10
Cuando Sean se fue a la guerra, Mary acudió a despedirse de él apretando los dientes para mantener las emociones bajo control y luego se dirigió a Dunworley House. Tras echarse a si misma un buen sermón por el camino, se dispuso a emprender de nuevo el trabajo.
Pasaron los meses. Mary se enteraba de lo que ocurría en el frente a través de Sebastian Lisle, que una vez a la semana recibía The Times desde Inglaterra. Por fin llegó la primera carta de Sean, donde le explicaba que estaba en Francia y que había librado una batalla en un lugar llamado Mons. Por las cartas se deducía que mantenía la moral alta y que tenía buena relación con los otros «Micks», el sobrenombre con que se conocía a los Guardias Irlandeses. Sin embargo, ya había bajas en su batallón; le escribía acerca de amigos muertos o que habían resultado heridos.
De vez en cuando, Mary se dejaba caer por casa de los Ryan, pero la visión de las obras sin terminar, intactas desde la marcha de Sean y los demás jóvenes de la población, la alteraba.
Se encontraba en un impasse, aguardando a que el destino decidiera por ella.
Pasaron nueve meses y las cartas de Sean eran cada vez menos frecuentes. Ella le escribía todas las semanas, preguntándole cuándo creía que obtendría el permiso que le había prometido. En la última carta, Sean mencionaba que se había embarcado rumbo a Londres para pasar cuatro días en el cuartel de los Guardias Irlandeses; no tendría tiempo suficiente de viajar hasta West Cork. Mary leyó en The Times que miles de soldados aliados habían perdido la vida en un lugar llamado Ypres.
Sebastian Lisle había abandonado Irlanda cinco meses atrás; no para luchar en el frente, puesto que sufría ataques de asma, sino para echar una mano en lo que él llamaba el Foreign Office.
La vida en Dunworley House se tornó monótona. Como en la casa solo vivía Evelyn Lisle y no se recibían visitas, el servicio tenía muy poco trabajo. La criada subalterna fue despedida, por lo que Mary pasó a ocuparse también de sus tareas. Y, tal como le ocurría a todo el mundo a lo largo y ancho del continente europeo, tuvo que limitarse a esperar con el alma en vilo.
Al cabo de dieciocho meses, Sebastian Lisle regresó a casa. Era un placer tener por lo menos alguien a quien servir los platos en la mesa; Evelyn despertó de su letargo y bajó para cenar en el comedor con su hijo. Dos días más tarde, avisaron a Mary para que acudiera al despacho de Sebastian.
—¿Quería verme, señor? —preguntó Mary al entrar.
—Sí. —Los desvaídos ojos azules de Sebastian parecían más hundidos en las cuencas; se le veía demacrado y ojeroso, aparentaba el doble de los años que tenía. Tenía entradas en el pelo bermejo, y Mary pensó que el hecho de ser de buena cuna no implicaba resultar agraciado físicamente.
—En casa de mi familia, en Londres, necesitan una doncella y te he recomendado para el puesto, Mary. ¿Qué te parece?
Mary lo miró sin dar crédito.
—¿Yo? ¿Voy a ir a Londres?
—Sí. Ahora que he vuelto, podremos arreglarnos con la señora O’Flannery y una asistenta del pueblo. En cambio en Londres, con el desgaste que supone la guerra y tantas muchachas trabajando en las fábricas de municiones y ocupando los puestos de los hombres conduciendo autobuses y demás, cada vez cuesta más encontrar servicio doméstico. Mi hermano me ha pedido si podía buscarle a alguien en Irlanda, y la persona más apropiada eres tú.
—Londres… —Mary contuvo la respiración. El cuartel de Sean estaba allí. A lo mejor, cuando regresara de Francia con otro permiso, podrían verse. Además, era una aventura y una oportunidad que sabía que debía aprovechar.
—Me parece un ofrecimiento excelente, señor. ¿Las tareas son parecidas a las de aquí?
—Más o menos, sí. La casa es mucho más grande. Antes había veinte personas a cargo del servicio, pero ahora son diez y todos hacen de todo. Te darán un uniforme muy bonito, compartirás el dormitorio solo con otra doncella y ganarás treinta chelines al mes. ¿Te parece bien?
—Bueno, de entrada creo que está bien, señor; sí.
—Estupendo, Mary. Por favor, en cuanto te hayas decidido comunícamelo y te conseguiré un billete para Londres.
—Sí, señor. Eso haré.
Al cabo de unos días, Mary fue a ver a los padres de Sean para comunicarles su decisión. Tal como esperaba, no les entusiasmó la idea de que la prometida de su hijo abandonara Irlanda en ausencia de este.
—Mira, Bridget —la tranquilizó Mary mientras tomaban el té en la cocina, si quiero ir es porque a lo mejor consigo ver a Sean cuando vuelva a tener unos días de permiso.
—No cabe duda de que todo eso está muy bien, pero la hija de mi primo se marchó a Londres el año pasado y sé que allí no les tienen simpatía a las doncellas irlandesas. Los ingleses te mirarán por encima del hombro, como siempre hacen con los irlandeses —dijo Bridget con una mueca de desdén.
—¡Que me vengan con esas! Los pondré en su sitio, te lo aseguro. —Mary sonrió, impertérrita. Era incapaz de ocultar la excitación que le brillaba en los ojos.
—Pero prométeme que cuando termine la guerra regresarás a esta casa con tu chico, ¿lo harás? —la instó Bridget.
—Ya sabes que en ningún sitio estaría mejor que al lado de Sean. Pero si mientras lo espero puedo hacer algo útil y ahorrar unos cuantos chelines para los muebles, no me parece un mal planteamiento.
—Está bien. Pero ándate con cuidado en esa ciudad de infieles. —Bridget se estremeció solo de pensarlo.
—No te preocupes. Lo haré, te doy mi palabra.
Mary no sintió ni un ápice de miedo cuando emprendió el largo viaje. Primero fue a Dublín, donde tomó un barco hasta Liverpool, y desde allí se trasladó hasta el sur en un tren abarrotado de pasajeros que se detuvo en una estación inmensa. Recorrió el andén con el equipaje a rastras mientras miraba alrededor. Le habían dicho que iría a buscarla alguien que mostraría un cartel con su nombre. Paseó la mirada por aquella riada de color caqui absorta en tristes despedidas y felices reencuentros, y por fin divisó a un hombre de elegante uniforme que, efectivamente, sostenía en un cartel donde aparecía escrito su nombre.
—Hola. —Se dirigió a él sonriendo—. Soy Mary Benedict.
El hombre la saludó con una solemne inclinación de cabeza.
—Sígame, por favor.
Fuera, el hombre le hizo señas para que entrara en la parte trasera de un flamante coche negro. Mary obedeció, maravillada ante la suavidad del cuero del asiento. Cuando se pusieron en marcha se sentía como una princesa. Era la primera vez que subía a un coche.
Observó por la ventanilla las farolas de gas en lo alto, que parecían polos de limón gigantes ensartados en palillos muy largos, las muchedumbres que recorrían las aceras y los colosales edificios que se alzaban a sus pies. Por el centro de las calles no paraban de circular tranvías arriba y abajo. Reparó en que las mujeres llevaban faldas que… ¡dejaban al descubierto los tobillos! Prosiguieron la marcha bordeando un río muy ancho, pero estaba demasiado oscuro para ver gran cosa. Luego el chófer torció a la derecha, alejándose del río, y al final entró en una gran plaza con casas enormes de color blanco por todo el perímetro. Enfiló una estrecha calle con antiguas caballerizas a un lado y a otro; allí estacionó el coche e indicó a Mary que se apeara.
—Por aquí, por favor —dijo, y Mary lo siguió por el camino—. Estamos en Cadogan House, y esta es la entrada del servicio, la que debe utilizar siempre. —Bajó con ella el tramo de escaleras y abrió la puerta que daba a un pequeño recibidor.
Otra puerta los llevó a una cocina de techo bajo pero muy acogedora, en cuyo centro había una mesa ocupada por varias personas, todas ataviadas con elegantes uniformes.
—Esta es la doncella nueva, señora C —dijo el chófer con una inclinación de cabeza, dirigiéndose a una mujer corpulenta sentada al extremo de la mesa.
—Ven aquí, donde pueda verte bien. —La mujer hizo señas a Mary para que se acercara, y mientras tanto la iba observando.
—Buenos días, señora —saludó Mary con una pequeña reverencia—. Soy Mary Benedict.
—Yo soy la señora Carruthers, el ama de llaves. —La mujer dio por terminada la inspección y movió la cabeza con gesto afirmativo—. Bueno, al menos tienes un aspecto bastante saludable, lo cual ya es más de lo que puedo decir de la última criada irlandesa que tuvimos en esta casa. Murió de bronquitis al cabo de una semana, ¿verdad, señor Smith? —Se volvió hacia el hombre medio calvo sentado a su lado y soltó una gran risotada que agitó su busto generoso.
—Creo que sí que tengo buena salud, señora —respondió Mary—. La verdad es que no me he puesto enferma ni un solo día en toda mi vida.
—No es un mal comienzo, supongo —convino la señora Carruthers.
La mujer hablaba inglés con un acento extraño. A Mary le costaba entender lo que decía.
—Debes de tener hambre; vosotros los irlandeses siempre tenéis hambre. —Señaló una silla al final de la mesa—. Quítate el sombrero y el abrigo y siéntate. Teresa, sírvele a Mary un plato de estofado.
—Sí, señora Carruthers. —Una joven ataviada con una cofia y un vestido marrón se levantó de la mesa al instante. Mary se despojó del sombrero, los guantes, el abrigo y el chal y fue a colgarlos en el recibidor. Luego tomó asiento junto a una chica con un uniforme de doncella.
—Imagino, Mary, que no sabes leer ni escribir. Las chicas como tú no suelen aprender, y a mí me dificulta mucho el trabajo —se quejó la señora Carruthers con un suspiro.
—Yo sí que sé, señora —dijo Mary asintiendo a la vez que le ponían delante un plato de estofado—. En el colegio del orfanato me encargaba de enseñar a los más pequeños.
—¿Un colegio? —La señora Carruthers esbozó una sonrisita—. ¡Si me descuido, aún me enseñarás a poner la mesa!
Todos los demás sirvientes reunidos a su alrededor se echaron a reír diligentemente. Mary decidió hacer caso omiso de la provocación y se comió el estofado en silencio; después del largo viaje estaba hambrienta.
—Tengo entendido que en Irlanda trabajabas en casa del hermano del señor Lisle —prosiguió la señora Carruthers.
—Sí.
—Bueno, no sé cómo es la vida allí, pero creo que en Londres las cosas te parecerán un poco distintas. El señor Sebastian Lisle me ha dicho que sabes servir la mesa, ¿es cierto?
—Eso creo, sí —respondió Mary—. Pero seguro que tiene razón. Seguro que aquí las cosas son distintas.
—Compartirás el dormitorio con Nancy, la doncella que tiene asignada la planta superior. —La señora Carruthers señaló a la chica sentada junto a Mary—. El desayuno es a las cinco y media en punto; si llegas cinco minutos tarde y no queda nada, no podrás desayunar, ¿entendido?
Mary asintió.
—Encontrarás el uniforme encima de la cama. Asegúrate de llevar siempre limpio el mandil, el señor Lisle es muy exigente con la limpieza de los uniformes.
—¿El mandil? —se extrañó Mary.
—El delantal, chica. —La señora Carruthers arqueó las cejas—. Mañana después del desayuno te indicaré cuáles son tus tareas. Cuando el señor Lisle está en casa, hay mucho trabajo. Es un hombre muy importante y le gustan las cosas bien hechas. Tienes suerte de que ahora esté de viaje; aun así, aquí no bajamos el listón ¿verdad?
Todos los sentados a la mesa asintieron en señal de conformidad y empezaron a levantarse.
—Nancy, acompaña a Mary a su habitación.
—Sí, señora C —respondió con diligencia la muchacha sentada a su lado—. Sígueme —dijo a Mary.
Al cabo de unos minutos, Mary acarreaba la maleta por la escalera que daba a un amplio pasillo. En el techo colgaba una gran lámpara de araña con muchas bombillas. Subieron tres tramos más de escaleras hasta que por fin llegaron a la planta superior.
—¡Jesús, María y José! ¡Qué casa! ¡Es tan grande como un palacio! —exclamó.
—Este es tu dormitorio —dijo Nancy, y la guio hasta una habitación con dos camas y poca cosa más. Señaló la cama situada junto a la ventana—. Eres la última en llegar, así que te toca aguantar la corriente de aire.
—Gracias —respondió Mary con ironía, y soltó la maleta sobre la cama.
—Haremos turnos para ir a por el agua caliente y llenar la palangana. Por lo demás, debajo de la cama hay un orinal —indicó Nancy, sentándose en su cama y examinando a Mary—. Eres guapa, sí. ¿Por qué no eres pelirroja, como todos los irlandeses?
—Ni idea, te lo aseguro —respondió Mary mientras sacaba de la maleta las pocas prendas de ropa que tenía y las guardaba en el cajón de la mesilla de noche—. Aunque la verdad es que no todos somos pelirrojos.
—Los que yo he conocido, sí. Pero tú tienes unos ojos azules muy bonitos y el pelo rubio. ¿Es natural?
—¿Quieres decir que si me pongo tinte? —Mary se echó a reír y negó con la cabeza—. Donde yo vivo no hay de esas cosas. En ese rincón del mundo todavía no tenemos ni electricidad.
—¡Caramba! —Nancy soltó una risita—. Ya no puedo imaginarme la vida sin electricidad, aunque cuando era pequeña, en casa tampoco había. ¡Por eso tengo tantos hermanos! —exclamó con una sonora carcajada—. ¿Tienes novio?
—Sí, pero está luchando contra los alemanes y hace dieciocho meses que no lo veo.
—Hay otros hombres, ya sabes. —Nancy sonrió—. Sobre todo aquí, en Londres.
—No me interesan los otros hombres. Para mí, él es el único —respondió Mary con firmeza.
—Eso ya lo veremos cuando lleves viviendo aquí unos cuantos meses. Hay muchos soldados solitarios que pasan sus días de permiso en la ciudad y buscan alguna chica bonita con la que gastarse la paga; acuérdate de mis palabras. —Nancy empezó a desvestirse; el corsé apenas le cubría los pechos turgentes y las caderas propias de los cuadros de Rubens. Cuando se soltó la larga melena rubia, parecía un querubín de formas exuberantes—. Si coincidimos en los días de permiso, te enseñaré la ciudad. En Londres hay muchas opciones para divertirse, eso te lo aseguro.
—¿Qué tal son los señores? —preguntó Mary al meterse en cama.
—Ah, todavía no tenemos señora. El señor Lisle vive solo, al menos cuando está en casa. No ha encontrado a ninguna dama de su gusto. ¡O ninguna a quien le guste! —Nancy soltó una risita.
—Bueno, tampoco su hermano Sebastian se ha casado —explicó Mary, arropándose más con la fina sábana; ahora comprendía por qué esa cama era la peor.
—La señora Carruthers cree que el señor es un espía —confesó Nancy—. Lo que está claro es que lo que se lleva entre manos es importante. Suele tener a mucha gente conocida a cenar. ¡Una vez vino Lloyd George en persona! ¿Te imaginas tener al primer ministro británico sentado en el comedor?
—¡Virgen santísima! ¿Quieres decir que podría tener que servirle en la mesa? —Mary la miró con expresión horrorizada.
—Siempre que tenemos a alguien importante en la casa y tengo que tratar con él, lo que yo hago es imaginármelo utilizando el retrete. Pienso en él allí sentado y deja de impresionarme.
Mary soltó una risita y pensó que Nancy le caía bien.
—¿Cuánto tiempo llevas sirviendo? —preguntó.
—Desde los once años, cuando mi madre me mandó a limpiar orinales. Eso sí que era duro, tener que vaciar la porquería. —Nancy se estremeció—. Da igual que seas una señora o una criada, el pipí y la mierda de todo el mundo huelen igual de mal.
A Mary empezaban a cerrársele los ojos; el temor y la emoción de verse en Londres la habían dejado rendida. Se estaba quedando dormida. Nancy seguía hablando, pero ella ya no podía oírla.