9

West Cork, Irlanda,

agosto de 1914

Me han llamado a filas. Mañana tengo que personarme en el cuartel de Wellington, en Londres.

Mary, que contemplaba el inusual azul del mar (el calor de ese día de agosto convertía los tonos turbios y desabridos propios de la bahía de Dunworley en un panorama digno de una postal de la Riviera francesa), se paró en seco y soltó la mano de Sean.

—¡¿Qué?! —exclamó.

—Mary, cielo, sabías tan bien como yo que este momento tenía que llegar. Formo parte de la reserva de los Guardias Irlandeses y ahora que ha estallado la guerra contra Alemania, me necesitan para ayudar a los aliados a ganarla.

Mary observó a su prometido con severidad mientras se preguntaba si sufría una insolación.

—¡Pero si íbamos a casarnos dentro de un mes! ¡Tenemos la casa a medio construir! ¡No puedes hacer la maleta y marcharte como si tal cosa!

Sean le sonrió, su mirada amable indicaba que comprendía el golpe que la noticia representaba para ella. A decir verdad, también a él le había sorprendido, a pesar de que formaba parte de la reserva. El hecho de contemplar la posibilidad de que aquello ocurriera no era para nada comparable a que le estuviera sucediendo de verdad. Se agachó para atraerla hacia si (un metro noventa de estatura era mucho para un metro cincuenta y cinco), pero ella se resistió.

—Vamos, Mary, tengo que luchar por mi país.

—¡Sean Ryan! —Mary puso los brazos en jarras—. ¡No vas a luchar por tu país! ¡Vas a luchar por Gran Bretaña, el país que lleva trescientos años oprimiendo al tuyo!

—Vamos, Mary, si hasta el señor Redmond nos insta a luchar al lado de los británicos; ya sabes que el Parlamento está a punto de aprobar un proyecto de ley para otorgar la independencia a Irlanda. Nos han hecho un favor, y debemos devolvérselo.

—¿Un favor? ¿Por permitir que los auténticos propietarios de las tierras puedan tomar decisiones sobre ellas? ¡Menudo favor! —Mary se dejó caer en una roca cercana, se cruzó de brazos y permaneció con la mirada fija en la bahía que se extendía delante.

—Dentro de cuatro días te afiliarás al partido nacionalista ¿verdad? —Sean comprendía la necesidad que Mary tenía de echar la culpa al primero que pasara por el desastre en que se estaba convirtiendo su vida.

—Haré cualquier cosa que sirva para mantener al hombre que amo a mi lado, que es donde tiene que estar.

Sean se agachó junto a ella. Al doblar las piernas, las rodillas casi le rozaban las orejas. Quiso cogerle la mano, pero ella la apartó.

—Mary, por favor. Esto no significa que vayamos a anular nuestros planes, solo quedan aplazados.

Mary siguió con la vista fija en el mar, sin hacerle ningún caso. Al final exhaló un suspiro.

—Y yo que creía que todo eso del ejército no era más que un juego, una oportunidad de manejar armas para sentirse importante, pero nada que tuviera que ver con la realidad. Y ahora te perderé por ello —añadió con un hilo de voz.

—Corazón —Sean volvió a tenderle la mano, y esta vez ella aceptó el gesto—, aunque no formara parte de la reserva daría igual; John Redmond quiere que todos los irlandeses nos alistemos como voluntarios. Tal como lo veo, al menos yo he recibido cierta instrucción mientras que los demás no tienen ninguna. Y los Guardias Irlandeses es una institución genuina y muy digna. Allí estaré con los míos, Mary; les daremos a los alemanes una lección que no olvidarán jamás. Y muy pronto regresaré a Irlanda y estaré a tu lado; no te preocupes.

Hubo otro largo silencio antes de que Mary fuera capaz de expresar sus pensamientos en voz alta, superada por la emoción.

—Pero, Sean, ¿de verdad volverás? No tienes ninguna certeza, lo sabes tan bien como yo.

Sean se puso en pie y se irguió cuan alto era.

—Mírame, Mary. Tengo la constitución perfecta para luchar. Tu futuro marido no es ningún debilucho dispuesto a dejarse derribar por cuatro alemanes. Podría enfrentarme a tres de ellos a la vez, y aún así no estarían a la altura.

Ella lo miró con lágrimas en los ojos.

—Pero un simple disparo en el corazón acaba con cualquiera, da igual lo alto que sea.

—No pienses en eso, cielo. Sé cuidar de mí mismo. Antes de que te des cuenta, volveremos a estar juntos.

Mary escrutó su mirada y vio brillar la emoción. Ella solo podía pensar en que su vida corría peligro, y Sean solo imaginaba la gloria que obtendría en el campo de batalla. De repente, se dio cuenta de que en realidad había estado esperando ese momento.

—Así, ¿mañana te marcharás a Londres?

—Sí. A todos los reservistas nos recogerán en Cork y nos llevarán a Dublín, donde cogeremos un barco hasta Inglaterra.

Mary apartó la mirada del horizonte y la posó en la gruesa y basta hierba que crecía bajos sus pies.

—¿Cuándo volveré a verte?

—Eso no lo sé, Mary —respondió Sean con un hilo de voz—. Lo que puedo garantizarte es que en cuanto obtenga el primer permiso iré directo a verte. —Le cogió las manos—. Ya sé que no es gran cosa, pero es todo lo que puedo decirte.

—¿Cómo se las arreglará tu padre en la granja sin ti? —preguntó Mary en tono lastimero.

—Las mujeres harán lo que siempre hacen en épocas como esta; se encargarán de suplir a los hombres. Mientras mi padre luchaba en la guerra de los bóers, mi madre hizo muy bien su trabajo.

—¿Se lo has dicho ya?

—No, antes quería contártelo a ti. Ella será la siguiente. Y lo haré ahora mismo. Mary, Mary… ¿Qué más puedo decir? —Sean la rodeó por los hombros y la apretó contra su pecho—. Nos casaremos en cuanto regrese. ¿Quieres acompañarme a la granja?

—No. —Mary sacudió la cabeza despacio—. Creo que necesito estar sola un rato. Ve tú a hablar con tu madre.

Sean asintió en silencio, la besó en la coronilla y se irguió.

—Más tarde pasaré a verte y… a despedirme.

—Sí —musitó para si cuando Sean ya se alejaba despacio colina abajo. Aguardó hasta haberlo perdido de vista, luego se cubrió el rostro con las manos y se echó a llorar. En su fuero interno se sentía furiosa con Dios, a quien durante tantas horas había confesado sus pecados. No se le ocurría que hubiera hecho nada por lo que mereciera semejante desastre.

En su vida anterior, aquella de la que había disfrutado hasta que veinte minutos atrás Sean le comunicara la gran noticia, tenía previsto convertirse en la señora Ryan al cabo de cuatro semanas. Iba a disponer, por primera vez en su vida, de un hogar propio y una familia, iba a ser una persona respetable. Y, por encima de todo, iba a tener a su lado a un hombre a quien no le importaba su procedencia desconocida, que la amaba simplemente por ser como era. El día de su boda, su pasado desaparecería para siempre. Dejaría el puesto de criada en Dunworley House, dejaría de fregar suelos y de hacer recados para la familia Lisle. A partir de ese momento fregaría el suelo de su propio hogar.

La verdad es que, el joven Sebastian Lisle, su patrón, se había comportado siempre con amabilidad durante el tiempo que llevaba sirviendo en la casa. Hacía casi cuatro años había ido a hablar con las monjas que regentaban el orfanato porque buscaba una muchacha que se ocupara de las tareas domésticas. Entonces Mary tenía catorce años y rezaba por que la tuvieran en cuenta para el puesto. La madre superiora se había mostrado más bien reacia. Mary era una chica brillante y muy trabajadora que había colaborado para ayudar a que los otros niños del orfanato aprendieran a leer y escribir. En el convento la apreciaban mucho, y Mary sabía que el mayor anhelo de la madre superiora era que tomara el hábito y permaneciera allí el resto de sus días.

Sin embargo, eso no se correspondía con los deseos de Mary; aunque lo mantenía en secreto, albergaba demasiadas dudas sobre el hecho de que existiera un Dios capaz de permitir que los feligreses sufrieran tanto. En la entrada del convento aparecían bebés carentes de amor que a los pocos meses acababan muriendo con gran sufrimiento a causa de algún brote de difteria, o tal vez de sarampión. La habían educado para aceptar que el dolor formaba parte del camino hacia los cielos y hacia el propio Dios, y por eso trataba por todos los medios de creer en Su bondad. Pero dedicarle a Él toda una vida, sin poder salir de allí ni ver mundo, aislada entre los muros de un convento, no era lo que consideraba más apropiado para si misma.

La madre superiora había aceptado su renuncia con gentileza; comprendía que Mary, que gozaba de la gracia de ser inteligente y de tener una mente inquieta y una gran agudeza, no se amoldaría a ocupar el lugar que ella había elegido. Sin embargo, no la complacía que iniciara una nueva vida como criada.

—Estaba pensando que podrías ser institutriz —la había alentado—. Tienes una habilidad natural para enseñar a los niños. Podría dar voces… y ver si hay algún puesto así vacante para cuando cumplas dieciocho años.

A los catorce años, a Mary se le antojó insufrible aguardar cuatro años más para iniciar una nueva vida.

—A mí me da igual dedicarme a lo que sea, madre. Por favor, al menos me gustaría tener la oportunidad de conocer al señor Lisle cuando venga —había suplicado.

Al final, la madre superiora accedió.

—Os presentaré, y luego será Dios quien decida si debes irte.

Por suerte para Mary, eso fue precisamente lo que sucedió. De entre las seis chicas a quienes la madre superiora presentó para cubrir un puesto de criada subalterna, Sebastian Lisle la eligió a ella.

Mary había hecho las maletas y había salido del convento sin molestarse en mirar atrás.

Tal como la madre superiora había previsto, el puesto estaba muy por debajo de la capacidad de Mary, pero después de pasar unos cuantos años en el convento, los trabajos pesados no la asustaban. El dormitorio del desván, que compartía con otra criada, bastaba para que se estremeciera de emoción tras haberse pasado la vida compartiendo la celda con once chicas más. Mary dio lo mejor de si y trabajó con diligencia.

No pasó mucho tiempo antes de que el joven señor se diera cuenta.

En cuestión de pocos meses, Mary pasó a ocupar un puesto de doncella. Mientras servía al señor y a sus invitados, observaba, escuchaba y aprendía. La familia Lisle era de origen inglés. Había llegado a Dunworley House doscientos años atrás, para controlar a los irlandeses infieles que habitaban en las tierras que los británicos consideraban propias. Mary aprendió a descifrar su acento apocopado y se acostumbró a sus tradiciones formalistas y extrañas, y también a su sentimiento de superioridad, tan arraigado que resultaba imposible quebrantarlo.

Las tareas en aquel hogar no resultaban muy gravosas. El señor, Sebastian Lisle, un joven de dieciocho años, vivía con su madre, Evelyn, que había perdido a su marido en la guerra de los bóers y ahora dependía de que su hijo sacara adelante la familia. Mary descubrió que Evelyn tenía otro hijo más mayor, Lawrence, que había seguido los pasos de su padre en el servicio diplomático y vivía en el extranjero. Los Lisle tenían otra residencia en Londres; una espléndida casa de fachada blanca que, al verla retratada en un cuadro, a Mary le hizo pensar en un pastel de boda.

Mary soñaba que algún día abandonaría Irlanda y saldría a recorrer mundo. Mientras tanto, se dedicaba a ahorrar los pocos chelines que ganaba a la semana guardándolos debajo del colchón.

Dos años después conoció a Sean Ryan.

El ama de llaves había tenido que guardar cama debido a problemas respiratorios y no quiso bajar toda la colina en medio de una lluvia torrencial para recoger los huevos y la leche de la granja. Así que envió a Mary.

Mary emprendió el camino que bordeaba los acantilados y llegó al patio de la granja de Dunworley House calada hasta los huesos. Llamó a la puerta y aguardó a que le abrieran mientras se iba formando un charco en el suelo.

—¿En qué puedo ayudarla, señorita? —preguntó una voz grave tras de si. Mary se dio media vuelta, levantó la cabeza, y tuvo que levantarla aún más para mirar los verdes y amables ojos de aquel joven, que tenía una estatura superior a la normal y unas espaldas muy anchas. Parecía haber nacido para trabajar el campo. Era el tipo de hombre que a buen seguro podía protegerte ante cualquier problema. Con sus brazos fuertes y musculosos rodeándote por los hombros, se estaba completamente a salvo de cualquier peligro.

Tras aquel primer encuentro, Mary no volvió a pasar ninguna tarde más paseando sin rumbo por los acantilados que rodeaban Dunworley House. Sean le salía al encuentro con su carro y descendían hasta Rosscarberry, o iban a tomar el té a Clonakilty. O, simplemente, si hacía buen tiempo, paseaban juntos por la playa cercana. Mantenían interminables conversaciones sobre cualquier tema y poco a poco se iban conociendo mejor. Mary se había educado en el convento, mientras que Sean se había formado en el cultivo de las tierras. Expresaban sus opiniones sobre Irlanda, sobre los disturbios que azotaban el país, y comentaban sus respectivos sueños y esperanzas con respecto al futuro, entre los que figuraban abandonar Irlanda para probar suerte en Norteamérica. Otras veces no hablaban de nada.

El día que Sean llevó a Mary a su casa para presentarla a la familia, le temblaban las rodillas cuando la animó a entrar por la puerta de la cocina. Sin embargo, Bridget, su madre, y Michael, su padre, se habían mostrado acogedores y amables con ella, y habían expresado curiosidad por conocer cómo era la vida en la casa grande. El hecho de que la chica fuera capaz de recitar pasajes enteros de la Biblia y también conociera el catecismo en latín, dibujó sonrisas de asombro en sus rostros curtidos por la intemperie.

—Te has procurado buena compañía —proclamó Bridget—. Espero que pronto la conviertas en toda una mujer. Ya es hora de que vayas pensando en casarte, hijo.

Así que, tras un año y medio de noviazgo, Sean le propuso matrimonio y se fijó la fecha de la boda al cabo de un año.

—Mira, Sean —dijo Michael, su padre, unos cuantos días más tarde, tras haber tomado un whisky de más—, tu madre y yo hemos estado planteándonos el futuro. La granja es muy antigua, se ha quedado pequeña y está llena de humedades. Tenemos que pensar en construir una nueva casa para toda la familia. Y se me ha ocurrido que al otro lado de los establos hay un sitio estupendo. Tu madre y yo somos demasiado viejos y no llegaremos a trasladarnos, pero vale la pena planificarlo para Mary y para ti, y para los pequeños que vengan al mundo, y para sus hijos y los hijos de tus hijos. —Michael había plantado una especie de croquis enfrente de Sean—. ¿Qué te parece?

Sean examinó el plano. Una cocina grande, una sala de estar, un comedor y, en la parte trasera, un espacio para un cuarto baño dentro de casa. Arriba, cuatro dormitorios y un desván podría habilitarse cuando la familia creciera.

—Pero, papá, ¿de dónde vamos a sacar el dinero para construir una casa así? —preguntó Sean.

—No te preocupes por eso, hijo. Tengo algunos ahorros. Además, la mano de obra no nos costará nada. —Michael dio un golpe en la mesa—. ¡La levantaremos con nuestras propias manos!

—Aun así —suspiró Sean—, después de invertir tanto dinero y tanto esfuerzo, no será del todo nuestra. Son los Lisle quienes nos tienen arrendadas las tierras, y a ellos pertenece todo lo que crece en ellas.

Michael tomó otro buen sorbo de aguardiente casero y movió la cabeza en señal de asentimiento.

—Ya lo sé, hijo, y de momento todo eso seguirá igual. Pero creo que durante los próximos años habrá muchos cambios en Irlanda. El partido nacionalista se hace oír cada vez más, y el gobierno británico empieza a escuchar. Estoy convencido de que algún día los Ryan vivirán en las tierras de su propiedad. Y debemos tener la mirada puesta en el futuro, no en el pasado. Bueno, ¿qué dices ahora de mi idea?

Cuando Sean explicó a Mary el plan de su padre, ella juntó las manos entusiasmada.

—Oh, Sean, ¡un lavabo dentro de casa! ¡Y una casa nueva para nosotros y nuestros hijos! ¿Estará terminada pronto?

—Sí, cielo —dijo Sean con un gesto de asentimiento—. Los muchachos de los alrededores me echarán una mano con las obras.

—Pero ¿y nuestros planes? —La sonrisa de Mary se había desvanecido—. ¿Y nuestra idea de ver mundo, de tomar un barco rumbo a Norteamérica?

—Ya lo sé, ya lo sé —dijo él posando la mano sobre la de ella—. No debemos perder eso de vista. Pero, aunque nosotros nos vayamos, los Ryan seguirán necesitando un buen techo que los cubra ¿No te parece que, si decidimos marcharnos, estaremos más tranquilos sabiendo que los dejamos bien arreglados?

—Creía que ya habíamos decidido que nos marchábamos —repuso Mary.

—Sí, cielo, sí; todo a su debido tiempo.

Así que, durante el año anterior, tras obtener permiso de Sebastian Lisle para construir una granja nueva (tal como Michael había previsto, a él no le perjudicaba en nada; de hecho, así las tierras aumentaban de valor), pusieron los cimientos de la casa y empezaron a levantar los muros.

—Mi casa —dijo Mary con un hilo de voz. No terminaba de hacerse a la idea.

Cada vez que Sean tenía un rato libre, se enfrascaba en las obras. Y a medida que la casa crecía y las habitaciones de las que un día Mary sería la dueña empezaban a tomar forma, las conversaciones versaban menos sobre el viaje a Norteamérica y más sobre los muebles que Sean fabricaría en el taller. Y sobre aquellos a quienes invitarían cuando estuvieran casados.

Al no tener familia propia, Mary había adoptado a la de Sean. Ayudaba a redactar cartas a su hermana menor, Coleen; amasaba el pan de soda con su madre y acudía a la granja para que su padre le enseñara cómo se ordeñaban las vacas. Y ellos respondían bien a su aptitud y generosidad.

Aunque no tenían muchos medios económicos, contaban con unos ingresos estables gracias a la explotación del terreno de cuarenta hectáreas. La granja cubría la mayor parte de sus necesidades, tenían leche y huevos, y las ovejas les proporcionaban carne y también lana para abrigarse. Michael y Sean trabajaban de sol a sol para asegurarse de sacarle el máximo rendimiento.

Cuando las diversas familias de la localidad se acercaban a la granja para conocer a Mary, ella observaba la expresión con que la miraban; sin duda, se había procurado un buen partido.

Y ahora, pensó Mary mientras se frotaba fuertemente los ojos con el chal, iban a arrebatárselo. Sean tenía muy claro que regresaría a su lado sano y salvo, pero ¿y si no era así?

Suspiró. Tendría que haber previsto que todo era demasiado bonito para llegar a convertirse en realidad. Ya había notificado a la casa grande que pensaba dejar el puesto al cabo de un mes para hacer los preparativos de la boda. Se preguntaba si, dadas las circunstancias, seguía siendo la opción más sensata. Si se trasladaba a casa de los Ryan y aguardaba a que Sean volviera de la guerra, no tendría independencia ni dinero que le perteneciera. Y si Sean no regresaba jamás, lo más probable era que acabara convirtiéndose en una solterona que viviría bajo el techo de su antiguo prometido.

Mary se puso en pie y se volvió hacia Dunworley House. Aunque al ama de llaves, la señora O’Flannery, no terminaba de caerle bien, la mujer apreciaba el afán con que trabajaba, y el día en que le había entregado la nota del cese había observado en ella cierta consternación. También Sebastian Lisle y su madre habían expresado su tristeza ante la perspectiva de que Mary abandonara la casa.

Mientras ascendía por los acantilados con rumbo a la mansión, pensaba que sin duda le permitirían conservar el puesto más tiempo. Por lo menos hasta que Sean regresara. Mary entró en la cocina con expresión resuelta; aunque tuviera que tragarse el orgullo y ver el brillo de los ojos del ama de llaves ante su desgracia, decidió que era un mal menor.

Se había pasado casi toda la vida sin poder ser dueña de si misma y por fin había logrado escapar de esa situación.

No deseaba volver a una cárcel.