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El invierno siguió su curso. Frente al ventanal del estudio de Grania, las nubes impulsadas por la brisa teñían de distintos azules y grises los tonos vírgenes de la bahía de Dunworley. La colección de esculturas aumentaba al ritmo de su trabajo ininterrumpido, que a veces alargaba hasta bien entrada la noche.

—¿No piensas hacer nada con esas esculturas, Grania? —preguntó Kathleen una tarde que había ido con Aurora a verla al estudio—. No soy ninguna experta en arte, cielo, pero diría que son excepcionales. —Kathleen se volvió hacia su hija con la mirada llena de admiración y orgullo—. Son las mejores obras que has hecho en tu vida.

—Son muy bonitas, mamá. —Aurora pasó los dedos por el perfil de las figuras—. Pero la abuela tiene razón, no sirve de nada que solo las veamos ella y yo. Tendrías que llevarlas a una galería para que la gente pueda comprarlas. ¡Quiero que me vea todo el mundo! —exclamó con una risita.

Grania, absorta en la creación de una nueva escultura, asintió sin prestar atención.

—Sí, es posible que lo haga.

—¿Te vienes a casa a cenar, Grania? —preguntó Kathleen.

—Iré dentro de un rato, mamá. Quiero terminar este brazo.

—Bueno, no te entretengas mucho —dijo Kathleen, chascando la lengua—. Últimamente te echamos de menos en la mesa, ¿verdad, Aurora?

—Sí —convino la niña—. Se te ve pálida, mamá. ¿A que sí, abuela?

—Ya lo creo.

—Os digo que iré dentro de un rato —dijo Grania, echándose a reír—. ¡Santo Dios! Por si no tenía bastante con los sermones de mi madre, ahora tengo que aguantar también los de mi hija.

—Hasta luego —se despidió Kathleen, dándole la razón con la cabeza, y se llevó a Aurora del estudio.

En el camino del acantilado soplaba un viento gélido cuando Aurora y Kathleen regresaban a la granja.

—¿Abuela?

—¿Qué, Aurora?

—Estoy preocupada por mamá.

—Yo también, cielo.

—¿Qué crees que le pasa?

—Bueno —Kathleen había aprendido que no servía de nada tratar de quitarse de encima a Aurora con explicaciones vagas—, si quieres que te diga la verdad, me parece que echa de menos tener a su lado a un hombre. No es normal que una mujer de la edad de Grania esté sola.

—¿Sabes qué pasó con el que tenía antes de papá? Matt, me dijo que se llamaba. ¿Por qué lo dejó en Nueva York y se vino a Irlanda?

—Ya me gustaría saberlo, Aurora. Pero cuando a mi hija se le mete algo en la cabeza, no hay nada que la haga cambiar de idea. Y no da explicaciones.

—¿Era buena persona?

—Un auténtico caballero —dijo Kathleen en voz baja—. Y quería a Grania más que a su propia vida.

—¿Crees que aún la quiere?

—Bueno, diría que cuando se marchó sí, porque la llamaba a casa cada dos por tres. Ahora… —Kathleen suspiró— no lo sé. Es una lástima que cada vez Grania se negara a ponerse al teléfono y comentar lo que había pasado; muchas veces esas cosas se solucionan hablándolas con calma.

—Pero Grania es muy orgullosa, ¿a que sí?

—Sí, cielo. Bueno, vamos a darnos prisa. —Kathleen se estremeció cuando el viento sopló con más fuerza—. No hace una noche para estar a la intemperie.

Al cabo de unos días, Hans llamó a Grania para preguntarle qué tal iban los trabajos de restauración de Dunworley House.

—También me preguntaba si te apetece que nos veamos en Londres la semana que viene. Hay un marchante de arte amigo mío que tiene una galería en Cork Street. Le he hablado de ti y de tus nuevas obras y tiene muchas ganas de conocerte. Además —añadió Hans—, seguro que te irá bien cambiar de aires unos días. Y al mismo tiempo puedo enseñarte la finca que la madre de Aurora le dejó en herencia.

—Eres muy amable, Hans, pero…

—Pero ¿qué, Grania? No irás a decirme que tienes la agenda demasiado apretada, ¿verdad?

—¿Me estás presionando, Hans? —A Grania se le escapó una sonrisa.

—Puede que un poco sí. Pero, como haría todo buen testamentario, solo estoy ocupándome de que se cumplan las últimas voluntades de mi cliente. Te reservaré un vuelo a Londres para el próximo miércoles, y también una habitación de hotel. Ya te mandaré los datos por correo electrónico.

—Si te empeñas, Hans —se rindió Grania, y exhaló un suspiro.

—Sí que me empeño. Adiós, Grania. Ya recibirás noticias mías.

Al cabo de unos días, Grania se sentó frente al ordenador para consultar su cuenta de correo y ver los detalles del vuelo que Hans le había reservado.

Aurora se situó tras ella y la rodeó por los hombros.

—¿Adónde vas, Grania?

—A Londres, a ver a Hans.

—Pues te vendrá muy bien, hace bastante tiempo que no descansas.

Aurora escrutaba la pantalla del ordenador mientras Grania tecleaba el número de su pasaporte para facturar a través de internet.

—¿Me dejas a mí?

—¿Sabes hacerlo?

—Claro. Siempre que papá salía de viaje, yo lo ayudaba.

Grania se levantó y cedió el asiento a Aurora, que soltó una risita al ver la foto del pasaporte de Grania mientras tecleaba los datos con agilidad.

—¡Qué graciosa estás!

—Perdona, pero la tuya no es mucho mejor —repuso Grania, sonriendo.

—¿Tienes mi pasaporte?

—Sí, está en ese cajón, donde guardo el mío.

—Ya está. Hecho. ¿Le doy a «imprimir»? —preguntó Aurora.

—Sí, por favor. —Grania colocó su pasaporte y el de Aurora dentro la funda y los devolvió al cajón—. Es hora de irse a dormir, señorita.

A regañadientes, Aurora subió la escalera, se lavó los dientes y se metió en la cama.

—No quería burlarme de la foto de tu pasaporte —dijo—. Te encuentro muy guapa, mamá.

—Gracias, corazón. Tú también me pareces muy guapa.

—Pero me preocupa que si no te buscas un novio pronto, te hagas vieja y a los hombres ya no les gustes. ¡Ay! —exclamó Aurora riendo cuando Grania empezó a hacerle cosquillas.

—Ya te entiendo. El problema, Aurora, es que no hay nadie que me interese.

—¿Y Matt, el que me dijiste que vive en Norteamérica? Le querías, ¿no?

—Sí, le quería.

—Seguro que aún le quieres.

—Es posible —reconoció Grania con un suspiro—. Pero lo pasado, pasado está, ¿verdad? —Besó a Aurora—. Buenas noches, cariño, felices sueños.

—Buenas noches, mamá.

El miércoles por la mañana, Grania se desplazó en coche hasta el aeropuerto de Cork y subió al avión rumbo a Londres. Una vez allí, se encontró con Hans en el vestíbulo de llegadas y juntos tomaron un taxi hasta el Claridge’s.

—¡Válgame Dios! —exclamó Grania al entrar en la bella suite que Hans le había reservado—. ¡Esto debe de costar una fortuna! Me estás acostumbrando mal.

—Te lo mereces, y además ahora eres rica y tienes una hija más rica aún cuyo patrimonio me sirve para ganarme la vida. Bueno, te dejo para que te prepares para bajar a cenar, como siempre hacen las mujeres. Nos veremos en el bar a las ocho en punto. Robert, el galerista, llegará a las ocho y cuarto.

Grania se deleitó dándose un buen baño. Luego se envolvió con el suave albornoz y se tomó una copa del champán de cortesía en la salita decorada con muy buen gusto. A pesar de la aversión que siempre le había inspirado el lujo, reconoció que aquello resultaba muy agradable. Se puso el vestido de cóctel corto de color negro que había encontrado en una boutique de Cork la semana anterior (ya que entre las prendas que había traído desde Nueva York no había ninguna lo suficientemente elegante), se aplicó un poco de máscara en las pestañas y se dio un toque de pintalabios. Cogió la escultura de Aurora que había llevado para mostrársela al dueño de la galería y bajó al bar donde había quedado con Hans.

La velada resultó muy agradable. Robert Sampson, el galerista, era un buen conversador y se mostró entusiasmado con la obra de Grania, que también le mostró fotografías de la serie de esculturas que había completado hacía poco.

—Mira, Grania —empezó Robert mientras se tomaba un café con armañac—, si puedes tener listas seis esculturas más dentro de seis meses, serán suficientes para hacer una exposición. En Londres todavía no se te conoce, y me gustaría ayudarte a abrirte camino con un buen comienzo. Enviaremos invitaciones a los mayores y más ricos coleccionistas que constan en mi base de datos y haremos un lanzamiento para promocionarte como el genio de los próximos tiempos. Lo más emocionante es que hayas encontrado tu verdadera vocación. Tu escultura demuestra que tienes un talento innato. Y excepcional —añadió.

—¿De verdad crees que mi trabajo merece algo así? —Grania se sintió halagada por su entusiasmo.

—Sí, es evidente. Me gustaría viajar a Cork y ver las esculturas de antemano, pero por lo que me has enseñado, estaré encantado de tenerlas en exposición.

—Seguramente, el hecho de que Grania sea joven y fotogénica también ayuda —comentó Hans, guiñándole el ojo a Grania.

—Claro, claro —reconoció Robert—, siempre que no te importe que hagamos un poco de publicidad.

—Si eso sirve de ayuda, no me negaré, por supuesto —dijo Grania.

—Estupendo. —Robert se levantó y besó a Grania en ambas mejillas—. Me alegro de conocerte, Grania. Piensa en lo que te he propuesto y, si te interesa, ponte en contacto conmigo por correo electrónico y viajaré a Cork para hablar de los detalles.

—Gracias, Robert.

—Así pues, ¿ha ido bien la velada? —preguntó Hans cuando Robert se hubo marchado.

—Sí, gracias por presentármelo —dijo Grania, aunque se preguntaba por qué no se sentía todo lo emocionada que debería. Robert Sampson era un marchante de prestigio y muy conocido en el mundo del arte. El hecho de que aprobara su último trabajo era tremendamente halagador.

Hans reparó de inmediato en sus cavilaciones.

—¿Hay algún problema?

—No… Verás, supongo que no había cerrado definitivamente la puerta a regresar a Nueva York y seguir allí con mi carrera.

—Bueno —Hans le dio unas palmaditas en la mano mientras se dirigían al ascensor—, a lo mejor ha llegado el momento de pasar página.

—Sí.

—Te recomiendo que mañana por la mañana dediques un rato a ir de compras. Tienes Bond Street a dos pasos, y está a rebosar de boutiques. Luego podemos quedar para comer, y aprovecharemos para completar un poco de papeleo y quitárnoslo de encima. Y por la tarde te llevaré a ver la finca de Aurora. Buenas noches, Grania.

Hans le dio un afectuoso beso en la mejilla.

—Buenas noches, Hans; y gracias de nuevo.

A la mañana siguiente, Grania se encontraba echando un somero vistazo a las exquisitas prendas de los estantes de Chanel, todavía asombrada por el hecho de que ahora podía permitirse comprar cualquier cosa que se le antojara, cuando sonó el móvil.

—Hola, mamá —dijo en tono despreocupado—, ¿va todo bien?

—No, cariño.

Grania notó el tono de pánico de su madre.

—¿Qué ha ocurrido?

—Es Aurora. Ha vuelto a desaparecer.

—¡Oh, no, mamá! —A Grania el corazón le dio un vuelco. Miró el reloj; eran las once y media—. ¿Cuándo ha ocurrido?

—No estamos seguros. Sabes que anoche dijo que se quedaría a dormir en casa de Emily, ¿no?

—¡Pues claro que lo sé! Por la mañana la acompañé a la escuela y llevaba la bolsa con el pijama y todo lo demás, ¿no te acuerdas?

—Bueno, pues no ha dormido allí. Hace unos veinte minutos que me han telefoneado de la escuela para preguntarme si estaba enferma porque esta mañana no se había presentado. He llamado a la madre de Emily enseguida y me ha dicho que no sabía nada de que anoche Aurora fuera a quedarse a dormir en su casa.

—¡Dios santo, mamá! Así, ¿cuándo la han visto por última vez?

—Emily dice que ayer Aurora salió de la escuela a la hora habitual y dijo que iba a volver a la granja sola porque tú estabas en Londres.

—¿Y desde entonces no la ha visto nadie?

—No. No ha vuelto a casa en toda la noche. Oh, Grania —a Kathleen se le quebró la voz—, ¿adónde habrá ido esta vez?

—Escucha, mamá —Grania salió de Chanel y comenzó a caminar a paso ligero—, aquí no te oigo por el tráfico. Voy a regresar al hotel y te llamaré dentro de diez minutos, cuando haya podido pensar un poco. Es culpa mía, no tendría que haberme marchado; mira lo que pasó la última vez. Enseguida te llamo.

Al cabo de dos horas, Grania paseaba nerviosa por la habitación del hotel mientras Hans trataba de tranquilizarla sin éxito. John, Shane y Kathleen habían registrado los alrededores de la granja y todos los lugares donde Grania creía que podía estar Aurora, pero no la encontraron.

—Papá va a llamar a la policía —dijo Grania mientras el corazón le golpeaba el pecho como el redoble de un tam-tam—. Dios mío, Hans, ¿por qué se habrá ido? Creía que era feliz en la granja con mis padres. No tendría que haberla dejado, no tendría que haberla dejado…

Grania se dejó caer en el sofá y Hans la rodeó con los brazos.

—Por favor, querida, no te culpes.

—Sí, porque es evidente que he subestimado el efecto que la muerte de Alexander ha tenido en Aurora.

—La verdad es que yo tampoco lo entiendo —dijo Hans con un suspiro—. Se la veía muy estable.

—El problema, Hans, es que resulta muy difícil conocer los verdaderos sentimientos de Aurora. Es muy independiente y en muchos aspectos parece una persona adulta… Pero es posible que en gran parte haya reprimido la tristeza. ¿Y si… ha pensado que yo también la había dejado y se le ha metido en la cabeza reunirse con sus padres? Le dije que no la dejaría nunca, Hans, se lo prometí… Yo… —Grania se echó a llorar sobre su hombro.

—Grania, por favor, tienes que intentar mantener la calma. Aurora es la niña menos alocada que he conocido en mi vida. Además, ella misma te animó a que vinieras a Londres, ¿verdad? —observó Hans.

—Sí —respondió Grania, y se sonó la nariz—. Sí que me animó.

—Pues estoy convencido de que esto no tiene nada que ver con su posible inestabilidad mental —añadió él.

—¿Ah, no? Y entonces, ¿qué puede haberle ocurrido?

De repente, Grania se cubrió la boca con la mano.

—¡Dios mío, Hans! ¿Y si la han raptado?

—Bueno, debo confesar que a mí también se me ha pasado por la cabeza. Como sabes, Aurora es una jovencita excepcionalmente rica. Si dentro de una hora no ha dado señales de vida, hablaré con mi contacto en la Interpol y le pediré que investiguen el caso, por si las moscas.

—Me parece que tendría que coger el primer avión y volver a casa.

—Por supuesto.

—Si le ha ocurrido algo a la niña, Hans —Grania se retorció las manos—, no podré perdonármelo nunca.

En ese momento sonó el móvil y respondió de inmediato.

—¿Alguna novedad, mamá?

—¡Sí, gracias al cielo! ¡Aurora está bien!

—Oh, mamá, menos mal… ¡Menos mal! ¿Dónde la han encontrado?

—Ah, eso es lo más extraordinario. Está en Nueva York.

—¡¿En Nueva York?! Pero ¿cómo…? ¿Por qué…? ¿Dónde…?

—Está con Matt.

Grania tardó unos segundos en asimilar lo que su madre acababa de decirle.

—¿Que está con Matt? ¿Con mi Matt? —repitió Grania.

—Sí, cariño, con tu Matt. Él mismo ha telefoneado hace unos diez minutos. Dice que lo han llamado del aeropuerto y le han pedido que fuera a recoger a una niña llamada Aurora Devonshire, tal como estaba previsto.

—¡¿Qué?! —exclamó Grania—. ¿Cómo demonios…?

—Grania, no me preguntes nada más porque no tengo respuestas. Dentro de un rato Matt volverá a llamar, pero quería que supieras enseguida que Aurora está bien. En su debido momento sabremos qué se lleva entre manos esa chiquilla.

—Sí, mamá, tienes razón. —Grania, aliviada y desconcertada, suspiró profundamente—. Por lo menos está bien.