16
Lo más duro en la nueva vida de Mary era la cantidad de tiempo que dedicaba a pensar. Durante los veintinueve años de su vida, todos y cada uno de los días que recordaba estaban repletos de cosas que debía hacer para los demás. Siempre había tareas, deberes con los que cumplir. Ahora no tenía que estar pendiente más que de si misma. Tenía todo el tiempo para ella, y se le hacía interminable.
También se dio cuenta de que había vivido toda la vida rodeada de gente. Acostumbrada a compartir espacios comunes en todas las casas en las que había habitado, a Mary las horas que pasaba sola en una habitación reducida se le antojaban insoportables. Los recuerdos de aquellos a quienes había perdido (sus padres, su prometido y la pequeña a la que había amado como a su propia hija) la asaltaban mientras pasaba las horas sentada frente a la exigua llama de la estufa de gas. A otras personas tal vez les pareciera fantástico no tener que despertarse porque sonara una campana o llamaran de repente a la puerta, pero para Mary sentir que no la necesitaban era una novedad desagradable.
No tenía problemas de dinero; los quince años sirviendo en las casas de la familia Lisle le habían permitido ahorrar lo suficiente para mantenerse sin dificultad durante los siguientes cinco. De hecho, podría permitirse vivir en condiciones mucho más desahogadas a como lo hacía.
Instintivamente, la mayoría de las tardes Mary acudía a Kensington Gardens y se dedicaba a observar los conocidos rostros de las niñeras que cuidaban de los pequeños a su cargo. Antes no le habían hecho caso y ahora tampoco se lo hacían. No tenía a nadie en quien apoyarse, ni a nadie que pudiera apoyarse en ella. Observaba a la gente que paseaba frente a si en dirección a alguna otra parte.
En los peores momentos, a Mary le daba por pensar que a nadie en absoluto le importaba si estaba viva o muerta. Era reemplazable e innecesaria, a todo el mundo le resultaba indiferente. Incluso a Anna, la niña a quien había entregado tanto amor. Estaba segura de que se había adaptado y había pasado página. Era lo que ocurría cuando se tenía toda la energía de la juventud.
Para matar el tiempo, Mary pasaba las solitarias horas de la tarde confeccionándose todo un vestuario nuevo. Había comprado una máquina de coser Singer y, bajo la tenue luz de la lamparilla de gas, se sentaba ante la mesita situada junto a la ventana que daba a Colet Gardens. Cuando cosía, conseguía dejar la mente en blanco; y el hecho de crear algo de la nada la reconfortaba. Cada vez que el brazo derecho se le cansaba de dar vueltas a la rueda de la máquina de coser, hacía una pausa y contemplaba la vida que tenía lugar en el exterior. Muchas veces veía a un hombre apoyado en una farola situada justo enfrente. Parecía joven, tanto como ella misma, y pasaba allí horas enteras, con la mirada fija en la distancia.
Mary empezó a esperar que apareciera. Solía hacerlo alrededor de las seis de la tarde, y lo miraba mientras él se apostaba junto a la farola, ajeno al hecho de que alguien lo estaba observando. Alguna que otra vez rompía el alba antes de que se marchara.
Su presencia reconfortaba a Mary. Parecía tan solitario como ella.
—Pobre hombre —susurraba para si mientras tostaba un panecillo de levadura en el hornillo de gas—. Está mal de la chaveta, el muy desgraciado.
Los días se iban haciendo más cortos a medida que se acercaba el invierno, y sin embargo el joven seguía acudiendo al mismo lugar junto a la farola. Mary se ataviaba con más capas de las cálidas prendas que había confeccionado, pero el hombre no parecía prestar ninguna atención al descenso de la temperatura.
Una noche de noviembre, Mary llegó a casa tarde tras haber ido a tomar el té con Nancy y pasó junto a él. Se detuvo, se dio media vuelta y lo examinó. Era un hombre alto, de rasgos delicados: nariz afilada, una barbilla que denotaba orgullo y la tez pálida a la luz de la farola. Estaba tan delgado que rayaba el raquitismo, pero Mary era consciente de que con unos cuantos kilos más resultaría un tipo atractivo. Siguió caminando hasta la escalera de la entrada y dio la vuelta a la llave para abrir la puerta. Entró y se dirigió de inmediato a la ventana, preguntándose cuánto rato aguantaría el hombre sin moverse con aquel frío glacial. Estaba temblando, así que encendió la estufa de gas y se ciñó con fuerza el chal alrededor de los hombros; entonces se le ocurrió una idea.
Al cabo de una semana, bajó la escalera de la casa de huéspedes y se dirigió al joven apostado en el lugar habitual.
—Tenga, coja esto. Le mantendrá abrigado mientras sostiene la farola. —Mary le tendió el paquete que llevaba sobre los brazos y aguardó la respuesta. El joven estuvo mucho rato sin hacer caso de ella ni de lo que le ofrecía. Cuando estaba a punto de darse media vuelta, tras percatarse de que, obviamente, el hombre no tenía remedio, él inclinó la cabeza en su dirección, miró lo que sostenía y le ofreció una débil sonrisa.
—Es un abrigo, de lana. Es para que se abrigue mientras está aquí —explicó ella.
—¿P-p-para mí? —Daba la impresión de que no estaba acostumbrado a hablar, pues la voz sonaba ronca y forzada.
—Sí —repitió ella—. Vivo ahí —Mary señaló la habitación iluminada situada sobre ellos—, y le he estado observando. No quiero que muera de una neumonía en la puerta de mi casa —añadió—, y le he hecho esto.
El hombre miró el paquete, y luego a Mary, anonadado.
—¿L-lo ha hecho usted, p-para mí?
—Sí. ¿Qué, lo coge? Se lo agradecería, porque pesa mucho.
—P-pero… no tengo d-dinero. No puedo pagarle.
—Es un regalo. Me resulta molesto verle aquí temblando de frío mientras yo estoy ahí dentro calentita. Considere que me está haciendo un favor. Tenga —lo instó.
—Es… Es muy a-amable por su parte, señorita…
—Mary. Me llamo Mary.
El hombre cogió el abrigo y, con las manos temblorosas, se lo probó.
—¡Me v-va perfecto! ¿C-cómo ha…?
—Bueno, lo he tenido aquí delante todos los días mientras lo confeccionaba.
—Es… el m-mejor regalo que m-me han hecho n-nunca.
Mary notó que, aparte de tartamudear, el hombre hablaba con un acento apocopado, igual que Lawrence Lisle.
—Por lo menos ahora puedo dormir más tranquila sabiendo que va abrigado. Buenas noches, señor.
—B-buenas noches, M-Mary. Y… —la expresión de los ojos del hombre denotaba tal gratitud que Mary notó que los suyos se le arrasaban en lágrimas— gracias.
—De nada —respondió ella, y se apresuró a subir la escalera de la puerta de entrada.
Unas cuantas semanas después, justo cuando Mary estaba a punto de decidir que la única forma posible de escapar de la soledad era regresar a Irlanda y llevar una vida de solterona al lado de la familia de Sean, se encontró con Nancy para tomar el té en Piccadilly.
—¡Oye! ¡Qué elegante! —exclamó Nancy después de pedir que les sirvieran té y tostadas con mantequilla—. ¿De dónde has sacado el abrigo nuevo? Lo he visto en las revistas, pero cuesta una auténtica fortuna. ¿Has recibido una herencia o qué?
—Yo también lo vi en una revista, y lo copié de la foto.
—¿Lo has hecho tú?
—Sí.
—¡Sabía que tenías facilidad con la aguja, pero esto está muy bien hecho! —exclamó Nancy, admirada—. ¿Harás uno para mí?
—Claro, si me dices de qué color lo quieres.
—¿Qué tal rojo escarlata? ¿Crees que me sentaría bien? —Se dio unas palmaditas en los rizos rubios.
—Me parece que sí —convino Mary—. Pero piensa que tendré que cobrarte lo que cueste la tela.
—Por supuesto. Y el tiempo que emplees. ¿Cuánto me costará?
Mary se quedó pensativa.
—Bueno, diría que la tela costará unos diez chelines, y unos cuantos más por la confección…
—¡Hecho! —Nancy juntó las manos con una palmada—. El jueves voy a salir con Sam, y me parece que va a proponerme matrimonio. ¿Estará terminado para entonces?
—Una semana… —Mary reflexionó—. No veo por qué no.
—Oh, Mary, ¡gracias! Eres una artista, de verdad que lo eres.
El «abrigo rojo», nombre con el que Mary lo recordaría siempre marcó un punto y aparte en su vida. Nancy lo mostró a sus amigas, y muy pronto se agolparon a la puerta de Mary para pedirle con vehemencia que también les confeccionara uno. Incluso Sheila, la chica que vivía en el edificio contiguo y que trabajaba en unos elegantes almacenes cerca de Piccadilly, había alabado el abrigo de Mary al verla por la calle y le había pedido que le hiciera uno. Una tarde Sheila fue a ver a Mary para una prueba, y más tarde se tomaron un té juntas y charlaron un rato.
—Deberías hacerte modista, Mary. Tienes verdadera habilidad.
—Gracias, pero ¿crees que está bien convertir algo que te gusta en tu profesión?
—¡Claro que sí! Tengo muchas amigas que estarían encantadas de pagarte para que les confeccionaras los últimos modelos. Todas sabemos lo que cuestan en las tiendas.
—Sí. —Mary estaba asomada a la ventana, mirando al joven apostado junto a la farola, bien abrigado con la prenda de lana—. ¿Sabes quién es ese hombre?
Sheila se acercó a la ventana y se asomó.
—Mi casero me ha contado que su novia vivía aquí antes de la guerra; estaba formándose en el hospital de Saint Thomas para ser enfermera. Un caballo desbocado se la llevó por delante en el Somme y murió. Él regresó con una neurosis de guerra, pobrecillo. —Sheila suspiró—. Creo que si tuviera que elegir entre los dos, preferiría ser ella. Al menos ya no sufre. En cambio él tiene que revivir el horror día tras día.
—¿Tiene casa?
—Al parecer es de familia acomodada. Vive con su madrina aquí mismo, en Kensington. Ella lo acogió cuando sus padres se negaron a hacerlo. Pobre hombre, ¿qué clase de futuro le espera?
—La verdad es que no lo sé —dijo Mary con un suspiro, se sentía culpable y egoísta por haber estado lamentándose de su suerte durante las semanas anteriores—. Está claro que venir aquí le reconforta de un modo u otro. Y en esta vida todos deberíamos hacer aquello que nos reconforta.
Mary llevaba casi tres meses y medio viviendo en Colet Gardens. Ahora pasaba los días pendiente de las clientas, confeccionando los abrigos, blusas, faldas y vestidos que le encargaban. Se estaba planteando emplear a una aprendiza, y trasladarse a un espacio donde dispusiera de más habitaciones para poder dedicar una a su trabajo. Aunque estaba ocupada y tenía menos tiempo para pensar, muchas veces se moría de ganas de empezar una carta para su querida Anna. Quería decirle que la habían obligado a abandonarla, que era lo que más quería en el mundo y que pensaba en ella todos los días. Pero sabía que, por el bien de Anna, era mejor guardar silencio.
Para Mary el tiempo ya no era un bien inútil que se le escapaba de entre las manos; sin embargo, su corazón, al carecer de alguien en quien depositar su amor, estaba adormecido y encerrado en si mismo. Con todo, siempre que corría el riesgo de caer en la autocompasión, todo cuanto tenía que hacer era asomarse a la ventana y mirar al pobre hombre apostado junto a la farola.
Se acercaba la Navidad y las clientas querían disponer de las prendas lo antes posible, así que Mary no tenía tiempo de plantearse lo bonito que sería poder festejarla con Anna. Nancy la había invitado a pasarla con ella en Cadogan House.
—Será la última en la casa para todos —dijo Nancy—. Nos han avisado de que debemos marcharnos dentro de un mes, en enero, cuando cierren la casa. Estoy segura de que esa becerra cogotuda nos habría puesto de patitas en la calle antes de Navidad de haber podido, pero por suerte todavía quedan cosas que hacer.
—¿Se ha ido ya a Bangkok? —preguntó Mary.
—Sí, se marchó el mes pasado. ¡Dimos una fiesta en la cocina para celebrarlo! Sam y yo hemos conseguido un buen trabajo como ama de llaves y mayordomo en Belgravia. El día que salga por la puerta de esa cocina, no pienso mirar atrás. Solo lo siento por esa pobre niña. Esperaba poder regresar a casa por Navidad. Me sorprende que existan mujeres tan crueles, ¿a ti no, Mary? Y que haya hombres que estén tan ciegos para dejarse manejar por ellas —añadió Nancy.
Mary pasó en vela la noche antes del día de Nochebuena para asegurarse de que todas las clientas dispusieran a tiempo de sus prendas. A las cuatro de la tarde, cuando todo el mundo hubo recogido su encargo, estaba exhausta y se dejó caer en el sillón situado junto a la chimenea. La despertaron unos suaves golpecitos en la puerta.
—¿Quién es?
—Soy yo, Sheila, la vecina. Tienes visita.
Mary se levantó del sillón y fue a abrir la puerta. Sus ojos no daban crédito cuando vio a la persona de rostro pálido y angustiado que acompañaba a Sheila.
—¡Mary! —Anna se arrojó sobre ella y la abrazó tan fuerte que apenas podía respirar.
—¡Jesús, María y José! Anna, ¿qué estás haciendo aquí? ¿Cómo me has encontrado?
—Así, ¿la conoces? —Sheila sonreía—. La he encontrado sentada en el escalón de la puerta, parecía una niña abandonada.
—Pues sí, claro que la conozco. Es mi Anna, ¿verdad, cielo? —A Mary se le arrasaron los ojos en lágrimas al contemplar el adorado rostro de Anna.
—Bueno, os dejo solas. Me parece que ya tienes tu regalo de Navidad, Mary.
—Ya lo creo.
Mary sonrió. Luego cerró la puerta y acompañó a Anna hasta el sillón para que tomara asiento.
—Bueno, explícame qué estás haciendo aquí exactamente. Creía que estabas en la escuela.
—S-sí, estaba en la escuela. Pero… —Anna mostró una expresión decidida— me he escapado y n-no pienso volver, n-nunca más.
—Vamos, Anna, cielo, no digas tonterías. Seguro que no hablas en serio.
—S-sí, sí que hablo e-en serio. Y si me obligas a volver, m-me escaparé otra vez. L-la directora es odiosa, ¡y las n-niñas también son odiosas! Me obligan a jugar a un deporte que se llama lacrosse, tengo que c-correr y luego m-me duelen las rodillas. ¡Eso es lo más odioso d-de todo! ¡Oh, Mary! —Anna hundió la cabeza entre sus manos—. Lo he p-pasado fatal. Solo estaba e-esperando que llegaran las vacaciones de Navidad para volver a C-Cadogan House y verte a ti y a todos los demás, y entonces la directora me hizo ir a su despacho y m-me dijo que no iba a volver a casa, que la tía se había marchado a B-Bangkok con el tío y que iban a c-cerrarla. Por favor, Mary, por favor, no me obligues a v-volver a ese sitio tan horrible; p-por favor.
Entonces Anna no pudo contenerse más y estalló en lágrimas.
Mary la sentó sobre sus rodillas y la niña se apoyó en su pecho y se desahogó contándole horribles historias de soledad, abandono y tristeza.
Cuando se hubo serenado, Mary le habló con dulzura.
—Anna, tenemos que explicarle lo antes posible a la directora que estás bien. No me extrañaría nada que a estas horas tuviera a la policía de medio país buscándote.
—Me he e-escapado esta mañana —dijo Anna con un mohín—, y la señora G-Grix, la directora, se ha ido a J-Jersey a pasar la Navidad con su hermana. Me ha dejado con la enfermera, que bebe mucha g-ginebra y siempre ve dos Annas, así que ahora verá una.
Mary no pudo evitar sonreír ante la ocurrencia de Anna.
—Bueno, en ese caso avisaremos a la enfermera. No queremos que nadie se preocupe, ¿verdad? Por muy mal que nos sintamos, no está bien hacer eso, Anna.
—De acuerdo, la llamamos si me p-prometes que no le dirás dónde estoy. Podrían v-venir a buscarme, y no p-pienso volver. Antes prefiero morirme.
Mary era consciente de que la niña estaba agotada y esa noche le resultaría imposible hacerla entrar en razón.
—Solo le diré que te has presentado en Cadogan House sana y salva y que después de Navidad me pondré en contacto con ella. ¿Qué opinas?
Eso pareció tranquilizar a Anna, que asintió, aunque poco convencida.
—Bueno, me parece que te sentaría bien darte un baño. No será como los de Cadogan House, pero por lo menos estarás limpia, cielo.
Mary acompañó a Anna hasta el cuarto de baño comunitario situado al final del pasillo y llenó la bañera. Mientras frotaba a la niña, le preguntó cómo se las había arreglado para llegar a Londres y encontrarla en Colet Gardens.
—Ha sido muy fácil —respondió Anna—. Sabía dónde estaba la estación porque habíamos venido un d-día de excursión a Londres para ver la c-catedral de San Pablo. Me escapé de la escuela y fui andando hasta allí. Luego m-me subí al tren, y me dejó en una estación muy grande que se llama Waterloo. Cogí un autobús hasta Sloane Square y luego caminé hasta Cadogan House. Entonces la señora Carruthers pidió un taxi para que me trajera aquí.
—Pero, Anna, sabías que la casa estaba cerrada. ¿Qué habrías hecho si no hubiera habido nadie para recibirte? —Mary ayudó a Anna a salir de la bañera y la envolvió con una toalla.
—No se me había ocurrido p-pensarlo —confesó Anna—, sabía que el pestillo de la ventana de la cocina estaba r-roto, así que habría podido abrirla y entrar sin problema. Pero la señora Carruthers estaba allí y me d-dijo dónde vivías.
Mary contempló a Anna admirada, a pesar de la angustia que le producía su arriesgada aventura. La pequeña a quien había dejado cuatro meses atrás había crecido. Y había demostrado poseer iniciativa y valentía. Mary no sabía que tuviera esas cualidades.
—Bueno —dijo Mary mientras guiaba a Anna por el pasillo hasta su habitación—. Te acompañaré a la cama y luego bajaré a preguntar si puedo usar el teléfono del dueño de la pensión. Llamaré a Cadogan House y hablaré con la señora Carruthers para pedirle que telefonee de inmediato a la enfermera de la escuela y le diga que estás sana y salva. —Mary observó la expresión de preocupación de Anna—. Y no, no le diremos que estás conmigo. Además, mañana es Navidad e iremos allí a comer —dijo Mary, tranquilizándose a si misma tanto como a la niña.
El semblante de Anna se animó bastante.
—¿En serio? ¡Qué b-bien! Echo mucho de menos a todo el mundo.
Mary observó a Anna mientras acomodaba la cabeza en la almohada y los ojos empezaban a cerrársele.
—Duerme, cielo. Cuando nos despertemos será Navidad.