunque entonces quizá deba matarte igualmente por ser demasiado listo. ¿Qué opinas, ilota?

Estenelaidas encontraba placer en aquellos juegos dialécticos, más propios de practicarse en una polis como Atenas que en Esparta. Así lo pensó el malherido Timandro, pero se cuidó mucho de decirlo.

—Sí, eres listo... Ven, salgamos fuera a esperar a tu hijo. Confío que no tarde demasiado, tengo otros asuntos que resolver. ¿No sabrás adónde ha ido?

—N-n-no... —balbuceó.

—Me extraña. Pero no importa. En realidad, deberías estar deseando que viniera; así yo podría marcharme pronto y tú podrías buscar a alguien que te curara esa herida. Si se retrasa mucho, lo más seguro es que te mueras desangrado. ¿Qué me dices, ilota? ¿Te gustaría que tu hijo llegara cuanto antes? Oh, vamos, contesta. Cualquier otro espartano consideraría una bajeza dialogar con un ilota, así que en el fondo deberías agradecer que me digne hablar contigo.

Pero Timandro no contestó. Estaba ocupado, con los ojos cerrados, preparando su espíritu para reunirse con sus antepasados, con sus abuelos, con sus padres y hermanos; y con su mujer, que acababa de subirse a la barca de Caronte. Aquel espartano decía venir a por su hijo pero Timandro sabía que en realidad estaba allí para llevar a cabo la venganza divina que pesaba sobre su destino desde los tiempos de Argos. Finalmente la angustiosa espera acabaría; finalmente la moira Cloto cortaría la hebra de su vida y le haría reunirse con el sacerdote del Heraion de Argos y con los miles de argivos del bosque de Sepea. Y en su caída al inframundo, Timandro había arrastrado ya a su esposa y sin duda arrastraría también a su hijo. Decidió que no le haría preguntas a Sibotas cuando también este cruzara la Estigia; no le haría reproches, no le recordaría lo que siempre le había dicho acerca de sus opiniones sobre los iguales, acerca de esas reuniones de ilotas y periecos a las que acudía y en las que se hablaba de matar a los espartanos. Todas aquellas cosas, que finalmente habían provocado que un igual viniera expresamente desde Esparta a matar a su hijo, todo aquello ya daría igual una vez estuviera en el Hades. Porque en el fondo Sibotas no tenía nada que ver en todo aquello; aquello no era más que la venganza de los dioses, que había caído sobre Timandro después de tantos años.

El sol acabó de hacer el último tercio de su recorrido por el cielo y empezaba ya a ocultarse cuando se hicieron visibles a lo lejos las siluetas de dos jóvenes. Estenelaidas, el recién nombrado «bienhechor» de Cinosura, les miró y sonrió. Su antecesor Jenares le había informado que en aquel lugar encontraría al fugitivo Hipógenes, quien había sido adoptado como hijo por el matrimonio que vivía allí —era algo casi obsceno: un espartano adoptado por un ilota; sin duda, los tiempos habían cambiado mucho—. Pero Jenares no le había descrito físicamente al fugitivo, ni le había dicho tampoco que el matrimonio tuviera más hijos.

—Por fin. Abre los ojos, ilota; supongo que uno de aquellos dos es tu hijo. ¿Quién es el otro, un amigo suyo, quizá? Qué más da. Escucha, te haré una última pregunta. Si no hay respuesta te mato. ¿Quién es de los dos? ¿Quién es tu hijo, perro ilota?

El anciano sabía que le mataría de todos modos, a él y probablemente también a ambos muchachos, pero percibió un pequeño resquicio por el que podría intentar salvar la vida de su hijo aunque fuera a costa de la del otro joven, a quien también apreciaba como si fuera de su propia sangre. Al parecer, aquel monstruo espartano no había visto nunca a Sibotas. Abrió por fin los ojos y miró a las dos figuras que se aproximaban.

—El de la derecha —dijo, con un hilo de voz—. El que va cojeando. Ese es mi hijo Sibotas.

Estenelaidas le miró sorprendido.

—¿Cómo has dicho? ¿Sibotas? —El «bienhechor» giró la cabeza hacia los muchachos e hizo una mueca, como si intentara resolver un acertijo. Tras un breve instante, volvió a mirar de nuevo al anciano—. ¿Me tomas por estúpido? ¿Pretendes engañarme, maldito ilota? ¿Crees que no sé que tu hijo se llama Hipógenes y que en realidad es un indeseable espartano fugitivo que no merece vivir, por cobarde y por haberse degradado a sí mismo hasta el punto de aceptarte a ti, escoria, como padre adoptivo?

—¿Qué? —Timandro se dio cuenta de su terrible error: el «bienhechor» no buscaba a su hijo sino a Hipógenes. Su mentira seguramente acababa de condenar a Sibotas, y trató de desdecirse—. ¡No, te he mentido, mi hijo es el otro! ¡Ese no lo es, ese es...!

El último sonido que salió de su boca fue imperceptible, ahogado por la espada que le traspasó el corazón.

—Tu hijo es el otro, ¿eh? Así me gusta. Finalmente has querido salvarte, lo imaginaba; pero comprende que has de morir por haber pretendido engañarme.

Sibotas e Hipógenes, ya muy cerca de la casa, vieron a Timandro caer sin vida al suelo. Sibotas reprimió un grito y se lanzó a la carrera contra aquel «igual» que había asesinado a su padre; Hipógenes le siguió a cierta distancia ya que su cojera no le permitía ser tan rápido. Estenelaidas les vio venir. Cuando tuvo encima a Sibotas le bastó con hacerse a un lado y apartarle con una finta; el impulso del mesenio le llevó de bruces al suelo. Hipógenes se frenó y buscó a su alrededor algo que pudiera usar como arma. Estenelaidas ni siquiera había necesitado usar su espada para zafarse del ataque furibundo de Sibotas.

—Sois jóvenes y no me interesa matar a quien aún puede serle útil a Esparta trabajando. No soy como esos inconscientes de la cripteia, que por puro deporte matan ilotas sin respetar ese simple principio. Así que solo lo preguntaré una vez —esperando que la respuesta saliera de sus labios, miró a los ojos de Sibotas, que aún no había tenido tiempo de incorporarse—: ¿quién de vosotros es Hipógenes?

Los pensamientos se sucedieron vertiginosamente en la mente de Sibotas. Aquel espartano que había matado a su padre quería acabar también con Hipógenes, con su Hipógenes. Y si él moría, su vida no tendría sentido, si es que algún sentido podía tener habiendo muerto ya Timandro. Pero si Hipógenes vivía, sería como si él mismo también viviera en su corazón. Sibotas tomó la decisión en un instante. Vio que Hipógenes se disponía a contestar al «igual» y, mirándole a los ojos, mientras el «igual» le miraba a los suyos, concedió a su amigo el mayor regalo que nunca podría darle.

—¡Yo soy Hipógenes!

Estenelaidas no necesitó más; con rapidez felina, impropia de su edad, cortó el aire con su espada y de un tajo separó con ella la cabeza del cuerpo de Sibotas, cuya mirada seguía prendada en Hipógenes. La cabeza rodó y la sangre brotó del cuello como lava de un volcán en erupción.

—Al final el viejo me dijo la verdad. Era listo, sí.

—¡¡¡Noooo!!! —Hipógenes saltó sobre la espalda del «bienhechor» y ambos cayeron al suelo estrepitosamente. Pero la corpulencia de Estenelaidas superaba con creces la de su atacante, y tuvo fuerza de sobra para levantarse con él pegado a su espalda y arrojarse contra la pared de la casa. El impacto hizo que Hipógenes le soltara; Estenelaidas se volvió y le golpeó con violencia varias veces en el rostro, para finalmente lanzarlo contra el suelo. Su cabeza chocó contra una roca que se tiñó de sangre, e Hipógenes perdió el conocimiento antes de que su ira hubiera podido escapar de su cuerpo. Tuvo suerte de que el «igual» le creyera muerto y no le rematara.

Estenelaidas, «bienhechor» de la aldea de Cinosura de la polis de Esparta, recogió la cabeza de Sibotas y la introdujo en una pequeña saca; montó en un caballo que ajeno a toda aquella violencia le esperaba apaciblemente junto a unos arbustos, y marchó al trote. Dentro de la saca los ojos sin vida de Sibotas seguían abiertos, con la imagen de Hipógenes grabada en sus retinas, mostrando aquella mirada que quedaría grabada para siempre en la torturada mente de Hipógenes.