23

Dunworley, West Cork,

Irlanda

Así, ¿«a casa» significaba a Irlanda? —Grania estaba sentada ante la mesa de la cocina de casa de sus padres, con una taza de té entre las manos. Había decidido llevar a Aurora a la granja y, al mismo tiempo, preguntarle a Kathleen qué más sabía de la historia de Mary.

—Sí. Mary regresó a Irlanda con Sophia y compró una acogedora casita en Clonakilty.

—¿Y no volvió a casarse nunca?

—No. —Kathleen sacudió la cabeza—. Según me contó mi madre, Mary había sufrido tanto en Londres que la pena le duró toda la vida.

—Pero ¿mantuvo el contacto con la familia Ryan?

—Sí, y eso es lo que resulta más irónico, sin duda —respondió Kathleen—. Mary no se casó con Sean, pero su hija Sophia sí que acabó casándose con Seamus Doonan, el hijo de la hermana menor de Sean, Coleen, ¡y me tuvo a mí!

—¡Santo cielo, mamá! —Grania escuchaba anonadada—. Así, ¿Bridget y Michael Ryan eran tus bisabuelos? Y si Sean viviera, ¡¿sería tu tío abuelo?!

—Sí. Coleen se trasladó a la granja nueva, la que originalmente habían construido para Sean y Mary, cuando se casó con Owen, mi abuelo. Ellos la traspasaron a su hijo Seamus, que se casó con mi madre, Sophia. Y cuando mi padre murió, tu padre y yo tomamos las riendas —explicó Kathleen.

—Así, tu madre, Sophia, tenía sangre inglesa, ¡y encima azul! —añadió Grania—. ¿Tu otro abuelo era Jeremy Langdon?

—Sí. Lo cual significa que Shane y tú también sois de linaje noble. —A Kathleen se le iluminaron los ojos—. ¡Ya ves que no eres una simple campesina irlandesa, tal como creías, Grania! A Sophia tampoco se le notaba. Mi madre era igual que la suya, Mary: bondadosa, casariega, sin un ápice de sofisticación. No se parecía en nada a su hermana adoptiva, esa Anna.

Grania reparó en el tonillo de su madre y observó que se le ensombrecía el rostro.

—¿La conociste? —preguntó sorprendida—. Creía que Mary y ella se habían distanciado.

Kathleen se apoyó con pesadez sobre la mesa.

—A ver, Grania, cielo, la historia no termina ahí. ¿Es que aún no has atado cabos?

—No. —Grania negó con la cabeza—. ¿Tendría que haberlo hecho?

—Pensaba que al estar en Dunworley House lo habrías comprendido. Hay pistas por toda la casa. Bueno, la cuestión…

En ese momento Aurora entró por la puerta trasera con uno de los cachorros de pastor escocés recién nacidos en brazos.

—¡Oh, Grania! ¡Señora Ryan! —A Aurora los ojos le brillaban de felicidad al contemplar el cachorro—. ¡Es una perrita preciosa! ¡Y Shane me ha dicho que puedo ponerle el nombre que quiera! Creo que me gustaría llamarla Lily, como mi madre. ¿Qué tal?

Grania reparó en la expresión de su madre, pero no hizo caso.

—A mí me parece estupendo.

—Qué bien. —Aurora plantó un beso en la coronilla a la perrita recién bautizada—. No podría… Quiero decir, si fuera posible…

—Antes tenemos que preguntárselo a tu padre, Aurora —repuso Grania, leyéndole el pensamiento—. Además, de momento Lily tiene que estar con su madre.

—Pero ¿podré venir a verla todos los días? —suplicó Aurora—. ¿Puedo, señora Ryan?

—Yo…

Grania observó que su madre no podía evitar ablandarse ante una niña tan encantadora y vehemente.

—Bueno, no veo por qué no.

—¡Gracias! —Aurora se acercó a Kathleen y le plantó un beso en la mejilla. Luego exhaló un suspiro de placer—. Me encanta estar aquí, en su casa. Esto sí que parece… —buscó la palabra— un hogar.

—Muchas gracias, Aurora. —Los últimos esfuerzos de Kathleen por resistirse se desvanecieron—. ¿Dónde pensáis cenar esta tarde?

—Todavía no lo habíamos decidido, ¿verdad, Aurora? —dijo Grania.

—¿Y por qué no os quedáis aquí con nosotros?

—¡Yupiii! Así podré estar más rato con Lily. Me vuelvo con Shane, ha dicho que me enseñaría cómo se ordeñan las vacas.

Grania y Kathleen observaron marcharse a Aurora.

—Por mucha manía que les tengas a los Lisle, debes reconocer que Aurora es un encanto de criatura —dijo Grania con cautela.

—Tienes razón. —Kathleen estampó la mano en la mesa y se puso en pie, dispuesta a regresar junto al montón de patatas por pelar—. Ella no tiene ninguna culpa, pobrecilla. ¿Qué tal va lo de las pesadillas? —preguntó a Grania mientras sacaba un cuchillo del cajón y empezaba a pelar las patatas.

—Mejor, parece. Al menos ya no camina dormida por la casa. —Grania quería retomar la conversación anterior—. Antes de que entrara Aurora, me has preguntado si había atado cabos y…

Esa vez fue su padre quien las interrumpió.

—Prepárame un té, Kathleen. Tengo una sed que me muero —dijo John entrando a zancadas en la cocina.

—Pero tú mientras ve arriba a ducharte —repuso Kathleen con la nariz arrugada—. Hueles a vaca, y sabes que no lo soporto.

—Vale, ya voy —dijo John, y estampó un beso en la coronilla a Kathleen para hacerle rabiar—. Cuando baje a tomarme el té, oleré a rosas.

Esa tarde Grania no tuvo más oportunidades de hablar del pasado con su madre. Sin embargo, disfrutó viendo a Aurora sentada a la mesa de los Ryan, preguntándoles con gran entusiasmo sobre todos los detalles de la vida en la granja.

—Me parece que si no puedo ser bailarina, querré ser granjera —dijo a Grania cuando regresaban a casa por el camino de los acantilados—. Me encantan los animales.

—¿Has tenido una mascota?

—No; a mi madre no le gustaban los animales. Decía que huelen mal.

—Bueno, seguro que un poco sí —convino Grania.

—Pero las personas también huelen —dijo Aurora con ecuanimidad cuando entraron en la cocina a oscuras y Grania encendió la luz.

—Tienes razón, señorita. Y ahora, directa a tu habitación; es tarde.

Cuando hubo acostado a Aurora, Grania, incapaz de relajarse, se dedicó a deambular por la casa. No podía quitarse de la cabeza a Mary, su bisabuela, que por lo que sabía de ella le parecía una gran mujer. Aunque seguía sin adivinar qué relación tenía con los Lisle, y por tanto sin atar cabos, tal como decía su madre, algo de aquella historia le sonaba, pero no sabía qué. Algo que no lograba situar y que pondría las cartas boca arriba. No estaba en el salón, ni en la biblioteca, ni en el despacho de Alexander… Grania abrió la puerta del comedor al recordar la noche que estuvo cenando con él.

Allí, colgado sobre la chimenea, estaba el cabo suelto. Al verlo por primera vez apenas le había prestado atención, pero era obvio que inconscientemente se había fijado en él. Un retrato al óleo de una bailarina con un tutú blanco y plumas de cisne adornándole el pelo oscuro. Tenía los brazos cruzados sobre las piernas y no se le veía el rostro, apoyado en las rodillas. Al pie del retrato se leía: ANNA LANGDON EN LA MUERTE DEL CISNE.

—Anna Langdon… —Grania pronunció el nombre en voz alta. Ahí estaba la clave que le había pasado por alto. Ese era el motivo por el que Kathleen había dicho que Aurora había heredado el talento de su abuela.

Una hora más tarde, subió a la planta superior. No había podido confirmar su teoría puesto que la cara de la bailarina del retrato estaba oculta. Pero si era la misma mujer de ojos oscuros que aparecía en las fotografías en blanco y negro distribuidas por toda la casa, Grania sabría que había atado cabos.

A la mañana siguiente, durante el desayuno, Grania preguntó a Aurora como por casualidad:

—Aurora, ¿llegaste a conocer a tu abuela?

La niña negó con la cabeza.

—Mamá me dijo que murió antes de que yo naciera. La abuela era muy mayor cuando tuvo a mamá, ¿sabes?

—¿Recuerdas su nombre?

—¡Pues claro! —La pregunta indignó a Aurora—. Se llamaba Anna, y en sus tiempos era bailarina. Como quiero ser yo.

Esa tarde, en la granja, mientras Aurora correteaba felizmente por las colinas contando ovejas con Shane, Grania volvió a tantear a su madre.

—Así, mamá, ¿cómo fue que Anna Langdon y el hermano menor de Lawrence Lisle, Sebastian, se conocieron y se casaron? Estoy en lo cierto, ¿verdad? Anna Langdon, la famosa bailarina, era Anna Lisle, ¿no? La madre de Lily y la abuela de Aurora.

—Sí. —Kathleen asintió—. Así es. No puedo contarte los detalles, Grania, porque cuando se casaron yo no era más que un bebé. Aunque sí que llegué a conocerla, lo que ocurrió antes solo puedo deducirlo. Y como mi madre no sentía precisamente pasión por su hermana, apenas me habló de ella.

—Pero ¿por qué vino Anna a Irlanda con su madre y su hermana, cuando es obvio que ya era muy famosa?

—Bueno, no olvides que Anna, en la época que se instaló en Irlanda, estaba cerca de cumplir los cuarenta años. Y las bailarinas, como las modelos, tienen una carrera muy corta, ¿verdad? —añadió Kathleen en tono práctico.

—¿Te acuerdas de ella siquiera un poco, mamá?

—Ya lo creo que me acuerdo de ella. —Kathleen detuvo las manos sobre el rollito que estaba amasando—. Para una niña como yo, que había crecido en un pueblo tan pequeño, la tía Anna era como una estrella de cine. La primera vez que la vi llevaba un abrigo de piel auténtica, y recuerdo que noté la suavidad en la cara cuando me abrazó… Luego se lo quitó y se sentó a tomar el té en la sala de estar de casa. Era la persona más menuda que he visto en mi vida. Y llevaba unos tacones que me parecieron montañas de tan altos. Entonces encendió un cigarrillo negro. —Kathleen exhaló un suspiro—. ¿Cómo iba a olvidarla?

—¿Y era guapa?

—Era… imponente; tenía mucho carisma. Y no es de extrañar que la primera vez que Sebastian Lisle posó los ojos en ella, se enamorara perdidamente.

—¿Cuántos años tenía él?

—Debía de rayar los sesenta. Era viudo, y ya se había casado mayor. Adele, su primera mujer, tenía treinta años menos que él, y murió al dar a luz a… ese hijo suyo.

—¿Sebastian ya tenía un hijo?

—Sí. —Kathleen se estremeció—. Se llamaba Gerald.

—Así, ¿Anna y Sebastian Lisle se casaron?

—Sí.

—¿Y qué buscaba Anna en un hombre mayor después de la vida que había llevado, mamá? —preguntó Grania, extrañada.

—¿Quién sabe? Dinero, tal vez. Mi madre siempre decía que Anna era una manirrota tremenda, le encantaba vivir rodeada de lujos. En cuanto a él, debía de creer que le había tocado la lotería. Cuando se casaron, solo hacía tres meses que se habían visto por primera vez.

—Se casó con el hermano de su tutor, Lawrence… —musitó Grania—. ¿Y Sebastian sabía quién era Anna?

—Ya lo creo —prosiguió Kathleen—; a los dos les hacía muchísima gracia que hubieran dado a Anna por muerta todos esos años.

—Pero ¿y Mary? ¿No le creó problemas que Anna viniera a Irlanda?

—Bueno, cuando Anna se presentó en su casa y al cabo de poco conoció a Sebastian, Mary supo que tenía que decirle lo que había hecho para protegerla siendo una niña —explicó Kathleen—. Motivos de peso, desde luego; ¿quién sabe qué habría sido de Anna si Mary no hubiera intervenido? Anna era consciente de que si Mary no le hubiera contado a Lawrence Lisle que había muerto y la hubiera llevado consigo, no habría tenido la oportunidad de convertirse en bailarina.

—¿Y Mary perdonó a su hija por no haberse puesto en contacto con ella durante todos esos años?

—Bueno, después de todo lo que habían pasado juntas en Londres, tenían un vínculo importante. Además, ya sabes que Mary quería a Anna como si fuera su propia hija. Le habría perdonado cualquier cosa. Mi madre, Sophia, fue quien lo llevó peor. Se refería a Anna como «la hija pródiga».

—A lo mejor estaba celosa de la relación que tenían —comentó Grania.

—Claro que había algo de eso, sí. Pero al menos se reconciliaron antes de que Mary muriera. Y después de todo lo que había hecho para ayudar a Anna en sus primeros tiempos, mi abuela se lo merecía; vaya si se lo merecía. Lo que sí te digo, Grania, es que en la tumba de Mary, en la iglesia de Dunworley, todas las semanas había flores frescas, y solo dejó de haberlas al día siguiente de que Anna muriera. Era su forma de pedir perdón y expresar su amor a la mujer a quien siempre había llamado «mamá».

Fue pensar en ese gesto y a Grania de repente se le hizo un nudo en la garganta y sintió un poco más de simpatía por Anna.

—¿Y Sebastian no emprendió acciones contra Mary por haberse llevado a Anna de casa de su hermano cuando era pequeña? —preguntó.

—Le bastó con las explicaciones que le dio Anna. Además, Lawrence Lisle llevaba mucho tiempo muerto y lo pasado, pasado. Por lo que a él concernía, Mary había cuidado del amor de su vida, y eso era lo único importante. Te prometo, Grania, que no he visto en mi vida a un hombre más ciego por una mujer.

Grania se esforzó por asimilar todo aquello.

—¿Y entonces nació Lily?

—Sí, entonces nació Lily. Maldita la hora —masculló Kathleen.

—¿Y a partir de ese momento los tres vivieron felices en Dunworley House?

—Ni soñarlo —soltó Kathleen—. ¿De verdad crees que Anna Langdon iba a contentarse con jugar a hacer de mamá a un bebé y a un hijastro de tres años y enclaustrarse en una casa ruinosa en los confines del mundo? —Sacudió la cabeza—. No. La tía Anna encargó el cuidado del bebé a una niñera y, al cabo de pocos meses, se marchó. Dijo que tenía que acudir a la representación de un ballet y desapareció durante semanas enteras. Mi madre estaba segura de que se entendía con otros hombres.

—Así, ¿Lily creció prácticamente sin madre y Sebastian Lisle se convirtió en un cornudo solitario?

—Más o menos, sí. No se conoce a un hombre más desgraciado que Sebastian. Solía venir a vernos con Lily. Se sentaba a la mesa y le preguntaba a mi madre si sabía algo de su hermana. Yo en esa época tenía solo cinco años, pero aún recuerdo aquella cara… Era el vivo retrato de la desesperación. Parecía que lo tuviera hechizado, pobre iluso. Y cuando la tía Anna regresaba de donde hubiera estado, a veces al cabo de varios meses, él siempre la perdonaba.

—¿Y qué fue de Lily? ¿Qué tipo de vida debía de llevar con un padre tan mayor y una madre siempre ausente?

De repente, la expresión de Kathleen se tornó hermética.

—¡Se acabó la cháchara! No quiero hablar más de ello. ¿Y tú qué vas a hacer, Grania? ¿Qué futuro te espera? —le espetó—. El padre de Aurora regresará pronto, y ya no te necesitarán.

—Si tú no tienes ganas de hablar del pasado, yo tampoco quiero hablar del futuro. —Grania se puso en pie. La conversación entre madre e hija había llegado a un punto muerto—. Voy a mi habitación a recoger unas cuantas cosas que quiero llevarme a Dunworley, antes de que Shane vuelva con Aurora.

—Tú misma —dijo Kathleen a Grania, que ya salía por la puerta. Suspiró; los recuerdos del pasado la agotaban, y además la historia no acababa ahí y sabía que tendría que seguir contándola. Pero ya había explicado suficientes cosas por el momento, y… no tenía ánimos para hablar del resto. Tal vez nunca los tuviera.

—Bueno, querida —John entró en la cocina y la rodeó con los brazos—, ¿dónde está ese té?