39

Matt pestañeó ante la borrosa imagen en movimiento. Allí, en la pantalla, estaba la prueba indiscutible de la noche que no lograba recordar.

—¿Queréis verlo en 3D? —preguntó el técnico encargado de practicar la ecografía.

—Claro —dijo Charley mientras el ecógrafo movía el aparato por su vientre.

—Aquí está la cabeza, y aquí está el brazo… Si deja de moverse, podremos hacerle una buena foto…

—Uau —exclamó Matt con un hilo de voz, observando la pantalla. A todo color, de espaldas, de frente, y en un abrir y cerrar de ojos. De eso servía costearse una clínica privada de prestigio. Comparar esa ecografía con la que Grania se había hecho en el hospital local situado en la misma calle donde vivían era como comparar una película en blanco y negro de 1940 con uno de los filmes épicos de James Cameron.

Después de salir de la clínica con las pruebas en la mano, Charley se sirvió de la otra para asir la de Matt.

—¿Quieres que paremos a comprar algo de comer? De repente me ha entrado mucha hambre —dijo con una risita.

—Claro, como quieras.

Durante la comida, Charley habló por los dos, y Matt lo comprendía. Fueran cuales fuesen sus sentimientos, ella estaba esperando su primer hijo y tenía todo el derecho de sentirse emocionada. Al día siguiente, los padres de Charley iban a celebrar una barbacoa en su casa para anunciar que su hija y Matt salían juntos. Y que iban a tener un bebé. Suspiró. Incluso la fecha prevista para el parto que les habían anunciado en la clínica cuadraba con lo previsto. No tenía más remedio que aceptar que esa era la vida que le esperaba, la que se había buscado, lo quisiera o no. Así eran las cosas.

Escuchando a Charley hablar del día siguiente y de lo impaciente que estaba por contárselo a todos sus amigos (que, por cierto, también eran los de él), Matt se dio por vencido. La observó sentada al otro lado de la mesa. No cabía duda de que era la mujer más bella del restaurante; un buen partido. Y, tal como había dicho su madre, seguro que con el tiempo aprendería a quererla, igual que aprendería a querer al bebé que habían engendrado y… ¿a convivir con ella?

Grania se había ido…

Matt hizo señas al camarero para que se acercara y le susurró algo al oído.

Al cabo de cinco minutos, les llevaron una botella de champán. Charley arqueó las cejas.

—¿A qué viene esto?

—Creo que tenemos que celebrarlo.

—¿Sí?

—Sí.

—¿Te refieres a lo del bebé?

—Sí, y también lo nuestro.

El camarero sirvió el champán en dos copas, y Matt alzó la suya.

—¿De verdad?

—Sí. Y antes de lo de mañana, quería preguntarte, Charley, si me concederías el honor de casarte conmigo.

—¿Hablas en serio? ¿En serio? —repitió Charley—. ¿Me estas proponiendo matrimonio?

—Sí.

—¿Estás seguro? —dijo frunciendo el entrecejo.

—Segurísimo, cariño. ¿Qué me dices? ¿Lo oficializamos y le ponemos mi apellido al bebé? ¿Quieres que mañana, en la barbacoa, anunciemos que vamos a casarnos?

—Oh, Matty… No sabes cuánto… —Charley meneaba la cabeza a la vez que rompía a llorar—. Oye, no me lo tengas en cuenta, son las hormonas. Solo quiero estar segura de que estás haciendo todo esto por los motivos adecuados, de que lo haces por nosotros dos, no por el bebé. Porque si no es así, no funcionará, ya lo sabes.

—Supongo… —Matt se rascó la cabeza— que el destino ha querido que estemos juntos.

—Eso es lo que siempre he pensado, pero no me atrevía a decírtelo —respondió ella con un hilo de voz.

—Así, ¿qué? —Matt levantó la copa—. ¿Me darás el sí?

—Oh, Matty, por supuesto que lo haré. ¡Sí!

—Entonces será mejor que vayamos a la joyería y compremos un anillo de compromiso para que puedas lucirlo mañana.

Matt regresó a su piso con Charley al cabo de tres horas. Estaba destrozado. La había llevado a Cartier, a Tiffany’s y luego de vuelta a Cartier para que se probara todos y cada uno de los anillos de la maldita tienda. Tenía la impresión de que la única diferencia entre el que originalmente le había gustado y el que había terminado eligiendo radicaba en que el segundo tenía un precio superior al primero, que ya de por si era exorbitante. Al final la broma le había costado el sueldo de seis meses, y había tenido que pagarla con la tarjeta de crédito. Eso sí, ella estaba encantada.

«Aprenderás a querer a Charley.»

Cuando esa noche Matt apoyó la cabeza en la almohada, las palabras de su madre eran lo único que lo reconfortaba.

Nada de todo aquello era nuevo para Matt en absoluto: ni el sitio donde tenía lugar la barbacoa para celebrar las buenas noticias, ni el ambiente que se respiraba, ni las personas allí presentes. Bebió mucho más de lo aconsejado; de todos modos, iban a quedarse a pasar la noche en casa de sus padres. Y cuando anunció su noviazgo y la consiguiente boda, se le llenaron los ojos de lágrimas. Ni uno solo de los presentes habría puesto en duda cuánto amaba a la mujer con la que iba a casarse, puesto que estaba tan emocionado. Charley lucía un vestido nuevo de Chanel que había comprado expresamente para la ocasión. A Matt le dolía la espalda de la cantidad de palmadas que había recibido. Más tarde, cuando los invitados se hubieron marchado y solo quedaban ellos dos y sus respectivos padres, el futuro suegro de Matt pronunció unas palabras.

—No soy capaz de expresar la alegría que siento en estos momentos. Y sé que tus padres, Matt, nuestros queridos amigos Bob y Elaine, sienten lo mismo que yo. Por eso, entre los cuatro hemos decidido que queremos haceros un regalo de boda. Hay una casa cerca de Oakwood Lane que sería el hogar perfecto para vosotros; es grande y tiene un jardín precioso para que el niño pueda jugar. Matt, tu padre y yo iremos mañana mismo a la inmobiliaria, y os la compraremos.

—¡Dios santo, Matty! —Charley se volvió hacia Matt con expresión radiante y le cogió la mano—. ¿No te parece formidable? Piénsalo bien; ¡tendremos a todos los abuelos a dos pasos para hacernos de canguro!

Todo el mundo se echó a reír excepto Matt, que optó por servirse un poco más de champán.

Esa misma noche, cuando hubieron recorrido los diez minutos de trayecto que los separaban de casa de los padres de Matt y él estaba solo en la terraza, su madre acudió a su encuentro.

—¿Estás contento, corazón?

—Sí, mamá —respondió Matt, aunque él mismo reparó en su tono taciturno. Decidió esforzarse un poco—. Claro que estoy contento, ¿por qué no iba a estarlo?

—Por nada. —Su madre le posó una mano en el hombro—. Yo solo quiero que mi chico sea feliz.

Elaine cruzó la terraza, se dio media vuelta y miró a Matt. Todo lo que su hijo expresaba con el cuerpo contradecía sus palabras. Elaine suspiró. Supuso que, en definitiva, las cosas eran así y no podía hacerse nada. Más tarde, acostada en la cama junto a su esposo sin poder pegar ojo, hizo una valoración de los últimos treinta y nueve años de una vida que, vista desde fuera, era todo lo perfecta que podía ser. Sin embargo, el corazón le decía algo muy distinto, porque su matrimonio era una pura farsa basada en el conformismo.

Y su hijo iba directo hacia un destino igual de doloroso.

El verano pasó agradablemente en la bahía de Dunworley. Había días que hacía bastante calor y Grania podía bajar con Aurora a la playa y nadar en el mar; otros caía una lluvia tan fina que más que empapar, humedecía. A Aurora se la veía asentada y satisfecha, pasaba horas en la granja con John y Shane, acompañaba a Kathleen a Cork a comprar ropa nueva y disfrutaba yendo de excursión con Grania para explorar bellos rincones a lo largo de la costa. Por su parte, Grania, cuando no estaba con Aurora, se pasaba horas encerrada en el estudio, perfeccionando la serie de seis esculturas en distintas posiciones que plasmaban los airosos movimientos de su modelo.

Un día de agosto, Grania se desperezó y se levantó del banco de trabajo. No podía hacer nada más sin estropear las figuras. Estaban acabadas. Sintió un breve arrebato de euforia mientras las envolvía para llevarlas a Cork a que las bañaran en bronce. Luego, se sentó ante el banco de trabajo y de pronto se sintió vacía y desolada. Ese proyecto le había servido para centrarse en algo que la distrajera del extraño adormecimiento que últimamente la invadía. Era como si no pudiera conectar con el resto del mundo, como si lo viera todo a través de un velo y su habitual vehemencia estuviera aletargada.

Claro que Aurora pronto pasaría a ser su hija legítima (las autoridades irlandesas ya la habían entrevistado a ella y a la niña), y eso suponía una maravillosa perspectiva que enriquecería su vida. Intentó concentrarse en los aspectos positivos más que en los peliagudos, que no debía tardar mucho en afrontar. Porque, a pesar de que quería a sus padres con locura, no pensaba quedarse a vivir en su casa para siempre. Dunworley House iba ser restaurada con todo detalle, pero aun cuando estuviera acabada, Grania no tenía claro que pudiera sentirse cómoda viviendo allí. Además, Aurora era muy feliz en la granja y no se tomaría bien ninguna sugerencia relativa a un traslado. Y probablemente, mientras estuviera recuperándose de la pérdida de su padre, podría resultarle perjudicial.

De momento, decidió plantearse el asunto como si estuviera instalada definitivamente.

En septiembre, Hans regresó a Irlanda y los tres fueron al registro civil de Cork para completar los trámites del proceso de adopción.

—Bueno, Aurora —dijo Hans más tarde, durante la comida—, ahora ya tienes una nueva madre legítima. ¿Qué tal te sientes?

—¡Estupendamente! —Aurora abrazó a Grania con fuerza y luego añadió—: y también unos nuevos abuelos y… —se rascó la nariz— Shane es mi tío, ¿verdad?

—Sí —respondió Grania sonriendo.

—¿Crees que les molestará si los llamo abuelito y abuelita y… tío Shane? —dijo Aurora con una risita.

—No, no creo que les moleste en absoluto —opinó Grania.

—¿Y a ti, Grania? —De repente Aurora se mostró tímida—. ¿Puedo llamarte mamá?

—Querida Aurora —Grania se sintió conmovida—, si eso es lo que sientes, para mí será todo un honor.

—¿Y yo qué? —protestó Hans—. ¡Ahora soy el único que no tiene un parentesco oficial contigo, Aurora!

—¡No seas tonto, tío Hans! ¡Eres mi padrino! Y para mí siempre seguirás siendo mi tío.

—Gracias, Aurora. —Hans miró a Grania con un brillo en los ojos—. Te lo agradezco.

Hans se unió a la cena que Kathleen había organizado para celebrar que Aurora había pasado a ser oficialmente miembro de la familia. Después de cenar, se levantó y dijo que debía regresar al hotel de Cork donde se alojaba y prepararse para coger el avión que a primera hora de la mañana lo llevaría de vuelta a Suiza. Dio un beso de despedida a Aurora y agradeció la invitación a Kathleen y John. Grania salió con él y lo acompañó hasta el coche.

—Estoy muy contento de ver a la niña tan feliz. Tiene suene de formar parte de una familia tan unida y cariñosa.

—Bueno, mi madre siempre dice que Aurora también les ha devuelto la vida a ellos.

—¿Y tú, Grania? —Hans se detuvo antes de entrar en el coche—. ¿Qué planes tienes?

—En realidad, no tengo ningún plan. —Se encogió de hombros.

—Por favor, no olvides que Alexander no deseaba que el hecho de adoptar a Aurora condicionara tu futuro —le recordó Hans—. He visto con mis propios ojos que Aurora es muy feliz en la granja. Si tú optas por llevar una vida distinta, dudo que le afecte.

—Gracias, Hans, pero ya no tengo más vida que esta.

—Entonces tendrás que empezar de cero. A lo mejor podrías volver unos días a Nueva York, Grania. —Hans le posó la mano en el hombro—. Eres demasiado joven y brillante para consumirte aquí. Y no utilices a Aurora como excusa para darte por vencida. Cada cual es responsable de forjarse su propio destino.

—Ya lo sé, Hans —reconoció Grania.

—Perdona si te echo sermones, pero me parece que lo estás pasando mal. Y los últimos meses han hecho en ti más mella de lo que crees. Me preocupa que estés estancada, tienes que salir adelante. Y para eso, a veces hace falta tragarse el orgullo, lo cual es posible que a ti te resulte especialmente difícil, Grania. —Sonrió y la besó en ambas mejillas. Luego subió al coche—. Cuídate, y recuerda que puedes llamarme siempre que quieras. Si puedo ayudarte en lo que sea, personal o profesionalmente, lo haré.

—Gracias. —Grania agitó la mano para despedirse de Hans. La entristecía que se marchara. Lo sucedido en los últimos meses los había unido mucho y su opinión le merecía un gran respeto. Era un hombre muy sabio, y tenía una habilidad especial para detectar y señalar con acierto sus pensamientos y sus miedos más íntimos.

A lo mejor debería hacerle caso y volver a Nueva York…

Grania bostezó. «Ya lo pensaré mañana», se dijo, emulando a Scarlett O’Hara.

Había sido un largo día.

Cuando los fríos vientos del Atlántico empezaron a soplar de nuevo en la costa de West Cork y en los hogares de la zona volvían a encenderse las chimeneas, Grania inició una nueva serie de esculturas. Esta vez representaban a Anna, la abuela de Aurora, y utilizó como modelo el retrato de La muerte del cisne que estaba colgado en el comedor de Dunworley House, dándole volumen. Recordó que su primera escultura de un cisne fue la que hizo que su camino y el de Matt se cruzaran, así que resultaba triste e irónico que sus actuales bocetos tuvieran una historia detrás. Claro que por lo menos la adversidad le había permitido descubrir cuál era su especialidad particular. La elegancia y la ligereza de las bailarinas la inspiraban y le permitían desplegar sus dotes de escultora.

A finales de noviembre Aurora cumplía nueve años, y cuando Grania supo que el English National Ballet tenía previsto actuar en Dublín, compró entradas en secreto. Tal como suponía, cuando la niña se enteró no cabía en si de gozo.

—¡Grania! ¡Es el mejor regalo que me han hecho en mi vida! ¡Y es La bella durmiente, mi ballet favorito!

Grania había reservado una habitación para una noche en el hotel Jurys Inn de Dublín, así dispondrían de unas horas para ir de compras por la ciudad. Durante la representación, Grania disfrutó más observando la expresión embelesada de Aurora que del espectáculo en si.

—Oh, Grania —dijo Aurora con cara de ensueño cuando salieron del teatro—. Ahora sí que lo tengo decidido; aunque me encanta vivir en la granja con los animales, creo que tengo que ser bailarina. Algún día quiero llegar a representar el papel de la princesa Aurora.

—Seguro que lo conseguirás, corazón.

De vuelta en la habitación del hotel, Grania dio un beso de buenas noches a Aurora y se acostó en la cama contigua. Cuando apagó la luz, una voz la llamó en la oscuridad.

—¿Grania?

—¿Qué?

—Lily siempre decía que detestaba el ballet, pero entonces ¿por qué me puso el nombre de la protagonista de uno?

—Es una buena pregunta, Aurora. A lo mejor no lo detestaba tanto como decía.

—No…

Hubo unos instantes de silencio. Luego volvió a oírse la voz de Aurora.

—¿Grania?

—¿Qué, Aurora?

—¿Eres feliz?

—Sí. ¿Por qué me lo preguntas?

—Porque… a veces me parece que se te ve muy triste.

—¿Sí? —Grania se sorprendió mucho—. Claro que soy feliz, corazón. Te tengo a ti, y también tengo mi trabajo y a mi familia.

Hubo otro silencio.

—Sí, eso ya lo sé. Pero no tienes marido.

—No, eso es cierto.

—Pues deberías casarte. No creo que a papá le gustara mucho saber que te has quedado sola. Y menos que te sientes sola —la reprendió Aurora.

—Eres muy amable, corazón. Pero estoy bien, en serio.

—¿Grania?

—¿Qué, Aurora? —Grania exhaló un suspiro; aquello empezaba a pesarle.

—¿Estabas con alguien antes de conocer a papá?

—Sí.

—¿Y qué pasó?

—Bueno, es una historia muy larga, y la verdad es… que no lo sé exactamente.

—Ah. ¿Y por qué no lo averiguas?

—Aurora, ahora tienes que dormirte, en serio. —Grania quería poner fin a la conversación, le resultaba demasiado violenta—. Ya es muy tarde.

—Solo dos preguntas más. ¿Dónde vive?

—En Nueva York.

—Y ¿cómo se llama?

—Matt. Se llama Matt.

—Oh.

—Buenas noches, Aurora.

—Buenas noches, mamá.