18

Anna, cielo —dijo Mary mientras estaban sentadas tostando panecillos en el hornillo de gas—, he hablado con la directora y le he explicado que no vas a volver a la escuela.

A Anna se le iluminó la cara de la alegría.

—¡Oh, Mary! ¡Es f-fantástico! —Entonces arrugó la frente ¿Y se lo has d-dicho al tío y a la tía?

—Sí, y están de acuerdo. —Mary respiró hondo. Se detestaba por mentir, pero sabía que Anna no debía enterarse nunca de la verdad.

—¿Lo ves? Ya te dije que el tío no me obligaría a quedarme allí si no estaba a gusto. Así, ¿cuándo podremos v-volver a Cadogan House? —Anna dio un mordisco al pan con mantequilla que Mary le había preparado.

—Bueno, de eso precisamente quería hablarte, cielo. Como sabes, la casa estará cerrada mientras los tíos vivan en Bangkok. Y, aunque te quieren mucho, no pueden permitirse mantener una casa tan grande como Cadogan House solo para que viva allí una niña. ¿Lo comprendes?

—Sí, claro que lo comprendo. ¿Y dónde voy a v-vivir?

—Bueno, me han propuesto que te quedes conmigo.

Anna echó un vistazo a la pequeña habitación y su mirada delató la vida de privilegios a la que estaba acostumbrada.

—¿A v-vivir aquí para siempre, quieres decir?

—Bueno, mi amiga Sheila, la vecina, se casa el mes que viene y dejará el piso. El casero me ha dicho que si queremos, podemos quedárnoslo nosotras. Tiene dos dormitorios, una salita, una cocina y baño propio. He pensado que podríamos echar un vistazo.

—De acuerdo —convino Anna—, así no tendremos que dejar solo al p-pobre hombre que está al lado de la farola.

Mary se quedó mirando a Anna.

—¿Te has dado cuenta?

—Oh, sí —dijo Anna, asintiendo—. He hablado con él. Se le ve muy triste, y muy s-solo ahí fuera.

—¡¿Que has hablado con él?!

—Sí. —Anna estaba ocupada devorando el panecillo.

—¿Y te ha respondido?

—Dice que dentro de poco hará aún m-más frío. —Anna se limpió la mantequilla de la boca—. ¿Tiene casa?

—Sí, cielo.

—Así, ¿no es huérfano como yo?

—No, no es huérfano.

—¿Y a qué escuela voy a ir? —dijo Anna, retomando el hilo de la conversación.

—Bueno, estaba pensando que igual sería mejor que recibieras la educación en casa, como antes. Sobre todo si quieres seguir con las clases de ballet. —Mary le puso el señuelo en las narices—. Es posible que en una escuela no vean bien que necesites tener tardes libres. Claro que eso es cosa tuya.

—¿Podré v-volver con la princesa Astafieva? —preguntó Anna—. Me parece una profesora magnífica.

—Por desgracia, la princesa no se encuentra bien últimamente, pero me he informado y hay un profesor estupendo a cinco minutos de aquí. Se llama Nikolái Legat, ¡y era la pareja de Anna Pávlova! —dijo Mary para animarla.

—Anna Pávlova… —La pequeña abrió los ojos como platos ante la noticia—. ¡La mayor bailarina de t-todos los tiempos!

—Sí. He pensado que durante los próximos días podríamos acercarnos a su estudio y preguntarle si está dispuesto a darte clases. ¿Qué te parece?

—Oh, Mary. —Anna comenzó a dar palmadas de alegría—. No puedo creer que hace dos semanas estuviera en aquel sitio horrible pensando que n-nunca más volvería a bailar. —Le echó los brazos al cuello—. Y aquí estás tú, mi ángel de la guarda; has v-venido a salvarme.

—Vamos, cielo, ya sabes que nunca dejaría que te pasara nada malo.

—Como no me escribías a la escuela, pensaba que… —Anna se mordió el labio—. P-pensaba que me habías abandonado.

—Bueno, es que todo el mundo me decía que era mejor que te dejara tranquila para que te adaptaras.

Anna se quedó mirándola.

—¿Quieres decir que la t-tía te dijo que no me escribieras?

—Sí, pero lo hizo por tu bien.

—Mary, eres muy buena con todo el mundo, pero las dos sabemos que la tía me o-odia. —Anna la besó en la mejilla—. Y seas lo que seas para mí, me parece que ninguna niña en el mundo t-tiene una madre mejor.

A Mary se le arrasaron los ojos en lágrimas mientras se preguntaba si Anna pensaría eso mismo si supiera lo que había hecho en realidad.

—Vamos, cielo, no hablemos más de eso. Y ahora que vas a vivir conmigo unos cuantos años, a lo mejor todo será más fácil si te pongo mi apellido.

—B-bueno, como no tengo ninguno, me parece fantástico llamarme igual que tú —convino Anna.

—Ya sabes que las monjas me llamaron «Benedict» porque tampoco tenía apellido, así que será mejor que empecemos de cero —Mary sonrió— ¡y nos inventemos uno!

—¿De verdad podemos hacer eso?

—No veo por qué no.

—¡Qué emocionante! ¿Puedo e-elegirlo yo?

—Claro que sí, ¡mientras no te inspires en el de alguna bailarina rusa y sea tan raro que nadie pueda pronunciarlo!

Tal como hacía siempre que estaba pensando, Anna se llevó el dedo índice a la boca y lo mordió.

—¡Ya lo sé!

—¿Sí, cielo?

—¡Sí! Estaba pensando en mi b-ballet favorito, La muerte del cisne, y en que me llamo Anna, igual que Anna P-Pávlova, así me gustaría que nos llamáramos «Swan»[3].

—Swan… —Mary probó a pronunciarlo, y luego se volvió hacia Anna—. Me gusta.

Al día siguiente, Anna Swan entró en el estudio de Nikolái Legat. Y Mary Swan, su madre, la acompañaba. El profesor enseguida aceptó dar clases a Anna y la niña empezó a ir tres veces por semana.

Al cabo de un mes, las dos se trasladaron al antiguo piso de Sheila, en el edificio contiguo, y Mary se dedicó a pintar y decorar su nuevo hogar. Con la máquina de coser, confeccionó unas bonitas cortinas floreadas para la habitación de Anna, y se dio el gusto de utilizar chintz de color azul verdoso para las de la pequeña sala de estar, que también hacía las veces de taller de costura. Mientras las colgaba y se retiraba un poco para ver el resultado de su trabajo, Mary pensó en la casa de Dunworley que hacía años debería haber sido su hogar. No obstante, ese sueño se había desvanecido, así que sería mejor que empleara la energía de las tareas domésticas en el reducido espacio que era lo más parecido a un hogar que tendría jamás.

—Estás hecha una artista —aseguró Anna cuando Mary le mostró con orgullo la habitación terminada—. Te quiero. ¿Podemos invitar a Nancy y a la señora Carruthers a t-tomar el té? Me encantaría que vieran nuestra nueva casa.

—Lo siento mucho, Anna, pero las dos se han ido de Cadogan House y no tengo ni idea de dónde viven —respondió Mary con serenidad.

—Ah, pues qué maleducadas por no decírnoslo, ¿no? Eran a-amigas nuestras.

—Seguro que se pondrán en contacto con nosotras en cuanto puedan, cielo —dijo Mary sintiéndose culpable.

Las dos establecieron pronto una rutina. Mary hacía todo lo posible para que Anna pasara tiempo en el pequeño escritorio del rincón de la sala de estar aplicándose en sus estudios. Se servía de la biblioteca local para buscar libros de geografía e historia y animaba a Anna a leer siempre que podía. Era consciente de que ese tipo de educación no correspondía a la que debía recibir una niña como Anna, pero era todo cuanto podía hacer. Además, sabía que la pequeña tenía otras cosas en la cabeza.

Tres tardes a la semana, Mary cruzaba Colet Gardens con Anna para acompañarla a la clase de ballet. Siempre se volvía a mirar con nerviosismo al entrar y al salir del edificio. Era algo que tendría que seguir haciendo durante toda la vida; sabía que era el precio que tenía que pagar por sus actos.

La primera vez que se lo planteó, se le ocurrió que tal vez lo mejor era marcharse con Anna al extranjero. Sin embargo, al pensarlo mejor se dio cuenta de que no era posible. Anna no disponía de partida de nacimiento, pasaporte ni, de hecho, ningún documento oficial que la identificara, así que estaban condenadas a permanecer en Inglaterra. También se había planteado mudarse fuera de Londres, pero debía tener en cuenta los ingresos. Además, pensó, en una ciudad pequeña o un pueblo pasarían mucho menos desapercibidas. En una gran ciudad como Londres tenían más posibilidades de vivir lejos de las miradas indiscretas. Y el hecho de que de pequeña Anna hubiera pasado casi todo el tiempo entre los muros de Cadogan House y hubiera conocido a tan pocas personas hacía que las posibilidades de que alguien la reconociera fueran escasas.

Con todo, Mary se mantenía muy alejada de la zona de Chelsea, y se consolaba pensando que cuando Anna se convirtiera en una mujer cabrían pocas posibilidades de que alguien la relacionara con la niña que había sufrido una muerte tan trágica y prematura.

En cuanto al futuro… No se lo planteaba. Había hecho lo que consideraba oportuno para proteger a la niña que amaba. Y si algo había aprendido al perder a Sean y todos los sueños y esperanzas de la vida a su lado, era que lo único seguro es el presente.

Una agradable mañana de primavera, cuando Mary y Anna llevaban tres meses y medio viviendo su nueva vida juntas, Anna llegó al piso con compañía.

Mary levantó la vista de la máquina de coser, sorprendida. Pues allí, apostado con timidez junto a Anna, estaba el joven que habían visto fuera, junto a la farola.

—Mary, este es Jeremy. Es amigo mío, ¿verdad, Jeremy?

El hombre miró a Anna con nerviosismo y asintió.

—Le he dicho a Jeremy que t-tenía que entrar a conocerte. Le he dicho que te parecería bien. A que te parece bien, ¿Mary?

—Pues… sí, claro. —Mary se sintió aturullada cuando los oscuros y angustiados ojos de Jeremy se posaron en ella—. Ven, Jeremy, siéntate y te prepararé un té.

—G-g-gracias.

—Mary entró en la cocina y se dedicó a preparar todo lo necesario pare el té en una bandeja mientras oía a Anna charlar tranquilamente en la sala contigua. Su voz infantil quedaba interrumpida de vez en cuando por el extraño tono gutural de Jeremy.

—Aquí tienes —dijo Mary al depositar la bandeja con el té sobre la mesa—. Jeremy, ¿quieres leche o azúcar?

—L-las dos cosas. —Tras una larga pausa, volvió a hablar—: G-gracias, muy amable.

Mary sirvió el té y le pasó la taza a Jeremy. Él la cogió con las manos temblorosas y la taza empezó a hacer ruido contra el plato. Entonces, con delicadeza, Mary volvió a cogérsela y la depositó en la mesa de al lado.

—¿A que se está bien? —preguntó Anna—. Se está m-mucho mejor aquí que ahí fuera —dijo, señalando la farola—. Además, le he dicho a Jeremy que mi madre tampoco tenía amigos, así que se me ha ocurrido que podría s-ser amigo de las dos.

Jeremy asintió mientras miraba a Anna. Mary captó un brillo de emoción en sus ojos y comprendió que, obviamente, aquel hombre peculiar y taciturno le tenía mucho cariño a su pequeña amiga.

—Bueno, es todo un detalle por tu parte que me tengas en cuenta, Anna. ¿Verdad, Jeremy?

—S-sí.

Mary se sirvió una taza de té y se sentó en silencio, preguntándose qué demonios podía decirle. Preguntarle a qué se dedicaba parecía tonto, sabiendo que se pasaba la mayor parte del tiempo delante de su ventana confesando sus penas a la farola.

—G-gracias p-por el abrigo —dijo Jeremy, y era evidente que le suponía un gran esfuerzo pronunciar las palabras—. A-abriga m-mucho.

—¿Has visto? —terció Anna—. Habla igual que yo algunas veces. —Le dio unas afectuosas palmaditas en la mano.

—Pues qué bien que hayáis estado hablando.

—A-Anna m-me ha dicho que le g-gusta mucho bailar —aventuró Jeremy—. L-le encanta El lago de los cisnes, de Ch-Chaikovski.

—Sí —exclamó Anna con entusiasmo—. Y Mary dice que cuando tengamos bastante dinero, comprará un gramófono como el que teníamos en Cadogan House. Luego c-compraremos el disco y podrás v-venir a escucharlo, Jeremy.

—Gracias, Anna. —Jeremy cogió cuidadosamente la taza de té y se la acercó a los labios con las manos temblorosas. Se bebió el contenido de un trago, aliviado de haber conseguido llevárselo a la boca. Luego depositó la taza en el plato con un traqueteo—. Y g-gracias por el t-té, Mary. N-no quiero m-molestarla más t-tiempo.

—No nos molestas, ¿a que no, Mary? —dijo Anna cuando el hombre se puso en pie.

—No, en absoluto. —Mary acompañó a Jeremy a la puerta del piso—. Puedes venir a tomar el té siempre que quieras.

—G-gracias, M-Mary. —Jeremy le sonrió con tal gratitud que ella, de modo instintivo, alargó el brazo y le dio unas palmaditas en la mano flacucha.

—Volveremos a vernos, estoy segura.

Al cabo de un par de días, Anna volvió a presentarse en casa con Jeremy. El joven llevaba algo envuelto con una manta.

—¡Jeremy dice que nos ha comprado un regalo! Estoy impaciente por saber qué es. —Anna empezó a revolotear por la sala muy emocionada mientras Jeremy le preguntaba a Mary dónde podía dejar el bulto.

—Ponlo ahí. —Mary le señaló el aparador, y Jeremy lo depositó en él. Retiró la manta con un rápido ademán y reveló un gramófono. Y había un montón de discos insertados en el eje.

—Es p-para ti, Anna.

—¡Oh, Jeremy! —Anna comenzó a aplaudir, llena de entusiasmo—. Es un regalo maravilloso, ¿verdad, Mary?

—Pues sí que lo es, pero supongo que solo nos lo prestas, ¿verdad, Jeremy? —recalcó Mary.

—N-no, es para vosotras. P-para que os l-lo quedéis.

—Pero esos aparatos cuestan una fortuna. No podemos…

—¡Sí que p-podéis! Tengo d-dinero. ¿Qué d-disco ponemos, Anna?

Mientras Anna y Jeremy decidían si ponían La bella durmiente o El lago de los cisnes, Mary observó en los ojos del joven un destello de determinación. Incluso en su lamentable estado, reconoció en su mirada un atisbo de lo que debió de haber sido antes de que la guerra lo destruyera.

De repente, mientras Anna colocaba un disco debajo de la aguja, él se volvió hacia Mary y le sonrió.

—A c-cambio del a-abrigo.

Eso fue todo.

Y también fue el principio de la ininterrumpida sucesión de tardes que Jeremy Langdon pasaba en la sala de estar de Mary. Todos los días, Anna conseguía que el joven se despegara de la farola y entrara a tomar una taza de té. Mientras Mary cosía, Anna y Jeremy escuchaban la música de los ballets. Ella trazaba piruetas por la sala mientras él la aplaudía con entusiasmo al final de cada pieza. Al ver que Anna lo obsequiaba con una grácil reverencia, Mary se dio cuenta de que la niña estaba recreando los momentos que había pasado con Lawrence Lisle en el salón de Cadogan House.

—L-lo hace m-muy bien, Mary —comentó Jeremy un día cuando ella lo acompañó a la puerta del piso.

—¿De verdad te lo parece? Pone mucho empeño, de eso no cabe duda.

—T-tiene talento —dijo Jeremy, asintiendo—. A-antes de la guerra v-vi a los mejores bailarines. Ella también p-podría llegar a ser muy grande. A-adiós, Mary.

—¿Dónde vas a cenar esta noche? —preguntó ella—. Parece que no hayas comido en condiciones desde hace un siglo. Tengo chuletas en el horno, y hay de sobra.

—¡Oh, Jeremy, quédate! —insistió Anna.

—S-sois muy amables, pero no quiero m-molestaros.

—¿A que no nos molesta, Mary?

—No, Jeremy, no nos molestas —dijo ella sonriendo.